Capítulo II
Yo soy el hijo de los sabios, el hijo de los antiguos reyes.
Isaías, 19:11
—¿Más venado, majestad?
El escudero de librea roja, inclinado junto a Kelson, sostenía una humeante fuente de venado en su salsa, pero Kelson meneó la cabeza y, con una sonrisa, dejó a un lado su trinchete de plata. Llevaba la guerrera escarlata abierta en el cuello, y la cabeza desprovista de todo ornamento real. Horas atrás, se había desembarazado de sus botas húmedas en favor de unas suaves pantuflas carmesí. Suspiró, acercó las piernas al fuego, y retorció los pies con satisfacción mientras el escudero retiraba el venado y comenzaba a recoger la vajilla de la mesa.
Esa noche, el joven monarca había cenado informalmente. En sus aposentos reales, compartían la mesa con él su tío, el príncipe Nigel, y Duncan McLain. En ese momento, al otro lado de la mesa, Duncan vació las últimas gotas de su copa de plata repujada y la posó delicadamente sobre la mesa. El fuego y la luz de los candelabros titilaron sobre el metal bruñido y arrojaron destellos sobre la mesa y sobre la sotana negra de Duncan, ribeteada en violeta. El sacerdote miró a su joven monarca y sonrió con sus ojos azules, serenos y satisfechos; luego, volvió la mirada a Nigel, quien luchaba por abrir el cierre de una nueva botella de vino.
—¿Necesitas ayuda, Nigel?
—No, salvo que quieras doblegar este tapón con una bendición —gruñó Nigel.
—Cómo no. Benedícite —dijo Duncan, y levantó la mano para hacer la señal que acompañaba la bendición.
El cierre escogió ese instante para partirse y el tapón salió disparado desde el cuello de la botella para dejar paso a una lluvia de vino tinto. Nigel saltó de la silla justo a tiempo para evitarle una ducha al rey, pero Kelson ya se apartaba de la suya por las dudas. Sin embargo, los esfuerzos de Nigel no bastaron para salvar la mesa ni la alfombra de lana que se extendía bajo sus botas.
—¡Por san Miguel! ¡No tenías que tomártelo al pie de la letra, Duncan! —aulló el príncipe, con una alegre risotada. Mientras el escudero limpiaba el suelo, él sostuvo la botella chorreante sobre la mesa—. Como siempre he dicho, no puede uno fiarse de los sacerdotes.
—Eso iba a decir yo de los príncipes —observó Duncan, con un guiño, mientras Kelson contenía una sonrisa.
Richard, el escudero, limpió la silla de Kelson y la botella, y luego arrojó el paño a las llamas, para continuar despejando la mesa. El fuego ardió y chisporroteó llamas verdes, al evaporarse el vino, y Kelson volvió a su asiento y ayudó a levantar copas y candelabros para que Richard pudiera secar el desastre. Cuando el joven terminó, Nigel llenó las tres copas y devolvió la botella a su cesta, cerca del fuego, para que se entibiara.
Nigel Cluim Gwydion Rhys Haldane era un hombre apuesto. A los treinta y cuatro años, era una versión madura de lo que su sobrino sería en veinte años más. Lucía la misma sonrisa amplia, los mismos ojos grises y la sagacidad que señalaban a todos los hombres de linaje Haldane. Como su extinto hermano Brion, Nigel era Haldane hasta los tuétanos y sus conocimientos y maestría en las artes militares eran bien conocidos y admirados en los Once Reinos.
Al tomar asiento y coger el copón, su mano derecha hizo un gesto inconsciente para apartar un mechón de brillante cabello negro. Duncan sintió un recuerdo nostálgico al ver el gesto familiar.
Apenas unos meses atrás, también había sido el gesto de Brion. Brion, a quien Duncan había servido de uno u otro modo durante gran parte de sus veintinueve años. Brion, víctima de la misma lid de ideologías que ahora amenazaba con dividir el reino y sumir a los Once Reinos en la guerra.
Brion ya no estaba. Su hijo de catorce años reinaba inseguro con el poder que había heredado de su ilustre padre. Y la tensión en el reino crecía cada vez más.
Los pensamientos tenebrosos de Duncan fueron interrumpidos cuando se abrió la puerta que daba al pasillo exterior. Levantó la vista y vio entrar a un paje muy joven, vestido con la librea escarlata de Kelson, que portaba un humeante recipiente de plata, casi tan grande como él. Sobre el hombro del joven caían los pliegues de una toalla impecable, y un ligero aroma a limón llegó hasta el olfato de Duncan cuando el mozo se inclinó junto a Kelson para ofrecerle el cuenco.
Kelson asintió con gravedad en agradecimiento y hundió los dedos en el agua caliente. Luego, se secó las manos en la toalla. El joven inclinó la cabeza tímidamente y fue hasta Nigel para repetir la ceremonia, aunque no levantó la vista ante la esbelta figura de azul atuendo real. Tampoco cuando se acercó hasta Duncan.
El sacerdote controló la sonrisa al devolver la toalla al hombro del mozo. Pero cuando el joven se retiró de la sala, miró a Nigel con una mueca divertida.
—¿Es uno de tus pupilos, Nigel? —preguntó, sabiendo que así era. Nigel estaba a cargo de instruir a todos los pajes de la casa real, pero Duncan sabía que ése era especial.
Nigel asintió, orgulloso.
—Es Payne, el más joven. Tiene mucho que aprender, pero eso ocurre con todos los pajes nuevos. Es la primera vez que sirve oficialmente.
Kelson sonrió. Tomó la copa e hizo girar el pie ociosamente entre los largos dedos para que cada faceta apresara los reflejos de su guerrera, de las llamas y de las paredes tapizadas.
—Recuerdo cuando yo era paje, tío. No fue hace tanto tiempo. La primera vez que me permitiste servir a mi padre, casi muero del terror. —Reclinó la cabeza sobre el alto respaldo y prosiguió sus recuerdos—. Desde luego, no había razón para temer. Él era el mismo, yo era el mismo, y el solo hecho de llevar librea no habría debido cambiar las cosas… Y, sin embargo, así ocurrió. Pues ya no era un niño que servía a su padre, sino un paje real sirviendo al rey. Y la diferencia es grande. —Miró a Nigel—. Payne sintió eso esta noche. Nos conocemos desde siempre pero, aunque hemos jugado juntos muchísimas veces, él sabe la diferencia. Hoy yo era su rey, no un familiar compañero de juegos. Me pregunto si ocurre siempre igual.
El escudero Richard, quien había estado preparando el lecho real al otro lado de la habitación, se acercó a la silla de Kelson con una reverencia.
—¿Algo más, majestad? ¿Necesitáis otra cosa de mí?
—No creo. ¿Tío? ¿Padre Duncan?
Los dos negaron con la cabeza y Kelson asintió.
—Entonces, es todo por hoy, Richard. Antes de partir, ve donde la guardia real y cerciórate de que haya un coche aguardando para llevar más tarde al padre Duncan a la basílica.
—No te molestes —protestó el sacerdote—. Iré bien a pie.
—¿Y morir de frío? Claro que no. La noche no es buena para un hombre ni siquiera para una bestia. Richard, habrá un coche preparado para el padre Duncan, ¿comprendido?
—Sí, majestad.
Nigel vació su copa e hizo un gesto hacia la puerta una vez que se cerró detrás de Richard.
—Es un joven muy agradable, Kelson —comentó, mientras tomaba la botella para servirse otra copa—. Pronto estará listo para ser nombrado caballero. Es uno de los jóvenes más brillantes que he tenido el placer de instruir. Alaric comparte mi opinión, dicho sea de paso. ¿Alguien más?
Ofreció la botella de vino, pero Kelson declinó el ofrecimiento. Duncan miró su copa y, al verla por la mitad, la acercó para que la llenara. Nigel devolvió la botella a su sitio y Duncan se reclinó para pensar en voz alta.
—Richard FitzWilliam. Ya debe de tener diecisiete años, ¿verdad?
—Casi dieciocho —corrigió Kelson—. Es el único hijo del barón Fulk FitzWilliam, de Kheldish Riding. Había pensado nombrarle caballero, a él y a unos cuantos más, antes de comenzar la campaña estival en Eastmarch. Su padre se sentirá muy complacido.
Nigel asintió.
—Es uno de los mejores. A propósito, ¿qué novedades hay de Wencit de Torenth? ¿Se sabe algo más de Cardosa?
—Durante los últimos tres meses no hemos recibido noticias —informó Kelson—. La ciudad posee una fuerte guarnición, como sabes, pero en pocas semanas estarán cubiertos por la nieve. Y, cuando los pasos altos estén despejados, Wencit estará otra vez derribando las puertas. No podremos hacerles llegar tropas de refuerzo hasta que termine la inundación de primavera y, para entonces, será demasiado tarde.
—Conque perdemos Cardosa… —suspiró Nigel, sumiéndose en las profundidades de su copa.
—Y el tratado concluye, y viene la guerra —agregó Duncan.
Nigel se encogió de hombros y comenzó a deslizar el dedo por el borde de la copa.
—¿Acaso no ha sido evidente desde el comienzo? Brion sabía dónde estaba el peligro cuando envió a Alaric a Cardosa el verano pasado. Y cuando Brion murió y tuvimos que llamar a Alaric o perderte a ti, Kelson… Pero sigo pensando que fue un trueque justo: una ciudad por un rey. Además, todavía no hemos perdido Cardosa…
—Pero la perderemos, tío —murmuró Kelson, bajando la vista—. ¿Y cuántas vidas nos costará el cambio? —entrelazó los dedos y los examinó un momento antes de seguir—. A veces, me pregunto cómo medir esas vidas con la mía, tío. A veces me pregunto si lo valgo…
Duncan tendió una mano para tranquilizar a Kelson.
—Los reyes siempre se preguntan esas cosas, Kelson. El día que dejes de preguntártelo, que dejes de ponderar el valor de las vidas que reposan en el otro platillo de la balanza…, ese día lloraré mi pena.
El joven rey levantó la vista con una sonrisa desolada.
—Tú siempre sabes qué decir, ¿eh, padre? Tal vez no salve vidas ni ciudades, pero al menos tranquiliza la conciencia del rey que debe decidir quiénes sobrevivirán —bajó la mirada nuevamente—. Lo siento. Me mostré amargo, ¿verdad?
La respuesta de Duncan fue interrumpida por un golpe en la puerta, seguido de la inmediata entrada del joven Richard FitzWilliam. El rostro apuesto de Richard se veía tenso, nervioso. Sus ojos negros casi chispearon en una reverencia de disculpas.
—Solicito vuestro perdón, majestad, pero fuera hay un sacerdote que insiste en veros. Le dije que os habíais retirado por el resto de la noche y que debía volver mañana, pero se muestra sumamente pertinaz.
Antes de que Kelson pudiera responder, un clérigo de hábito oscuro se abrió paso por detrás del escudero y se precipitó por el recinto para postrarse a los pies de Kelson. Al ver acercarse al hombre, un estilete apareció discretamente en la mano de Kelson y Nigel comenzó a ponerse de pie, dispuesto a buscar un arma, pero, justo cuando el hombre todavía se hallaba de rodillas, Richard se le acercó por detrás y le enganchó el cuello con un brazo mientras con la otra mano sostenía una daga contra la garganta y su rodilla se hincaba en la espalda del intruso.
El hombre gimió de dolor ante el trato feroz de Richard, pero no hizo nada por defenderse o por amenazar a Kelson. En cambio, cerró los ojos firmemente y extendió las manos vacías a cada lado, tratando de ignorar la presión del brazo de Richard sobre su cuello.
—Por favor, majestad, no deseo haceros daños —graznó. El roce de la hoja de Richard lo obligó a contraer el rostro—. Soy el padre Hugh de Berry, el secretario del arzobispo Corrigan.
—¡Hugh! —exclamó Duncan, y se inclinó ansiosamente al reconocerlo. Indicó a Richard que le liberara—. ¿Qué demonios? ¿Por qué no lo dijiste?
Hugh había abierto los ojos, azorado al reconocer la voz de Duncan, para iniciar luego una serie de súplicas a su par, con ojos temerosos, aunque resueltos. Richard soltó el brazo y retrocedió una zancada al ver que Duncan repetía el gesto, si bien no abandonó su posisión vigilante ni enfundó la daga. Nigel volvió a su asiento con cautela, pero Kelson siguió palpando el delgado estilete que había extraído al ver aproximarse al hombre.
—¿Conoces a este hombre, padre? —preguntó Kelson.
—Es quien dice ser —replicó Duncan cautelosamente—, aunque no puedo responder por sus intenciones después de una entrada tan precipitada. ¿Podrías explicarte, Hugh?
Éste tragó con dificultad, miró a Kelson e inclinó la cabeza.
—Os ruego me perdonéis, majestad, pero tenía que veros urgentemente. Tengo cierta información que no podía confiar a nadie, sino a vos y…
Lanzó otra mirada temerosa a Kelson y comenzó a extraer un pergamino plegado del interior de su sotana húmeda. El pesado hábito negro parecía más oscuro aún sobre los hombros, donde la lluvia lo había empapado. El cabello castaño y algo ralo titilaba con una capa de minúsculas gotas bajo la luz traviesa de los candelabros. Al tender el pergamino a Kelson, los dedos le temblaron. Y, bajando la vista, guardó las manos dentro de las mangas para ocultar el temblor.
Kelson frunció el ceño y envainó la daga en su funda oculta. Nigel acercó una vela y Duncan se acercó para leer por encima del hombro del joven. El rostro del sacerdote se oscureció al recorrer las líneas, pues la fórmula le era familiar y las palabras encerraban lo que tantas veces había temido. Contuvo una oleada de ira, se irguió y miró a Richard con ojos tormentosos y lúgubres.
—Richard, ¿querrías aguardar fuera? —murmuró, posando la vista sobre la cabeza inclinada de Hugh—. Yo responderé por la conducta de este hombre.
—Sí, padre.
La puerta se cerró detrás de Richard, y Duncan se sentó en su silla con paso cansado. Siguió estudiando a Hugh a través de la copa que sostenía en las manos, y levantó la vista cuando Kelson terminó de mirar y dejó el pergamino sobre la mesa.
—Le agradezco esta información, padre —dijo Kelson, indicando a Hugh que se pusiese de pie—. Y me disculpo por el trato indebido. Espero que comprenda la necesidad, dadas las circunstancias.
—Desde luego, majestad —murmuró Hugh con aire avergonzado—. No teníais forma de saber quién era. Agradezco a Dios que Duncan haya estado aquí para salvarme de mi propia impetuosidad.
Duncan asintió, con ojos velados y oscuros, pero, obviamente, no estaba pensando en Hugh. Sus manos se habían cerrado con fuerza alrededor de la copa de plata que descansaba sobre la mesa ante él. La presión le volvía blancos los nudillos.
Kelson no pareció advertirlo y volvió la mirada hacia el pergamino.
—Supongo que esta carta ya habrá sido enviada, a estas horas —notó que Hugh asentía con un gesto—. Padre Duncan, ¿esto significa lo que estoy pensando?
—¡Satán los condene a ambos a los nueve tormentos eternos! —murmuró Duncan con voz casi inaudible. Levantó la vista abruptamente, al ver que había hablado en voz alta. Entonces, meneó la cabeza y soltó la copa; ahora era ovalada en vez de redonda—. Perdóname, mi príncipe —murmuró—. Significa que Loris y Corrigan, finalmente, han decidido hacer algo con respecto a Alaric. Hacía meses que esperaba algo semejante, pero nunca soñé que osaran decretar el Interdicto a todo Corwyn por las acciones de un solo hombre.
—Bueno, aparentemente, han osado hacerlo —dijo Kelson, inquieto—. ¿Podemos detenerlos?
Duncan respiró hondo y se obligó a controlar la ira.
—Directamente, no. Recordemos que Loris y Corrigan ven a Alaric como la clave de toda la cuestión deryni. Es el deryni conocido más encumbrado en el reino y nunca trató de ocultar su origen. Jamás hizo alarde de sus poderes. Pero cuando Brion murió, las circunstancias lo obligaron a emplearlos para no verte morir también a ti.
—Y para los arzobispos —intervino Nigel— magia es sinónimo de mal, y eso es todo. Tampoco olvidemos la forma reiterada en que Alaric los hizo pasar por tontos durante la coronación. Imagino que eso tiene tanto que ver con esta crisis como cualquier motivo rimbombante que esgriman.
Kelson se acomodó en la silla y estudió el anillo de rubí que llevaba en el índice derecho.
—Conque declararán la guerra contra los deryni, ¿no es así? Padre Duncan, no podemos permitirnos una disputa religiosa en vísperas de una guerra. ¿Qué puede hacerse para detenerlos?
Duncan meneó la cabeza.
—No lo sé. Tendré que hablarlo con Alaric. Hugh, ¿hay más noticias para nosotros? ¿Quién entregará la carta? ¿Y cómo?
—Monseñor Gorony, miembro de la comitiva de Loris —se apresuró a responder Hugh. Sus ojos no cabían dentro de las órbitas por lo que acababa de oír y ver—. Él y una escolta armada tomarán una barcaza hasta el Puerto Libre de Concaradine y, desde allí, zarparán con una nave mercante.
—Conozco a Gorony —asintió Duncan—. ¿Agregaron algo al manuscrito final de la carta? ¿Algo que no figure aquí? —golpeteó el pergamino con una uña bien cuidada.
—Nada —replicó Hugh—. Yo hice la última copia de este texto —señaló la carta que había sobre la mesa— y los vi cuando ambos la firmaron y sellaron. No sé qué le habrán dicho a Gorony una vez que me fui. Y, desde luego, no tengo idea de lo que puedan haberle contado antes.
—Ya veo —Duncan meditó sobre la información y asintió—. ¿Hay algo más que debamos saber?
Hugh se miró las manos y se retorció los dedos. Había otro mensaje, desde luego, pero no había previsto la airada reacción de Duncan y ya no sabía con qué palabras anunciar la mala nueva. No sería fácil, por mucho cuidado que tuviera.
—Hay… algo más que tú debes saber, Duncan —se detuvo, incapaz de levantar la mirada—. No había pensado encontrarte aquí, pero… hay otra razón por la que me ausenté de la catedral hoy. Se refiere a ti… personalmente.
—¿A mí? —Duncan miró a Kelson y a Nigel—. Adelante. Puedes hablar con toda libertad.
—No es eso… —Hugh tragó con dificultad—. Duncan, Corrigan te ha suspendido. Ha redactado un auto de citación para que te presentes ante su tribunal eclesiástico por negligencia en tus deberes religiosos; probablemente, mañana por la mañana.
—¿Qué?
Duncan se puso de pie, apenas consciente de sus actos, con el rostro ceniciento y demudado contra el paño negro de su sotana. Hugh no fue capaz de alzar los ojos.
—Lo siento, Duncan —musitó—. Aparentemente, el arzobispo piensa que eres responsable, en parte, de lo que sucedió el otoño pasado durante la coronación de Su Majestad, con todo su perdón. Señor —miró a Kelson—. Me dio el borrador de su escrito hace una hora, pidiéndome que lo terminara lo antes posible. Se lo entregué a uno de mis escribientes y vine directamente aquí. Pensaba ir a buscarte después de informar a Su Majestad de los otros asuntos.
Osó mirar a Duncan y, por fin, suspiró:
—¿Estás involucrado en actos de magia?
Duncan fue hasta la chimenea como en un trance, con los ojos azules inmensos, todo pupilas.
—Suspendido… —murmuró incrédulo, ignorando la pregunta de Hugh—. Y convocado ante el tribunal… —miró a Kelson—. Príncipe, no debo estar aquí mañana cuando llegue ese documento. No es que tenga miedo…, lo sabes; pero, si Corrigan me pone bajo custodia ahora…
Kelson asintió gravemente.
—Comprendo. ¿Qué deseas que haga?
Duncan pensó un momento, miró cuatelosamente a Nigel y luego a Kelson.
—Envíame donde Alaric. Debe estar advertido de la amenaza del Interdicto, de todas formas, y en su corte yo estaré a salvo de Corrigan. Tal vez hasta pueda convencer al obispo Tolliver de que demore la instrumentación del Interdicto.
—Te daré una docena de mis mejores hombres —convino Kelson—. ¿Qué más?
Duncan sacudió la cabeza, tratando de formular un plan de acción.
—Hugh, dijiste que Gorony tomó la ruta marítima. Eso significa un viaje de tres días en barco, puede que menos, con tiempo tormentoso si navegan a toda vela. Nigel, ¿cómo están los caminos entre aquí y la capital de Alaric en esta época del año?
—Espantosos. Pero podrás llegar antes que Gorony si cambias de cabalgadura durante el camino. Además, el tiempo mejora un poco a medida que uno se dirige al sur.
Duncan deslizó una mano cansada por el cabello castaño y corto, y asintió:
—Muy bien. Debo intentarlo. Al menos, estaré fuera de la jurisdicción de Corrigan cuando trasponga la frontera de Corwyn. El obispo Tolliver ha sido amigo mío tiempo atrás. Dudo que me arreste con el solo fundamento de las palabras de Gorony. Además, con un poco de suerte, Gorony no sabrá nada sobre la convocatoria de Corrigan, aunque llegue allí antes que yo.
—Convenido, entonces —dijo Kelson, poniéndose de pie y asintiendo en dirección a Hugh—. Padre, le agradezco su fidelidad. No quedará sin recompensar. Pero ¿será seguro para usted regresar al palacio del arzobispo después de lo que nos ha contado? Puedo ofrecerle mi protección, si lo desea. O podría viajar con el padre Duncan.
Hugh sonrió.
—Gracias por su preocupación, majestad, pero creo que podré serviros mejor si regreso a mis tareas. Todavía no me habrán echado de menos y tal vez pueda deciros más en el futuro.
—Muy bien —asintió Kelson—. Que la suerte sea con usted, padre.
—Gracias, majestad —Hugh se inclinó—. Y tú, Duncan, ten cuidado, amigo —tomó la mano de Duncan y la estrechó, escrutando sus ojos—. No sé qué has hecho y no quiero saberlo, pero mis plegarias irán contigo.
Duncan le tocó el hombro en son tranquilizador y asintió. A continuación, Hugh se marchó. Cuando la puerta se cerró tras él, Duncan cogió el pergamino y comenzó a plegarlo. El roce áspero fue el único sonido que se oyó en la habitación. Ahora que tenía un plan, su ira y su conmoción iniciales parecían bajo control. Observó a Kelson mientras deslizaba la carta en su cinto violeta. El joven se hallaba de pie al lado de la silla, miraba la puerta con ojos ausentes y, aparentemente, no recordaba la presencia de los demás. Nigel seguía sentado a la mesa, frente a Duncan, pero él también se había confinado en un mundo interior.
Duncan tomó su copa y vació el contenido. Notó el borde deformado y comprendió que debía de haberla doblado él. La posó sobre la mesa en silencio y dirigió la vista hacia Kelson.
—Pienso llevar la carta de Hugh conmigo si no tienes objeciones. Alaric querrá verla.
—Sí, desde luego —replicó Kelson, desembarazándose de su introspección—. Tío, ¿querrás ocuparte de la escolta? Y dile a Richard que él también lo acompañará. El padre Duncan necesitará un buen hombre.
—Ya lo creo, Kelson.
Nigel se puso de pie como un gato y fue hasta la puerta. Al pasar, palmeó a Duncan en el hombro. Luego, la puerta se cerró y los dos se quedaron solos. Kelson había ido hasta la chimenea mientras Nigel salía y, en ese momento, estaba mirando intensamente a las llamas, la cabeza hundida en los brazos apoyados sobre la repisa de la chimenea.
Duncan se agarró las manos por detrás de la espalda y estudió el suelo con ojos inciertos. Había cosas que sólo él, Kelson y Alaric habían analizado y sentía que el joven estaba preocupado por un asunto de ésos. Pensó que Kelson había tomado los acontecimientos de la velada con excesiva calma, pero no se atrevía a demorarse mucho más en partir de la ciudad. Corrigan bien podía decidir enviar el escrito esa misma noche. Y, cuanto más se retrasara Duncan, más lejos llegaría Gorony con la temida carta.
Duncan se aclaró la garganta suavemente y vio que los hombros de Kelson se tensaban al oírlo.
—Kelson —anunció con voz tranquila—, debo marcharme.
—Lo sé.
—¿Hay algún… mensaje que deba transmitir a Alaric?
—No —la voz del joven sonó ronca y tensa—. Sólo dile…
Se volvió hacia Duncan, con el rostro desesperado. Duncan fue hasta él, alarmado, y lo sujetó por los hombros para escrutar profundamente sus ojos inmensos y despavoridos. El joven permaneció erguido e inmóvil, con los puños firmemente apretados, no de rabia, sino de temor. Y los ojos grises que se anegaban de lágrimas ya no eran los de un joven rey valeroso que había derrotado al mal para conservar el trono, sino los de un niño obligado a ser adulto demasiado deprisa en un mundo muy complejo. Duncan lo percibió todo en un segundo interminable y miró al joven con toda su misericordia. Pese a su madurez de rey, seguía siendo un niño de catorce años… atemorizado.
—¿Kelson?
—Por favor, ten cuidado, padre —murmuró el joven, con la voz quebrada y al borde del sollozo.
Cediendo a su impulso, el sacerdote lo estrechó contra su pecho y lo abrazó con fuerza, y sintió que los jóvenes hombros altivos se sacudían convulsivamente bajo el infrecuente lujo de las lágrimas. Duncan le palmeó la cabeza desnuda, y Kelson se relajó. Los violentos sollozos fueron apagándose. Estrechó al joven en un greve gesto de consuelo y comenzó a hablar en voz baja.
—¿Quieres que hablemos, Kelson? Si examinamos el problema, tal vez no sea tan terrible…
—Sí, lo es —Kelson sollozó, con la voz ahogada contra el hombro de Duncan.
—Mira, no me gusta contradecir a un rey, pero me temo que esta vez te equivocas, Kelson. Supon que pensemos en lo peor que pudiera suceder, y que partamos de allí…
—D… de acuerdo.
—Pues bien, entonces. ¿Qué tienes en mente?
Kelson se apartó ligeramente y miró a Duncan. Luego, se enjugó las lágrimas y volvió hacia la chimenea, sin despegarse del abrazo protector de Duncan.
—¿Qué… sucederá si Alaric y tú sois capturados, padre? —murmuró con voz vacilante.
—Hum… Eso depende de cuándo suceda y en manos de quién caigamos —repuso Duncan con desenvoltura, tratando así de no afligir a Kelson.
—¿Y si Loris te captura?
Duncan ponderó la pregunta.
—Bien. Primero tendría que presentarme ante el tribunal eclesiástico. Si pueden demostrar algo, lo cual dudo, estarían en condiciones de degradarme del clero, de privarme de mis órdenes… Hasta podrían excomulgarme…
—¿Y si descubren que eres medio deryni? —insistió el joven—. ¿Tratarían de matarte?
Duncan enarcó una ceja, con expresión pensativa.
—Si llegaran a descubrirlo, no sería precisamente de su agrado —convino, abordando el tema por la tangente—. Si ello sucediera, he de suponer que sin duda sería excomulgado. Sin embargo, ésa es precisamente la razón por la que no pienso permitir que me capturen. Sería muy torpe de mi parte, para decirlo sin mucha crudeza…
Kelson sonrió a su pesar.
—Torpe. Sí, supongo que sí. ¿Te atreverías y podrías matarlos si tuvieras que hacerlo?
—Preferiría no hacerlo —replicó Duncan—. He aquí otra razón por la que no pienso dejar que me sorprendan.
—¿Y qué piensas de Alaric?
—¿Alaric? —Duncan se encogió de hombros—. Es difícil decirlo, Kelson. Hasta ahora, Loris parece dispuesto a darse por satisfecho con el arrepentimiento. Si Alaric renuncia a sus poderes y jura no volver a usarlos, Loris podría anular el Interdicto.
—Alaric jamás renunciará —sentenció Kelson con gran vehemencia.
—Ah, ya lo creo que no —convino Duncan—. En tal caso, el Interdicto caerá sobre Corwyn y comenzaremos a sentir repercusiones políticas y religiosas.
Kelson alzó la vista, alarmado.
—¿Por qué políticas? ¿Qué sucederá?
—Bueno, como Alaric es la causa señalada del Interdicto, es probable que los hombres de Corwyn rehusen alistarse bajo sus banderas para la campaña estival, lo cual te significará un veinte por ciento menos de tus fuerzas de combate. Alaric será excomulgado, junto conmigo, eso seguro. Y llega el momento de que pensemos en ti.
—¿En mí?
—Es muy sencillo. Cuando Alaric y yo seamos anatematizados, llevaremos la excomunión con nosotros como una plaga. Todo aquel que se relacione con nosotros será incluido en el decreto. Eso te deja ante dos alternativas: obedeces el dictamen de los arzobispos y nos expulsas a ambos, con lo cual pierdes a tu mejor general en vísperas de una guerra, o mandas al demonio a los arzobispos y recibes a Alaric, y esto te valdrá el Interdicto para todo el reino de Gwynedd.
—¡No se atreverían!
—Ah, sí que lo harían… Hasta ahora, tu rango te ha protegido, Kelson, pero me temo que hasta eso terminará en breve. Tu madre se ha ocupado de ello.
Kelson bajó la cabeza y recordó una escena de la semana anterior; entonces, tal vez inadvertidamente, su madre había dispuesto el escenario para todo lo que ahora acontecía.
—Pero no comprendo por qué tienes que irte tan lejos… —aducía Kelson—. ¿Por qué a San Giles? Sales que sólo queda a dos horas de marcha de la frontera con Eastmarch. Y allí habrá intensa lucha en un par de meses.
Jehana siguió guardando sus cosas serenamente. Escogía vestidos de su guardarropa y los entregaba a su dama de compañía, quien los disponía en un baúl enfundado en cuero. Seguía vistiendo el atuendo de luto, tras la muerte de su esposo, pues apenas habían transcurrido cuatro meses desde el fallecimiento de Brion. Pero llevaba el cabello lustroso sin sujetar. La larga cabellera cobriza le caía por la espalda como una cascada de fuego rojizo, sostenida sólo por un sencillo broche de oro en la nuca. Se volvió para mirar a Kelson y a Nigel, quien fruncía el ceño a sus espaldas, y regresó a su tarea. Sus gestos aparentaban calma y reflexión.
—¿Por qué a San Giles? Supongo que porque estuve allí unos meses antes de que tú nacieras, Kelson, hace muchos años. Es… algo que debo hacer para poder aceptar lo que soy.
—Hay infinidad de lugares que serían más seguros, si sientes la imperiosa necesidad de marcharte —intervino Nigel, mientras plegaba y desplegaba un paño de su manto azul, con un gesto turbado—. Ya tenemos bastantes motivos de preocupación para tener que estar pendientes de que algún grupo de enemigos pueda capturarte o algo peor…
Jehana sonrió y movió la cabeza suavemente. Miró al duque real a los ojos.
—Querido Nigel, hermano, ¿cómo puedo hacértelo comprender? Debo ir. Y tiene que ser a Shannis Meer. Si permanezco aquí, sabiendo lo que ocurrirá, sabiendo que Kelson empleará sus poderes cuando y donde deba, me vería tentada a usar los míos para detenerlo. Mi mente sabe que no puedo atreverme, si deseo que él sobreviva. Pero mi corazón, mi alma, todo lo que me enseñaron me dice que no debo permitirle usar sus poderes en ninguna circunstancia, que son poderes corruptos, malignos. —Se volvió a Kelson—. Si me quedara aquí, Kelson, podría destruirte.
—¿De veras, madre? —murmuró Kelson—. ¿Podrías tú, una deryni de sangre pura, pese a tu afán de negarlo, destruir a tu único hijo porque las circunstancias le obligan a emplear los poderes que tú misma le diste?
Jehana reaccionó como si le hubieran descargado un mazazo. Se volvió a Kelson y se desplomó sobre una silla, con la cabeza inclinada para controlar el temblor que la sacudía.
—Kelson… —comenzó, con voz aniñada—, ¿no lo comprendes? Podré ser deryni, pero no me siento deryni. Me siento humana. Pienso como un ser humano y, como tal, toda mi vida me enseñaron que ser deryni es ser perversa y malévola. —Se dirigió a Kelson, con los ojos desorbitados por el temor—. Y si la gente que más amo es deryni y emplea poderes deryni… ¡Ay, Kelson! ¿No ves que esto me despedaza? Temo desesperadamente que todo vuelva a ser una contienda de humanos contra deryni, como hace doscientos años. No podré soportar estar en medio de una situación así.
—Ya estás en medio de ella, Jehana —espetó Nigel—, te guste o no. ¡Y, si la cuestión se reduce a humanos contra deryni, tú ni siquiera tienes sangre mixta!
—Lo sé —murmuró Jehana.
—Entonces, ¿por qué a San Giles? —prosiguió Nigel con enfado—. Allí se encuentra la jurisdicción del arzobispo Loris. ¿Crees que él te ayudará a resolver tu conflicto? ¿Un arzobispo célebre por sus persecuciones contra los deryni en el norte? Actuará pronto, Jehana. No podrá seguir ignorando por mucho tiempo lo que sucedió durante la coronación. Y, cuando haga su jugada, ¡dudo que a Kelson lo proteja su misma condición de rey!
—No me haréis cambiar de parecer —afirmó Jehana con firmeza—. Hoy parto rumbo a Shannis Meer. Pienso ir donde las hermanas de San Giles para ayunar y orar en busca de orientación. Debe ser así, Nigel. En este momento, no soy nada, no puedo ser humana ni ser deryni y, hasta que descubra quién soy, no serviré a nadie.
—Me sirves a mí, madre —dijo Kelson en voz baja, mirándola con sus ojos grises y heridos—. Por favor, quédate.
—No puedo —repuso Jehana, conteniendo un sollozo.
—Sí, si te lo ordeno como rey —aventuró Kelson, conteniendo las lágrimas mientras se le anudaban los tendones del cuello—, ¿te quedarías entonces?
Jehana se irguió un instante, con los ojos velados de dolor. Luego, se apartó, mientras sus hombros se sacudían con espasmos de llanto.
—No me obligues a responderte, Kelson —logró murmurar—. No me pidas eso…
Kelson dio un paso hacia ella, con intención de convencerla, pero Nigel se llevó el dedo a los labios y meneó la cabeza. Le hizo señas a Kelson para que le siguiera. Fue hasta la puerta, la abrió lentamente y aguardó a que el joven se le acercara a regañadientes. Ambos partieron de la habitación con pasos pesados y lentos. Kelson se marchó, llevándose consigo el sollozo entrecortado de su madre al otro lado de la puerta.
Kelson tragó con dificultad y examinó las llamas que ardían en la chimenea.
—¿Entonces, crees que el arzobispo me atacará?
—Tal vez no por ahora —repuso Duncan—. Hasta el momento, han escogido ignorar tu ascendencia deryni, pero no seguirán haciéndolo si cuestionas su Interdicto.
—¡Podría destruirlos! —musitó Kelson, con los puños cerrados y los ojos vengativos.
—Pero no lo harás —señaló Duncan con toda vehemencia—. Porque, si empleas tus poderes contra los arzobispos, lo merezcan o no, les darás la prueba que necesitan ante los Once Reinos para demostrar que los deryni planean destruir la Iglesia y la Corona, y establecer una nueva dictadura deryni. Debes negar tales cargos, evitando una confrontación a toda costa.
—Entonces, no hay salida, padre. Yo, contra la Iglesia…
—No contra la Iglesia, mi príncipe…
—Muy bien, entonces; contra los hombres que controlan la Iglesia. Es lo mismo, ¿o no?
—En absoluto —Duncan sacudió la cabeza—. No estamos luchando contra la Iglesia, aunque eso es lo que parezca a primera vista, sino contra una idea, Kelson. La idea de que todo lo distinto es maligno. La idea de que algunos hombres son perversos sólo por haber nacido con extraordinarios poderes y talentos, sin considerar con qué fin los emplean…
«Luchamos contra la idea absurda de que un hombre es responsable del accidente de su nacimiento. La noción de que toda la raza es condenada y debe sufrir eternamente las consecuencias, generación tras generación, sólo porque unos pocos hombres cometieron graves errores, en nombre de su estirpe, hace trescientos años.
»Contra eso luchamos, Kelson. Corrigan, Loris y aun Wencit de Torenth son meros peones en la lucha mayor por demostrar que un hombre sólo vale por lo que demuestra ser, por lo que hace con su vida, para el bien o para el mal, con los talentos con los cuales nació, sean cuales fueren. ¿Puedes comprenderlo?
Kelson sonrió tímidamente y bajó la vista.
—Parecías Alaric, o mi padre; él solía hablarme de ese modo.
—El estaría muy orgulloso de ti, Kelson. Tuvo la extraordinaria fortuna de tener un hijo como tú. Si yo tuviera un hijo… —miró a Kelson y, entre ambos, cruzó una corriente de afecto. Entonces, Duncan estrechó el hombro del joven y regresó a la mesa.
—Me marcho, mi príncipe. Alaric y yo haremos todos los esfuerzos que podamos para mantenerte informado de nuestro progreso o de los inconvenientes que encontremos. Mientras tanto, fíate de Nigel, descansa en él. Y, sea cual fuere tu conducta, no intimides a los arzobispos hasta que Alaric y yo hayamos tenido tiempo de quedar lejos de su alcance.
—No te preocupes, padre —sonrió Kelson—, no me precipitaré. Ya no tengo miedo.
—Mientras ese temperamento Haldane no se te escape de las manos… —le reconvino Duncan con una sonrisa—. Te veré en Culdi dentro de una semana. El Señor te proteja, mi príncipe.
—Y a ti, padre —murmuró Kelson mientras el sacerdote desaparecía detrás de la puerta.