Capítulo VII

Caiga sobre él, desprevenido, la destrucción.

Salmos, 35:8

Acababa de asomar el sol cuando Morgan, Duncan y el séquito ducal llegaron al muelle para abordar el Rhafallia. Corría una brisa fresca y húmeda, impregnada del acre aroma salobre del mar.

Como la visita al Hort de Orsal sería oficial, Morgan embarcó vestido con el atuendo formal: sobretodo de cuero negro, largo hasta la rodilla, con el Grifo de Corwyn tachonado sobre el pecho en cuero de ante verde; por debajo, una malla ligera, que le cubría el cuerpo desde el cuello hasta las rodillas. Donde terminaba la malla comenzaban las botas de duro cuero y caña alta y con tacones, adornados con espuelas ceremoniales de plata; si bien Morgan no se acercaría siquiera a un caballo. Un rico manto de lana verde, de textura nudosa, pendía de sus anchos hombros, sujeto a la derecha por un broche de plata tallada. Y, como era una visita de Estado y no una maniobra militar, en la cabeza llevaba la diadema ducal de Corwyn. A un lado, colgaba el espadón, en una gastada vaina de cuero.

Duncan también había hecho concesiones para su visita al Hort de Orsal. Por fin, descartó toda pretensión de pompa clerical en favor de un jubón negro de cuello alto y de un manto sobre la cota de malla. Había pensado si debía usar el tartán de sus antepasados McLain: sabía que Alaric tenía una prenda a mano para tales acontecimientos, pero decidió que sería prematuro tomar tal decisión. Pocos sabían de su suspensión y, hasta que se enterasen, no había necesidad de ilustrarlos sobre la realidad. Mientras vistiera de negro, no llamaría la atención; la gente vería lo que esperaba ver.

Pero, mientras tanto, no le resultaría difícil volver a adaptarse a la sociedad como laico, pensó con cierta ironía. Lord Duncan Howard McLain era ante todo un miembro de la nobleza, bien instruido sobre las tradiciones de combate que primaban entre la aristocracia. Y aunque la nueva espada que pendía de su cintura aún era virgen, Duncan sabía bien que se aprovecharía de ella cuando se presentase la menor oportunidad.

La espesa niebla costera se fue desvaneciendo, a medida que Morgan y Duncan se acercaban al Rhafallia. De pronto, vieron asomar su alto mástil en la soledad gris del cielo. Del único y ancho peñol pendía holgadamente la vela mayor, brillantemente decorada y bordada. La bandera marítima de Morgan, negra, verde y negra, colgaba inerte de un corto estandarte, por la parte de proa. Mientras observaban, un marinero izó los colores de Kelson sobre el mástil, un destello oro y carmesí contra el opaco matiz de la mañana.

El Rhafallia no era la nave más grande de Morgan; aunque, con sus escasas cincuenta toneladas, sí era una de las más veloces. Tenía doble punta y estaba construida de tingladillo, como la mayoría de las naves que recorrían el Mar del Sur para comerciar. Llevaba una tripulación de treinta hombres y cuatro oficiales, con espacio para unos quince pasajeros o soldados armados, además de la carga. Con viento largo, podía hacer cuatro o seis nudos sin dificultad, y las recientes innovaciones en los obenques, copiadas de las flotas mercantes de Bremagne, le permitían amurar a cuarenta grados del viento y navegar a un descuartelar con una nueva vela delantera llamada foque.

Si el viento fallaba o si no soplaba en la dirección correcta, siempre estaban los remos. Y, aun sin velas, el veloz y estrecho Rhafallia era capaz de cruzar al puerto insular del Hort de Orsal y regresar en menos de un día.

Morgan levantó la vista hacia el mástil cuando Duncan y él se aproximaban a la plancha de desembarco, y notó que los marineros ya comenzaban a trepar por los obenques, preparándose para la partida. Un vigía oteaba el horizonte desde su puesto en el mástil principal. Por la cubierta, ligeramente inferior, de la galera de remeros, Morgan apenas veía las brillantes gorras tejidas de la tripulación de cubierta. Esperaba que esa mañana no tuvieran que depender de los remos; quería estar en tierra antes del mediodía.

Mientras consideraba la desalentadora posibilidad de una larga travesía, apareció un hombre de elevada estatura que vestía con unos pantalones de cuero marrón, muy gastados, y una chaqueta del mismo material. Daba grandes zancadas y llevaba el cuello y los hombros protegidos por un áspero manto de lana de color púrpura desvaído. Utilizaba el sombrero de cuero en pico que distinguía al capitán de una nave. Del ala, asomaba, informal, el verde emblema de la armada de Morgan. Al ver al duque, sonrió afablemente y le temblaron la barba rojiza y el bigote espeso.

—¡Buen día, milord! —tronó su voz. Se frotaba las manos enérgicamente y miraba a su alrededor como si disfrutara del frío, de la niebla y de la hora temprana—. ¿No es una hermosa mañana?

Morgan enarcó una ceja inquisitiva.

—Lo es, si te agrada navegar con los ojos cerrados, Henry. ¿Arreciará el viento cuando cambie la marea o tendremos que remar?

—Habrá viento —le aseguró el capitán—. Será un maravilloso día para navegar. Sólo esperad a que zarpemos. A propósito, ¿cuántos vendrán a bordo?

—Nueve, en total —replicó Morgan, mirando a su alrededor con aire distraído—. Ah, éste es mi primo, monseñor Duncan McLain. Duncan, el capitán Henry Kirby, a cargo del Rhafallia.

Kirby se llevó la mano al ala del sombrero.

—Un placer conoceros, monseñor —se volvió a Morgan—. Entonces, ¿estáis listo para salir a bordo, milord?

—No hay problemas. ¿Cuánto falta para la marea?

—Hum… Un cuarto de hora, más o menos. Podemos comenzar a soltar amarras y a envergar el velamen no bien subáis.

—Muy bien.

Morgan se volvió e hizo gestos al grupo de hombres que aguardaban en el muelle. Luego, siguió a Duncan y a Kirby por la plancha. A su espalda, lord Hamilton y su comitiva echaron a andar por el puerto, con paso firme.

Hamilton parecía mucho más confiado con su arnés militar. Era un guerrero, no un cortesano. Y su vínculo forzado con Gwydion y con otros personajes más ilustres, durante los días pasados, le habían puesto los nervios de punta, para decir poco. Sin duda, nadie se sintió tan feliz como él al ver que el hombrecillo partía rumbo a Culdi esa mañana. Para Hamilton, el día había comenzado del modo más propicio. Se encontraba en su elemento; escoltaba al contingente de hombres, con singular aplomo, rumbo a la cubierta de la nave.

El maestre Randolph fue el primero de la corte ducal en subir a bordo. De sólo pensar en la aventura que le esperaba, el rostro se le iluminaba de placer. Como médico, pocas veces lo incluían en otras intrigas cortesanas que no fuera la de espiar lo que se hablaba durante los banquetes. Y el hecho de que Morgan lo hubiese invitado era constante motivo de sorpresa y regocijo.

A su lado, venía el joven Richard Fitz William, el escudero real que Duncan había traído consigo desde Rhemuth. A Richard le fascinaba la posibilidad de ver personalmente la legendaria corte del Hort de Orsal. Además, idolatraba a Morgan, desde que el duque lo instruyera en la corte de Rhemuth. Férreamente leal a Morgan, más de una vez había recibido duras palabras y riesgo físico por poner sobre aviso a su mentor frente a algún peligro inminente.

Además, iban cuatro miembros de la guarnición del castillo, que viajaban en calidad de guardia de honor y asesores militares para las sesiones sobre estrategia que motivaban la visita. Bajo el mando de lord Hamilton, quien iba a la retaguardia, esos hombres tendrían la función de comandar las defensas locales mientras Morgan se ausentara al frente de los ejércitos reales, rumbo al norte. Por lo tanto, constituían un factor indispensable para la defensa de Corwyn.

Cuando el último de los hombres estuvo a bordo, dos tripulantes, vestidos con calzones celestes y camisas blancas de hilo, retiraron la plancha de aguas y aseguraron la barandilla lateral. La brisa comenzó a soplar y la niebla comenzó a deshacerse en sutiles jirones. Kirby comenzó a vociferar sus órdenes. Soltaron los cabos y desplegaron las velas. Mientras el Rhafallia se alejaba lentamente del puerto, una docena de remeros comenzó a guiar la nave hacia una corriente de viento que soplaba a unos cincuenta metros del muelle. Dejó atrás las últimas barcazas, ancladas en la vecindad, e irrumpió en la franja de vientos. Las velas comenzaron a hincharse.

Cuando el Rhafallia se alejó de la boca del puerto, el viento arreció y la nave comenzó a adquirir velocidad. Después de unos doscientos metros, enfiló el rumbo hacia la isla capital del Orsal. Si el viento no amainaba, llegaría a destino en menos de cuatro horas, con la corriente de través.

No bien concluyeron las maniobras de rumbo, el capitán Kirby se unió a Morgan, Duncan y Randolph en la cubierta de popa. Aunque formalmente el Rhafallia era una nave mercante, llevaba plataformas elevadas para combate, de proa a popa. El timonel guiaba el barco desde la parte trasera de la popa con una ancha caña de estribor, pero el resto de la plataforma solía ser territorio del capitán, que éste usaba como sala de tertulia y área de observación.

Los marineros habían llevado finas banquetas plegables de cuero repujado, importadas de Forcinn, por la escalera de acceso. Los cuatro se sentaron cómodamente. El sol comenzaba a brillar con intensidad y, al mirar hacia atrás, rumbo a Coroth, vieron que la bruma seguía cegando los altos riscos de la costa, aunque la luz primaveral amagaba con deshacerla. Hamilton, los cuatro tenientes y el joven Richard conversaban en la cubierta principal en medio del barco, mientras los tripulantes que no cumplían funciones en ese momento descansaban en las estrechas galerías dentadas para los remeros, que corrían a ambos lados de la nave de proa a popa. Un vigía oteaba las aguas sobre la plataforma de combate de proa y otro hacía lo mismo sobre el puesto del mástil. La inmensa superficie de la vela mayor y el ancho foque oscurecían gran parte del cielo. El Grifo, pintado sobre la tela, parecía observar la escena con ferocidad desde las alturas.

Kirby suspiró y se reclinó contra la barandilla de la plataforma para inspeccionar la nave.

—Ah, es un día maravilloso, tal como os dije, milord. Realmente, hay que salir al mar y probar el aire salobre para valorar la vida. ¿Os podría ofrecer un poco de vino para quitaros el frío de los huesos, tal vez?

—Sólo si es de Fianna —replicó Morgan, sabiendo que solicitaba el vino más caro, pero también consciente de que Kírby no bebía otra cosa.

Kirby sonrió con picardía y respondió con una profusión de gestos.

—Para vos, milord. sólo lo mejor.

Miró por encima de su hombro derecho hacia la galería de remeros de estribor, donde un niño de siete u ocho años tallaba un trozo de madera.

—Dickon, niño, ven aquí.

El pequeño levantó la vista atentamente al oír su nombre, dejó a un lado el cuchillo y fue hasta el pie de la escalera. El barco escoraba ligeramente bajo la brisa vigorosa, pero el niño se mantuvo firmemente de pie. Miró a Kirby con ojos deslumhrados.

—¿Señor?

—Trae unas jarras y una botella cerrada de vino de Fianna, ¿quieres, hijo? Una de las manos te servirá para bajarlo.

—Mi escudero puede ayudarlo —dijo Morgan, mientras iba hacia la barandilla—. Richard, ¿podrías hacerme el favor de ayudar a este niño? El capitán Kirby ha consentido gentilmente en convidarnos con una botella de su bodega privada de Fianna.

Richard levantó la vista con aire inquisidor, desde el lugar que compartía con los tenientes, y lord Hamilton sonrió y se inclinó, solícito. Mientras Dickon giraba sobre los talones y bajaba por otra escalera rumbo a la cala, Richard lo miró, incrédulo. Parecía algo sorprendido por la agilidad del niño. Richard no profesaba de marinero, pero intentó seguirlo con igual destreza, aunque con más cautela.

Kirby los vio desaparecer bajo la cubierta y sonrió.

—Es mi hijo —declaró orgulloso.

A lo cual Morgan nada pudo agregar.

Hacia la proa, un miembro de la tripulación seguía la escena con interés. Se llamaba Andrew y era timonel auxiliar del Rhafallia. Se volvió para mirar con ojos tenebrosos por sobre la barandilla, escrutando la bruma lejana que rodeaba la costa del Hort.

Sabía que nunca llegaría a esas costas pobladas de espuma. Y que jamás volvería a ver su Fianna natal, esa misma Fianna de donde provenían los vinos tan famosos a que el capitán convidaría. Pero estaba resignado a ello, era un precio ínfimo por la misión que tendría que cumplir. Hacía largo tiempo que venía preparándose.

Permaneció varios minutos sin moverse. Luego, se llevó la mano a la camisa, blanqueada a fuerza de lejía, y, como sin quererlo, extrajo un trozo de tela arrugada. Miró a su alrededor, para cerciorarse de que no le veían, y abrió los pliegues de la tela. La guardó en la mano y leyó las palabras por quinta o sexta vez, mientras las repetía con los labios.

El Grifo zarpa con la marea por la mañana. No debe llegar a destino. ¡Muerte a todos los deryni!

Al píe, se podía leer una «R» y el emblema garabateado de un halcón.

Andrew miró la cubierta de popa por encima del hombro y se volvió para contemplar el mar. El mensaje había llegado la noche anterior, mientras el sol se ocultaba tras las montañas brumosas. Como lo venían planeando desde mucho tiempo atrás, por fin había llegado la hora de que Morgan nuevamente embarcara en el Rhafallia para encontrar su merecido destino. No sería una muerte grata para lord Alaric. Pero moriría de todas formas, y pronto.

Se llevó la mano derecha al pecho y sintió la presión tranquilizadora del frasco que colgaba de su cuello. No rehuiría la misión. Aunque su propia muerte era segura, había formulado el juramento de los Hijos del Cielo y mantendría su palabra. Además, el mismo Warin le había prometido que su final no sería doloroso. Y Andrew recibiría una amplia recompensa en el más allá por haber matado al aborrecido duque deryni.

¿Qué importaba si, por matar a Morgan, debía pagar con su propia vida? Aunque triunfara, no podría escapar del barco. Y, si fracasaba, bueno… Ya sabía qué clase de cosas les hacían los deryni a los hombres. Había oído que eran capaces de desviar su mente, de obligarlos a abrir su alma a los poderes del mal, y hasta de traicionar la Causa.

No, antes que eso prefería beber la pócima fatal y acabar con el deryni. ¿De qué valía la vida de un hombre si su alma estaba condenada?

Con un gesto resuelto, Andrew estrujó el paño en la mano y lo dejó caer a las aguas. Lo vio perderse de vista, se llevó la mano a la camisa una vez más y extrajo el pequeño frasco con la ponzoña.

Warin le había dicho que el elixir era muy poderoso. Unas pocas gotas sobre la hoja de su daga, un pequeño rasguño en las manos o en el rostro desprotegidos bastarían para destruir a Morgan, el traidor, sin que toda la magia o las cotas de malla del mundo pudieran salvarlo.

Quitó la tapa del frasco, miró a su alrededor subrepticiamente, para estar seguro de que nadie lo miraba, y dejó caer unas gotas en la hoja que llevaba en el cinturón.

Ya está. Que el deryni intente escapar de esto. Mientras me quede una gota de aliento, hoy derramaré su sangre. ¡Y con ella, su vida!

Volvió a tapar el frasco y lo ocultó en la mano. Se giró y echó a andar con paso indiferente hacia la plataforma de combate de popa para relevar al timonel. Mientras trepaba por la escalera y pasaba ante Morgan y los demás, trató de no mirar al duque, como si una sola mirada del hechicero pudiera descubrir sus planes y estropear los hechos próximos. Sus movimientos apenas fueron advertidos, pues en ese momento Richard y el niño regresaban con jarras de madera y una botella de vino. Andrew notó con amargura que el recipiente todavía llevaba el sello de calidad de Fianna.

—¡Qué buen niño! —sonrió Kirby. Tomó la botella, la destapó y sirvió a los hombres—. Milord, usted tiene buen gusto en cuestiones de vinos.

—Sólo te sigo a ti, Henry —sonrió Morgan. Dio un largo sorbo—. Después de todo, si no tuviera capitanes como tú que lo importasen, jamás conocería este paraíso en la tierra. Fue un año excelente, pero, para el caso, todos lo son.

Suspiró, estiró las piernas ante sí y el sol se reflejó sobre la cota y el cabello dorado. Tomó la diadema de oro de la cabeza y la dejó informalmente sobre la cubierta, al lado de su banqueta.

Andrew aprovechó la actividad para volver a quitar el tapón del frasco con el pulgar. Entonces, se lo llevó a los labios con la excusa de un bostezo. Pronto se convirtió en un acceso de tos, cuando el liquido corrió ardiente por su garganta. Andrew tuvo que hacer un gran esfuerzo para ocultar su profunda repulsión. Kirby lo miró con extrañeza, pero enseguida devolvió su atención a la charla. Andrew tragó una vez más con dificultad y, por fin, logró recuperar la compostura.

¡Demonios!, pensó Andrew mientras se frotaba los ojos húmedos. Warin no le había advertido que sabría tan mal. Por poco, echaba todo el plan a perder. Tendría que actuar rápidamente.

Se irguió, estudió la disposición de los hombres en la plataforma. Morgan estaba sentado sobre una banqueta, a unos dosmetros y medio, de espaldas al timón. Kirby se encontraba de pie a su izquierda, unos pasos más lejos, ligeramente vuelto de lado. El sacerdote, el maestre Randolph y el escudero Richard estaban agrupados a la derecha de Morgan, también sentados, y ponían mucho más interés en la tierra que emergía lentamente hacia el este que en los movimientos del timonel.

La boca de Andrew se curvó en una sonrisa sardónica mientras su mano furtiva tomaba la empuñadura de la daga. Cuidadosamente, escogió el blanco: la nuca desprotegida de Morgan. Entonces, abandonando la caña del timón, extrajo el cuchillo y saltó hacia su víctima.

Pero nada resultó como había esperado. Cuando Andrew saltó, el joven Richard FitzWilliam se dio la vuelta y advirtió el movimiento. En ese instante fatal, antes de que Andrew pudiera llegar a su objetivo, Richard gritó y, al mismo tiempo, se arrojó entre los dos. Desplazó a Morgan del asiento, que echó a volar patas arriba. El barco se bamboleó, al cambiar su ángulo con respecto al viento; Andrew perdió el equilibrio y no pudo detenerse a tiempo.

Aun cuando Duncan y Kirby se abalanzaron sobre él para desarmarlo y someterlo, Andrew fue a dar sobre Richard y Morgan. Con el impulso, los tres volaron hacia la cubierta. Morgan terminó debajo de los dos, con Richard en los brazos y un Andrew aterrorizado por encima de ambos.

¡Había fallado!

Duncan y Kirby sujetaron a Andrew por los brazos y lo alejaron, mientras Hamilton y los cuatro tenientes se lanzaban por la escalera de acceso para ayudar en la captura. Cuando Kirby vio que el hombre quedaba bajo custodia, trepó hasta la caña del timón y devolvió el barco a su curso. Gritó imperiosamente para que otro hombre acudiera a hacerse cargo del timón. Randolph había llevado al niño Dickon a un rincón seguro, lejos del ataque, y, desde allí, observó incrédulo a Morgan, quien trataba de sentarse para sacudir a Richard de su regazo.

—¿Richard? —murmuró Morgan, mientras le movía los hombros con fuerza.

El joven era un peso inerte en los brazos del duque. Entonces, Morgan abrió los ojos, atónito, al ver que del costado del joven asomaba la empuñadura de una daga.

—¡Randolph, ven aquí! ¡Está herido! —gritó.

Randolph se presentó de inmediato ante Richard, se hincó a su lado para inspeccionar la herida e hizo gemir al joven de dolor, quien abrió los ojos con gran esfuerzo. Tenía un tinte cianótico en el semblante y, cuando el médico tocó la daga, contrajo el rostro de dolor. Duncan se ocupó de que el prisionero estuviera seguro y, después, corrió donde Randolph examinaba la lesión.

—Lo… detuve, milord —murmuró Richard débilmente, mientras miraba al duque con ojos leales—. Iba a matarle.

—Lo has hecho muy bien —musitó Morgan.

Apartó el cabello oscuro que le caía al joven sobre la frente y leyó la agonía que lo condenaba.

—¿Cómo está, Ran?

Randolph sacudió la cabeza amargamente.

—Creo que está envenenado, milord. Aunque la herida no fuera tan grave, igualmente… —Bajó la cabeza, derrotado—. Lo siento, milord.

—Excelencia —musitó Richard—, ¿podría pediros un favor?

—Todo lo que me sea posible… —repuso Morgan, solícito.

—¿Querríais… decir a mi padre que… caí durante el servicio, como leal vasallo? Él… —Richard tosió, y el movimiento sacudió su cuerpo con un espasmo de dolor—. Él siempre quiso que llegara a ser caballero… —terminó débilmente.

Morgan asintió, se mordió el labio y trató de contener las lágrimas.

—Entonces, permítame decir el juramento, milord —murmuró Richard, tomando con fuerza la mano del duque—. Yo, Richard FitzWilliam, juro ser vuestro vasallo, en alma y vida, y ofreceros mi terrena veneración —abrió más los ojos y afirmó la voz para continuar—. Juro rendiros mi fidelidad y lealtad, en la vida y en la muerte, y defenderos de toda suerte de enemigos… —su rostro se retorció de dolor y los ojos se apretaron con fuerza—, con la ayuda de Dios.

Su voz se perdió con las últimas palabras del juramento y la presión de su mano se aflojó. Exhaló el último aliento sin prisa. Con un estremecimiento convulsivo, Morgan sostuvo al joven muerto contra su pecho por un instante y cerró los ojos con pesar. A su lado, oyó que Duncan murmuraba las palabras de la absolución.

Alzó la vista hacia el rostro contrito de Kirby, hacia los tenientes que sujetaban al prisionero, hacia el atacante, y sus ojos adquirieron un brillo acerado. Sin apartar la mirada del hombre que lo contemplaba con aire desafiante, posó suavemente el cuerpo de Richard sobre la cubierta y se puso de pie. Entre él y el prisionero había una banqueta patas arriba. Se obligó a enderezarla y a ponerla en su sitio antes de acercarse al hombre. Lo miró mucho rato, mientras sus puños se cerraban y abrían varias veces en una pugna por no destrozar el rostro desdeñoso de un golpe.

—¿Por qué? —preguntó con voz grave. No se fió de su control para atreverse a decir más en ese momento.

—¡Porque eres deryni, y todos los deryni deben morir! —escupió el hombre, con los ojos ardientes de furia fanática—. ¡Que el demonio te lleve! ¡La próxima vez, no escaparás! ¡Y la habrá, lo juro!

Morgan lo miró un largo rato, sin decir palabra. Por fin, el hombre tragó y bajó la vista.

—¿Es todo lo que tienes que decir? —preguntó Morgan lentamente, con expresión oscura y peligrosa.

El hombre volvió a mirarlo fijamente con un brillo extraño en el rostro.

—No podrás hacerme daño, Morgan —dijo, con voz firme—. Traté de matarte y me alegro de haberlo hecho. Si tuviera oportunidad, lo haría una vez más.

—¿Qué oportunidad tuvo Richard? —le increpó Morgan con tono helado. Los ojos del hombre saltaron nerviosamente al cuerpo que yacía a un lado.

—Se alió con un deryni —espetó—. Merecía la suerte que tuvo.

—Maldito seas, ¡no merecía nada semejante! —Morgan aferró la pechera de la camisa y tironeó del hombre hasta que su cabeza quedó a centímetros de la de Morgan—. ¿Quién te encargó que hicieras esto?

El hombre frunció el rostro por el dolor y meneó la cabeza. Luego, sonrió débilmente.

—No te servirá de nada, Morgan. No te diré nada más. Sé que soy hombre muerto.

—¡Todavía no lo estás! —murmuró Morgan a través de los dientes apretados. Retorció el cuello de la camisa—. ¿Quién te envió? ¿Quién está detrás de todo esto?

Morgan posó su mirada deryni sobre el hombre para escrutar la verdad, y los ojos azules de Andrew se abrieron, desmesurados. Una expresión de terror reemplazó el aire de beligerancia.

—¡Con mi alma no te metas, maldito deryni! —graznó el hombre. Apartó la mirada de los ojos de Morgan y cerró los ojos con firmeza—. ¡Déjame en paz!

Intentó luchar contra el poder de Morgan y un espasmo sacudió su cuerpo. En su afán desesperado por escapar, lanzó un gemido de agonía. Entonces, se relajó y se dejó caer en los brazos de sus captores. La cabeza se desplomó, inerte. Morgan trató de sondear su mente por última vez mientras su vida se extinguía, pero sin éxito. Había muerto. Morgan soltó la camisa y llamó a Randolph.

—¿Y bien? —preguntó, apartándose con disgusto—. ¿Lo maté yo, murió del susto o qué?

Randolph inspeccionó el cuerpo, que los tenientes habían posado sobre la cubierta, y abrió los dedos cerrados de la mano izquierda. Tomó el frasco y lo olió. Se puso de pie y se lo tendió a Morgan.

—Veneno, milord. Probablemente el mismo que había en el cuchillo. Debió de haberse imaginado que no podría escapar, aunque su atentado hubiera salido con éxito.

Morgan miró a uno de los tenientes que revisaba el cuerpo.

—¿Hay algo?

—Nada. Lo siento, milord.

Morgan contempló el cadáver un instante y a continuación lo movió con un pie.

—Deshaceos de él —dijo por fin—. Y cuidad a Richard. Será enterrado en Coroth con todos los honores que corresponden a un vasallo del duque.

—Sí, milord —respondió un teniente. Se quitó su manto verde y lo tendió sobre el cuerpo del escudero.

Morgan se apartó y fue hasta la barandilla, lo más lejos que pudo de ambos cadáveres. Frunció el ceño cuando un chapoteo le indicó que sólo quedaba uno. Duncan se acercó a él y se inclinó sobre la barandilla, a su izquierda. Observó a su primo un largo rato antes de romper el silencio.

—¡Todos los deryni deben morir! —citó Duncan en voz baja—. Sombras de la Inquisición. ¿Qué te hace recordar todo esto?

Morgan asintió.

—Las canciones que cantan por las calles, los informes de Ran sobre las incursiones fronterizas. Todo se reduce a una sola cosa: este asunto de Warin está yéndosenos de las manos.

—Fue un hombre resuelto —comentó Duncan, en alusión al marinero que acababan de echar a las aguas—. Ese Warin debe de tener un gran carisma. Me pregunto qué le habrá dicho a ese marinero para convencerlo de que ofrende su vida por la causa.

Morgan suspiró con desdén.

—No es difícil imaginarlo. «Si matas a ese monstruo deryni, ayudarás a toda la humanidad. En el más allá tendrás infinitas recompensas. Sólo con la muerte escaparás a la ira deryni e impedirás que perviertan tu alma inmortal.»

—Es una poderosa persuasión para la mente del hombre común, cuya superstición nunca parece demasiada —comentó Duncan—. Temo que veremos muchos incidentes más como éste, si el Interdicto se decreta. La persecución se hará cosa pública. Esto es sólo una muestra.

—Bueno, no puedo decir que me haya gustado el sabor —repuso Morgan—. Hoy no nos quedaremos mucho tiempo en la corte del Orsal, Duncan. Tal vez no pueda hacer mucho más desde mis tierras, pero por lo menos quiero estar allí cuando todo estalle.

—Entonces, crees realmente que el Interdicto será una grave amenaza…

—Nunca pensé otra cosa —concluyó Morgan.

El sol se había hundido en el mar. El Rhafallia regresaba hacia las costas de Corwyn antes de que Morgan hubiese tenido tiempo de evaluar los acontecimientos del día.

No había sido una buena jornada. Además del horror del asalto y de la muerte de Richard, la reunión con el Hort de Orsal había resultado muy poco satisfactoria. Su Majestad Órtica había estado de pésimo talante. Acababa de enterarse de que cinco de sus preciados sementales de R'Kassi habían sido hurtados de uno de sus criaderos en las provincias del norte. Una pandilla de agentes de Torenth se adjudicaba el robo y cuando Morgan y Duncan llegaron, el Orsal se mostró mucho más interesado en recuperar los animales y en vengarse que en analizar la defensa recíproca que deberían instrumentar de allí en tres meses, cuando estallara la guerra.

Con que, en ese sentido, la reunión no había sido fructífera. Morgan visitó a su viejo amigo y a su familia, y se vio obligado a aceptar que el segundo heredero del Orsal, un niño de once años, regresara a bordo con él para ser instruido como caballero en la corte. Pero los planes de defensa, tan vitales para los meses siguientes, no se trazaron convenientemente para Morgan. Cuando el duque subió al Rhafallia para retornar, dejó a dos de sus tenientes para que debatieran con los asesores militares y con los capitanes del Orsal, y para que delinearan los detalles finales de la alianza defensiva. A Morgan no le agradaba delegar tales responsabilidades de importancia en los demás, pero en este caso no le había quedado otra alternativa. No podía permitirse pasar en la corte del Orsal los días que llevara concretar un acuerdo.

Además, durante el día, también el tiempo había empeorado. Cuando Morgan zarpó, a la puesta de sol, del astro no se veían trazas. El aire estaba tan inmóvil que el barco no pudo alejarse del muelle sin la ayuda de los remeros. La tripulación, con la resignación afable que caracterizaba a los marineros de las naves de Morgan, tomó los remos y se dispuso a trabajar. Y cuando el firmamento del este comenzó a poblarse de estrellas, las voces ásperas de los tripulantes cantaron salomas y tonadas de mar, tan antiguas como las primeras expediciones de la historia.

La nave marchaba a oscuras, salvo por las dos luces verdes de proa y de popa. En la cubierta de popa, el capitán Kirby hacia guardia al lado del timonel. Por debajo, amparados en el refugio de la plataforma, el maestre Randolph y los demás miembros de la comitiva de Morgan trataban de dormir sobre duras literas. El duque y Duncan habían sido alojados en la plataforma delantera, protegidos de la ligera llovizna por un toldo de lona que Kirby había sujetado antes de zarpar.

Pero Morgan no podía dormir. Se arrebujó alrededor de su manto y se asomó por fuera del toldo para contemplar las estrellas. Al este, el Cazador se había elevado por sobre el mar y su faja brillante titilaba con fulgor helado en el fresco aire de marzo. Morgan estudió las demás constelaciones con aire distraído, sin pensar en nada. Después, regresó a su litera y suspiró, con las manos unidas por detrás de la espalda.

—¿Duncan?

—Hummmm…

—¿Duermes?

—No —Duncan se sentó y se restregó los ojos con los nudillos—. ¿Qué sucede?

—Nada.

Morgan suspiró nuevamente y encogió las rodillas contra el pecho. Posó la barbilla sobre los brazos cruzados.

—Dime, Duncan. ¿Hemos logrado algo, además de perder a un buen hombre?

Duncan hizo una mueca triste, con los labios apretados en la oscuridad, y se obligó a adoptar un tono ligero.

—Bueno, conocimos al último retoño de la prole del Orsal. El séptimo, si mal no llevo la cuenta. Un crío robusto, como decimos en Kierney…

—¡Bendito sea el crío robusto! —comentó Morgan con una sonrisa alicaída—. También vimos a los orsalitos restantes, desde el primero hasta el sexto; el tercero de los cuales ha pasado ahora a integrar mi séquito. ¿Por qué no me lo impediste, Duncan?

—¿Yo? —rió Duncan entre dientes—. Pensé que estabas desesperado por tener en el castillo de Coroth a un nuevo escudero del Hort, milord general. Piénsalo… ¡Podrás llevar contigo a la batalla a un hijo del Orsal!

Morgan resopló con sorna.

—¡Seguro que sí! Si llevo a combatir al segundo heredero al trono hórtico y algo le sucede, Dios no lo permita, acabaré muriendo por culpa de un nuevo escudero. Lo último que faltaba. ¿Pero qué podía decir? Le debía un favor al Orsal. Y me habría sido muy difícil desistir cortésmente, con el niño allí delante.

—No necesitas explicármelo. Si hay problemas, siempre te queda la posibilidad de embarcarlo de regreso. Tengo la impresión de que Rogan se sentiría muy feliz —prosiguió Duncan esperanzado—. No creo que sea de temperamento aguerrido…

—Es cierto. No es la clase de hijo que cabría esperar del Hort de Orsal. Es el segundo, en orden de sucesión, y creo que le asusta tener que estar tan cerca.

Duncan asintió.

—Es un médico, un erudito o un monje en potencia, como pocas veces he visto. Es una lástima que nunca tenga la posibilidad de cumplir su vocación. En cambio, llegará a ser un funcionario de poca importancia en la corte de su hermano cuando llegue el momento. Siempre infeliz, sin saber nunca por qué. O tal vez sepa la causa, pero no pueda hacer nada al respecto. Eso es lo más triste de todo, creo. El niño me da pena, Alaric.

—También a mí —convino Morgan.

Sabía que Duncan también sentía la futilidad de estar atrapado en un papel que no deseaba cumplir, obligado por las circunstancias a ocultar su auténtico potencial y a enmascararse en un mundo que no había hecho ni pedido.

Con un suspiro, Morgan se apartó de la litera para contemplar el firmamento una vez más y, se acercó más a la proa, desde la cual provenía la verde luz de la lámpara. Se reclinó contra la barandilla, se quitó el guante derecho y sonrió al ver que del sello del Grifo parpadeaba una luz fría bajo la linterna verdosa.

Duncan apareció en la cubierta, sobre las rodillas y las manos, y se acuclilló al lado de su primo.

—¿Qué haces?

—Es la hora de la comunicación con Derry, si acaso tiene algo que decir —replicó Morgan. Frotó el anillo contra un extremo del manto—. ¿Quieres escuchar conmigo? Sólo iré al primer nivel del trance, a menos que él me llame.

—Ve —dijo Duncan. Se sentó con las piernas cruzadas, al lado del duque y asintió cuando estuvo listo—. Te sigo.

Ambos hombres posaron su atención sobre el Grifo. Morgan inhaló profundamente, para desencadenar el primer estadio del contacto mental deryni. Luego, al entrar en trance, exhaló lentamente. Sus ojos se cerraron; la respiración se tornó lenta y controlada. Entonces, Duncan tendió la mano y cubrió con ella el sello, para unirse en el contaco.

Se mantuvieron en el trance unos quince minutos. Al principio, sólo tocaron las conciencias de los tripulantes y de los miembros de la comitiva. Luego, se internaron en niveles más profundos y captaron los centelleos fugaces de otras mentes, cuyo roce, de tan fugaz, les fue ilegible. Pero no encontraron señales de Derry. Con un suspiro, Morgan regresó del trance y Duncan lo siguió.

—Bueno, supongo que no habrá nada nuevo —comentó Morgan. Meneó la cabeza ligeramente para desembarazarse de los últimos vestigios de adormecimiento que solían quedar después—. A menos que esté en graves problemas, sé que nos habría llamado si hubiese tenido algo importante que informar. —Sonrió—. Me temo que a nuestro joven amigo Derry le agradó lo bastante su primer contacto con la magia para dejar pasar una segunda oportunidad. No debe de haber tenido ninguna excusa con qué llamarnos. Creo que estará a salvo.

Duncan contuvo una risilla, mientras iba hacia su litera.

—Sorprende la facilidad con que tomó la magia, ¿no crees? Se comportó como si lo hubiera hecho durante toda su vida y, cuando supo que yo también era deryni, apenas se le movió un pelo…

—Producto de un largo adoctrinamiento —afirmó Morgan, con una sonrisa—. Derry lleva seis años actuando como mi asistente y, hasta hace dos noches, nunca le permití que me viera emplear los poderes directamente. Sin embargo, en ocasiones, vio los resultados de mis prácticas, aunque no los métodos. Por eso, cuando finalmente le llegó la hora de participar, no se preguntó siquiera si ser deryni sería algo pernicioso. Ya sabía la verdad. Además, tiene un potencial notable…

—¿Podría tener sangre deryni?

Morgan meneó la cabeza y se recostó.

—Me temo que no. Lo cual suscita otra interesante pregunta. Pienso a veces lo que podrían hacer los humanos si se les diera la oportunidad y si no estuvieran tan convencidos de que la magia es maléfica. Derry, por ejemplo, muestra una adaptabilidad sorprendente. Hay un número de conjuros sencillos que podría enseñarle en este momento, si estuviera aquí, y que no tendría dificultad alguna en dominar. Y ni siquiera tiene antepasados en ninguna de las familias humanas que, originariamente, llevaban el potencial para recibir poderes deryni, como la estirpe de Brion o el linaje del Orsal…

—Bueno, espero que sea cauteloso… —murmuró Duncan. Se puso de lado y se cubrió el cuerpo, soltando un gruñido—. Tener pocos conocimientos puede ser peligroso; en especial, si se trata de conocimientos deryni. Y, en este momento, el mundo no es un sitio muy seguro para los simpatizantes de nuestra estirpe.

—Derry sabe cuidar de sí mismo —aseguró Morgan—. Además, el peligro le hace bien. Estoy seguro de que está a salvo.