Capítulo V
¿Quién es ésta que se muestra como el alba, hermosa como la Luna, esclarecida como el Sol, imponente como ejército en orden?
Cantar de los Cantares, 6:10
Mientras las campanas de las catedrales anunciaban Sexta en Coroth, Morgan contuvo un bostezo y se revolvió ligeramente en la silla, tratando de no dejar ver su hastío. Estaba revisando pergaminos de sentencias, que había dictado el día anterior, y lord Robert trabajaba laboriosamente en unas cuentas al otro lado de la mesa.
Lord Robert siempre trabajaba de un modo laborioso, se dijo Morgan. Y probablemente fuese algo bueno, pues alguien tenía que hacer las tareas más abominables. A Robert no parecía importunarle tener que escudriñar oscuros registros, durante horas, en un momento en que las cosas parecían amenazar con derrumbarse a su alrededor. Claro, era su trabajo.
Morgan suspiró y trató de obligarse a volver al suyo. Como duque de Corwyn, uno de sus primeros deberes oficiales, cuando estaba en sus tierras, era escuchar las demandas de la corte local, una vez por semana, y pronunciar sentencia. Por lo general, la labor le agradaba, pues le permitía mantenerse en contacto con lo que sucedía en su ducado y conocer las causas que afligían a sus subditos.
Pero durante las semanas pasadas había estado inquieto. La inactividad forzada que le imponían sus dos meses de residencia en Coroth, sin otra cosa que hacer más que atender asuntos administrativos, lo hacía añorar un poco de acción. Y nada había podido suprimir su ansiedad; ni siquiera las prácticas diarias con espada y lanza o las ocasionales expediciones de caza en la campiña.
Cuando, la próxima semana, saliese para Culdi, se sentiría mejor. La honesta fatiga de cuatro días de viaje a caballo sería bien acogida tras la vida rutilante, pero estéril, que había llevado durante los dos meses pasados. Y sería muy agradable ver otra vez a sus viejos amigos. Al joven rey, en primer lugar. Ya entonces deseaba Morgan estar a su lado, para protegerlo y tranquilizarlo en vísperas de la nueva crisis, que empeoraba día tras día. Kelson era casi como un hijo para él. Imaginaba muy bien la suerte de tribulaciones que debía estar acosando al joven.
A regañadientes, Morgan volvió la atención a la correspondencia que tenía ante los ojos y garabateó su firma al pie de la primera hoja. Parte de su problema, esa mañana, era que los casos parecían triviales frente a los verdaderos asuntos que, como él sabía, estaban desarrollándose. El escrito que acababa de firmar, por ejemplo, imponía un pequeño gravamen sobre un tal Harold Martham, por dejar que sus bestias pacieran en las tierras de un tercero. Recordó que el hombre había estado muy afligido durante el juicio, aun cuando no cabían dudas de que era culpa suya.
Está bien, amigo Harold, pensó Morgan, si piensas que ahora tienes problemas, espera a que Loris y Corrigan impongan el Interdicto. Todavía no sabes lo que son los problemas.
El Interdicto comenzaba ya a presentarse como un acontecimiento muy probable. El día anterior, por la mañana, tras despedir a los invitados, había pedido a Duncan que volviese a encontrarse con Tolliver, para ver qué habían dicho los mensajeros al entregar la carta de los arzobispos, la noche previa. Horas más tarde, Duncan había vuelto, con cara larga y mente afligida. A diferencia de la tarde anterior, ese día, el obispo se había mostrado reticente en lugar de amigable. Aparentemente, los mensajeros lo habían amedrentado. En todo caso, Duncan no había podido descubrir nada.
Morgan dejó el escrito sobre una pila con papeles terminados y, en ese momento, se oyó un breve golpe en la puerta, seguido por la entrada de Gwydion, con el laúd colgado a la espalda. El diminuto juglar vestía un sencillo traje de hilado casero marrón y traía el rostro surcado por el polvo y el sudor. Muy serio, avanzó por el suelo lustrado, hasta la silla de Morgan, y se inclinó.
—Excelencia, ¿podría cambiar una palabra con vos? —miró a Robert—. ¿A solas?
Morgan se reclinó en la silla y dejó la pluma a un lado. Examinó atentamente a Gwydion. El bufón grandilocuente que solía ser Gwydion ante el público había dejado paso a un hombre decidido y de labios finos. En sus ojos negros, en su porte, había algo que a Morgan no le hizo vacilar; por alguna razón, Gwydion estaba seriamente afligido. Miró a Robert y le hizo señas de que se marchara, pero el canciller frunció el ceño y no se movió.
—Milord, debo protestar. No sé qué pueda traerlo hasta aquí, pero estoy seguro de que podrá esperar. Sólo me faltan un par de rollos y, después de eso…
—Lo siento, Robert —replicó Morgan, mirando nuevamente a Gwydion—. Yo debo ser quien juzgue lo que puede esperar o no. Regresa no bien terminemos.
Robert no dijo nada, pero apartó la silla con exasperación y comenzó enseguida a ordenar sus papeles. Gwydion lo observó marcharse y cerrar la puerta y, después, fue hacia la ventana y se dejó caer sobre una banqueta mullida.
—Os lo agradezco, excelencia. No muchos nobles se habrían tomado la molestia de conceder su tiempo a un mero fabulador de relatos.
—Creo que hoy tienes más que fábulas, Gwydion —le animó Morgan, serenamente—. ¿Qué querías decirme?
Gwydion tomó ei laúd y comenzó a afinarlo, mientras su mirada se perdía a través de la ventana.
—Esta mañana fui a la ciudad, milord —empezó, pulsando las cuerdas y jugueteando con las clavijas—. He estado recogiendo canciones que, pensé, pudiesen agradar a los oídos de Su Excelencia; pero, ahora que las he encontrado, temo que no sean de vuestro gusto. ¿Querríais escuchar alguna?
Se volvió y miró a Morgan de frente, con los ojos cargados de expectación. Morgan asintió, lentamente.
—Muy bien. He pensado que esta canción sería especialmente de interés, milord, pues se refiere a los deryni. No puedo responder de la música ni de la letra, ya que no son de mí cosecha, pero sí logran transmitir bien el sentir popular.
Interpretó unos compases introductorios y se lanzó a entonar una vivida y animada melodía con reminiscencias a tonada infantil:
Oye, tú, dímelo:
¿por qué los deryni son cada vez menos?
Oye, tú, dímelo:
¿por qué el Grifo no concilia el sueño?
Los deryni son tan pocos porque muchos mueren;
¡cuidado, Grifo, no sea que pierdas tu cabeza verde!
Oye, tú, me lo has dicho bien;
pregunta, que te responderé.
Gwydion terminó el poema y Morgan se reclinó en la silla y juntó las manos por la yema de los dedos, los ojos oscuros y ensimismados. Permaneció así un momento, mientras escrutaba al juglar con la mirada, y, luego, habló con voz grave:
—¿Hay más de esto?
El trovador se encogió de hombros.
—Hay otras canciones, señor, otras versiones. Pero la letra es de calidad inferior y me temo que todas exhiben el mismo humor virulento. Tal vez os interese la Balada del duque Cirala.
—¿El duque Cirala?
—Sí, milord. Aparentemente, es un villano sin remedio: perverso, blasfemo, herético; un mentiroso que engaña a sus subditos. Afortunadamente, la canción depara ciertas esperanzas para el pueblo oprimido. Tal vez deba mencionar que el nombre Cirala resulta muy familiar si uno lo lee al revés: C-I-R-A-L-A es A-L-A-R-I-C. De todas formas, la letra es algo mejor que la anterior.
Nuevamente, rasgueó unos compases introductorios y, esta vez, creó el clima de una tonada lenta y tranquila, casi como un himno:
El duque Cirala ha pecado ante el Altísimo. Los siervos del Señor acabarán con su Grifo. Su áureo brillo a los hombres incautos engaña; pero lord Warín conoce la infamia de Cirala.
Hombres de Corwyn, combatid su pérfida maldad si el hereje no muere, el condado pagará. Si el candido lo sigue, al infierno ha de caer; de falsa fe se alimenta el ruin Lucifer.
Llega el Día del Juicio; y de Cirala, el fin. Alzaos, siervos de Dios, ya no temáis al vil. Dios ha otorgado al sabio Warin noble destino: ayudaos a aplastar las garras del Grifo.
—¡Hum! —gruñó Morgan con desprecio, cuando el trovador terminó—. ¿Dónde diablos conseguiste ésta, Gwydion?
—En una taberna, milord —replicó el juglar, con una sonrisa desolada—. Y la primera me la enseñó un trovador callejero de mala muerte, cerca del Portal de San Matías. ¿Le agrada a mi señor lo que os he traído?
—No me agrada el contenido, pero sí que me hayas venido a ver. ¿Crees que esto será muy frecuente en la ciudad?
Gwydion posó suavemente su laúd sobre el asiento mullido que tenía a su lado y se reclinó contra la ventana, con las manos detrás de la cabeza.
—Es difícil decirlo, señor. Yo salí sólo por unas horas, pero hay muchas versiones de ambas tonadas y, probablemente, otras que no llegué a escuchar. Si mi señor escucha el consejo de un trovador de cuentos, debería combatir este mal con otras canciones. ¿Deseáis que intente componer algo valioso?
—No sé si será lo más sabio en este momento —repuso Morgan—. ¿Qué opinas si…?
Se oyó un discreto golpe en la puerta. Morgan levantó la vista, irritado.
—Pasa.
Robert abrió la puerta y entró, con la desaprobación más notoria en el rostro.
—Excelencia, lord Rather de Corbie se encuentra aquí para verle.
—Ah, que pase.
Robert se hizo a un lado e irrumpió, en doble fila, un contingente de hombres, vestidos con la librea verde mar del Hort de Orsal. Detrás de ellos, venía el temible Rather de Corbie, embajador extraordinario del Hort de Orsal. Morgan se puso de pie en su sitio y sonrió mientras la doble fila se abría, para alinearse ante él, y Rather se detenía en una reverencia.
—Duque Alaric —tronó el hombre, con una voz que no parecía corresponder a su metro cincuenta de estatura—. Su Majestad Hórtica os envía sus felicitaciones y saludos. Confía en que estéis bien.
—Sí, lo estoy, Rather —dijo Morgan, y estrechó la mano del hombre, con entusiasmo—. ¿Y cómo se encuentra el viejo lobo de mar?
Rather lanzó una risotada.
—La familia de Orsal acaba de ser bendecida con otro heredero y el mismo Orsal espera que pronto podáis acudir a conocerlo.
Miró a Gwydion y a Robert y prosiguió:
—Hay ciertos asuntos de derechos de navegación y defensa que Su Majestad quisiera analizar con vos, y espera que llevéis a vuestros asesores militares. La primavera se acerca, como ya sabréis.
Morgan asintió, reflexivo. El Hort de Orsal y él mismo controlaban el pasaje fluvial por los Ríos Gemelos hasta el mar, una ruta de extrema ventaja estratégica si Wencit de Torenth decidía invadir por la costa. Y, como Morgan partiría con su ejército en unas semanas, debía hacer arreglos con el Orsal para proteger el acceso a Corwyn durante su ausencia.
—¿Cuándo desea él que vaya, Rather? —le preguntó Morgan, sabiendo que la petición del Orsal era imperiosa, pero consciente de que no podría zarpar antes de la mañana siguiente por el contacto que debía tener con Derry esa noche.
—¿Hoy, conmigo? —preguntó Rather con cautela, observando la reacción de Morgan.
Morgan negó con la cabeza.
—¿Qué tal mañana por la mañana? —propuso en cambio. Hizo señas a Gwydion y a Robert de que se marcharan—. El Rhafallia está en el puerto. Puedo zarpar con la marea y llegar allí a Tercia. Eso nos dejaría el resto de la mañana y la tarde entera antes de que deba regresar. ¿Qué te parece?
Rather se encogió de hombros.
—Por mí está bien, Alaric. Vos lo sabéis. Sólo llevo y traigo mensajes. Que al Orsal le guste o no ya es otro asunto que sólo depende de él.
—Bien, entonces —repuso Morgan. Le dio una palmada a Rather en el hombro, en un gesto amigable—. ¿Por qué no coméis algo tú y tus hombres antes de partir? Mi primo Duncan está de visita y quisiera que lo conocieses.
Rather hizo una corta reverencia.
—Acepto con gusto. Y debéis prometer que me contaréis las novedades que tengáis del joven rey. El Orsal sigue dolido por haber tenido que perderse el duelo de la coronación, ya sabéis.
Esa tarde, concluidos los agasajos con Rather de Corbie y después de que el viejo guerrero zarpara hacia su tierra de origen, Morgan se encontró una vez más prisionero de lord Robert. El canciller había decidido que el duque terminase de ver los preparativos de la dote de Bronwyn, de modo que se recluyó con Morgan en la solana con los documentos en cuestión. Duncan había salido una hora antes al pabellón del armero a averiguar en qué estado se encontraba una nueva espada que había mandado hacer, y Gwydion se encontraba en la ciudad, en busca de más canciones de protesta.
Mientras la voz de Robert no cesaba de pronunciar cifras monótonas, Morgan trataba de obligarse a prestar atención. Se recordó, por vigésima vez en la semana, que era una parte tediosa pero necesaria de su gobierno y la reflexión le hizo tanto bien como las diecinueve veces anteriores. Habría preferido hacer cualquier otra cosa en ese momento.
—«Estado de cuentas de la finca de Corwode —leyó Robert—. Dicen que Corwode supo estar en manos del rey. Y que Su Majestad Brion, padre del monarca actual, otorgó la mencionada finca a lord Kenneth Morgan y a sus herederos. Y es custodiada para el rey por medio de tres hombres armados en épocas de guerra.»
En el preciso momento en que Robert tomó aire para comenzar el párrafo siguiente, la puerta de la solana se abrió y asomó Duncan, respirando pesadamente. Con las piernas desnudas, una túnica húmeda de hilo y botas livianas por todo atuendo, era evidente que había estado probando el equilibrio de su nueva arma con el espadero. Se había echado una áspera toalla gris sobre los hombros y, con uno de los extremos, se frotaba el rostro al cruzar la habitación. En la mano izquierda, llevaba un pergamino plegado y sellado.
—Esto acaba de llegar por el correo —sonrió y arrojó el pergamino sobre la mesa—. Creo que es de Bronwyn.
Se encaramó sobre el borde de la mesa y saludó a Robert con un gesto, pero el canciller dejó la pluma a un lado con un suspiro y se reclinó con expresión sumamente ofuscada. Morgan escogió ignorar la reacción y rompió el sello, que se dividió en una lluvia de fragmentos de lacre. Sus ojos se encendieron de regocijo al recorrer las primeras líneas. Se reclinó en la silla y sonrió.
—Tu ilustre hermano tiene, sin duda, un don especial para tratar a las mujeres, Duncan —comentó el duque—. Escucha esto, es típico de Bronwyn:
Mi queridísimo hermano Alaric:
Me cuesta creer que esté sucediendo por fin, pero, en unos días más, seré lady Bronwyn McLam, condesa de Kiemey, futura duquesa de Cassan y, lo más importante de todo, esposa de mí amado Kevin. Apenas parece posible, pero el amor que siempre hemos compartido se toma más poderoso a cada hora que pasa.
Levantó la vista para mirar a Duncan y enarcó una ceja indulgente. Duncan sacudió la cabeza y sonrió.
Ésta probablemente sea mi última carta antes de que te vea en Culdi, pero el duqueJared me urge a que sea breve. Él y lady Margaret nos han inundado de presentes, y asegura el duque que el de hoy será particularmente impactante. Kevin te envía su amor y se pregunta si has podido arreglar la presencia del trovador Gwydion para que actúe en nuestro banquete de bodas. Kevin quedó tan impresionado cuando lo oyó cantar en Valoret el invierno pasado que también yo muero por oírlo.
Da mi amor a Duncan, a Derry y a lord Robert, y diles que ansio verlos pronto en mi boda. Y apresúrate a compartir el día más feliz de tu afectuosa hermana, Bronwyn.
Duncan se enjugó el rostro sudoroso y volvió a sonreír. Tomó la carta y paseó la vista por las líneas.
—Seré sincero: jamás creí que vería a Kevin tan domesticado. Con treinta y tres años y todavía soltero, comenzaba a pensar que el sacerdocio debería haber sido para él y no para mí.
—Bueno, en realidad, no ha sido culpa de Bronwyn —rió Morgan—. Creo que ella decidió a los diez años que él sería el único hombre de su vida. Sólo una disposición de nuestra madre los ha mantenido separados tanto tiempo. Los McLain serán obstinados, pero no pueden comparase a la pertinacia de una doncella medio deryni decidida a obtener lo que quiere.
Duncan se rió con desdén y se encaminó hacia la puerta.
—Creo que volveré donde el espadero. ¡Cualquier cosa es preferible antes que discutir con un hombre que cree que su hermana es perfecta!
Con una risilla contenida, Morgan se reclinó en la silla y puso las botas sobre una banqueta de cuero. Su espíritu había vuelto a la dicha.
—Robert —dijo, mirando hacia la ventana con una sonrisa distraída—. Recuérdame que avise a Gwydion que por la mañana deberá marchar a Culdi, ¿quieres?
—Sí, milord.
—Y volvamos a esas cuentas, haz el favor. Robert, realmente, estos días estás muy haragán.
—¿Yo, excelencia? —murmuró Robert, levantando la vista de la nota que acababa de escribir.
—Sí, sí, acabemos con esto. Si nos apresuramos, creo que podremos terminar con este maldito asunto cuando caiga el sol, para que pueda enviarlas con Gwydion por la mañana. No recuerdo otro momento en que me haya sentido tan aburrido.
Sin embargo, lady Bronwyn de Morgan estaba lejos de saber lo que era el tedio. En ese momento, ella y su futura suegra, la duquesa Margaret, escogían los vestidos que Bronwyn llevaría a Culdi por la mañana para los festejos de la boda. El ornamentado atuendo que luciría durante los esponsales estaba prolijamente extendido con todo cuidado sobre la cama para ser empaquetado. La falda ondulante y las mangas destellaban con lentejuelas plateadas y rubíes de reflejos rosados.
Sobre el lecho descansaban otros brillantes vestidos. Y en el suelo había dos baúles de cuero, uno de los cuales, casi completo, pronto sería cerrado. Dos doncellas se afanaban con los últimos detalles del baúl antes de comenzar con el segundo, pero Bronwyn no cesaba de encontrar más artículos que añadir, lo cual obligaba a las criadas a deshacer la mitad del equipaje.
Para ser marzo, el día era extrañamente cálido. Aunque había llovido copiosamente durante la noche, la mañana había amanecido con un glorioso firmamento tachonado de luz limón. A mediados de la tarde, el suelo ya casi se había secado. La pálida luz del sol irrumpía en la recámara a través de las puertas abiertas del balcón. Y cerca de esas puertas, tres damas de compañía cosían laboriosamente el ajuar de Bronwyn. Sus ágiles dedos se movían veloces sobre las delicadas sedas y satenes. Dos de ellas trabajaban en el delicado velo de gasa, que su ama luciría durante la boda, y aplicaban sutiles encajes sobre los bordes, con manos firmes. La tercera bordaba la nueva divisa de los McLain, en hilos de oro, sobre un par de suaves guantes de cuero que Bronwyn llevaría.
Detrás de las criadas, cerca del fuego, dos jóvenes doncellas descansaban sobre cojines de terciopelo. La mayor de las dos percutía y rasgueaba un laúd. Mientras acariciaba las cuerdas y canturreaba un acompañamiento, su joven compañera seguía el ritmo con un pandero y entonaba el contrapunto en una voz más grave. Un gato gordo y anaranjado dormitaba pacíficamente a sus pies. De vez en cuando, la cola se movía apenas, para indicar que vivía.
Las novias suelen ser tradicionalmente hermosas, especialmente cuando son hijas de la nobleza. Y Bronwyn de Morgan no era una excepción. Pero, entre todas las damas que había esa tarde en el salón, inclusive la desposada, habría sido difícil encontrar una dama de estirpe o porte más noble que lady Margaret McLain.
Lady Margaret era la tercera esposa del duque Jared, la tercera mujer de ese noble dos veces viudo que creyó no poder amar otra vez, tras el fallecimiento de su segunda esposa, Vera, madre de Duncan. Apenas había conocido a su primera mujer, la duquesa Elaine, quien vivió tan sólo un día, después de dar a luz a Kevin, el primer hijo de Jared. Pero su boda con lady Vera, tres años después, fue un acontecimiento feliz y duradero: veintiséis años de dicha en una época en que los matrimonios de la nobleza raramente eran más que uniones por conveniencia y casi nunca estaban tocados por la fortuna del amor romántico.
El matrimonio había traído más hijos: primero, Duncan; luego, una hija que murió en la temprana infancia y, más tarde, Alaric y Bronwyn Morgan, cuando al morir su primo Kenneth, padre de los niños, su tutela pasó a manos de Jared.
Entonces, un día, cuatro años atrás, todo terminó. Lady Vera contrajo una extraña enfermedad consuntiva que fue extinguiendo su vitalidad y la dejó inválida. Ni siquiera sus poderes —pues era hermana de la madre de Morgan, y deryni de pura estirpe— pudieron impedir que su vida se fuera apagando lentamente.
Luego llegó lady Margaret. No era una mujer de gran belleza; había quedado viuda a los cuarenta años y no tenía hijos, por lo cual jamás daría a Jared otro heredero; mas por su bella y tierna alma podía darle al duque lo que éste más ansiaba. Lady Margaret McLain le había enseñado a Jared a amar nuevamente.
Ésta era la misma dama que iba y venía con los preparativos de la boda de Bronwyn como si fuese la de su propia hija. Vigilaba a las damas de compañía y supervisaba las actividades con el celo de una madre. Como Duncan había elegido el celibato, sólo Kevin y su esposa perpetuarían el linaje de los McLain. No habría más hijas McLain, nacidas o casadas en la familia, hasta que Bronwyn tuviese descendencia. Así, los preparativos para la boda tendrían que ser muy minuciosos.
Margaret miró a Bronwyn de soslayo y sonrió. Se dirigió a un cofre de madera tallada y lo abrió con una llave que pendía de una cadenita en su cintura. Comenzó a hurgar entre los cajoncillos, mientras Bronwyn tomaba una falda bordada de joyas, de tenue seda rosada, y la sostenía ante su cuerpo. Caminó pensativamente hasta un espejo que había en un rincón de la habitación.
Bronwyn de Morgan era una mujer hermosa. Alta y esbelta, el espeso cabello rubio caía resplandeciente sobre la espalda. Personificaba las mejores cualidades de lady Alyce, su madre deryni. En su rostro oval brillaban dos enormes ojos celestes, que, cuando el tiempo cambiaba, adquirían un matiz grisáceo. El atuendo rosado, que sostenía ante su cuerpo, acentuaba la tez blanca y perfecta y el sonrojo virginal de labios y mejillas.
Estudió cuidadosamente su imagen por un momento y ponderó el efecto que el traje produciría. Asintió con aprobación y dejó la falda sobre la cama, al lado del vestido nupcial.
—Me agrada ésta para el baile que daremos la noche de nuestra llegada a Culdi, ¿qué opina, lady Margaret? —preguntó, alisando los pliegues de la tela y buscando a Margaret con la mirada—. Kevin ya la ha visto antes, pero no tiene importancia.
Margaret tomó una caja, forrada de terciopelo color oro, de uno de los anaqueles del mueble y la llevó consigo en dirección a Bronwyn. Era de veinte centímetros por veinte, y del alto de una mano. La tendió a Bronwyn con una sonrisa tierna.
—Aquí hay algo que Kevin también ya ha visto antes, querida —dijo en voz baja, mientras escrutaba la reacción de la joven. Bronwyn abrió la caja—. Ha pertenecido a la familia McLain durante muchos años. Me agrada pensar que trae fortuna a las mujeres que lo usan.
Bronwyn levantó la tapa y contuvo el aliento, maravillada. Una alta tiara, cargada de diamantes, reflejaba su brillo cegador contra un lecho de terciopelo negro. Una lluvia de fuego centelleante iluminó el sencillo vestido azul de la joven.
—¡Es espléndida! —murmuró Bronwyn, mientras posaba delicadamente el estuche sobre la cama para extraer la tiara—. Es la corona nupcial de los McLain, ¿verdad?
Margaret asintió.
—¿Por qué no te la pruebas? Quiero ver cómo te quedará con el velo. Martha, tráelo, ¿quieres?
Mientras lady Martha y su compañera traían el velo, Bronwyn fue hasta el espejo una vez más y observó el brillo de la tiara que sostenía en las manos. Margaret y Martha desplegaron el velo inconcluso sobre el cabello dorado de Bronwyn y lo acomodaron hasta que cayó graciosamente. Entonces, Margaret tomó la tiara y la posó suavemente sobre el velo.
Lady Martha le tendió un espejo de mano para que pudiera verse la parte trasera y, cuando Bronwyn se giró para contemplarse, se quedó atónita al ver a dos hombres de pie ante la puerta. Uno de ellos era su futuro suegro, el duque Jared. El otro le era vagamente familiar.
—Estás absolutamente encantadora, querida —dijo Jared, mientras iba hacia ella con una sonrisa—. Si yo hubiese sido Kevin, te habría raptado años atrás y ¡al diablo con la voluntad de tu madre!
Bronwyn bajó los ojos, pudorosa, y, luego, corrió hasta Jared para rodearlo afectuosamente con los brazos.
—Lord Jared, sois el hombre más maravilloso del mundo entero. ¡Después de Kevin, por supuesto!
—Ah, sí, por supuesto —replicó Jared; la besó en la frente y la apartó cuidadosamente para no estropear el velo—. Debo decir, querida, que eres una adorable McLain. Esta tiara sólo adorna la cabeza de las mujeres más nobles de los Once Reinos, como sabrás —se fue hasta Margaret y le besó la mano cálidamente. La duquesa se ruborizó.
Jared había dedicado la mañana a dictar sentencia en la corte. Como sucedía con casi todos los nobles de su alcurnia, no todo su tiempo le era propio y debía destinar gran parte de las horas del día a cumplir con los deberes oficiales que le imponía su título. Esa tarde, venía directamente de una sesión de la corte ducal y todavía lucía la diadema de oficio y el manto de terciopelo marrón con el tartán de los McLain sobre el hombro. A la izquierda, el paño de tela estaba asegurado por un broche de plata, esmaltado con la imagen del león durmiente de los McLain. A través de sus hombros viriles, colgaba una gruesa cadena ducal de plata, de eslabones grandes como la mano de un hombre. Sus ojos azules eran sorprendentemente tiernos y serenos en un rostro de líneas firmes.
Se apartó un mechón de cabello grisáceo y señaló al otro hombre que lo acompañaba, quien se había quedado parado en la puerta.
—Rímmell, ven aquí. Quiero que conozcas a mí futura nuera.
Rimmell se inclinó y fue hasta su señor.
El rasgo más sobresaliente de Rimmell, a primera vista, era su cabello blanco como la nieve. No era un hombre mayor, pues apenas llegaba a los veintiocho. Y tampoco era albino. En realidad, su cabello había sido castaño, igual que tantos otros, hasta los diez años; pero en una cálida noche estival, de pronto e inexplicablemente, mudó de color mientras dormía y permaneció blanco desde entonces.
Su madre siempre le había echado la culpa a la «bruja deryni» que vivía en las afueras del pueblo. Y el sacerdote de la aldea había jurado que el niño estaba poseído, por lo cual intentó incluso exorcizar los espíritus malignos. Pero, fuese cual hubiere sido la razón y por mucho que buscaron hacer para reparar el cabello de Rimmell, siguió siendo blanco. Y esto, sumado a sus ojos de un azul sorprendente, lo rescataba del anonimato al que lo habrían condenado sus rasgos corrientes y su estampa algo encorvada.
Llevaba una túnica gris y botas de caña alta, un manto de terciopelo gris, con el león durmiente de Jared, y una bolsa gris de cuero ajado con el equipo, que le colgaba del pecho por medio de una larga tira de cuero. Bajo el brazo, sostenía varios largos rollos de pergamino, que aferró nerviosamente al llegar al lado del duque para hacer otra reverencia.
—Excelencia —murmuró. Se quitó el sombrero y mantuvo la vista baja—. Damas…
Jared miró a su esposa con ojos cómplices y sonrió.
—Bronwyn, éste es mi arquitecto, Rimmell. Ha preparado unos bosquejos sobre los cuales quería pedir tu opinión. —Señaló una mesa que había cerca de la chimenea—. Rimmell, ábrelos allí.
Mientras Rimmell iba hasta la mesa y comenzaba a desenrollar sus pliegos, Bronwyn se quitó la tiara y el velo y se los entregó a una doncella. Luego, se acercó a la mesa con curiosidad. Jared y Rimmell abrían una serie de pergaminos que parecían planos. Bronwyn se acercó para inspeccionarlos, con el ceño fruncido.
—Bueno, ¿qué opinas?
—Pero, ¿qué son?
Jared sonrió, se enderezó y cruzó los brazos sobre el pecho con expectación.
—Son los planos de vuestro nuevo palacio invernal, en Kierney, querida. La construcción ya ha comenzado. ¡Kevin y tú podréis celebrar allí las Navidades el año próximo!
—¡Un palacio invernal! —Bronwyn contuvo el aliento—. ¿Para nosotros? ¡Ay, lord Jared, gracias!
—Considéralo como el único obsequio de bodas que podría ocurrírsenos para los futuros duque y duquesa de Cassan —replicó Jared. Afectuoso, rodeó a su esposa con un brazo y le sonrió—. Margaret y yo queríamos que tuvierais un sitio donde nuestros nietos pudiesen jugar. Un recuerdo nuestro, para cuando ya no estemos.
—¡Eso pensasteis! —Bronwyn los regañó, estrechándolos con sus brazos—. ¡Como si necesitáramos un palacio para recordaros! Vamos, mostradme esos planos, quiero conocer hasta el último hueco y la última escalinata.
Jared contuvo una risilla, se inclinó a su lado y comenzó a señalar las características de la construcción. Y, mientras él se disponía a obsequiarlas con el relato de tanto esplendor, Rimmell retrocedió unos pasos, para estudiar a Bronwyn a su voluntad.
No aprobaba la próxima boda del heredero de su amo con esa mujer deryni. Nunca pudo mostrarse de acuerdo, desde la primera vez que posó sus ojos sobre ella, siete meses atrás. Precisamente en esos siete meses, jamás había dirigido una sola palabra a Bronwyn. En realidad, apenas la había visto un par de veces. Pero le fueron suficientes.
Suficientes para que advirtiera la distancia que los separaba: ella era la hija de un noble y heredera de muchas tierras; él, un plebeyo, un arquitecto sin alcurnia. Suficientes para que advirtiera que se había enamorado irremediablemente de esa exquisita mujer deryni.
Se dijo que no aprobaba la boda por otras razones más fáciles de aceptar que las verdaderas. Se dijo que no estaba de acuerdo, porque Bronwyn era medio deryni, y que, por lo tanto, no tenía derecho a casarse con el joven conde Kevin, ya que no era de estirpe tan rancia como para aspirar a un consorte tan relevante.
Pero, por muy racionales que fuesen sus objeciones, siempre regresaban a un hecho ineludible e inconciliable: estaba enamorado de Bronwyn, deryni o no; y debía conseguirla o morir.
No tenía rencillas con Kevin. Era su futuro señor y Rimmell le debía la misma lealtad que a su padre. Pero tampoco podía permitir que se desposara con Bronwyn. Vaya, de sólo pensarlo, comenzaba a odiar la voz de su joven amo.
Sus cavilaciones fueron interrumpidas por las palabras de alguien, que provenían desde la ventana del balcón. Era la voz del aborrecido conde.
—¿Bron? —gritó la voz—. Bronwyn, ven aquí. Quiero mostrarte algo.
Al oír su llamada, Bronwyn fue presurosa hasta el balcón y atisbo por encima de la baranda. Desde su sitio, cerca de la mesa, Rimmell alcanzó a ver apenas las puntas de unas lanzas, a la altura del balcón, y las formas borrosas de unos jinetes, a lomos de caballo, a través de los espacios que dejaban las verjas. Lord Kevín había regresado con sus hombres.
—¡Oh! —exclamó Bronwyn, con el rostro iluminado por la alegría—. Jared, Margaret, venid a mirar lo que ha traído. ¡Kevin, es el palafrén más hermoso que he visto en mi vida!
—¡Ven y móntalo! —gritó Kevin—. Lo he comprado para ti.
—¿Para mí? —aulló Bronwyn, excitada como una niña. Miró a Jared y a Margaret y, luego, les dio la espalda para arrojar un beso a Kevin—. Ya vamos, Kevin —anunció, mientras se recogía las faldas para correr al encuentro de los McLain—. ¡No te marches!
Mientras los tres se alejaban de la recámara, Rimmell contempló a Bronwyn con ojos voraces y, después, fue lentamente hasta el balcón. Allí, en el patio, Kevin lucía su atuendo completo de expedición. Montaba un gran corcel ruano con el tartán de los McLain sobre la silla. Un paje se había hecho cargo de su lanza y de su yelmo y él se había quitado de la cabeza la cofia de malla. El cabello castaño le caía desordenadamente sobre la cabeza. En la mano derecha sostenía la rienda de un palafrén color crema, ornamentado con adornos de terciopelo verde y una silla lateral de cuero blanco. Cuando Bronwyn apareció en lo alto de las escaleras, entregó la rienda a otro paje y avanzó con su corcel hasta el pie de los peldaños, los remontó y alzó a Bronwyn hasta la silla, frente a él.
—¿Qué te parece, jovencita? —se echó a reír, la estrechó contra su armadura y la besó apasionadamente—. ¿Es o no un corcel digno de una reina?
Bronwyn chilló, excitada, y se acurrucó entre sus brazos protectores. Kevin condujo el caballo hasta el palafrén. Mientras Bronwyn se inclinaba para tocar su nuevo trofeo, Rimmell se apartó disgustado del balcón, rumbo a la mesa.
No se imaginaba cómo habría de hacerlo, pero debía impedir que la boda se celebrase. Bronwyn sería suya. Debía serlo. Si tan sólo lograra encontrar el momento oportuno, estaba seguro de que podría convencerla de ello. Sabría ganarse su amor. No se le ocurrió entonces que acababa de trasponer el umbral entre la fantasía y la enajenación.
Enrolló sus planos y recorrió la habitación con la mirada. Notó que las doncellas y las criadas habían ido hasta el balcón para observar el espectáculo que transcurría abajo, en el patio. A menos que errara, algunas de las mujeres miraban con algo más que un poco de celos. ¿Podría, acaso, aprovechar esa envidia para sus fines? Quizás alguna de las doncellas pudiera revelarle un modo de ganarse el amor de la mujer. De todas formas, era una idea que merecía mayor consideración. Ya que su ferviente determinación era impedir el matrimonio y apropiarse de Bronwyn, no debía pasar por alto la más ínfima posibilidad. ¡Bronwyn debía ser de él!