Capítulo XII

Cuando viniere, como una destrucción, lo que teméis..

Proverbios, 1:27

Morgan y Duncan llevaban casi tres horas cabalgando cuando atravesaron los límites meridionales del Paso de Gunury. El día era límpido y brillante, aunque algo fresco, y los caballos trotaban a paso seguro en el aire vivificante de la mañana. Olían agua por delante, ya que el lago Jashan se extendía al otro lado de los árboles que rodeaban el templo de San Torín, a menos de un kilómetro. Los jinetes, descansados tras el largo viaje de la jornada anterior, observaban ociosamente la campiña al cabalgar; cada uno inmerso en sus disquisiciones privadas sobre lo que el día les depararía.

La región de la frontera donde se extendía Dhassa, rodeada de montañas, era una zona forestal, cubierta de grandes árboles y de numerosas especies salvajes; pero, curiosamente, con escasos afloramientos de roca nativa. En realidad, las tierras altas descansaban sobre una lengua rocosa; y en algunas partes la piedra se imponía y ninguna vegetación lograba crecer. Pero eso ocurría en las planicies más elevadas de la región montañosa, por encima de la línea de bosques, y, en esos sitios, el hombre no se atrevía a morar.

Así, el pueblo de Dhassa había construido sus hogares y sus aldeas con madera, pues allí la había de sobra y de mucha variedad, y la humedad del aire montañoso ponía freno a la proliferación del fuego. Aun el templo, ante el cual pronto se detendrían Morgan y su primo, estaba erigido de madera. Madera de todos los tonos y texturas que la región podía ofrecer. Por otra parte, se trataba de un elemento totalmente apropiado para ese lugar, pues Torín había sido un santo de los bosques.

Cómo habría hecho Torín para ganarse la santidad era otra cuestión. Poco se conocía sobre san Torín de Dhassa y abundaban las leyendas; muchas de ellas, de origen dudoso. Se sabía que había vivido unos cincuenta años antes de la Restauración, durante la cúspide del poder deryni en el Interregno. Se creía que era descendiente de una familia pobre pero noble de grandes cazadores, cuyos hijos varones, tradicionalmente, habían sido, por herencia, guardianes de las vastas zonas forestales del norte. Pero poco más se sabía con certeza.

También se decía que había ejercido dominio sobre las bestias del bosque que custodiaba, y que había obrado numerosos milagros.

Corría el rumor de que, en cierta ocasión, salvó la vida de un legendario rey de Gwynedd mientras eí monarca cazaba en predios boscosos reales, una borrascosa mañana de octubre. Pero nadie mencionaba de qué modo lo había hecho.

Así y todo, san Torín había sido adoptado como patrono de Dhassa poco después de su muerte. Su veneración pasó a ser parte integrante de la vida de ese pueblo montañés. Las mujeres eran eximidas de este culto en particular; ellas tenían su propia santa Ethelburga que intercedía en su beneficio. Pero todo hombre adulto que quisiese entrar en la ciudad de Dhassa desde el sur, debía primero peregrinar al templo de San Torín. Allí se le entregaba un emblema de peltre bruñido para llevar en el sombrero, lo que le identificaba como uno de los fieles. Sólo entonces, tras ofrecer los respetos a san Torin, uno podía acercarse a los boteros que transportaban a los transeúntes por el ancho lago Jashan, rumbo a Dhassa.

Eludir la peregrinación significaba augurarse una mala acogida, por usar un eufemismo. Aunque uno pudiera sobornar al botero para que lo cruzase —no había otra forma de rodear el lago—, ningún hostelero ni tabernero osaría atender a nadie que no llevara el riguroso emblema de peregrino. Era casi seguro que todo intento ulterior de realizar asuntos serios en la ciudad, encontraría igual resistencia. Los dhassanos tomaban muy a pecho el culto a su santo patrón y, cuando se corría la voz de que, por la ciudad, vagaban viajeros sin el debido grado de piedad, las presiones no tardaban en hacerse sentir. En consecuencia, era muy infrecuente que un viajero ignorase la visita al templo de San Torín.

El sector de espera, al que Morgan y Duncan llevaron sus caballos, era húmedo y herbáceo: una franja pequeña y limitada de tierra, fuera del camino principal, donde los visitantes podían descansar, hacer pacer los caballos o prepararse para ofrecer sus respetos a san Torín. Una estatua rústica de madera añosa que representaba la imagen del santo de los bosques custodiaba el extremo lejano del claro, con los brazos extendidos en bendición. Los árboles inmensos y de ramas vencidas por el peso tendían sus extremos sarmentosos sobre las cabezas de los peregrinos.

En el claro había varios peregrinos más. Los emblemas que llevaban en el sombrero indicaban que ya habían cumplido con la peregrinación y que sólo pasaban por allí para descansar. Al otro lado, un hombre menudo vestido con atuendo de caza, similar al de Morgan y Duncan, se descubrió la cabeza y entró por la puerta exterior del templo.

Morgan y Duncan desmontaron y aseguraron sus caballos a una anilla de hierro que había en una pared baja de piedra. Se dispusieron a aguardar su turno. Morgan se aflojó la correa, que le sujetaba la gorra por debajo del mentón, e inclinó su rubia cabeza para aflojar la tensión del cuello. Quería quitarse el sombrero; pero sí lo hacía corría el riesgo de revelar su identidad y no podía afrontar semejante peligro si quería llegar a tiempo a la Curia de los arzobispos. Pocos hombres de la estatura de Morgan lucían una cabellera tan dorada, por lo que no se atrevió a mostrarla.

Duncan miró a los viajeros que descansaban en el lado opuesto del claro, luego dejó que sus ojos regresaran a la fachada del santuario mientras se inclinaba ligeramente hacia su primo.

—Qué curiosa la forma en que usan la madera en estos lares —señaló con voz grave—. La capilla casi parece crecer del suelo, como si no hubiera sido construida por manos humanas, sino que hubiese brotado igual que un hongo.

Morgan contuvo una risilla y miró en derredor para ver si algún otro peregrino había reparado en él.

—Esta mañana tu imaginación vuela, primo —le regañó de buen humor, casi sin mover los labios—. Los dhassanos han gozado de renombre por su talento como talladores desde hace siglos.

—Será asi —convino Duncan—, pero este lugar tiene algo extraño… ¿No lo sientes?

—Sólo la misma aura de santidad que rodea cualquier sitio sagrado —replicó Morgan, mirando a su primo de soslayo—. En realidad, quizás haya menos aire de santidad que lo acostumbrado. ¿Estás seguro de que no te asaltan cargos de conciencia eclesiástica?

Duncan resopló imperceptiblemente con desdén.

—Eres imposible. ¿Lo sabias? ¿Alguien te lo había dicho ya?

—Muy a menudo y con sorprendente frecuencia —admitió Morgan con una sonrisa. Con disimulo, volvió a pasear la mirada por el claro para ver si llamaban la atención, luego se acercó más a Duncan, con una expresión más seria—. A propósito —murmuró, apenas moviendo los labios—, olvidé contarte lo del susto que tuve ayer por la noche.

—¿Qué?

—Parece ser que el altar lateral que había en el templo de San Neot fue consagrado a san Camber. Durante unos momentos, cuando estuve allí, temí estar ante una nueva aparición.

Duncan controló el impulso de girarse para mirar a su primo a los ojos.

—¿Y? ¿Qué sucedió? —preguntó, esforzándose por hablar en voz baja.

—Sorprendí a una rata —reveló Morgan—, Fuera de eso, temo que fue un caso de nervios. Como ves, no estás solo.

Advirtió un movimiento en el camino, que atrajo su atención, y le dio un codazo en las costillas a Duncan.

Dos jinetes acababan de virar por la curva. Probablemente, la atención de Morgan fue atraída por el hecho de que no venían a lomos, sino andando. Los dos llevaban idéntica librea de azul real y blanco y, mientras Morgan y Duncan observaban, vieron venir a un segundo par y después a otro y a un cuarto.

En total, contaron seis parejas de jinetes, antes de que apareciera un pequeño carruaje por la curva: un coche de paneles azules, entre los bastidores de madera oscura, tirado por cuatro ruanos iguales, con plumas y atuendos azules y blancos. Esa mañana de primavera, la sola presencia de los hombres armados y con librea habría llamado lo bastante la atención en un camino fangoso de Dhassa, pero la aparición del lujoso coche sólo confirmó la primera impresión: alguien de importancia se dirigía a la ciudad. Considerando el rango neutral de Dhassa, podía tratarse de cualquiera.

Mientras el coche y el séquito se acercaban, el peregrino salió del templo y regresó, exhibiendo en el gorro el brillante emblema de Torín, que refulgía contra el cuero. Como Morgan no mostraba señales de disponerse a ser el siguiente, Duncan desprendió su espada y la colgó del fuste de la silla de montar. A continuación, se encaminó con paso enérgico hacia el santuario. En el templo de San Torín no podía entrar nadie que llevase armas.

Los jinetes habían llegado casi a la altura de Morgan. Mientras marchaban, vio el brillo de las cotas de satén, oyó el tintineo ahogado de la malla bajo los tabardos y el resonar de los arneses, las espuelas y las embocaduras.

Al pasar por delante del claro de espera, los corceles se enterraron en el fango hasta las rodillas. Entonces, el coche dio un brinco y se detuvo, con una rueda encajada en el lodo, sin que los animales pudieran sacarlo de allí.

El conductor la emprendió a latigazos y a gritos, aunque no blasfemó, lo cual extrañó a Morgan. Un par de jinetes tomó las riendas de los caballos delanteros e intentó moverlos hacia delante, pero infructuosamente. El coche estaba atascado.

Morgan saltó del muro al que se había encaramado y miró atentamente a la procesión detenida. Sabía que se vería obligado a acudir en su ayuda. Los jinetes de librea satinada no querrían enlodarse para liberar el coche, si había parroquianos que pudieran hacerlo por ellos. Y, ante los ojos de todos, ese día, el duque de Corwyn era un simple cazador. Debía actuar como tal.

—Vosotros, allí —gritó uno de ellos, mientras movía el caballo hacia Morgan y los demás viajeros, y hacía gestos con la fusta de montar—. Venid a echar una mano al carruaje de milady.

Conque era el coche de una dama… Con razón el jinete no había imprecado a las bestias.

Con una reverencia deferente, Morgan corrió hasta la rueda y apoyó el hombro por detrás de ella. La empujó con todas sus fuerzas, pero el carruaje no se movió. Otro hombre se apoyó debajo de Morgan, contra la rueda, y se preparó para el empellón, mientras varios otros se sumaban del otro lado.

El jinete se acercó al conductor y gritó:

—Cuando dé la orden, afloja las riendas y da un ligero latigazo a los caballos. Y vosotros, empujad a la vez. ¿Listo, conductor?

El hombre asintió y alzó el látigo. Morgan respiró hondo.

—¡Ahora!

Los caballos tiraron, Morgan y sus camaradas empujaron con todas sus fuerzas y la rueda se tensó. Entonces, el coche comenzó a trepar lentamente fuera del hoyo. El conductor dejó que el carruaje avanzara unos pocos metros y frenó. El jinete que llevaba la voz cantante retrocedió unos pasos hacia Morgan y el resto de los peregrinos.

—Su señoría os está agradecido a todos —exclamó el hombre, levantando la fusta en amistoso saludo.

Morgan y los demás peregrinos se inclinaron en reverencia.

—Y su señoría desea sumar su agradecimiento en persona —dijo una voz ligera y musical desde el interior del vehículo.

Sobresaltado, Morgan levantó la vista y se encontró con los ojos más azules que hubiese visto jamás, sobre un rostro niveo y acorazonado de belleza sin parangón. El rostro iba envuelto en una tenue nube de cabello rojizo dorado, que a ambos lados parecía formar dos alas de fuego, para unirse por detrás en un tocado en forma de coronilla. La nariz era pequeña y ligeramente respingada y la boca, amplia y generosa, teñida con un rubor que, por derecho, sólo podía haber pertenecido a una rosa.

Esos ojos azules e increíbles se posaron en los suyos apenas un instante. Lo suficiente para que el recuerdo del semblante quedara grabado para siempre en su memoria. Luego, el tiempo siguió su curso y Morgan, algo recobrado, pudo retroceder y esbozar una torpe reverencia. Recordó, justo a tiempo, que no debía ser el cortés y educado lord Alaric Morgan y cambió las palabras que se disponía a pronunciar.

—Servirla a usted es un placer para Alain el cazador, milady —murmuró, tratando sin éxito de no volver a buscarla con la mirada.

El jinete principal se aclaró la garganta e intervino, posando la punta de la fusta sobre el hombro de Morgan suavemente, pero con firmeza.

—Eso será todo, cazador —su voz había adoptado ese dejo de autoridad que teme ser usurpada—. Su señoría está impaciente por seguir el camino.

—Desde luego, buen señor —murmuró Morgan, apartándose del carruaje, pero sin quitar totalmente los ojos de la dama—. Dios la bendiga, milady.

Cuando la dama asintió mudamente y comenzó a refugiarse tras las cortinas de nuevo, por debajo de la ventana asomó una cabecita, de cabello rojo y desordenado, para mirar a Morgan con los ojos muy abiertos. La dama meneó la cabeza y musitó algo al oído del pequeño, sonrió a Morgan y ambos desaparecieron de la vista. Y Morgan también lanzó una sonrisa, mientras el carruaje se ponía en marcha y continuó andando por el camino. Duncan salió del templo y volvió a sujetarse la espada alrededor de la cintura. Llevaba un emblema de Torín, sujeto a la gorra de cazador. Con un suspiro, Morgan regresó a los caballos para quitarse el arma. A continuación, con paso resuelto, cruzó el ancho patio para ingresar en la antecámara del templo.

La sala era diminuta y estaba en penumbras. Cuando Morgan entró en ella, observó la talla intrincada que cubría las paredes por ambos lados, notó el resonar hueco del suelo, recubierto de tablillas de madera, bajo el peso de sus botas. En el extremo opuesto de la sala había una doble puerta pesadamente tallada, que conducía al templo mismo. Y detrás de la verja de madera, a su derecha, había alguien. Morgan miró en esa dirección e hizo una reverencia con la cabeza.

Ese debía de ser el monje que siempre vigilaba en la antecámara; con el fin de oír las confesiones de los penitentes, que deseaban descargar el peso de su alma, y para oficiar como centinela del templo y cerciorarse de que sólo un peregrino desarmado entrara cada vez.

—Dios sea contigo, santo hermano —musitó Morgan, en lo que confío fuese su tono más piadoso.

—Y contigo y los tuyos —repuso el monje, con un susurro cascado.

Morgan hizo una corta reverencia para agradecer la bendición, y fue hasta la doble puerta. Al posar sus manos sobre el pomo de la puerta oyó que el monje cambiaba de posición en su casilla de madera. Se le ocurrió que quizás hubiera apresurado las cosas. Se volvió para mirar en dirección al hombre, esperando no haber suscitado un interés indebido, y el monje se aclaró la garganta.

—¿Deseas el consuelo de la bendición, hijo? —aventuró la voz, esperanzada.

Morgan comenzó a menear la cabeza para trasponer el portal, cuando se detuvo, mirando hacia la casilla. Tal vez, en efecto, hubiese olvidado algo. En las comisuras de su boca asomó una mínima sonrisa. Llevó la mano al cinturón y extrajo una pequeña moneda de oro.

—No, buen hermano, te lo agradezco —dijo, controlando el deseo de sonreír—. Pero toma, por tu gentil ofrecimiento.

Con un movimiento deliberadamente torpe e incómodo, fue hasta la reja de madera y dejó la moneda en una pequeña ranura. Mientras se volvía hacia la puerta, oyó el suave tintineo de la moneda que caía en una lata, y un suspiro de alivio no muy bien disimulado.

—Ve en paz, hijo —oyó que el monje murmuraba al verlo trasponer la puerta—. Que encuentres lo que buscas.

Morgan cerró la puerta tras su paso y dejó que sus ojos se adaptaran a la luz aún más tenue. El templo de San Torín no era particularmente impresionante. Morgan los conocía mayores y más espléndidos, erigidos en memoria de personajes mucho más santos y augustos que el ignoto y anónimo santo de los bosques; pero había un cierto encanto que casi conmovió a Morgan.

En primer lugar, la capilla estaba construida íntegramente de madera. Las paredes y el techo eran de vigas obtenidas de los árboles. El altar era una inmensa losa tomada de algún roble gigante. Hasta el suelo estaba formado de delgadas planchas de muchas clases y texturas de madera, con la incrustación de un impactante cabrio y un dibujo de cruces. Las paredes eran de tablones rústicos y representaban escenas crudamente talladas, de tamaño natural, sobre las estaciones de la cruz. Y la alta bóveda del techo se encontraba surcada de vigas y de ilustraciones religiosas.

Pero lo que más impresionó a Morgan, sin embargo, fue el frontal de la capilla. El artesano que realizó la pared posterior del altar había sido un auténtico artista, sin lugar a dudas, que conocía hasta la última variedad de madera de la región y que sabía la mejor forma de exhibir sus virtudes y de contrastarlas con las demás. Desde los lados, partían franjas incrustadas que se unían como en una vertiente por detrás del crucifijo, simbolizando quizá la vida eterna que aguardaba por delante. A la izquierda, la estatua de san Torín había sido tallada de una única rama nudosa de roble. Y, en nítido contraste, se erigía el crucifijo ante el altar, de madera oscura. La figura de Cristo había sido tallada en otra muy clara. Rígidos, formales, los miembros superiores se hallaban estirados, formando una «T» perfecta. La cabeza, erguida, miraba al frente. Era un rey imponente, no un hombre que sufría colgando de una cruz.

Morgan decidió que no le agradaba la fría representación del Señor. Le quitaba toda su humanidad, y casi desvanecía el aire de vida y de calidez que creaban las paredes vivientes. Ni aun el brillo de la lámpara azul de vigilia y las luces votivas, ni el baño dorado de las velas que ofrendaban los peregrinos, lograban atenuar el semblante frío e implacable del Rey de los Cielos.

Morgan hundió los dedos, distraído, en una fuente de agua bendita que había a la derecha de las puertas y se persignó al comenzar su marcha por la estrecha nave. Su inicial impresión de serenidad había sido quebrada por un escrutinio más cercano de la capilla y, en su lugar, sentía ahora una extraña inquietud. Echó de menos el movimiento de la espada en la cadera. Ansiaba la hora de abandonar ese sitio.

Se detuvo ante una mesita que había en el centro de la nave, encendió un cirio amarillento que debía llevar hasta el frontal de la capilla y dejar en el altar. Cuando el pabilo quedó encendido, su mente voló momentáneamente a los cabellos de la mujer que viajaba en el carruaje. Bajo la luz del sol, habían sido del mismo color. Entonces, se formó la llama y fue hora de seguir adelante.

La puerta de la cerca que daba al altar estaba cerrada. Morgan dejó caer una rodilla y ofreció sus respetos al altar mientras buscaba el picaporte tras de la cerca. Detrás de ella, ardían las velas de los demás peregrinos, ante la imagen del santo. Morgan se puso de píe cuando la manija cedió con un ruido metálico. Al retirar la mano, se raspó el dorso contra algo agudo o filoso que lo hizo sangrar. Se llevó la herida a la boca y, al trasponer la puerta, pensó que era un sitio extraño para algo tan puntiagudo.

Se inclinó para examinar más de cerca, frotando aún la mano herida. Y, entonces, todo el recinto comenzó a dar vueltas. Antes de que pudiera erguirse siquiera, se sintió arrastrado hacia un torbellino donde se confundían todos los colores del tiempo.

«¡Merasha!», clamó su mente.

Debía de haber estado sobre la manija de la cerca. ¡Y fue él mismo quien se lo llevó a la boca! Peor aún, no se encontró luchando tan sólo contra el efecto adormecedor del merasha que embotaba sus sentidos deryni, sino contra otra presencia que se imponía sobre su conciencia. Contra una fuerza imponente que amenazaba con rodearlo y sumirlo en la nada.

Se apoyó sobre las manos y las rodillas y luchó por escapar, pero, en ese mismo momento, temió que fuese demasiado tarde y que el ataque hubiese sido muy repentino y la droga, excesivamente potente.

Entonces, sintió que una inmensa mano se abalanzaba contra él; que una mano colmaba el recinto y que, mientras se cerraba sobre él, extinguía la luz débil y trémula.

Mientras el dolor consumía su mente, trató de llamar a Duncan; trató, en un esfuerzo final, de sacudir esa fuerza siniestra que lo superaba. Pero de nada le sirvió. Aunque le parecía que sus gritos podían despedazar el firmamento, una parte distinta de él sabía que también ellos estaban siendo devorados por esa criatura.

Se sintió caer y, al sumirse en el vacío, se dio cuenta de que su clamor era mudo y helado.

Y después vino la oscuridad.

Y el olvido.