Capítulo XV

Los seres humanos destruyen lo que no comprenden.

Monje deryni desconocido

Aún llovía cuando Duncan y Morgan salieron de las montañas. En el oeste asomaban relámpagos que aclaraban el crepúsculo, y retumbaba el eco de los truenos entre los picos de las montañas. El viento aullaba por entre las ruinas del monasterio de San Neot y descargaba la lluvia como látigo contra la antigua roca gris y los maderos chamuscados, mientras los dos jinetes surcaban el patio en ruinas.

Duncan miró la penumbra con los ojos entrecerrados y se retiró la capucha de la cabeza. A su derecha, Morgan permanecía acurrucado sobre la silla de montar, con los dedos enguantados cerrados sobre el pomo de la montura y los párpados caídos. El movimiento del caballo lo hacía bambolearse. Había caído inconsciente unas horas atrás. Un piadoso sopor lo adormeció para que no sintiera la fatiga del arduo viaje, pero Duncan sabía que su primo no resistiría mucho tiempo más sin descansar. Gracias a Dios que, por fin, habían llegado a un refugio.

Duncan condujo su caballo por las riendas hasta el rincón protegido, donde Morgan y él habían pasado la noche anterior. Morgan se meció en la silla y despertó sobresaltado cuando los anímales se detuvieron. Duncan saltó al suelo y los ojos de su primo recorrieron el lugar sin comprender.

—¿Dónde estamos? ¿Por qué nos detenemos?

Duncan pasó la cabeza por debajo del cuello del animal y se acercó a Morgan.

—Tranquilo. Estamos en el santuario de San Neot —sujetó a Morgan por los hombros y lo ayudó a salir de la silla—. Voy a dejarte aquí para que descanses mientras doy un paseo. En algún lugar debe de haber un Portal de Transferencia. Podríamos usarlo para llegar a Rhemuth, si aún funciona.

—Te ayudaré a buscarlo —farfulló Morgan, con voz pastosa. Mientras Duncan lo conducía al rincón más seco del lugar, estuvo a punto de caerse—. Probablemente, esté cerca del altar dedicado a Camber que te mencioné.

Duncan ayudó a Morgan a tenderse sobre el suelo. Se acomodó a su lado y meneó la cabeza.

—Si está aquí, podré encontrarlo —repuso, y empujó a su primo contra la pared—. Mientras tanto, dormirás como se debe.

—Un momento —protestó Morgan, mientras trataba en vano de sentarse—. No merodearás por ahí mientras yo duermo…

Duncan sonrió indulgente, pero siguió sosteniéndolo con firmeza contra la pared. Negó con la cabeza una vez más.

—Me temo que haré exactamente eso, amigo. Esta vez no tienes voz ni voto en este asunto. No te me opongas o tendré que dormirte por la fuerza.

—¿Ah, sí? No me digas… —musitó Morgan, petulante, mientras se reclinaba contra la pared con un suspiro.

—Ya lo creo que sí. Relájate.

Morgan cerró los ojos. Duncan se quitó los guantes y los guardó dentro de su túnica. Unió las manos un instante, para prepararse, miró a su primo y se concentró, con los ojos celestes ensimismados. A continuación, puso ambas manos ante las sienes de Morgan y apoyó los dedos sobre la piel.

—Duerme, Alaric —susurró—. Duerme, profundamente, sin sueños que te perturben. Deja que el descanso barra la fatiga y restituya tus fuerzas.

Se dejó hundir en un profundo contacto mental según la silenciosa técnica deryni y prosiguió:

Duerme profundamente, hermano. Duerme sin temor. No estaré lejos.

La respiración de Morgan se tornó regular, lenta; los apuestos rasgos se destensaron. Después, cayó en un sueño profundo y tranquilo. Duncan soltó las manos y lo observó un instante, satisfecho de ver que su primo no despertaría hasta su regreso. Se puso de pie y tomó una manta de su silla de montar para abrigar el cuerpo dormido.

Era hora de ir a por el Portal de Transferencia.

Duncan se detuvo en el umbral de la capilla en ruinas. Recorrió el lugar con la vista cansada. Aunque la noche se aproximaba, la lluvia había menguado y podían verse los muros medio caídos que se erigían contra el cielo ensombrecido. A su izquierda, donde aún quedaban fragmentos del techo, las ventanas de la claraboya en ruinas lo miraban con las cuencas vacías de sus ojos. Los vitrales esplendorosos habían caído antaño, en la destrucción general que había hecho presa del lugar. Se encendieron unos relámpagos, que alumbraron la capilla otrora orgullosa como si fuera el día. Duncan fue hasta el altar principal y el presbiterio. Sobre el suelo hundido, la lluvia había formado pequeños charcos. Cuando algún relámpago o rayo surcaba el firmamento, sobre sus superficies se reflejaban pequeños destellos de luz. El viento silbaba entre las ruinas, gimiendo su protesta por la pretérita ignominia.

Duncan llegó hasta el pie de la escalinata que conducía al altar y se detuvo. Imaginó cómo debió de haber sido en los días de esplendor del monasterio, cuando bajo sus muros se reunían cien monjes deryni e innumerables maestros y nobles estudiantes.

En aquellos días, las procesiones se acercarían al altar con reverencia y las voces cantarían loas entre el humo dulzón del incienso y el fulgor de las velas enceradas. Casi podía sentirlo.

Introibo ad altare Dei… Ascenderé al altar de Dios…

Un relámpago surcó el cielo, iluminó la vana fantasía de Duncan y lo obligó a reírse de sí mismo. Remontó los peldaños del altar, fue hasta el ara y posó suavemente sus manos sobre ella. Se preguntó cuántas otras manos, consagradas como las suyas, habrían descansado allí en el pasado. Los ojos de su mente imaginaron el esplendor del lugar en épocas en que el altar era sagrado. Inclinó la cabeza y se postró, en señal de respeto por los tiempos pretéritos.

Entonces, estalló un trueno que lo hizo alejarse del lugar. Tenía otros asuntos entre manos.

Su misión era encontrar un Portal de Transferencia deryni, localizar un lugar mágico entre las ruinas de un monasterio deryni destruido mucho tiempo atrás, y esperar que aún funcionaría, después de dos siglos.

Si él hubiese sido el arquitecto de la capilla, cuatrocientos años atrás, ¿en dónde habría erigido un Portal de Transferencia? ¿Serían las normas de construcción semejantes a las que habían seguido los arquitectos de los portales que Morgan y él conocían? ¿Cuántos portales habría en los Once Reinos? ¿Alguien lo sabría?

Bueno, Duncan sólo sabía de dos. Uno en su estudio, originalmente construido para que el confesor del rey, tradicionalmente deryni en las viejas épocas, tuviera acceso inmediato a la catedral. Y el segundo Portal estaba en la sacristía de la catedral. Era un simple platillo de metal dispuesto en el suelo, debajo de la alfombra de la capilla donde se guardaban las vestiduras. Después de todo, uno nunca podía predecir cuándo sería necesario llamar a las puertas del cielo con oraciones y súplicas para el rey. O, al menos, eso habían creído los antiguos.

Con que regresábamos a la pregunta inicial. ¿En qué lugar del monasterio de San Neot podría haber un Portal de Transferencia?

Duncan recorrió la nave a izquierda y derecha y, siguiendo un impulso, giró en esta última dirección y se abrió camino entre los restos de suelo destruido. Alaric había hablado de un altar a san Camber a la izquierda del presbiterio, hacia donde él se dirigía. Quizá la respuesta estuviese allí. San Camber era el patrono de la magia deryni. ¿Qué mejor lugar para un Portal de Transferencia que actuaba por medios mágicos?

Del altar quedaba poco. Sólo había sido una losa estrecha que salía de la pared, a modo de anaquel. Los golpes habían derruido el borde de la losa de mármol de tal suerte que las letras eran casi ilegibles. Pero Duncan alcanzó a rastrear el Jubilante Deo al comienzo de la inscripción y su imaginación le ayudó a completar el nombre: Sanctus Camberus. El nicho, rematado en un arco, seguía ofreciendo morada a los pies del santo deryni.

Los dedos de Duncan acariciaron la derruida losa. Se volvió para observar las ruinas desde su posición, pero, al cabo de un instante, meneó la cabeza. Allí no encontraría ningún Portal de Transferencia. Era un lugar demasiado abierto. Pese a la aceptación general de la magia que había existido antes y durante el Interregno, cuando el monasterio fue erigido, los arquitectos deryni de San Neot nunca habrían situado un Portal de Transferencia ante los ojos fascinados de cualquier visitante. No era el modo deryni de proceder.

No, debía de estar en algún sitio más recluido. Tal vez cerca; pues se habría creído que la presencia de san Camber podía ofrecer cierta protección, pero no a la vista de todo el mundo.

Entonces, ¿dónde?

Se volvió para mirar de frente el diminuto altar, y escrutó las paredes a cada lado, en busca de una abertura que condujese a las celdas y a las pequeñas capillas que debía de haber debajo. La encontró: era una ruinosa puerta, medio enterrada bajo maderos caídos y piedras ladeadas. Sin más prolegómenos, apartó los escombros y abrió un hoyo lo bastante amplio para reptar a través de él. Asomó por el otro lado y se vio en una pequeña cámara elevada que sólo podía haber sido la sacristía. Terminó de pasar el cuerpo y se enderezó con cautela. Agachó la cabeza para no darse contra las bajas vigas que habían caído cuando el incendio. El suelo estaba cubierto de piedras, de madera podrida y de vidrios despedazados. Pero, en la pared distante, había restos de un altar de marfil, fragmentos de cajones, de muebles y de guardarropa. Duncan recorrió el recinto con ojos expertos y parpadeó cuando un rayo particularmente brillante encendió el firmamento.

¿En qué parte de este lugar habrían ocultado un Portal los antiguos? Y, entre la destrucción imponente que señalaban las ruinas, ¿habría sobrevivido algo?

Con un puntapié hizo a un lado los escombros y avanzó por la cámara. Duncan cerró los ojos y se restregó la frente con el dorso de una mano, exhausto. Trató de abrir la mente para que pudiera recibir los restos de cualquier impresión.

¡Cuidado, deryni! ¡Aquí hay peligro!

La cabeza de Duncan saltó, sobrecogida de alarma. Se arrojó de bruces sobre el suelo, con la espada a medio desenvainar. Volvió a estallar un rayo y extrañas sombras deformes se lanzaron a perseguirse por las paredes derruidas; pero aparte de Duncan, no había nadie en la sacristía. Se irguió con sigilo, volvió la espada a la funda y prosiguió buscando la fuente de peligro.

¿Habría imaginado la voz?

No.

En tal caso, ¿podría haber sido una voz mental? ¿Creada por los antiguos amos deryni del monasterio?

Regresó con cautela a su posición anterior, al lado del altar sagrado, y volvió a cerrar los ojos. Se entregó a la concentración. Esta vez, se preparó para escuchar la voz y le resultó menos escalofriante. Sin ninguna duda, era un sonido mental.

¡Cuidado, deryni! ¡Aquí hay peligro! Sólo he quedado yo, de cien hermanos, para intentar, ya desfalleciente, destruir este Portal antes de que sea profanado. Amigo, mantente alerta. Protégete, deryni. Los seres humanos destruyen lo que no comprenden. Venerado san Camber, defiéndenos del horror de tanto mal!

Duncan abrió los ojos; miró en derredor y volvió a intentarlo.

¡Cuidado, deryni! ¡Aquí hay peligro! Sólo he quedado yo…

Duncan interrumpió el contacto y suspiró.

Conque allí estaba. Era un mensaje legado por el último deryni que resistió en este lugar. Y había intentado destruir el Portal con sus últimas fuerzas. ¿Habría tenido éxito?

Se puso en cuclillas y estudió el suelo sobre el que había estado de pie. Retiró la daga de su bota y apartó los escombros. Como sospechara, se veía el débil contorno de un cuadrado, trazado en el suelo, quizá de un metro de lado. Como el de la catedral. Probablemente hubiese sido cubierto por una alfombra en otros tiempos, pero, desde luego, todo eso había sido destruido siglos atrás. Y con respecto al Portal…

Envainó la daga y posó las manos suavemente sobre el cuadrado. Extendió sus poderes, con el afán desesperado de sentir el cosquilleo opresivo que anunciaba la transferencia.

Nada.

Volvió a intentarlo y, esta vez, alcanzó a captar una débil oleada de negrura, de dolor: el comienzo del mensaje que ya había escuchado.

Y, luego, otra vez la nada. El Portal, estaba destruido. El último deryni había logrado su propósito.

Con un suspiro, Duncan se puso de pie y miró a su alrededor una vez más; se restregó las manos contra los muslos. Así pues, tendrían que ir a Rhemuth a lomos de caballo; si el Portal estaba destruido, no les quedaba opción. Y después, quizá tuvieran que continuar hasta Culdi, pues Kelson debía viajar hasta allí en esos días para la boda de Bronwyn y de Kevin.

En fin, ¿qué podía hacer si no? Despertaría a Alaric y, una vez más, volverían a partir. Con suerte, llegarían a Rhemuth a la noche siguiente, lejos de cualquiera que los persiguiese.

Las campanas tañeron un sonido ahogado y opaco mientras los obispos entraban en la catedral de San Andrés en Dhassa. La noche era límpida, fresca y llevaba el matiz de la nueva escarcha. Mientras los hombres se congregaban dentro del recinto, diminutos cristales de hielo formaban remolinos entre las ráfagas de viento. Dos jóvenes sacerdotes repartían largos cirios, que los obispos encendían en una lámpara de la nave. Las llamas se agitaban con la corriente que silbaba a través de las puertas abiertas y su danza formaba extraños dibujos de lumbre sobre los hábitos oscuros y escarchados de los prelados.

Los obispos avanzaron por las naves para ocupar sus lugares en el coro: se formaron dos hileras irregulares de hombres sin rostro, con las manos coronadas de fuego. Mientras las campanas ahogadas terminaban de tañer, un amanuense se dispuso a contar las cabezas sin disimulo, para confirmar la presencia de todos los que debían asistir. Desapareció por la nave oscurecida y cerró las puertas enormes con un estruendo hueco. Tres velas regresaron por la nave de la izquierda: era el asistente, que se unía a los otros, acompañado por dos sacerdotes. Se produjo una breve pausa, alguien tosió y varios deslizaron los pies por el suelo. A continuación, se abrió una puerta lateral y apareció Loris.

Esa noche, había decidido vestir con toda su pompa eclesiástica. Llevaba una capa consistorial negra y plateada y, sobre la cabeza, una mitra engastada de joyas. En la mano izquierda, sostenía resueltamente el báculo de plata. Avanzó por el crucero y se volvió al coro. El arzobispo Corrigan y el obispo Tolliver lo acompañaban, a diestra y siniestra, y, por detrás, venía el obispo Cardiel. Un joven cruciferario portaba la pesada cruz de plata del arzobispo por delante del grupo, que pasó entre ambas hileras de clérigos.

Loris y su séquito llegaron a los escalones iniciales del santuario y se detuvieron para ofrecer, con reverencia, sus respetos al altar. Mientras Cardiel iba hacia la derecha y tomaba cuatro velas de manos de un monje que aguardaba, miró a Arilan de soslayo, con ojos pesarosos. Regresó a su sitio, al lado de Tolliver, para entregar las velas. Con la llama de la suya encendió la de Tolliver, y después las de Loris y Corrigan. Cuando se encendió el cirio del primado de Gwynedd, éste dio un paso adelante y se irguió cuan alto era. Sus ojos azules recorrieron a los monjes congregados, con mirada helada e imperiosa.

—Este es el texto del instrumento de excomunión —anunció—. Escuchad y prestad atención:

»"Considerando que Alaric Anthony Morgan, duque de Corwyn, señor de Coroth, Lord General de los Ejércitos Reales y Paladín del Rey, y monseñor Duncan Howard McLain, sacerdote suspendido por la Iglesia, han abominado y hecho escarnio reiterada y voluntariamente de los dictados de la Santa Iglesia;

»Y considerando que los mencionados Alaric y Duncan han asesinado en el día de hoy a hijos inocentes de la Iglesia y amenazado con muerte sacrilega a la persona de un consagrado sacerdote de Dios, obligándolo a presenciar viles y heréticos actos de magia;

»Y considerando que los mencionados Alaric y Duncan han provocado la profanación del templo de San Torín, mediante el empleo proscrito de magia, y causado su destrucción y que han empleado reiteradamente la magia prohibida durante el pasado;

»Y considerando que los mencionados Alaric y Duncan no han mostrado disposición a confesar sus pecados y corregir su conducta;

»Yo, Edmund Loris, arzobispo de Valoret y Primado de Gwynedd, en nombre de todo el clero de la Curia de Gwynedd, anatematizo a los mencionados Alaric Anthony Morgan y Duncan Howard McLain. Los apartamos del rebaño de la Santa Iglesia de Dios. Los expulsamos de la congregación de los justos.

»Que la ira del Juez Celestial descienda sobre ellos. Que los fieles se aparten de ellos. Que las Puertas del Cielo se cierren ante ellos y ante cualquiera que acuda en su socorro.

»Que ningún hombre temeroso de Dios los reciba, alimente o refugie durante la noche, so pena de ser anatematizado. Que ningún sacerdote les administre los sacramentos mientras vivan ni asista a sus funerales cuando muertos. Malditos sean en morada; malditos sean en los campos; maldita sea su comida y su bebida y todo cuanto posean.

»Los declaramos excomulgados, los arrojamos a la oscuridad exterior junto a Lucifer y a todos sus ángeles caídos. Los contamos entre los tres veces malditos, sin esperanza de salvación. Los abominamos con la eterna maldición y los condenamos con el perpetuo anatema. Que su luz se extinga en la bruma de la oscuridad. ¡Que así sea!"

—¡Que así sea! —entonó la asamblea.

Loris tomó el cirio que tenía delante, lo invirtió con el pabilo hacia el suelo y lo arrojó para que la llama se extinguiera. Y después, en un solo movimiento, los obispos y el clero reunidos hicieron lo mismo.

Se oyó un ruido de velas que caían como ladrillos huecos, y, cuando las candelas murieron se hizo la oscuridad.

Salvo por una vela que siguió ardiendo, desafiante sobre las baldosas del suelo.

Y nadie pudo decir de qué manos cayó.