Capítulo IX

Y él les enviará salvador y príncipe que los libere.

Isaías, 19:20

—¿Que Warin es qué? —Morgan contuvo el aliento—. Derry, debes estar bromeando.

Morgan y Duncan estaban sentados bajo un árbol, en el sector de ejercitación adyacente a la armería donde habían estado probando unos espadones, cuando Derry había aparecido por las puertas del castillo de Coroth media hora atrás. Derry estaba cansado y hambriento cuando se echó sobre la hierba, al lado de su comandante. Pero sus ojos brillaron al relatar lo sucedido en la Hostería del Tabardo Real la noche anterior.

Morgan se envolvió el cuerpo con la toalla y se enjugó el rostro. Seguía sudando después de la sesión de entrenamiento que había tenido con Duncan. Derry aguardó su reacción y, al cabo de unos segundos, el duque meneó la cabeza, incrédulo.

—Bueno, esto es algo totalmente inesperado —comentó, mientras se pasaba una mano por la frente—. Derry, ¿estás seguro?

—Desde luego que no lo estoy —replicó Derry. Se quitó el sombrero de cacería y le sacudió el polvo, agitado—. Pero, milord, ¿los humanos pueden hacer algo como lo que he descrito?

—No.

—Padre Duncan, ¿creéis que Warin pueda ser un santo?

—Los ha habido más extraños aún —replicó Duncan enigmáticamente, pensando en la visión que había tenido en el camino.

Derry frunció los labios, pensativo, y miró a Morgan.

—Bueno, milord. Curó a ese hombre y, por lo que vos me habíais dicho, tenía la impresión de que sólo los deryni podían hacer algo así.

—Yo puedo hacer algo así —le corrigió Morgan, mirando a la tierra que se extendía ante sus piernas desnudas, con gesto ceñudo—. No sé si podrán hacerlo otros deryni. Nunca he oído de nadie que lo hiciera en tiempos recientes, hasta que lo empleé para salvar tu vida el año pasado.

Derry inclinó la cabeza y recordó el ataque, sufrido por la guardia que él comandaba, la noche anterior a la coronación de Kelson. Los habían pillado por sorpresa y superado numéricamente en la oscuridad. Recordó el dolor lacerante, al sentir que una espada le perforaba el cuerpo, y la caída, mientras pensaba que jamás volvería a ponerse de pie.

Y luego despertó en su habitación y ya no había trazas de la herida. Como si nunca hubiese existido. Y mientras, un médico incrédulo se inclinaba sobre él, incapaz de dar explicación alguna. Semanas después, Morgan le contaría que había posado su mano sobre la frente de Derry… y que le había hecho sanar.

Derry levantó la vista y asintió.

—Lo siento, milord. No quiero faltaros el respeto. Pero sois deryni y podéis curar. Y Warin también puede.

—Y Warin también puede… —repitió Morgan.

—Bueno, si es deryni, está claro que no puede tener conocimiento de que lo es —intervino Duncan, mientras se rascaba la pierna y con la cabeza inclinada miraba a su primo—. Personalmente, no puedo creer que el autor de los rumores que he oído pueda ser tan hipócrita como para perseguir a los de su propia estirpe.

—No sería la primera vez que sucede…

—Ah, claro que ya ha sucedido antes; y a cargo de expertos. Siempre hay hombres dispuestos a vender lo que fuere por el precio conveniente. Pero no es la impresión que tengo de Warin. Es sincero. Está convencido de que su causa es justa, de que ha recibido un mandato divino. Y lo que acabas de decirnos de él, Derry, sobre la curación del hombre herido y el efecto que causó en sus seguidores…, parece confirmar mi impresión.

—El problema —continuó Morgan, mientras se ponía de pie y recuperaba la espada— es que Warin se comporta como tradicionalmente lo han hecho los santos y los mesías. No tenemos la suerte de que esos mismos actos se atribuyan a los deryni, aunque las leyendas de muchos santos cristianos podrían originarse en poderes deryni. Si, este conocimiento se propagara, desbarataría cualquier proyecto de rebelión, sólo que… ¿cómo se imparte este conocimiento cuando los hombres de Warin son tan leales y devotos como Derry dice?

Derry asintió.

—Es cierto, milord. Sus secuaces ya lo consideran un santo, y lo llaman así. Los parroquianos de Kingslake están convencidos de que vieron un milagro con sus propios ojos, según la más pura tradición bíblica. ¿Cómo se lucha contra una evidencia así? ¿Cómo se le dice a la gente que su mesías es un impostor? ¿Que es precisamente aquello contra lo cual predica, sólo que lo ignora? Especialmente, si uno lo que quiere es que la gente termine por sentir amor hacia los deryni.

—Se le dice muy cuidadosamente, poco a poco —repuso Morgan en voz baja—. Y en este momento no se le está diciendo nada. Pues, por ahora, a menos que podamos hacer algo al respecto, la gente parece estar congregándose en torno a su causa.

—Y se sumarán muchos más cuando sepan lo que han tramado los arzobispos —agregó Duncan—. Derry, tú no sabías esto, pero el arzobispo Loris ha convocado a todos los obispos del Reino a que se reúnan en un cónclave en Dhassa pasado mañana. El obispo Tolliver partió esta mañana. No se atrevió a oponerse al llamamiento. Ni osará negarse cuando Loris presente su decreto de Interdicto ante la Curia reunida. Creo que sabes lo que ello significa…

—¿Realmente pueden imponer el Interdicto sobre Corwyn? —preguntó Derry.

Comenzaron a caminar hacia el patio principal. Morgan y Duncan llevaban sus espadas y Derry retorcía el sombrero entre las manos.

—Pueden y lo harán a menos que algo suceda —respondió Morgan—. Por eso, Duncan y yo partimos rumbo a Dhassa hoy por la noche. Probablemente no tenga sentido apelar directamente a la Curia. Dudo que escuchen, por mucho que tenga que decirles. Pero Loris no lo esperará y, al menos, podré impresionarlos lo bastante para que mediten sobre lo que piensan hacer. Si el Interdicto se promulga, con semejante poder en manos de Warin, creo que la campiña lo seguirá en una guerra santa contra los deryni. Aunque tenga que fingir sometimiento y ponerme en manos de la Curia, para manifestar mi arrepentimiento, debo impedirlo a toda costa.

—Entonces, ¿puedo ir con vos, milord? —preguntó Derry, mirando a Morgan con ansiedad mientras caminaban—. Creo que podría seros de ayuda…

—No. Ya me has ayudado bastante, Derry, y tengo una misión más importante para ti. Cuando hayas recuperado unas horas de sueño, necesito que salgas rumbo a Rhemuth. Kelson debe saber lo que ha sucedido y Duncan y yo no podremos decírselo si queremos alcanzar a la Curia antes de que sea demasiado tarde. Si Kelson ya ha partido hacia Culdi para cuando llegues, sigúelo hasta allí. Es vital que sepa lo que nos has contado esta tarde.

—Sí, milord. ¿Debo tratar de ponerme en contacto con vos?

Morgan negó con la cabeza.

—Si hay necesidad, nosotros nos comunicaremos contigo. Mientras tanto, duerme. Quiero que salgas al anochecer.

—Muy bien.

Mientras Derry se alejaba a paso veloz, Duncan suspiró y sacudió la cabeza.

—¿Qué problema tienes? —preguntó Morgan—. ¿Estás desanimado?

—A decir verdad, muy alentado no me siento…

—Primo, una vez más has leído mi mente. Ven, será mejor que nos demos un baño. Hamilton tendrá reunidos a mis oficiales en media hora para que imparta instrucciones. Tengo la sensación de que será una tarde muy larga.

Esa misma tarde, Bronwyn caminaba sin rumbo por la terraza del castillo de Culdi. El sol había brillado todo el día, como si quisiera secar la humedad de las pasadas semanas de lluvia. Las aves del sur ya habían comenzado a retornar de su migración invernal, para gorjear con su canto atrevido en el jardín, que salía de su letargo.

Bronwvn se detuvo en la balaustrada y se reclinó para contemplar un estanque de peces que se extendía a un metro de ella. Luego continuó su paseo, solazándose con el aire dulce y tibio y con el ambiente acogedor del antiguo palacio. Retorció un mechón de cabello rubio entre sus dedos y sonrió, mientras sus pensamientos divagaban tan inciertos como sus pasos.

El séquito que acompañaba a los novios había llegado a la montañosa ciudad de Culdi la noche anterior, tras un viaje agradable, aunque húmedo, desde la ciudad capital de Kevin, en Kierney. Habían dado un baile, y esa mañana se había destinado a una cacería en honor de los futuros desposados. Ella y lady Margaret habían empleado las primeras horas de la tarde en inspeccionar los jardines llenos de pimpollos y Bronwyn fue mostrando a su futura suegra los lugares más amados de la familiar región.

Culdi guardaba preciados recuerdos para Bronwyn, pues, durante su infancia, ella, Alaric, Kevin y Duncan habían pasado muchos veranos felices allí. Lady Vera McLain, que había sido una segunda madre para Bronwyn y para su hermano, a menudo solía llevar a los niños McLain y Morgan al castillo de Culdi en la época estival.

Bronwyn recordó sus brincos por los jardines en flor, que siempre mostraban su colorido en esos meses del año; recordó el verano en que Alaric se cayó de un árbol y se rompió un brazo; la estoica valentía con que el niño de ocho años soportó el dolor… Rememoró los pasadizos secretos que corrían entre los muros del palacio, en donde ella y los niños solían jugar al escondite. Y la capilla serena y silenciosa, donde su madre yacía en su eterno descanso. Era un sitio que Bronwyn solía aún visitar cuando deseaba meditar.

Nunca había llegado a conocer a su madre. Lady Alyce de Corwyn de Morgan había fallecido apenas unas semanas después de haber dado a luz a su pequeña hija, víctima de la fiebre de la lactancia que, tan a menudo, reclamaba las vidas de las jóvenes madres. Alaric la recordaba, o al menos eso decía. Pero los recuerdos de Bronwyn sólo se remontaban a los cuentos maravillosos que lady Vera les narraba sobre la mujer que los había concebido, y a un dejo de tristeza por nunca haber podido conocer a una mujer tan espléndida y prodigiosa.

Recordando el pasado, Bronwyn se detuvo en la terraza y, a continuación, regresó resueltamente hacia sus aposentos. Todavía era temprano. Si no se demoraba, tendría tiempo de visitar la pequeña capilla antes de vestirse para la cena. Pero a esa hora del día el recinto estaría frío y húmedo. Tendría que llevar un manto.

Casi había llegado a las puertas de la terraza, que daban a su recámara, cuando tropezó con una rendija del embaldosado. Cuando recuperó el equilibrio, se inclinó para frotarse el pie, disgustada y sin prestar atención a nada en particular. Pero pronto advirtió que de sus aposentos llegaban voces. Voces de mujer.

—Bueno, no entiendo por qué la defiendes tanto —exclamaba una.

Bronwyn reconoció la voz de lady Agnes, una de sus damas de compañía. Al comprender que hablaban de ella, se acercó un poco a la puerta.

—Es cierto —agregó otra—. No es como si fuera una de nosotras…

Ésa era lady Martha.

—Es una mujer igual que nosotras —protestó suavemente una tercera voz, que Bronwyn identificó fácilmente como la de Mary Elizabeth, la favorita de Bronwyn—. Y, si está enamorada de él y él de ella, no veo ningún motivo de vergüenza para nadie…

—¿Ningún motivo de vergüenza? —musitó Agnes—. Pero si es… si es…

—Agnes tiene razón —señaló Martha abiertamente—. El heredero al ducado de Cassan debería casar con una mujer de alcurnia mucho más elevada que la hija de una…

—¡Que la hija de una simple deryni! —concluyó Agnes.

—Nunca conoció a su madre —terció Mary Elizabeth— y su padre fue noble. Además, sólo es medio deryni.

—Y, para mi gusto, medio deryni ya es bastante —señaló Martha enfáticamente—. ¡Por no hablar de ese hermano ínsufrible que tiene!

—Ella no puede evitar que su hermano sea como le parezca —prosiguió Mary Elizabeth, con firmeza pero con calma, en medio de la discusión—. Y, además de ser más explícito con sus poderes de lo que sería recomendable…, no hay nada de malo en el duque. No puede hacer nada con respecto a su ascendencia deryni, igual que Bronwyn. Y si no fuera por el duque Alaric nadie sabe quién sería el monarca de Gwynedd hoy en día…

—Mary Elizabeth, ¡lo estás defendiendo! —la acusó Agnes—. Vaya, eso es casi una blasfemia…

—¡Es blasfemia! —espetó Martha—. Y, además, raya con la traición…

Bronwyn había oído suficiente. Con una sensación de náuseas en la boca del estómago, se apartó de la recámara y regresó por la terrza, en silencio. Finalmente, descendió los peldaños rumbo al lejano jardín.

Siempre parecía suceder algo así. Nunca podía vivir un par de semanas o de meses sin que algo le recordara ese oscuro fantasma de sus orígenes.

Cuando comenzaba por fin a sentir que había olvidado su linaje deryni, que había sido aceptada por lo que era y que ya no la consideraban una bruja intrigante, siempre sucedía algún incidente como ése. Alguien recordaba su linaje y se valía del hecho para distorsionar la verdad, hasta presentarla como algo sucio y desagradable. ¿Por qué son tan crueles los seres humanos?, pensó.

Son, repitió. Entonces se rió amargamente al reemprender la marcha. Allí estaba, de nuevo pensando en términos de ellos y nosotros. Sucedía cada vez que se veía en una situación semejante.

Pero ¿por qué tuvo que comenzar todo en un principio? Por mucho que la Iglesia decretara lo contrario, nunca hubo nada malo en ser deryni. Como Mary Elizabeth lo señalara, uno no podía controlar las circunstancias de su nacimiento. Además, ella jamás había usado sus poderes.

Bueno, casi nunca.

Frunció el ceño y se encaminó hacia la capilla de su madre y cruzó los brazos sobre el pecho para protegerse del aire frío de la tarde.

Debía admitir que, ocasionalmente, utilizaba sus poderes para incrementar sus sentidos de la visión, del oído o del olfato cuando le era necesario. Y una vez, años atrás, había formado un lazo mental entre ella y Kevin, cuando ambos eran pequeños y el placer de lo prohibido superaba el temor al castigo por ser descubiertos.

Y también, otras veces, llamaba a las aves en los jardines, para que acudieran a sus brazos en busca de alimento; aunque siempre se aseguraba de que nadie la viese.

Pero, de todas formas, ¿qué mal podía haber en esa magia? ¿Cómo podían decir que era perversa, maléfica? Estaban celosos, ¡eso era todo!

Mientras pensaba en todo esto, reparó en una alta figura que venía hacia ella. Su cabello blanco y su jubón gris le dijeron inconfundiblemente que era el arquitecto Rimmell. Cuando estuvo a su altura, el hombre se apartó un paso para dejarla pasar, y se inclinó hasta la cintura en una respetuosa reverencia.

—Excelencia —murmuró, mientras Bronwyn reemprendía la marcha.

Bronwyn hizo un gesto amable con la cabeza y continuó andando.

—Excelencia, ¿podría cambiar unas palabras con vos? —insistió Rimmell.

La siguió unos pasos y se detuvo, para volver a inclinarse cuando Bronwyn se volvió hacia él.

—Desde luego, maestro Rimmell. ¿Qué deseáis?

—Gracias, señora —balbuceó Rimmell, nervioso, y bajó la cabeza nuevamente—. Me preguntaba si a mi señora le agradarían los proyectos para el palacio de Kierney. No tuve la oportunidad de preguntárselo antes, pero pensé en solicitar la opinión de vuestra excelencia, mientras hay tiempo para reformar los planes.

Bronwyn sonrió y asintió apreciativamente.

—Gracias, Rimmell. En realidad, los proyectos me agradaron sobremanera. Tal vez, si lo deseáis, mañana podemos volver a examinarlos. No se me ocurre nada que desee cambiar, pero os agradezco esta gentileza.

—Vuestra excelencia es muy gentil —murmuró Rimmell, con una nueva reverencia, mientras pugnaba por ocultar la alegría que le producía el hecho de que Bronwyn conversara con él—. ¿Podría… podría escoltar a vuestra excelencia a alguna parte? La tarde se está tornando fría y aquí, en Culdi, la bruma cae de un momento a otro.

—No, gracias —respondió Bronwyn. Meneó la cabeza y se frotó los brazos como aseverando la mención del aire fresco—. Me disponía a visitar la tumba de mi madre. Si no os molesta, prefiero ir sola.

—Desde luego —Rimmell asintió, comprensivamente—. En tal caso, ¿vuestra excelencia sería tan amable de aceptar mi manto? En la capilla hay corrientes a esta hora del día, y el atuendo de vuestra excelencia, aunque sienta perfectamente para el tiempo soleado, no ofrecerá mucha protección dentro de la cripta…

—¡Vaya, gracias, Rimmell! —dijo Bronwyn, y sonrió agradecida, mientras el arquitecto le echaba el manto gris por encima de los hombros—. Haré que uno de mis criados os lo devuelva esta tarde…

—No hay prisa, excelencia —repuso Rimmell. Dio un paso atrás, y se inclinó con deferencia—. Buenas tardes.

Mientras Bronwyn proseguía su paseo, envuelta en el manto de Rimmell, el hombre la miró un instante con ojos arrobados. Luego giró en la dirección que llevaba antes. Iba a subir los peldaños que llevaban a la terraza cuando vio a Kevin que salía de sus aposentos, al final, y descendía la escalera.

Kevin iba bien rasurado, con el cabello castaño cuidadosamente peinado, y se había mudado las ropas sucias de cacería por un corto jubón de terciopelo marrón. Del hombro izquierdo pendía descuidadamente el tartán de los McLain. Taconeó los escalones con las botas recién lustradas, de espuelas relucientes, con un tintineo de vainas y cadenas, y vio a Rimmell. Lo detuvo en el centro de la escalinata.

—Rimmell, terminé de ver esos planos que me dejaste esta mañana. Puedes ir a mi recámara a buscarlos si lo deseas. A propósito, hiciste un trabajo maravilloso.

—Gracias, milord.

Kevin se disponía a seguir, pero se detuvo nuevamente.

—Rimmell, por casualidad, ¿has visto a lady Bronwyn? No puedo encontrarla por ninguna parte.

—Creo que la encontraréis en la tumba de su madre, milord. Cuando me crucé con ella por el camino, minutos atrás, dijo que iba hacía allí. Le di mi manto para que se abrigara. Espero que no le moleste.

—En absoluto —respondió Kevin. Le dio una palmada a Rimmell en el hombro con un gesto informal de camaradería—. Gracias.

Levantó la mano a modo de despedida, y descendió el tramo restante de escaleras. Desapareció alrededor de una curva del sendero y Rimmell se encaminó hacia los aposentos de su amo.

Ya había decidido la línea de acción que habría de seguir. Un ataque violento contra su gentil y joven señor estaba fuera de consideración. Además, Rimmell no era un hombre violento. Pero estaba enamorado.

Esa mañana, Rimmell había pasado varias horas conversando con un parroquiano del pueblo sobre su dilema de amor, claro que sin mencionar el objeto de su ardiente pasión. La gente de la montaña, que vive en la frontera entre el Connait y el salvaje Meara, a veces tiene ideas muy curiosas sobre el modo en que un hombre debe ganarse el amor de una mujer.

Rimmell apenas creía, por ejemplo, que colgar flores de azucena en la puerta de Bronwyn y cantar el Ave siete veces bastaba para cambiar el corazón de una mujer deryni. Ni que ayudaría poner un sapo en el copón de Kevin. El conde, sencillamente, se enfurecería con sus sirvientes por su negligencia.

Pero muchas personas habían sugerido que, si Rimmell realmente deseaba ganar el amor de una mujer, había una vieja viuda que vivía en las colinas —una pastora medio santa, llamada Bethane— y que tenía fama de haber ayudado a jóvenes similarmente afligidos por problemas del corazón.

Así, Rimmell decidió intentarlo. No se detuvo a considerar que estaba incurriendo en una práctica supersticiosa que, de no haber estado enamorado de la bella Bronwyn de Morgan, jamás habría pasado por su mente siquiera. Estaba convencido de que la viuda Bethane sería su salvación y de que le indicaría cómo ganar a esa mujer que debía conseguir o, si no, morir. Con una pócima o con un filtro de amor, obtenida de esa estimada y venerable santa, Rimmell podría apartar a Bronwyn de lord Kevin y hacer que amara al arquitecto en lugar de desposarse con el noble.

Entró en los aposentos de Kevin y paseó la mirada por la recámara, buscando sus planos. Poco se distinguía ese sitio de cualquier otro dormitorio del castillo, ya que todos eran moradas transitorias para los frecuentes visitantes. Pero había algunos objetos que Rimmell pudo identificar como pertenencias de Kevin: la banqueta plegable cubierta con el tartán de los McLain, la alfombra ornamentada que había al lado del lecho, el cobertor tendido sobre la cama, de rica seda bordada con el emblema del conde, y el tálamo donde Kevin traería a su amada Bronwyn dentro de tres días, si Rimmell no actuaba deprisa.

Apartó los ojos de la cama; prefirió no evocar más la posibilidad, por el momento. Entonces, reconoció sus pliegos enrollados sobre una mesa, cerca de la puerta. Los cogió y ya se disponía a salir por donde había entrado cuando sus ojos se posaron sobre un objeto brillante que descansaba sobre un cofrecillo.

Allí estaban los habituales emblemas y joyas de oficio: anillos, broches y cadenas. Pero algo en particular atrajo su mirada; un pequeño relicario oval ensartado en una cadena de oro, demasiado frágil y delicado para ser de un hombre.

Sin pensar en lo que hacía, tomó el relicario con cuidado y lo abrió. Echó una fugaz mirada a la puerta para cerciorarse de que no lo observaban y, entonces, miró el contenido.

Era Bronwyn, el retrato más bello que Rimmell hubiese visto jamás. El cabello dorado caía sobre los hombros perfectos, como una cascada. Los labios se abrían ligeramente mientras los ojos contemplaban amorosamente el mundo desde el retrato.

Rimmell no se permitió meditar sobre lo que hacía; introdujo el relicario en su túnica y salió disparado hacia la puerta, casi estrujando los rollos de pergamino bajo el brazo. No miró a la izquierda ni a la derecha al devorar los escalones rumbo a su habitación. Si alguien lo hubiera visto, habría pensado que se marchaba como un poseído.

Bronwyn alzó la cabeza de la cerca que rodeaba la tumba de su madre, y miró con pesar la efigie de tamaño natural.

Comprendió en ese momento que la conversación que, involuntariamente, escuchara la había perturbado más de lo supuesto en un principio. Pero no sabía qué hacer. No podía enfrentarse a las mujeres y exigirles que cesaran en su chismorreo. Eso no resolvería nada.

Continuó estudiando la efigie que tenía ante sí. Por fin, distinguió los rasgos y se preguntó qué habría hecho, en su lugar, esa mujer extraordinaria que le había dado la vida.

Lady Alyce de Corwyn de Morgan había sido una dama de belleza excepcional en vida y su sarcófago le hacía plena justicia. Los escultores del Connait habían tallado el suave alabastro con gran maestría, para reproducir hasta el más mínimo detalle. Era una imagen tan dotada de vida que aun entonces, ya adulta, Bronwyn seguía sintiéndose, como de niña, ante una efigie viviente; creyendo que bastaría con pronunciar las palabras adecuadas para que la estatua respirara y la mujer resucitase.

La ancha ventana de vitrales que había sobre la tumba recibía los rayos del último sol que caía lentamente. El resplandor inundaba de oro, naranja y carmesí la capillita y derrochaba pinceladas de color sobre la tumba, sobre el manto gris y ajeno, que llevaba Bronwyn, y sobre el pequeño altar de marfil que se erigía a unos metros de ella.

Bronwyn oyó que los goznes de la puerta crujían a sus espaldas. Se volvió ligeramente para ver a su prometido asomar la cabeza con curiosidad. Cuando la vio, el rostro de Kevin se iluminó. Dio un paso adentro y cerró la puerta. Hincó una rodilla ante el diminuto altar antes de arrodillarse a su lado, frente a la tumba.

—Me preguntaba dónde estarías —le dijo en voz baja. Posó suavemente su mano derecha sobre la de ella—. ¿Sucede algo malo?

—No… Sí —Bronwyn meneó la cabeza—. No lo sé… —se miró las manos, tragó con dificultad y Kevin comprendió que estaba a punto de llorar.

—Cuéntame… ¿Qué sucede? —le preguntó. La rodeó con el brazo y la estrechó contra su cuerpo.

Con un sollozo entrecortado, Bronwyn rompió a llorar y hundió el rostro en el pecho de su amado. Kevin la abrazó y la dejó desahogarse durante unos minutos. Con su mano protectora, le acarició la suave cabellera. Luego, se sentó en el escalón y la subió sobre su regazo, para acunarla como a una niña atemorizada.

—Ya está bien… —murmuró con voz serena y grave—. Ya pasó… ¿Quieres contarme de qué se trata?

A medida que los sollozos fueron apagándose, Kevin se relajó contra la cerca y siguió acariciándole el cabello mientras miraba sus siluetas que obstruían la luz colorida. El resplandor se derramaba sobre los hombros de ambos y sobre el niveo suelo de mármol.

—¿Recuerdas que, de niños, solíamos venir aquí a jugar? —le preguntó él.

La miró y se tranquilizó, al ver que Bronwyn se enjugaba los ojos. Tomó un pañuelo de su manga y se lo tendió. Prosiguió hablándole.

—Creo que el verano anterior a que Alaric se fuera a la corte casi volvimos loca a mi madre. Duncan y él tenían ocho años; yo, once; y tú, cuatro o cinco y eras muy precoz. Estábamos jugando al escondite en el jardín y Alaric y yo nos ocultamos aquí, detrás de la tela que cubre el altar, por debajo del ara. El viejo padre Anselm nos soprendió y nos amenazó con contárselo a mamá… —contuvo la risa—. Y recuerdo que, no bien terminó de regañarnos, entraste con un puñado de las mejores rosas de mamá, llorando porque las espinas te habían pinchado los deditos.

—Lo recuerdo —dijo Bronwyn, sonriéndole bajo las lágrimas—. Y unos veranos después, cuando yo tenía diez años y tú unos muy desarrollados diecisiete… —bajó la vista—, me persuadiste a que formara una lazo mental contigo.

—Y jamás lo he lamentado. Ni siquiera por un instante —Kevin sonrió y la besó en la frente—. ¿Qué te ocurre, Bron? ¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte?

—No —negó Bronwyn, sonriendo con pesar—. Sólo sentía lástima de mí misma, supongo. He oído cosas que no me agradaron, esta mañana, y ello me ha afligido más de lo que creí entonces.

—¿Qué has oído? —preguntó él, frunciendo el ceño. La apartó para mirarla a los ojos—. Si alguien te está molestando, pobre de él. Lo…

Bronwyn meneó la cabeza con resignación.

—No hay nada que podamos hacer, Kevin. No puedo evitar ser lo que soy. Algunas de las damas de compañía hablaban, sin saber que yo las escuchaba. Eso es todo. No… aprobaban la boda de una deryni con su futuro duque.

—Es lamentable, sí —sentenció Kevin, mientras la estrechaba contra su cuerpo y le besaba la cabeza—. Lo que pasa es que adoro a esta deryni con todo mi corazón y no pienso cambiarla por nadie más.

Bronwyn sonrió, agradecida. Se puso de pie, se alisó el vestido y se enjugó los ojos.

—Siempre sabes qué decir, ¿eh? —le ofreció su mano—. Ven, ya basta de compadecerme. Debemos darnos prisa o llegaremos tarde a la cena.

—Al diablo con la cena.

Kevin se incorporó y la rodeó con los brazos.

—¿Sabes una cosa?

—¿Qué? —Bronwyn deslizó sus brazos alrededor de la cintura de Kevin y le miró con ojos enamorados.

—Creo que estoy enamorado de ti.

—Qué curioso…

—¿Por qué?

—Porque yo también creo estar enamorada de ti.

Bronwyn sonrió. Kevin hizo una mueca simpática, se inclinó y la besó apasionadamente.

—Está bien que digas eso, muchacha —señaló él, cuando se encaminaban hacia la puerta—; porque, dentro de tres días, ¡serás mi amada esposa!

En una pequeña habitación, no lejos de allí, Rimmell el arquitecto, capturado por la fascinación de una mujer hermosa e inalcanzable, yacía tendido sobre su lecho, contemplando un diminuto retrato en un relicario. Al día siguiente partiría al encuentro de la viuda Bethane. Le enseñaría el retrato. Le diría a esa santa mujer que debía conseguir el amor de esa joven o, si no, morir.

Y, entonces, la pastora haría el milagro. Y la joven sería de Rimmell.