Capítulo III
Soy un hombre y nada humano me es ajeno.
Terencio
—«Y, del total, se produjo un incremento del doble con respecto a la cosecha del año anterior, debido al buen tiempo. Así finaliza el registro de William, Magistrado Principal de los Dominios Ducales en Donneral, escrito en marzo, en el decimoquinto año de la Gracia del Duque, lord Alaric de Corwyn.»
Lord Robert de Tendal levantó la vista del documento que había estado leyendo y frunció el ceño al mirar a su superior. El duque estaba contemplando el ventanal que daba a la solana y al jardín desnudo que se extendía por debajo, mientras sus pensamientos vagaban a kilómetros de distancia. Había posado las botas irreverentemente sobre una banqueta de cuero verde y la rubia cabeza descansaba ligeramente contra el alto respaldo de su silla de madera tallada. A juzgar por la expresión del joven, no había estado escuchando.
Lord Robert se aclaró la garganta, tentativamente, pero no hubo respuesta. Apretó los labios y observó a su duque un instante más. Luego, tomó el pergamino con las cuentas, del sitio donde lo había posado para leer, y lo dejó caer desde unos sesenta centímetros de altura. Su impacto resonó hasta los confines de la estrecha estancia, por encima del rumor del pergamino, sobre los documentos y cuentas que se agolpaban en la mesa. Las divagaciones del duque se vieron interrumpidas. Lord Alaric Anthony Morgan levantó la vista, sobresaltado, y trató en vano de ocultar una sonrisa avergonzada, al advertir que lo habían sorprendido en mitad de un ensueño diurno.
—Excelencia, no ha escuchado una sola palabra de lo que he dicho —musitó Robert, con reprobación.
Morgan sacudió la cabeza y sonrió. Se restregó el rostro con una mano perezosa.
—Lo siento, Robert. Pensaba en otras cosas…
—Obviamente.
Robert hurgó en los documentos que había desparramado con su exabrupto y Morgan aprovechó la ocasión para ponerse de pie y estirarse. Deslizó la mano ausente por el cabello corto y rubio, miró la solana, apenas amueblada, y volvió a sentarse.
—Muy bien —suspiró, inclinándose hacia delante para posar un dedo sobre el pergamino, con poco ánimo—. íbamos por las cuentas de Donneral, ¿verdad? ¿Parecen estar en orden?
Robert apartó la silla unos centímetros y dejó caer la pluma.
—Claro que lo están, Alaric. Estos registros representan una considerable parte de sus propiedades. Propiedades que pronto perderá, ya que integran la dote de lady Bronwyn. Y, aunque usted y lord Kevin tiendan a aceptar la palabra del otro en tales asuntos, el duque, el padre de Kevin, ¡no lo haría!
—¡El duque, padre de Kevin, no será quien despose a mi hermana! —replicó Morgan. Miró a Robert de soslayo largo rato y, luego, dejó que su ancha boca se abriera en una sonrisa—. Vamos, Robbie, sé bueno y déjame en libertad durante el resto del día. Tú y yo sabemos que esas cuentas son correctas, así que, si no piensas eximirme de tener que revisarlas, ¡al menos posterguémoslo hasta mañana!
Robert ensayó su aspecto más severo y reprobatorio y, luego, se dio por vencido. Levantó las manos.
—Muy bien, excelencia —dijo mientras reunía sus rollos y cuentas—. Pero, en mi calidad de vuestro canciller, me corresponde señalar que la boda será dentro de dos semanas. Y mañana debéis atender a la corte y, mañana también, llega el embajador del Hort de Orsal, y lord Henry de Vere desea saber qué pensáis hacer con respecto a Warin de Gray y…
—Sí, Robert. Mañana, Robert —le cortó Morgan, adoptando su mejor expresión de inocencia y sólo controlando a medias la sonrisa de triunfo—. Y, ahora, ¿me excusarías, Robert?
Robert levantó los ojos al cielo, como suplicando un poco más de paciencia para con su señor y, después, lo despidió con un gesto de derrota. Morgan se puso en pie de un salto y se inclinó con un floreo algo irónico. Giró sobre los talones y salió por la solana rumbo al gran salón que se extendía por debajo. Robert lo observó partir y recordó al niño delgado y pelirrubio que se había convertido en ese hombre: el duque de Corwyn, lord general de los ejércitos reales, paladín del rey… y hechicero de sangre deryni.
Robert se persignó furtivamente al pensarlo, pues el linaje deryni de Morgan era algo que prefería no recordar sobre la familia Corwyn, a la que había servido toda su vida. Claro que los Corwyn jamás habían sido malos con él, pensó Robert. Su propia familia, los lores de Tendal, habían ejercido la cancillería hereditaria de Corwyn desde hacía dos siglos, desde antes incluso de la Restauración. Y, durante todos esos años, los duques de Corwyn habían sido amos justos y honestos, aun pese a su sangre deryni. Si era estrictamente objetivo, Robert no tenía quejas.
Desde luego, de tanto en tanto, debía vérselas con los antojadizos caprichos de Morgan, como hoy, aunque eran parte de un juego que ambos representaban. Probablemente, el duque tuviera buenas razones para postergar sus quehaceres esta tarde.
Así y todo, habría sido bonito ganar de vez en cuando…
Robert juntó sus documentos y los guardó cuidadosamente en un cajón cerca de la ventana. En verdad, daba casi lo mismo que el duque hubiera aplazado la revisión de las cuentas, pues, aunque Morgan probablemente lo hubiese olvidado, esa noche habría una cena de gala en el gran salón y, si él, Robert, no lo organizaba todo, la reunión acabaría siendo un palmario fracaso. Morgan era célebre por desembarazarse de todo compromiso social a menos que fuera absolutamente indispensable. Y el hecho de que esta noche se presentaran numerosas damas en edad de desposarse y ávidas de convertirse en la próxima duquesa de Corwyn, no mejoraría la disposición de su amo.
Silbando por lo bajo, se restregó las manos y se encaminó hacia el gran salón por el mismo camino que había seguido Morgan.
Después del desaire de esa tarde, para Robert sería un raro placer verlo revolverse incómodo bajo el escrutinio de tantas damiselas. No veía la hora.
Morgan recorrió el jardín automáticamente, al abandonar el gran salón. Lejos, donde los establos, vio que un mozo de cuadra corría detrás de un inmenso corcel de guerra castaño, uno de los sementales de R'Kassi que los mercaderes hórticos habían traído la semana pasada. El gran corcel apenas trotaba y. por cada una de sus zancadas, el mozo debía dar tres o cuatro. Y, a la izquierda de la forja, lord Sean Derry, el ayudante militar de Morgan, conversaba seriamente con James, el herrero; en apariencia, sobre la forma más conveniente de herrar al animal.
Derry vio a Morgan y alzó una mano a modo de saludo, pero no abandonó su diatriba con el herrero. Para el joven Derry, los caballos eran una cuestión de gran importancia. Se consideraba un experto y, en rigor a la verdad, lo era. En consecuencia, no pensaba dejarse intimidar por un simple forjador de herraduras.
Morgan se alegró de que Derry no se acercara. El joven de la Frontera era muy astuto, mas no siempre sabía comprender el estado de ánimo de su comandante y, aunque Morgan gozaba con la compañía de Derry, en ese momento no quería charlar. Por eso, había huido de las cuentas de lord Robert; por eso, había salido a la menor oportunidad. Más tarde, por la noche, ya habría suficientes presiones y responsabilidades.
Llegó hasta una gran verja, que se extendía a la izquierda del salón principal, y pasó al otro lado. Los jardines seguían yermos tras el crudo invierno, pero eso podía asegurarle al menos un poco de privacidad. Vio a un hombre que limpiaba las guaridas de los halcones, a la izquierda, cerca de los establos, pero sabía que desde allí no lo molestaría. Miles, el halconero, era mudo, aunque sus ojos y oídos eran doblemente agudos, como aparente compensación por su desgracia. El anciano prefería los silbidos de los halcones —a los que podía imitar— a la voz humana. No se preocuparía por un duque solitario que buscaba la quietud de un jardín desierto.
Morgan comenzó a recorrer lentamente un sendero que lo alejaba de las guaridas, con las manos unidas por detrás de la espalda. Sabía por qué tanta inquietud. En parte, la causa era la situación política, retrasada y no resuelta por el incidente del otoño pasado, en que el joven rey derrotara a la Ensombrecida. Charissa había muerto y, también, su cómplice traidor, Ian, pero ahora se disponía a ocupar su lugar un adversario mucho más formidable: Wencit de Torenth, cuyas bandas armadas recorrían ya las montañas del nordeste, según se informaba.
Y Cardosa…, ése era otro problema. No bien Wencit pudiera atravesar el manto de nieve —lo cual no tardaría en ocurrir—, se abalanzaría sobre las puertas de la ciudad montañosa, una vez más. El acercamiento, a través de los altos pasos al este de Cardosa, no era difícil tras la primera semana de deshielo primaveral. Pero, al oeste, dirección que debían seguir los refuerzos, el Paso de Cardosa sería una catarata enloquecida desde marzo hasta mayo. La ciudad no podría recibir ayuda hasta que el deshielo terminara; es decir, dentro de dos meses. Demasiado tarde.
Se detuvo ante uno de los estanques espejeados del jardín desnudo y escrutó las profundidades con mirada ausente. Los jardineros habían quitado las hojas y ramas muertas del invierno y habían repoblado el estanque nuevamente. Las carpas doradas de larga cola y los diminutos renacuajos nadaban en el agua inmóvil y flotaban en su campo de visión como si se hallaran suspendidos en el tiempo y en el espacio.
Sonrió al recordar que, si los llamaba, acudirían. Pero la idea no lo divirtió ese día. Al cabo de un rato, dejó que sus ojos se centraran en la superficie del agua y estudió la imagen del alto hombre rubio que sostenía su mirada.
Inmensos ojos grises en un rostro oval, pálido tras el magro sol del invierno; el cabello emitía reflejos dorados bajo la débil luz primaveral, muy corto, para reducir sus cuidados durante la campaña militar; por encima de la barbilla cuadrada, una boca ancha; las largas patillas acentuaban los pómulos altos.
Tiró del ruedo del corto jubón verde, con irritación, y miró el reflejo del Grifo dorado, bella pero incorrectamente ornamentado sobre el pecho.
No le agradaba la prenda. El Grifo de Corwyn debía ser verde sobre negro, y no oro sobre verde. Y el pequeño sable enjoyado que llevaba a la cintura era una burda imitación de un arma; un adorno elegante pero inútil que su sastre, lord Rathold, había insistido en considerar como indispensable para su imagen ducal.
Morgan miró con el ceño fruncido la imagen pomposa que le devolvía el agua. Cuando podía elegir —lo cual, debía admitir, sucedía casi siempre—, prefería cubrir la cota de malla con terciopelos oscuros o con la tersa elegancia de los cueros de montar, en lugar de los brillantes satenes y los ornamentos enjoyados que la gente parecía creer propicios para una corte ducal.
Así y todo, suponía que debía aceptar ciertas concesiones. El pueblo de Corwyn no veía a su duque en la residencia durante gran parte del año, con tanto servicio en la corte de Rhemuth y demás quehaceres. Cuando podían verlo en su tierra, tenían derecho a que su duque vistiera como correspondía a su rango.
Nunca sabrían que su obediencia no era completa. No les sorprendería saber que el juguete decorado que llevaba a la cintura no era su única arma; en la vaina gastada de cuero, que se extendía sobre el antebrazo, escondía un estilete, amén de otros instrumentos ocultos. Pero sí se sentirían menoscabados si descubrieran que esa noche, bajo los ricos atuendos, llevaría una ligera cota de malla. Sería una afrenta terrible, una grave falta de etiqueta desconfiar de los huéspedes que uno invitaba.
Al menos, sería una de las últimas cenas de etiqueta por un tiempo, pensó Morgan, reemprendiendo la marcha. Cuando comenzaran los deshielos de primavera, se acercaría la hora de regresar a Rhemuth y de prestar servico al rey por otra temporada. Desde luego, ese año sería un monarca diferente, tras la muerte de Brion. Pero sus últimos informes de Kelson indicaban que…
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el ruido de unos pasos sobre la grava, a su derecha. Se volvió y vio a lord Hillary, el comandante de la guarnición del castillo. Se acercaba deprisa y su manto azul verdoso aleteaba tras su cuerpo, por la brisa. Su rostro redondo parecía inquieto.
—¿Qué problema tienes, Hillary? —preguntó Morgan, mientras el hombre se aproximaba y esbozaba un saludo apresurado.
—No estoy muy seguro, excelencia. El vigía del puerto informa que la flota Caralighter ha rodeado la punta y de que fondeará al crepúsculo, no bien cambie la marea. Su nave insignia, el Rhafallia, va a la cabeza y envía señales de despacho real. Creo que podría ser una orden de movilización, milord.
—Lo dudo —descartó Morgan—. Kelson no confiaría un mensaje tan importante a una nave de transporte. Enviaría a un mensajero. —Frunció el ceño—. Creía que la flota llegaría sólo hasta Concaradine en este viaje…
—Tales eran las órdenes, milord; y han regresado un día antes de lo debido.
—Qué extraño… —murmuró Morgan, como si hubiera olvidado la presencia de Hillarv allí—. Pero… envía una escolta para recibir al Rhafallia cuando fondee y tráeme los despachos. Házmelo saber cuando lleguen.
—Sí, milord.
Cuando el hombre se alejó, Morgan deslizó una mano por el cabello, intrigado, y reanudó su paseo. Era muy extraño que Kelson enviara despachos por barco. Casi nunca lo hacía. Especialmente, dada la incertidumbre del tiempo en el norte, en esa época del año. Todo tenía un halo aciago, ¡como el sueño!
De pronto, recordó el sueño que había tenido la noche anterior. En realidad, era parte de lo que había provocado su inquietud desde la mañana.
Había dormido mal, lo cual era infrecuente, dado que, por lo general, regulaba el sueño a su voluntad. Pero, la noche anterior, se había visto acosado por pesadillas, por escenas vividas y pavorosas que le habían hecho despertar envuelto en un sudor frío.
En el sueño, Kelson escuchaba con preocupación las palabras de alguien, de quien sólo podía ver la espalda. Y Duncan aparecía con rostro desencajado, atribulado, tenso, muy distinto del que solía tener. Y, luego, esa aparición espectral y encapuchada, la que el otoño anterior había terminado por asociar con la leyenda: Camber de Culdi, el renegado santo patrono de la magia deryni.
Morgan levantó la vista y se encontró ante la Gruta de las Horas, esa cueva oscura y cavernosa donde, durante más de tres siglos, los duques de Corwyn habían hallado un sitio en el que meditar y recogerse. Los jardineros también habían estado trabajando allí, quemando hojas secas, rastrilladas desde la abertura. Pero seguía habiendo hojarasca al otro lado de la entrada y, siguiendo un impulso, Morgan empujó la crujiente verja de hierro y pasó al interior. Tomó una antorcha iluminada de la anilla que había al lado del portal, apartó las hojas muertas con el pie y entró en la gruta fría.
No era una caverna amplia. Su cavidad alcanzaba una altura de seis metros escasos sobre el nivel del jardín, y el contorno exterior se disimulaba como una prominencia rocosa en medio de los senderos del jardín. En primavera y en verano, por fuera de la roca, crecían pequeños arbustos y arbolitos lozanos, que daban flores de todos los matices. Por un costado, el agua caía, formando una cascada continua.
Pero por dentro, la estructura había conservado su aspecto silvestre: las paredes de roca seguían su prístina forma irregular, áspera y húmeda. Cuando Morgan se internó en la cámara, sintió que el techo bajo se aproximaba a él. En el lado opuesto, había una claraboya enrejada, a través de la cual se filtraba un débil rayo de sol, que caía sobre el austero sarcófago de mármol negro. El sepulcro, que dominaba ese sector del recinto, contenía los restos de Dominic, el primer duque de Corwyn. Frente a la tumba, en el centro de la cámara, había una silla tallada en la piedra. Sobre el sarcófago, se alzaba un candelabro con un resto de cirio, pero el metal aparecía oxidado por el desuso del invierno y el cabo de vela mostraba las huellas de los roedores y de la última llama que le encendiera.
Pero Morgan no había entrado en la gruta para rendir homenaje a su antepasado; lo que le interesaba eran la quietud del recinto y las paredes laterales, pulidas y revocadas, donde habían sido incrustados retratos de aquellos que otorgaron sus favores a la casa de Corwyn.
Morgan recorrió brevemente las imágenes de la Trinidad, del Arcángel Miguel, decapitando al Dragón de la Oscuridad, de san Rafael el Curador, de san Jorge y su dragón… Había otras, pero a Morgan sólo le interesaba una. Se volvió hacia la izquierda, dio tres pasos certeros y se encontró en el lado opuesto de la caverna. Levantó la antorcha y encontró el retrato de… Camber de Culdi, el señor Deryni de Culdi, Defensor Hominum.
Morgan nunca había resuelto la extraña fascinación que, sobre él, ejercía el personaje del retrato. En realidad, sólo había cobrado noción de la importancia de Camber el otoño pasado, cuando Duncan y él luchaban por mantener a Kelson en el trono.
En ese entonces, comenzó a tener «visiones». Al principio, sólo había sido la fugaz impresión de esa otra presencia, la inexplicable sensación de que otras manos y otros poderes se sumaban a los propios. Pero, luego, vio el rostro —o creyó verlo—. Y siempre aparecía en relación con algo referido al legendario santo deryni.
San Camber. Camber de Culdi. Un nombre que remitía a los anales de la historia deryni. Camber, quien durante los oscuros días del Interregno, había descubierto que los prodigiosos poderes de los deryni podían a veces conferirse a los seres humanos. Camber, quien alteró el curso de la Restauración y devolvió el poder a sus antiguos dueños humanos.
Ello le valió la canonización. El pueblo, agradecido, no encontraba suficientes alabanzas para el hombre que había puesto fin a la odiada dictadura deryni. Pero los hombres tienen débil memoria. Y, al poco tiempo, los hijos de esos hombres olvidaron que, de las manos de los deryni, provino el sufrimiento, pero también la salvación. La reacción brutal que se desató en los Once Reinos fue tan cruenta que los seres humanos prefirieron olvidarla. Miles de deryni inocentes perecieron decapitados o de modos más perversos, en supuesta retribución por lo que sus padres habían hecho. Cuando todo terminó, sólo quedaron unos pocos, la mayoría oculta, y menos aún bajo la protección encubierta de un reducido número de poderosos nobles humanos que recordaban la verdadera historia. De más está decir que la santidad de Camber fue una de las primeras víctimas.
Camber de Culdi, Defensor Hominum. Camber de Culdi, patrono de la magia deryni. Camber de Culdi, cuyo retrato contemplaba con curiosidad impaciente un miembro de esa misma raza de hechiceros, tratando de escrutar el extraño vínculo que parecía haber creado con el fallecido noble deryni.
Morgan acercó la antorcha al mosaico y estudió el rostro. Trató de evocar los detalles más precisos sobre la burda textura de la incrustación. Los ojos le devolvían una mirada clara sobre una barbilla firme y resuelta. El resto quedaba oscurecido por la caperuza sacerdotal que le envolvía la cabeza, pero Morgan recogió la inequívoca sensación de que, debajo de la capucha, se ocultaba una cabellera rubia. No podía decir por qué, tal vez fuesen asociaciones con la imagen de su visión.
Ociosamente, se preguntó si las visiones volverían alguna vez y sintió que un escalofrío de aprensión le recorría la columna con sólo pensarlo. No podía tratarse de san Camber… ¿O sí?
Morgan bajó la antorcha y retrocedió un paso, aún mirando el retrato de mosaicos. Aunque no era irreverente en asuntos religiosos, la idea de una intervención divina o semidivina en su beneficio le molestaba. No le agradaba pensar que el cielo mantenía un ojo tan vigilante sobre él.
Pero, si no era Camber, ¿quién, entonces? ¿Otro deryni? Ningún otro ser humano podía hacer nada semejante. Y, si era deryni, ¿por qué no lo decía? Sin duda, debía saber que sus apariciones perturbaban a Morgan. Y parecía querer ayudarlo, pero ¿por qué tanta reserva? Tal vez fuese san Camber, después de todo.
Se estremeció y este pensamiento le llevó a persignarse con aire avergonzado. Entonces, retornó a la cordura. Tales disquisiciones no lo conducirían a ninguna parte. Debía pensar racionalmente.
De pronto, oyó que en el patio, al otro lado del jardín, se producía una conmoción. Luego, pasos que corrían por el césped en su dirección.
—¡Morgan! ¡Morgan!
Era la voz de Derry.
Desanduvo el trayecto hasta la entrada, introdujo la tea en la argolla que la sujetaba a la pared y salió a la luz. Entonces, Derry le vio y cambió de rumbo, atravesó el jardín gris y se le acercó.
—¡Milord! —aulló Derry, con el rostro iluminado por la excitación—. ¡Salid al patio! ¡Ved quién acaba de llegar!
—El Rhafallia aún no ha fondeado, ¿no? —gritó Morgan, mientras se aproximaba al joven.
—No, señor —se rió Derry, meneando la cabeza—. Tendréis que verlo con vuestros propios ojos. ¡Vamos!
Intrigado, Morgan volvió a atravesar el jardín. Al llegar hasta Derry, enarcó una ceja inquisidora. Derry sonreía de oreja a oreja; eso sólo podía indicar la presencia de un buen caballo, de una hermosa mujer o de…
—¡Duncan! —terminó Morgan en voz alta, al trasponer la cerca y vislumbrar a su primo, en el lado opuesto del patío.
Allí estaba, descendiendo de un inmenso corcel gris, salpicado de barro, con el manto negro húmedo y arrugado por el viento, y con el borde de la sotana enlodado y hecho jirones. A su alrededor, desmontaron diez o doce guardias vestidos con la librea púrpura de Kelson. Morgan reconoció al propio escudero del rey, el joven Richard FitzWilliam, quien sostenía las riendas del caballo para que Duncan acabara de desmontar.
—¡Duncan! ¡Viejo reprobo! —voceó Morgan, atravesando los adoquines húmedos del patio—. ¿Qué diablos haces en Coroth?
—Vine a visitarte —replicó Duncan. Sus ojos azules titilaron de alegría al ver que Morgan se acercaba a abrazarlo—. Allá en Rhemuth no sucedía nada interesante, con que pensé en venir a fastidiar a mi primo favorito. Francamente, mi arzobispo se alegró mucho de verme partir.
—¡Ay, qué pena que no pueda verte en ese momento! —exclamó Morgan, con ancha sonrisa, mientras Duncan tomaba un par de alforjas del corcel gris y se las echaba al hombro—. Mírate, todo embarrado y oliendo a bestia. Ven, que te haré preparar un baño. Derry, ocúpate de que la escolta sea bien atendida, ¿quieres? Y luego encárgate de que mis escuderos les preparen una tina de agua caliente.
—Ya mismo, milord —dijo Derry, sonrió y se inclinó ligeramente antes de retroceder hacia los jinetes—. Y bien venido a Coroth, padre Duncan.
—Gracias, Derry.
Mientras el joven comenzaba a repartir órdenes entre la escolta, Morgan y Duncan remontaron los peldaños y subieron al gran salón. El recinto bullía en preparativos para el banquete de esa noche y filas de sirvientes y de criados disponían pesadas mesas y bancos y volvían a colgar en su sitio los suntuosos tapices que habían sido retirados para su limpieza con motivo de la ocasión. Por todo el salón, iban y venían cocineros, que se dirigían a barrer hornos y a limpiar espetones para asar las carnes. Y un grupo de pajes lustraba afanosamente las sillas de madera ornamentada de la mesa principal.
Lord Robert supervisaba toda la actividad. Mientras los criados terminaban de preparar cada mesa, Robert instruía a los criados de cocina, para que las lustraran con aceite con el fin de revivir la rica pátina de los tiempos, y pasaba revista a la disposición del servicio y a los grandes candelabros de peltre de los tesoros ducales. A su derecha, lord Hamüton, el calvo mayordomo del castillo de Coroth, había estado arreglando el emplazamiento de los músicos que animarían la festividad nocturna. En ese momento, se hallaba enfrascado en una acalorada discusión con la principal atracción de la velada, el célebre y aclamado trovador Gwydion.
Cuando Morgan y Duncan se acercaron, el diminuto ejecutante casi bailoteaba de furia, resplandeciente como un gallo en sus calzones y jubón anaranjados, de largas mangas. Los ojos negros se le salían de las órbitas. Descargó un pisotón enfurecido y giró sobre los talones para apartarse de Hamilton, visiblemente disgustado. Morgan atrajo su mirada y lo llamó con un gesto de su índice. Gwydion lanzó a Hamilton una última mirada de desprecio, antes de acercarse a Morgan y saludarlo con una breve reverencia.
—Excelencia, me es imposible seguir trabajando con ese hombre. ¡Es arrogante, aburrido y no posee ninguna sensibilidad artística!
Morgan trató de ocultar una sonrisa.
—Duncan, tengo el honor, algo dudoso, de presentarte al maestro Gwydion ap Plenneth, la última y más ilustre adquisición que he sumado a mi corte. También debo decir que entona las baladas más hermosas de los Once Reinos… cuando no riñe con mis asistentes, claro está. Gwydion, mi primo paterno monseñor Duncan McLain.
—Bien venido a Coroth, monseñor —murmuró Gwydion formalmente e ignorando la reprimenda implícita de Morgan—. Su Excelencia ha hablado de vos a menudo y muy bien. Espero que la estancia en Coroth os sea placentera.
—Gracias —replicó Duncan, devolviendo la reverencia—. Allí, en Rhemuth, se dice que usted es el trovador más eximio desde los días de lord Llewelyn. Ojalá que encuentre ocasión de demostrar esa reputación antes de que me marche.
—Gwydion tocará esta noche, si se le permite disponer a los músicos donde considere propicio, monseñor —se inclinó el trovador. Miró a Morgan—. Pero, sí lord Hamílton persiste en su hostigamiento, me temo que esta noche tendré una jaqueca intolerable que, desde luego, me impedirá toda representación en público.
Se irguió altanero y cruzó los brazos sobre el pecho, en un histriónico gesto concluyente. Entonces, posó la mirada sobre el techo con deliberada indiferencia. Morgan apenas pudo contener la risa.
—Muy bien —determinó el duque, mientras se aclaraba la garganta para encubrir la sonrisa—. Dile a Hamilton que puedes disponer las cosas a tu agrado. Pero no quiero más disputas. ¿Comprendes?
—Desde luego, excelencia.
Con una breve reverencia, giró sobre los talones y regresó al salón donde había estado trabajando, con los brazos aún cruzados sobre el pecho. Al verlo acercarse, lord Hamilíon miró a Morgan como solicitando ayuda, pero el general se limitó a menear la cabeza y a señalar a Gwydion con el mentón. Con un suspiro que se oyó desde el otro lado del salón, Hamilton asintió obediente y desapareció por otra puerta. Gwydion ocupó el lugar de Hamilton y dirigió la nueva disposición del sector para los músicos, encocorado como un gallo presumido.
—¿Siempre es tan temperamental? —preguntó Duncan, algo atónito, mientras Morgan y él proseguían su marcha por el salón para subir un tramo de escaleras.
—En absoluto. Por lo general, es mucho peor.
Llegaron al descanso y Morgan abrió una pesada puerta. Unos metros después, venía otra puerta de pesado nogal, con una aplicación esmaltada del Grifo de Corwyn. Morgan tocó el ojo de la bestia con su sello y la puerta se abrió sin un solo ruido. Dentro, se ocultaba el estudio privado de Morgan, su recinto de magia, su sanctasanctórum.
Era un recinto circular, tal vez de nueve metros de diámetro, encaramado sobre la torre más alta del castillo ducal. Las paredes eran de piedra rústica, interrumpida sólo por siete estrechas ventanas de cristal verde que iban desde la altura de los ojos hasta el techo. De noche, cuando las velas ardían hasta tarde en el recinto circular, la torre se veía desde millas a la redonda y sus siete ventanas verdes titilaban como faros en el cielo nocturno.
En ángulo recto con la puerta, sobre la pared, se abría una amplia chimenea, con una repisa protuberante que asomaba a ambos lados unos cuatro metros. Por encima de ella, pendía un estandarte de seda con el mismo motivo del Grifo que adornaba la puerta y, sobre la repisa de mármol, reposaban diversos objetos. Frente a la puerta, la pared estaba cubierta por un tapiz que representaba el mapa de los Once Reinos. Debajo de él, había una poblada biblioteca. A la izquierda de ésta, un inmenso escritorio con una silla de madera tallada y, más a la izquierda, un ancho diván cubierto con una piel negra. Inmediatamente a la izquierda de la puerta, se encontraba el pequeño altar desmontable, con un sencillo reclinatorio de madera oscura ante él, que Duncan conocía.
Pero observarlo todo le llevó apenas un instante, pues la atención de Duncan se volvió casi de inmediato al centro de la habitación, bañado por una nebulosa luz esmeralda que provenía de una elevada lámpara redonda. Bajo la lámpara, se encontraba una mesita no más ancha que un brazo, flanqueada por dos cómodas sillas con almohadones de cuero verde. En el centro de la mesita, sobre las garras levantadas de un Grifo dorado de Corwyn, descansaba una pequeña esfera ambarina y translúcida, de diez centímetros de diámetro.
Duncan silbó ligeramente al verla y fue hasta la mesa, sin apartar la vista de la esfera. Iba a tocarla cuando cambió de parecer y optó por mantenerse inmóvil, contemplándola. Morgan sonrió, se acercó a su primo y se apoyó sobre el respaldo de una silla.
—¿Te agrada?
Era una pregunta retórica pues, obviamente, Duncan estaba fascinado con el objeto.
—¡Espléndida! —musitó Duncan, con el respetuoso asombro con que un artesano observa una herramienta preciada para su trabajo—. ¿Dónde encontraste semejante…? Es un cristal shiral, ¿no es así? ¡Y qué grande!
—Así es. El Hort de Orsal lo encontró para mí hace unos meses… a un precio escandaloso, debo agregar. Adelante, tócalo si quieres.
Cuando Duncan se deslizó en la silla más cercana, las alforjas olvidadas cayeron de su hombro y dieron contra el borde de la mesa. Duncan las miró sobresaltado, como si recordara lo que llevaba dentro, y su apuesto rostro adquirió una expresión de alarma y tensión. Levantó los sacos para posarlos en la mesa y comenzó a hablar, pero Morgan sacudió la cabeza:
—Sigue con el cristal —lo instó, al ver su incomodidad—. No sé qué llevarás ahí que te importa tanto, pero, de todas formas, puede esperar.
Duncan se mordió el labio y miró a Morgan durante largo rato. Después, asintió obediente y dejó las alforjas en el suelo. Respiró hondo y unió las palmas de las manos un instante. Entonces exhaló, y rodeó el cristal con ellas, se relajó y la esfera comenzó a refulgir.
—Hermoso —suspiró Duncan. La tensión desapareció mientras movía las manos hacia la parte inferior de la esfera para exponerla mejor—. Con un cristal de este tamaño, podría formar imágenes sin intentarlo siquiera…
Volvió a concentrarse y escrutó la esfera con la mirada. Vio que la luz se hacía más intensa. La esfera perdió toda opacidad y se convirtió en un ámbar transparente, ligeramente empañado como si alguien respirara desde dentro. Entonces, en la bruma comenzó a formarse una imagen. Gradualmente, fue adquiriendo rasgos humanos. Era un hombre alto, de cabellos plateados, que lucía ropajes de arzobispo, una mitra y sostenía un báculo engastado de joyas. Estaba muy ofuscado.
¡Loris!, pensó Morgan, al inclinarse para examinar la imagen. ¿Qué diablos trama ahora? Sea lo que fuere, tiene preocupado a Duncan…
Duncan apartó las manos del cristal como si, de pronto, se hubiera puesto al rojo. Una expresión de disgusto surcó sus rasgos por un instante. Cuando sus manos se apartaron de la esfera, la forma desapareció y la esfera volvió a su estado translúcido. Duncan se frotó las manos contra la sotana, como si quisiera limpiarse de algo desagradable, y luego se obligó a relajarse. Posó las manos cuidadosamente sobre la mesa y las miró, mientras se decidía a hablar.
—Como supondrás, no se trata de una visita social —murmuró amargamente—. Ni siquiera pude ocultárselo al cristal shiral…
Morgan asintió con gesto comprensivo.
—Lo advertí no bien te vi bajar del caballo —examinó el Grifo que llevaba en la sortija del índice derecho y lo frotó con aire ausente—. ¿Quieres contarme qué ha sucedido?
Duncan se encogió de hombros y suspiró.
—No hay un modo fácil de decirlo, Alaric. Me han… suspendido.
—¿Suspendido? —Morgan dejó caer la mandíbula, atónito—. ¿Por qué?
Duncan se obligó a sonreír con tristeza.
—¿No lo adivinas? Aparentemente, el arzobispo Loris convenció a Corrigan de que mi parte en la lucha de la coronación fue más que el mero papel de confesor de Kelson. Lo cual, desafortunadamente, es verdad. Tal vez hasta sospechen que tengo sangre deryni. Me iban a convocar al tribunal eclesiástico, sólo que un amigo me alertó a tiempo. Es lo que siempre temí que sucediera.
Morgan dejó escapar un suspiro y bajó la vista.
—Lo lamento, Duncan; sé cuánto significa el sacerdocio para ti. No encuentro palabras que decirte.
Duncan sonrió débilmente.
—Es peor de lo que sospechas, amigo. Sinceramente, si sólo fuera la suspensión, no creo que me preocupase tanto. Veo que cuanto más actúo como deryni, menos importantes parecen volverse mis votos eclesiásticos —se dirigió a las alforjas que tenía al lado de la silla y sacó un pergamino plegado que colocó ante sí, sobre la mesa—. Ésta es una copia de la carta que, en este momento, viaja con destino a tu obispo, Ralf Tolliver. Un amigo, que trabaja de amanuense en la oficina de Corrigan, arriesgó mucho para traérmela. En la carta, Loris y Corrigan piden a Tolliver que te excomulgue, a menos que «renuncies a tus poderes y sigas una vida de arrepentimiento», para citar las palabras del arzobispo Corrigan, según recuerdo.
—¿Yo, renunciar? —exclamó Morgan con sorna y una sonrisa incrédula en el rostro—. Deben de estar bromeando.
Comenzó a deslizar la carta a través de la mesa para cogerla, cuando Duncan le aferró la muñeca.
—Todavía no he terminado, Alaric —dijo serenamente, mientras sostenía su mirada—. A menos que renuncies y obedezcas sus órdenes, no sólo te excomulgarán a ti, sino que pondrán todo Corwyn bajo el Interdicto.
—¡El Interdicto!
Duncan asintió y le soltó la muñeca.
—Eso significa que la Iglesia dejará de prestar servicios en Corwyn. No habrá misa ni casamientos, bautismos o entierros, no habrá extremaunciones; nada. No sé cómo reaccionará tu pueblo.
Morgan apretó la mandíbula con firmeza y tomó la carta. La desplegó y comenzó a leer y, a medida que sus ojos recorrían el texto, se iban volviendo fríos y acerados:
—«A Su Reverendísima Excelencia, Ralf Tolliver, obispo de Coroth […]. Reverendo Hermano: ha llamado nuestra atención […] el duque Aíaric Morgan […] crímenes nefandos de magia y herejía contrarios a las leyes de Dios […] si el citado duque no renuncia a sus poderes […] excomulgar […] Corwyn bajo Interdicto […] espero que actuará según lo pedido […] señal de buena fe […].» ¡Maldición!
En una explosión de imprecaciones, Morgan cerró sus dedos sobre el pergamino y lo arrojó a la mesa.
—¡Que incontables maldiciones los persigan hasta las profundidades de la ciénaga infernal! ¡Que los lifangos devoren hasta el último de su estirpe y que trece diablos los asalten eternamente en sueños! ¡Malditos sean, Duncan! ¿Qué pretenden hacerme?
Se reclinó en la silla y suspiró explosivamente. Duncan le sonrió.
—¿Te sientes mejor?
—No. Desde luego, comprenderás que Loris y Corrigan me han puesto exactamente en donde deseaban. Saben que mi influencia en Corwyn no se apoya en sentimientos favorables a los deryni, sino en que mi pueblo me ama. Si la curia de Gwynedd me anatematiza por ser deryni, saben bien que mi pueblo no se quedará de brazos cruzados a ver cómo todo Corwyn cae bajo el Interdicto. No puedo pedirle al pueblo que renuncie a la fe por mí, Duncan.
Duncan se echó atrás en la silla y miró a su primo con aire expectante.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer?
Morgan estiró la carta arrugada y volvió a contemplarla. Luego, la hizo a un lado como si ya hubiera tenido suficiente.
—¿Tolliver ya ha leído el original?
—No veo cómo. Monseñor Gorony embarcó en el Rhafallia hace dos días. Si mis cálculos son correctos, deberán llegar mañana en cualquier momento del día.
—Más exactamente, dentro de tres horas, cuando cambie la marea —precisó Morgan—. Gorony debe de haber sobornado a mis capitanes para que navegaran a toda prisa, ¡Ojalá se lo hagan pagar!
—¿Hay alguna posibilidad de interceptar la carta?
Morgan contrajo el rostro con pesar y meneó la cabeza.
—No me atrevo, Duncan. Si lo hago, estaría violando la inmunidad misma de la Iglesia que intento proteger en Corwyn. Debo dejar que Gorony llegue hasta Tolliver.
—Entonces, supon que yo llegue primero. Si mostrara a Tolliver nuestra copia de la carta y le explicara tu preocupación por la situación, tal vez accediera a dejar pasar unas cuantas semanas antes de tomar medidas. Además, no creo que le agrade recibir órdenes de Loris y de Corrigan. No es ningún secreto que lo consideran un sacerdote de pueblo, un simplote de campo. Podríamos aprovecharnos de su resentimiento. Lo que sea con tal de que el Interdicto no caiga. ¿Qué piensas?
Morgan asintió.
—Tal vez resulte. Ponte presentable y dile a Derry que te ensille un caballo nuevo. Mientras tanto, escribiré una segunda carta a Tolliver, solicitándole su apoyo. No será fácil.
Se puso de pie y fue hasta su escritorio. De inmediato, extrajo un pergamino y un tintero.
—En cierta forma, debo encontrar el equilibrio entre la autoridad ducal, el hijo penitente de la Iglesia y el amigo de mucho tiempo. Todo sin dar demasiada trascendencia al tema deryni, para que no sienta objeciones de conciencia.
Un cuarto de hora más tarde, Morgan estampaba su firma al final de la carta crucial y agregaba al pie del trazo su rúbrica personal e inimitable para evitar falsificaciones. Después, puso el sello del Grifo sobre una inmensa gota de cera verde bajo su nombre.
Podría haber prescindido de la cera. Con un poco de ayuda, el sello deryni era capaz de imprimir sin el beneficio del lacre o de la cera. Pero no creía que fuese del agrado del obispo. El reverendísimo Ralf Tolliver no tenía nada personal contra los deryni, pero había límites que Morgan no se atrevía a trasponer. Un acto flagrante o hasta ínfimo de magia a esas alturas podía desbaratar por completo todo el bien que pudiera causar la carta, tan arduamente redactada. Morgan estaba doblando la carta para aplicar el lacre una vez más cuando Duncan regresó con un pesado manto de viaje, de lana, doblado sobre un brazo. Derry le acompañaba.
—¿Listo? —preguntó Duncan, al llegar hasta el escritorio para escudriñar sobre el hombro de Morgan.
—Casi.
Chorreó unas gotas de lacre sobre el doblez para sellar la carta y, rápidamente, grabó la estampa de su sello. Luego levantó la vista, al soplar para enfriar el lacre, y le tendió la carta a su primo Duncan.
—¿Tienes la otra carta?
—Hummm —Duncan chasqueó los dedos—. Derry, tráeme eso, ¿quieres?
Señaló la carta que había sobre la mesa central y Derry la trajo y contempló cómo el sacerdote la guardaba en la faja de su pulcra sotana.
—¿Quiere una escolta, padre? —preguntó Derry.
—No. A menos que Alaric lo crea necesario. En mi opinión, cuantas menos personas sepan esto, mejor saldremos. ¿No estás de acuerdo, primo?
Morgan asintió.
—Buena suerte, Duncan.
El sacerdote lanzó una sonrisa fugaz y, a continuación, desapareció a través de la puerta. Derry lo miró un instante y, luego, volvió los ojos a Morgan. El duque no se había movido de su silla, parecía estar sumido en un mundo propio. Con cierta vacilación, se arriesgó a interrumpirlo.
—¿Milord?
—¿Mmmm? —Morgan levantó la vista, sobresaltado, casi como si hubiera olvidado la presencia del joven; aunque Derry estaba seguro de que no.
—¿Puedo hacerle una pregunta, señor?
Morgan asintió y sonrió avergonzado.
—Desde luego. Probablemente no tengas ni idea de lo que está sucediendo…
Derry sonrió.
—No ha de ser tan grave, milord. ¿Hay algo que pueda hacer por usted?
Morgan estudió al joven, con el mentón apoyado sobre una mano, y asintió un tanto indeciso.
—Tal vez sí… —se acomodó en la silla—. Derry, ya llevas mucho tiempo conmigo. ¿Estarías dispuesto a involucrarte en prácticas de magia por mí?
Derry lanzó una ancha sonrisa.
—¡Sabéis bien que sí, señor!
—Muy bien, entonces. Ven al mapa conmigo.
Morgan fue hasta el tapiz con el mapa que cubría la pared y deslizó sus dedos sobre una ancha lengua azul, hasta dar con lo que buscaba. Derry miraba atentamente a su amo, que comenzó a hablar así:
—Aquí está Coroth. Aquí, el estuario que surge de los dos ríos. Aguas arriba del río Occidental, que forma nuestra frontera nordeste con Torenth, está Fathane, el pueblo comercial del reino enemigo. También es centro de convergencia de todas las expediciones de Wencit a lo largo de este sector de la frontera.
»Quiero que sigas el río, aguas arriba, hasta Fathane, del lado del enemigo. Luego, cruza a nuestra frontera septentrional y regresa. Tu misión es recoger información, y hay tres áreas en las que quiero que te centres: los planes de Wencit de Torenth en esta región; todo lo que puedas averiguar sobre ese pillo de Warin en el norte, y cualquier rumor sobre el Interdicto pendiente. Duncan ya te habrá contado algo de eso, ¿no?
—Sí, señor.
—Muy bien. Puedes elegir el disfraz que quieras, pero creo que irías bien encubierto como cazador o como mercader de pieles. Preferiría que no te reconocieran como hombre de milicia.
—Entiendo, milord.
—Bien. Aquí interviene la magia.
Se llevó la mano al cuello y buscó una cadena delgada de plata, que procedió a extraer de su túnica esmeralda. Cuando Morgan la deslizó por encima de su cabeza, Derry vio que a ella iba ensartado un medallón de plata. Inclinó la cabeza ligeramente para que Morgan pudiera pasarle la cadena y miró con curiosidad el medallón que pendía a la altura de su pecho. Parecía ser una medalla sagrada de alguna índole, aunque Derry no supo identificar la figura representada ni la leyenda inscrita a su alrededor. Morgan volvió el medallón, para que quedara mirando al frente, y se reclinó contra la biblioteca que había bajo el mapa.
—Muy bien. Ahora te pediré que me ayudes a establecer una clase especial de comunicación deryni. Es parecido a leer la mente, lo cual me habrás visto hacer cantidad de veces, pero no tan extenuante porque tú seguirás manteniendo el control. Relájate y trata de que tu mente quede en blanco. No es desagradable, te lo aseguro —agregó, al ver la inquietud de Derry.
Derry asintió y tragó saliva.
—Bien. Observa mi dedo y relájate.
Morgan levantó el índice derecho y comenzó a moverlo lentamente hacia el rostro de Derry. Los ojos del joven siguieron el dedo, casi hasta que se posó sobre el puente de la nariz, y, entonces, se cerraron con un parpadeo. Respiró suavemente y se relajó, mientras Morgan posaba su mano sobre la frente del joven.
El general mantuvo esa posición tal vez durante medio minuto, sin que nada sucediera exteriormente, y, luego, encerró la medalla en su otra mano y cerró los ojos. Tras otro minuto, soltó el medallón y abrió los párpados. Dejó caer la mano de la frente de Derry y el joven despertó de su ensueño con un sobresalto.
—¡Me… hablasteis! —murmuró incrédulo, con la voz teñida de estupor—. ¡Vos…! —volvió la mirada al medallón, sorprendido—. ¿De veras puedo usar esto para comunicarme con vos desde Fathane?
—O desde más lejos, si es necesario. Pero recuerda que es una operación difícil. Al ser deryni, yo podría llamarte en cualquier momento que fuese necesario, aunque eso me consumiría mucha energía. Pero tienes que limitar tus llamadas a las veces que convengamos. Si no intento comunicarme contigo, no tendrás las fuerzas suficientes para iniciar la comunicación por ti mismo. Por eso, es importante que lleves la cuenta del tiempo. Tu primer contacto deberá ser mañana por la noche, tres horas después de que oscurezca. Para entonces, ya deberás estar en Fathane.
—Sí, milord. Y lo único que debo hacer es utilizar el conjuro que me enseñasteis mentalmente. ¿Eso bastará para establecer la comunicación? —sus ojos azules brillaban de asombro, pero también de confianza.
—Correcto.
Derry asintió y comenzaba a guardar el talismán dentro de la túnica cuando se detuvo a mirarlo otra vez.
—¿Qué clase de medalla es, milord? No reconozco la inscripción ni la figura…
—Temía que lo preguntases —sonrió Morgan—. Es un medallón muy antiguo de san Camber, que data de las postrimerías de la Restauración. Me lo legó mi madre al morir.
—¡Una medalla de Camber! —Derry contuvo la respiración—. ¿Y si alguien la reconoce?
—¡Si no te quitas la ropa, nadie la verá siquiera y mucho menos la podrá reconocer, mi amigo irreverente! —replicó Morgan, palmeando el hombro de Derry y riendo—. Para ti, nada de doncellas en este viaje. Es estrictamente una misión.
—Ah, siempre tenéis que despojar a todo de su diversión, ¿verdad? —musitó Derry, y guardó el medallón bajo la túnica con una sonrisa burlona, antes de marcharse.
La oscuridad se abatía sobre Coroth mientras Duncan guiaba su cansada montura de regreso al castillo. La fría brisa nocturna comenzaba a soplar en los valles de la región montañosa.
La reunión con Tolliver había sido parcialmente fructífera. El obispo había accedido a demorar su respuesta a los correos de Rhemuth hasta que pudiera evaluar la situación y había prometido mantener informado a Morgan de cualquier acción referida a su pronunciamiento futuro. Pero el viso deryni de la cuestión había molestado a Tolliver, como Duncan bien supuso. Y el obispo había advertido a Duncan que no siguiese relacionándose con la magia si valoraba su investidura y, por supuesto, su alma inmortal.
Duncan se enfundó en el manto y apresuró el paso del animal. Recordó que Alaric estaría impaciente, a la espera de su regreso. Además, le aguardaba un banquete oficial, se dijo. Y, a diferencia de su primo, Duncan adoraba las ceremonias. Si se apresuraba, lograría llegar a tiempo para el plato principal. Todavía no era tan oscuro.
Rodeó la curva siguiente, sin pensar en nada en particular. De pronto, advirtió una forma alta y oscura que había de pie, en el camino, a unos diez metros de él. Era difícil discernir los detalles a la luz moribunda, pero, al tirar de las riendas para no atrepellar al hombre, Duncan notó que el caminante llevaba un hábito sacerdotal, con la caperuza echada sobre la cabeza, y un báculo en la mano.
Pero algo no era normal. Casi sin pensarlo, el guerrero que había en Duncan llevó la mano derecha a la empuñadura de la espada, sujeta bajo la rodilla izquierda. La figura volvió la cabeza hacia Duncan —no podía haber estado a más de tres metros de él— cuando Duncan hizo detener el corcel con el corazón en la garganta.
El rostro que lo miraba serenamente desde la penumbra de la caperuza gris había llegado a serle muy familiar durante los últimos meses, aunque nunca personalmente. Alaric y él lo habían estudiado cientos de veces, al recorrer los volúmenes mohosos en busca de información sobre el antiguo santo deryni. Era el rostro de san Camber de Culdi.
Antes de que Duncan pudiera hablar o incluso reaccionar, de tan azorado como estaba, el hombre asintió cortésmente y extendió la mano derecha, vacía, en prenda de paz.
—Detente, Duncan de Corwvn —murmuró el desconocido.