Capítulo XI
Del norte desperté uno, y vendrá; del nacimiento del sol llamará en mi nombre; y hollará príncipes como lodo y como pisa el barro el alfarero.
Isaías, 41:25
Morgan se detuvo, absolutamente inmóvil, durante quizá veinte segundos. Sus defensas deryni se erigieron automáticamente en busca de la menor señal de peligro. La luna alumbraba con palidez y las sombras caían largas, pero, decididamente, había algo brillante en la oscuridad que reinaba a su izquierda. Pensó en llamar, pues podía tratarse de Duncan. Decidió no hacerlo. Sus sentidos alertados ya tendrían que haberlo identificado, de haber sido él. Alguien acechaba en las sombras, mas no era Duncan.
Con cautela y deseando haber cogido la espada, Morgan avanzó sigilosamente a través de la nave con el fin de investigar, palpando la pared exterior con los dedos para deslizarse por el pasillo del presbiterio. Al moverse, perdió de vista el destello, y entonces vio que en ese rincón de las ruinas no había nada fuera de lo común. Pero a Morgan se le había despertado la curiosidad.
¿Qué podía haber brillado tanto después de todos esos años? ¿Un fragmento de cristal? ¿Algún reflejo errante de la luna sobre un charco de agua? ¿O algo más siniestro?
Se oyó un ligero sonido escurridizo en dirección al altar ruinoso. Morgan giró sobre sus talones y se detuvo inmóvil, con el estilete preparado en la mano. Eso no había sido su imaginación ni un reflejo de la luna sobre el agua. ¡Allí había algo!
Morgan aguardó, con la vista y el oído aguzados, casi esperando que la forma espectral de algún espíritu monacal muerto desde antaño surgiera del altar desmoronado. Había decidido que sus nervios le estaban jugando una mala pasada cuando una inmensa rata gris asomó de pronto bajo un lecho de escombros y se encaminó directamente hacia él.
Morgan lanzó un murmullo de sorpresa y saltó para alejarse de la ruta del animal. Mientras la rata huía, suspiró y lanzó una risilla apenas audible. Volvió a mirar hacia el altar en ruinas, regañándose por su estupidez, y retomó la marcha por el pasillo.
El rincón que había atraído originalmente la atención de Morgan conservaba todavía parte del tejado, pero el suelo era irregular y se encontraba cubierto de escombros. En la pared trasera, alguien habían erigido un estrecho anaquel como una especie de altar, que mantenía aún su forma, aunque los bordes se veían golpeados por pesadas descargas y derribos. En el nicho que se abría en la pared, detrás de la piedra, había descansado una figura de mármol.
Del conjunto, sólo quedaban los pies de la estatua, la losa resquebrajada y unos restos de piedra y de cristal, como mudas reliquias de esa jornada atroz en que los rebeldes saquearon el monasterio, dos siglos atrás. Morgan sonrió cuando su mirada se posó sobre los pies. Se preguntó quién habría sido el santo infortunado cuyas sandalias todavía recorrían los sueños perturbados del lugar. Entonces, sus ojos fueron a parar a una incrustación de cristal plateado que aún seguía fija a la base donde se apoyaban los pies. Supo que había encontrado la fuente de la extraña luz.
En la losa partida se veían restos de plata y rubí. Eran fragmentos de un mosaico destrozado que, una vez, había cubierto el pedestal, directamente por encima del altarcillo. Los saqueadores habían destruido también eso, como las estatuas, los vitrales de las altas ventanas, los suelos de mármol y baldosas, los preciosos adornos del altar…
Morgan buscó su estilete para retirar el escurridizo fragmento de cristal, pero se detuvo. Devolvió el cuchillo a la vaina de la muñeca y meneó la cabeza. Ese único resto de plata que seguía aferrado a su sitio original había desafiado a los rebeldes, a los tiempos, a las fuerzas naturales. ¿Podía decir lo mismo de sus fieles humanos el santo desconocido, en cuyo honor había erigido el cristal?
Morgan consideró que no. Ni siquiera quedaba su identidad. ¿O sí?
Morgan frunció los labios, pensativo, y deslizó los dedos por la maltrecha losa del altar. Luego, se inclinó para inspeccionarla más de cerca. Como había sospechado, en la piedra quedaban restos de letras talladas. Sus volutas intrincadas casi habían sido destruidas también por la furia centenaria de los saqueadores. Las primeras dos palabras podían leerse, con un poco de imaginación: JUBILANTE DEO. Era la retórica tradicional para ese tipo de altares. Pero la palabra siguiente y la otra estaban muy deterioradas. Pudo rastrear las letras S… CTV… Probablemente, significase sanctus, santo. Pero la última, el nombre de la imagen venerada… Reconoció una C inicial, luego, una A y una S, casi irreconocible, al final. CA… S. ¿Camberas? ¿San Camber?
Morgan exhaló un suspiro y se irguió, atónito. Otra vez san Camber, el patrono de la magia deryni. Con razón los saqueadores se habían ensañado tanto con él. Todavía le sorprendía que hubiese quedado siquiera eso.
Retrocedió unos pasos y miró a su alrededor, distraídamente, deseando tener más tiempo para explorar. Si, de veras, ese rincón de la iglesia había sido consagrado a san Camber, había buenas posibilidades de que cerca de allí hubiese un Portal de Transferencia. Desde luego, aunque aún funcionara —lo cual era dudoso después de tantos años de desuso— no tenía adonde ir con él. Los únicos portales de transferencia que conocía quedaban en Rhemuth; uno, en el estudio de Duncan y el otro en la sacristía de la catedral. Y, por cierto, no deseaba ir allí. Dhassa era su destino.
De todas formas, probablemente fuese una idea ridicula. Aunque pudiera dar con el Portal, seguramente habría sido destruido mucho tiempo atrás. Y tampoco tenía tiempo para ponerse a buscar.
Contuvo un bostezo, echó un último vistazo a su alrededor, saludó informalmente a san Camber y se dirigió despacio hacia el sitio donde habían hecho el fogón. Al día siguiente, muchas preguntas tendrían respuesta, cuando se enfrentaran a la Curia de Gwynedd. De momento, había empezado a llover de nuevo. Tal vez eso lo ayudase a dormir.
En cambio, para Paul de Gendas esa noche no habría sueño.
No muy lejos de donde Morgan y Duncan dormían, Paul oteó el camino bajo la violenta lluvia, y redujo el galope al paso al acercarse al campamento de Warin de Grey, oculto entre las montañas. Su caballo exhausto resoplaba con fuerza y arrojaba largas plumas de vapor al frío aire de la noche. Paul, empapado de barro y agua hasta los huesos, se quitó el sombrero de pico y se irguió sobre la silla de montar; se aproximaba al primer puesto de guardia.
El movimiento valió la pena. Los centinelas, con los faroles encapuchados, intentaron materializarse de la oscuridad para hacerle frente pero, al reconocerlo, regresaron de inmediato a las sombras. Por delante, un canal de antorchas indicaba las pálidas siluetas de las tiendas de campaña bajo la llovizna. Y mientras Paul se acercaba a la primera de ellas, en el borde del campamento, un joven con el mismo emblema del halcón que llevaba él se le acercó corriendo para hacerse cargo del caballo, frotándose los ojos de sueño y contemplando al jinete con aire inquisidor.
Paul lo saludó con un gesto mientras descendía del animal y recorrió con ojos impacientes el área iluminada por las antorchas. Se enfundó en el manto empapado.
—¿Warin todavía está en vela? —preguntó Paul, apartándose el cabello mojado del rostro antes de volver a colocarse el sombrero.
Cuando Paul formuló su pregunta, un hombre mayor, de botas altas y manto encapuchado, se le acercó. Asintió gravemente a Paul y le hizo señas al joven para que se alejara con el caballo cansado.
—Warin está en una conferencia, Paul. Pidió que no se lo molestara.
—¿En una conferencia? —Paul se quitó los guantes húmedos y comenzó a caminar por el sendero fangoso hacia el centro del campamento—. ¿Con quién? Sea quien fuere, creo que Warin querrá escuchar lo que acabo de descubrir.
—¿Aun a riesgo de ofender al arzobispo Loris? —preguntó el hombre mayor, enarcando una ceja y sonriendo de satisfacción al ver que Paul se volvía, estupefacto—. Creo que el buen arzobispo apoyará nuestra causa, Paul.
—¿Loris está aquí?
Paul lanzó una carcajada de incredulidad. Una sonrisa le abrió el rostro demacrado, de oreja a oreja. Luego, golpeó con entusiasmo a su camarada en la espalda.
—Amigo mío, no tienes ni idea de la buena fortuna que nos acompaña esta noche. ¡Ahora sé que Warin acogerá con agrado las noticias que le traigo!
—Entonces, comprendéis mi posición —decía Loris—. Ya que Morgan ha rehusado ceder y arrepentirse de sus herejías, me veo obligado a considerar el Interdicto.
—La acción que os proponéis me es muy clara —afirmó Warin con frialdad—. Privaréis a todo Corwyn del solaz de la religión y condenaréis a almas inocentes al sufrimiento y, quizás, a la condena eterna sin el beneficio de los sacramentos —se miró las manos unidas—. Todos estamos de acuerdo en que Morgan debe ser detenido, arzobispo, pero no puedo aprobar vuestros métodos.
Warin estaba sentado en una banqueta plegable de campaña y un manto de tono ambarino, orlado en pieles, lo protegía del frío. Frente a él, un fuego bien atizado ardía en el centro de la tienda, en el único sector del suelo que no se veía cubierto de alfombras o de gruesas lonas. Loris, con el manto de Borgoña salpicado y húmedo tras el viaje, se sentaba en una silla plegable de cuero, a la derecha de Warin. Era la que el cabecilla rebelde solía reservarse para sí. Detrás de Loris estaba la banqueta de monseñor Gorony, con severo atuendo negro clerical y las manos ocultas en los pliegues de las mangas. Acababa de regresar de su misión a las tierras del obispo Tolliver y escuchaba la conversación con rostro inescrutable.
Warin entrelazó sus largos dedos y descansó los brazos ligeramente sobre las rodillas. Después, miró con aire ceñudo la alfombra sobre la que se posaban sus pantuflas.
—¿Hay algo que pueda decir para disuadiros de vuestra acción, eminencia?
Loris hizo un gesto impotente y meneó la cabeza con solemnidad.
—He intentado cuanto se me pudo ocurrir, pero su obispo, Tolliver, no ha cooperado mucho. Si hubiera excomulgado a Morgan, como le pedí, la situación actual habría podido evitarse. Ahora, debo reunir a la Curia y…
Se interrumpió al ver que la lona que cubría la entrada de la tienda era vuelta a un lado para dejar paso a un hombre, sucio de barro, que lucía el emblema del halcón sobre su manto salpicado. El hombre se quitó el sombrero empapado y saludó, llevándose el puño derecho al corazón. A continuación, bajó la cabeza con aire de disculpa en dirección a Loris y a Gorony. Warin miró distraídamente y frunció el ceño al reconocer al recién llegado, pero se puso de pie de inmediato y fue hasta la entrada, donde el hombre lo aguardaba.
—¿Qué sucede, Paul? —preguntó Warin, mientras se pasaba una mano por el cabello desordenado y conducía a Paul hasta la misma puerta—. Le dije a Michael que no deseaba interrupciones mientras el arzobispo estuviera aquí.
—No creo que os importe esta interrupción; en especial, cuando escuchéis las noticias, señor —dijo Paul, conteniendo una sonrisa y manteniendo baja la voz para que Loris no pudiese oír—. He visto a Morgan en el camino a San Torín, antes del crepúsculo. Él y un compañero acamparon en las ruinas del viejo monasterio de San Neot.
Warin sujetó a Paul por los hombros y lo miró, azorado.
—¿Estás seguro? —obviamente, la noticia lo había excitado. Sus ojos brillaron, en busca de los de Paul—. Oh, Dios mío. ¡En nuestras propias manos! —murmuró casi para sus adentros.
—Supongo que va camino de Dhassa, señor —sonrió Paul—. Quizá podamos disponer una recepción adecuada…
Los ojos de Warin lanzaron centellas. Se volvió para mirar a Loris.
—¿Oísteis eso, eminencia? ¡Han visto a Morgan en el monasterio de San Neot, rumbo a Dhassa!
—¿Qué? —Loris se puso de pie, bruscamente, con el rostro rojo de furia—. ¿Morgan, rumbo a Dhassa? ¡Debemos detenerlo!
Warin parecía no haberlo oído. Iba y venía por la alfombra, agitado y con los ojos negros y concentrados mostrando un aire ensimismado.
—¿Me habéis oído, Warin? —insistió Loris, observándolo con mirada extraña, mientras el cabecilla no dejaba de moverse por la tienda—. Es algún truco deryni que ha tramado para engañarnos. Piensa perturbar la sesión que la Curia mantendrá mañana. Con su astucia deryni, es capaz de convencer a algunos de mis arzobispos de su inocencia. ¡Sé que no piensa someterse a mi autoridad!
Warin negó con la cabeza. Una sonrisa jugueteaba en su rostro. Continuó andando.
—No, eminencia, yo tampoco creo que quiera someterse. Pero no tengo intención de dejar que perturbe a vuestra Curia. Tal vez sea hora de que nos encontremos frente a frente Morgan y yo. Quizá sea momento de descubrir qué poderes son más fuertes: las brujerías malditas o el poder del Señor. —Se volvió al hombre que esperaba en la puerta—. Paul, prepara un grupo de quince hombres para que me acompañen a San Torín antes del amanecer.
—Sí, señor —asintió Paul.
—Y, cuando Su Eminencia se marche, no quiero que se me vuelva a molestar, a menos que sea absolutamente indispensable. ¿Comprendido?
Paul volvió a inclinarse en reverencia y salió de la tienda para cumplir con el encargo de Warin. Loris miraba al cabecilla con expresión perpleja.
—No creo haber comprendido —dijo Loris, mientras se sentaba nuevamente, dispuesto a aguardar hasta que se le diera una explicación satisfactoria—. Supongo que no estaréis pensando en atacar a Morgan.
—Llevo muchos meses aguardando la oportunidad de enfrentarme al deryni, eminencia —repuso Warin, mirando al arzobispo profundamente—. En San Torín, lugar por el que deberá pasar para llegar a Dhassa, habrá un modo en que podré sorprenderlo y hasta hacerlo cautivo. En el peor de los casos, creo que podremos disuadirlo de que no interfiera en vuestra Curia. Y en el mejor, bueno, quizá ya no tengáis que volver a preocuparos por este peculiar deryni.
Loris lanzó un gruñido desdeñoso y comenzó a plegar la tela del manto, entre sus dedos nerviosos.
—¿Mataríais a Morgan sin darle oportunidad de arrepentirse de sus pecados?
—Dudo que en el más allá exista esperanza para los de su sangre, eminencia —afirmó Warin amargamente—. Los deryni han sido esbirros de Satán desde la creación. No creo que la salvación esté dentro de sus posibilidades.
—Quizá no —convino Loris, y se puso de pie para enfrentarse al cabecilla rebelde con sus duros ojos azules—. Pero no creo que nos corresponda tomar esa decisión. Al menos debe dársele a Morgan la oportunidad de arrepentirse. No negaría ese derecho ni al mismo demonio, pese a las muchas razones que yo pueda tener para odiar a Morgan. La eternidad es demasiado tiempo para condenar a un hombre.
—¿Lo estáis defendiendo, arzobispo? —preguntó Warin con cautela—. Si no lo destruyo mientras tengo la ocasión, tal vez luego sea demasiado tarde. ¿Acaso debemos darle al diablo una segunda oportunidad? ¿Acaso se expone uno deliberadamente a su poder cuando le es posible evitarlo? Creo que alguien dijo una vez: «Evitad la ocasión del pecado.»
Por primera vez desde que entraron, Gorony se aclaró la garganta y llamó la atención de Loris.
—¿Podría hablar, eminencia?
—¿Qué sucede, Gorony?
—Si vuestra eminencia me lo permite, hay una forma de que Morgan quede reducido a la inofensividad hasta que podamos evaluar el valor de su alma. Podría impedírsele usar sus poderes hasta que decidiéramos la mejor forma de encargarnos de él.
Warin frunció el ceño y observó a monseñor Gorony con ojos suspicaces.
—¿Y cuál sería?
Gorony miró a Loris y luego, prosiguió:
—Existe una droga, a la que los deryní llaman merasha, que sólo ejerce su poder contra los de su estirpe. Enturbia sus pensamientos y los hace incapaces de utilizar sus oscuros poderes hasta que el efecto de la droga se desvanece. Si pudiésemos conseguir un poco de merasha, ¿no sería propicio emplearlo para inmovilizar a Morgan?
—¿Una droga deryni? —Loris frunció las cejas, concentrado, y objetó—: No me gusta nada, Gorony…
—¡Ni a mí! —espetó Warin con vehemencia—. No comerciaré con trucos deryni para atrapar a Morgan. Eso haría de mí alguien tan ruin como él.
—Si su eminencia me lo permite —prosiguió Gorony con paciencia—, estamos tratando con un enemigo nada ortodoxo. A veces, uno debe usar métodos poco ortodoxos para derrotar a quien también lo es. Después de todo, sería realmente por una buena causa…
—Eso es cierto, Warin —convino el arzobispo con cautela—. Y, materialmente, reduciría los riesgos. Gorony, ¿cómo propone que le administremos la droga? No creerá que Morgan se quedará de brazos cruzados, esperando a que se la demos a beber o a que se utilice algún otro subterfugio…
Gorony sonrió y su rostro benigno e inescrutable adquirió un matiz ligeramente diabólico.
—Dejad eso en mis manos, eminencia. Warin ha hablado de escoger el templo de San Torín como punto de emboscada. Estoy de acuerdo con él. Con el permiso de vuestra eminencia, partiré de inmediato para conseguir el merasha, y luego seguiré rumbo al encuentro con Warin y sus hombres en el santuario, al amanecer. Hay cierto hermano que nos ayudará a tender la trampa. Vos, eminencia, regresaréis a Dhassa sin demora, para poder preparar la sesión de la Curia que tendrá lugar mañana. Si, por alguna casualidad, no triunfamos, quedaréis obligado a proseguir con los procedimientos del Interdicto.
Loris consideró la propuesta, ponderó todas las consecuencias y miró de soslayo al cabecilla rebelde.
—¿Y bien, Warin? —preguntó, enarcando una ceja inquisidora—. ¿Qué decís? Gorony se quedará para asistiros en la captura de Morgan, permanecerá para escuchar su confesión, si decide arrepentirse, y luego lo dejará en vuestras manos, para que hagáis con él lo que mejor os parezca. Si cualquiera de vosotros dos tiene éxito, no habrá necesidad de decretar el Interdicto sobre Corwyn. Gozaréis del mérito por haber evitado la catástrofe sobre Corwyn y podréis, seguramente, ser aclamado como su nuevo regente. Y yo…, yo me veré libre de la necesidad de someter un ducado entero a la censura de la Iglesia sólo por el mal de un único hombre. Después de todo, el bienestar espiritual del pueblo es mi principal preocupación.
Warin contempló el suelo pensativamente unos minutos, después manifestó su acuerdo con parsimonia.
—Muy bien, eminencia. Si decís que no sufriré deshonra por usar la droga deryni para capturar a Morgan, me veo obligado a aceptar vuestra palabra. Después de todo, vos sois Primado de Gwynedd y debo acatar vuestra autoridad en tales cuestiones, para poder seguir siendo un verdadero hijo de la Iglesia.
Loris se puso de pie y asintió con aprobación.
—Sois muy sabio, hijo mío —repuso, y le indicó a Gorony que se retiraban—. Oraré por su triunfo.
Extendió la sortija con el sello de amatista y Warin, tras una ligera pausa, se hincó de rodillas para llevar los labios a la sortija. Pero cuando el rebelde se puso de pie, sus ojos estaban borrascosos, y mantuvo la vista esquiva al acompañar a Loris hasta la puerta.
—El Señor sea con vos, Warin —murmuró Loris, trazando una bendición con la mano antes de retirarse.
A continuación desapareció. Tras permanecer unos instantes en la entrada, Warin se volvió y recorrió el interior de la tienda: las rústicas paredes de lona, el amplio lecho de campaña cubierto con un pellejo gris, la silla plegable y la banqueta al lado del fuego, el baúl forrado en piel contra la pared opuesta, el severo reclinatorio de madera en un rincón… Sus tablas duras y gastadas refulgían bajo la lumbre del fuego.
Warin fue lentamente hacia el reclinatorio y tocó una gruesa cruz de plata ensartada en una cadena que pendía sobre el madero donde se posaban los brazos. Su mano se cerró en un espasmo alrededor del crucifijo plateado.
¿He hecho bien, Señor?, se llevó la cruz y la cadena al pecho y entrecerró los ojos. ¿Realmente tengo razones para emplear ayuda deryni con el fin de lograr tu propósito? ¿O he hecho concesiones a tu honor en mi avidez por complacerte?
Se dejó caer de rodillas sobre el duro reclinatorio de madera y hundió la cabeza entre las manos. La fría cadena de plata se deslizó a través de sus dedos.
Ayúdame, oh, Señor, te lo suplico. Ayúdame a saber qué hacer mañana cuando me enfrente a tu enemigo…