Capítulo XVII

Porque preciso es que haya entre vosotros aún herejías, para que los que son probados se manifiesten entre vosotros.

Primera a los Corintios, 11:19

Se acercaba la noche de ese día fatal. Kelson lloraba a sus muertos, Morgan y Duncan cabalgaban sin saberlo hacia el lugar del duelo y la Curia de Gwynedd seguía en sesión.

Loris había reunido a sus obispos en el gran salón de la Curia, en el centro del palacio episcopal, no lejos de donde él y sus colegas habían cumplido el ritual de la excomunión la noche anterior. Pero aunque la sesión se había iniciado poco después del alba, sin más que un breve descanso para el almuerzo a mediodía y para la atención de las necesidades personales, el debate proseguía, no más cerca de su resolución que cuando había comenzado.

La principal razón de este aparente estancamiento se centraba en la persona de dos hombres: Ralf Tolliver y Wolfram de Blanet, uno de los doce obispos itinerantes de Gwynedd que no tenían sede fija. Tolliver había abierto el disenso no bien inaugurada la sesión; después de todo, la amenaza de Interdicto se cernía sobre su diócesis. Pero quien, finalmente, planteó la cuestión sin ambages fue Wolfram.

El áspero y anciano prelado había llegado a mediados de la sesión matinal, con siete de sus colegas a la zaga, y se sorprendió al descubrir que se estaba considerando con seriedad el tema deInterdicto. Había hecho una entrada ruidosa —como siempre hacen los obispos itinerantes y mal educados, habrían dicho sus enemigos— y, sin darle más vueltas, se declaró irremisiblemente contrario a la sanción que Loris pensaba promover contra Corwyn. El duque de Corwyn, como Arilan y Cardiel convinieran el día anterior, merecía sin duda censura de cierto tenor por las acciones cometidas en el templo de San Torín; lo mismo que su primo deryni, quien durante tantos años se había enmascarado tras sus hábitos de sacerdote. Pero castigar a todo un ducado por los pecados de su señor feudal, especialmente cuando ese amo ya había sido penado… ¡Vaya, era un exceso mayúsculo!

El comentario encendió el debate. Cardiel y Arilan, esperando descubrir hasta dónde pensaba llegar el airado Wolfram, se mantuvieron en silencio durante gran parte del debate, cuidándose de no decir nada que pudiera atarlos de manos antes de que fuese el momento. Pero ambos comprendían que Wolfram de Blanet podía ser usado como elemento desencadenante del apoyo de los demás… si sabían medir bien los tiempos. Sencillamente, lo que debían hacer era allanar el camino.

Arillan cruzó sus delgados dedos sobre la mesa que tenía ante sí y recorrió la asamblea con la vista, mientras el viejo obispo Carsten hablaba sin parar sobre cierto oscuro punto de la ley canónica que se refería al objeto de la discusión.

De más estaba decir que Wolfram apoyaría a cualquiera que se opusiese al Interdicto, lo cual significaba que podría contarse con que seguiría la iniciativa de Cardiel cuando llegara el momento. De los siete colegas sin diócesis fija que acompañaban a Wolfram, Siward y el simplón de Gilbert con probabilidad se sumasen. Tres más apoyarían a Loris y los otros dos se mostraban indecisos. De los obispos mayores, Bradene e Ifor permanecerían escrupulosamente neutrales. Para saberlo, bastaba con mirarles los rostros a medida que escuchaban las posiciones. Pero De Lacey y Creoda seguirían a Loris, como lo haría el resollante viejo Carsten. Corrigan, por supuesto, era hombre de Loris desde el comienzo. Sólo quedaba Tolliver entre los obispos mayores. Por fortuna, sabían bien de qué lado se inclinaban sus lealtades.

Eso daba un total de ocho en favor del Interdicto; cuatro, neutrales; y seis, en contra. No eran cifras muy impactantes, según entendía Arilan, ya que no podía contarse con que los cuatro neutrales permanecieran en su indecisión. En todo caso, probablemente no rompiesen relaciones con la Curia lo cual, en la práctica, hacía un total de doce contra seis, a menos que alguien tuviese el coraje de mantenerse firme en su neutralidad. Si los seis se obstinaban en su postura, se estarían separando de la Iglesia, en una especie de excomunión impuesta por sí mismos; probablemente, para bien.

Arilan recorrió la mesa con la vista. Tenía forma de herradura. Loris estaba sentado en mitad de los brazos. Captó la mirada de Cardiel. El obispo asintió casi imperceptiblemente y volvió su atención a las observaciones finales de Carsten. Cuando el viejo obispo ocupó su lugar, Cardiel se puso de pie. Era hora de que intervinieran.

—Señor arzobispo.

La voz de Cardiel, aunque grave, atravesó el murmullo de la discusión. Las palabras de Carsten habían suscitado comentarios y las cabezas se volvían hacia la pata de la herradura donde él se sentaba. Cardiel aguardó en silencio, con los nudillos ligeramente posados sobre la mesa hasta que los disidentes fueron sentándose y serenándose poco a poco. A continuación, se inclinó en dirección a Loris.

—¿Podría hablar, eminencia?

—Muy bien.

Cardiel dio las gracias, con una inclinación hacia el arzobispo.

—Gracias, milord. He estado escuchando esta polémica discusión entre hermanos cristianos durante toda una jornada y, como obispo anfitrión, quisiera formular una observación.

Loris frunció el ceño.

—Ya os hemos dado anuencia para hablar, obispo Cardiel —su voz contenía un dejo de irritación… y de sospecha.

Cardiel reprimió una sonrisa y dejó que su mirada recorriera la asamblea. Notó las posiciones de sus principales objetivos y, al pasar, tocó las miradas de Arilan y de Tolliver. El padre Hugh, secretario de Corrigan, levantó expectante la mirada del pergamino donde trazaba sus notas ante la pausa de Cardiel y, cuando el obispo tomó aire para hablar, volvió a bajar la cabeza.

—Señores obispos, hermanos… —comenzó fríamente—. Os hablo esta noche como hermano, como amigo, pero también como anfitrión de esta Curia. Durante gran parte de la jornada, me he mantenido en silencio, porque el obispo de Dhassa debe, en la mayoría de los asuntos, permanecer cautamente neutral, con el fin de no influir sobre los de menor rango. Pero creo que las cosas han llegado a un punto en el que ya me es imposible mantener el silencio y en que debo hablar o, si no, traicionar la fe que asumí cuando fui consagrado obispo.

Sus ojos recorrieron la congregación y sintió que la mirada de Loris le estaba midiendo. Hugh garabateaba furiosamente y el cabello lacio le caía sobre los ojos al tomar notas. Pero todos los demás miraban atentamente a Cardiel.

—Permítaseme decir, en mi condición jerárquica oficial y esperando que el padre Hugh esté anotando todo esto, que también yo me opongo al Interdicto que nuestro hermano de Valoret ha propuesto decretar sobre Corwyn.

—¿Qué?

—¿Os habéis vuelto loco, Cardiel?

—¡Perdió el sano juicio!

Cardiel aguardó pacientemente y observó a los que protestaban hasta que regresaron a sus asientos. Los dedos de Loris se curvaron sobre los brazos de la silla, aunque su expresión se mantuvo impasible y serena. Cardiel alzó las manos para pedir silencio y, cuando se produjo, volvió a pasear la mirada sobre los asambleístas.

—No es una decisión tomada con ligereza, hermanos. He meditado y orado sobre esta cuestión durante muchos días, desde que tuve la primera noticia de lo que Loris pensaba proponer ante la Curia. Y el debate que he presenciado hoy no ha hecho sino confirmar mi posición.

»Decretar el Interdicto sobre Corwyn es un error. El único a quien tal medida puede damnificar ya ha partido de Corwyn, según las últimas informaciones. La noche anterior, recibió las consecuencias de vuestra censura personal, cuando le excomulgasteis a él y a su primo.

—Tú apoyaste la excomunión, Cardiel —lo interrumpió Corrigan—. Si mal no recuerdo, la condonaste con tu presencia en la procesión, junto a mí y junto al arzobispo Loris. Como Tolliver, el propio obispo de Morgan.

—Eso hice —replicó Cardiel, firmemente—. Como ya se ha inscrito en la ley canónica, Morgan y McLain fueron debidamente proscritos. Y así deberán permanecer hasta que puedan aportar pruebas de que no son culpables de los cargos del edicto o hasta que puedan justificar sus actos ante esta asamblea. La excomunión no es lo que nos aflige.

—Entonces, ¿qué os aflige, Cardiel? —preguntó uno de los obispos itinerantes—. Si estáis de acuerdo en que Morgan y el sacerdote son culpables de los cargos, entonces…

—Yo no he formulado ningún juicio al respecto de su culpa o de su inocencia moral, milord. En verdad, han cometido los actos descritos en la excomunión que se leyó ayer por la noche en alta voz. Pero aquí estamos hablando de una proscripción para todo un ducado, proscripción para miles de personas que se verán cruelmente privadas de los sacramentos de la sagrada Iglesia por las acciones de su duque. No es justo.

—Eso impondrá justicia al perverso… —comenzó Loris.

—¡No es justo! —reiteró Cardiel y golpeó la palma de su mano contra la mesa para subrayar su firmeza—. ¡No lo he de condonar! ¡Además, si persistís en advocar la sanción del Interdicto, me retiraré de esta asamblea!

—¡Hacedlo, entonces! —exclamó Loris, de pie en su sitio y con el rostro encarnado—. ¡Si creéis que podéis intimidarme con amenazas de retirar vuestro apoyo a esta Curia, os equivocáis! Dhassa no es la única ciudad de los Once Reinos. Si la Curia no se reúne aquí, sencillamente encontrará otro lugar. O bien, pronto Dhassa tendrá un nuevo obispo.

—¡Tal vez la que necesite un nuevo obispo sea Valoret! —irrumpió Wolfram, poniéndose de pie y lanzando una furibunda mirada a Loris—. Y, en lo que a mí respecta, milord, no tengo diócesis con cuya pérdida podáis amenazarme. Mientras viva, seguiré siendo obispo. Y ni vos ni ningún otro hombre podréis quitarme lo que me fue otorgado por Dios. ¡Cardiel, os sigo a vos!

—¡Es una locura! —estalló Loris—. ¿Creéis que dos de vosotros podéis desafiar a esta Curia?

—Entre nosotros hay más de dos, milord —se oyó la voz de Arilan, quien se puso de pie junto con Tolliver para dirigirse al lado de Cardiel.

Corrigan alzó las manos con exasperación.

—¡Ay, Señor, líbranos de los hombres que defienden causas! ¿O es que ahora seremos aleccionados por nuestros hermanos menores?

—Tengo más años que Nuestro Señor cuando reprendió a los escribas y a los fariseos —le replicó Arilan con frialdad.

—¿Siward? ¿Gilbert? ¿Estáis con nosotros? ¿O con Loris?

Los dos se miraron, posaron la vista sobre Wolfram y se pusieron de pie.

—Con vos, milord —repuso Siward—. No nos agrada hablar de Interdicto.

—¿Os agrada más la rebelión? —masculló Loris—. Sabéis que, si hacéis esto, podría suspenderos a todos. Podría incluso excomulgaros.

—¿Por desobedecer? —replicó Arilan con desdén—. No creo que eso sea razón suficiente para el anatema, señor arzobispo. Con respecto a la suspensión, sí. Eso está dentro de vuestras prerrogativas. Pero nuestros actos no se verán afectados por vuestras palabras. Y proseguiremos administrando los sacramentos a las personas que dependan de nosotros.

—¡Esto es una locura! —murmuró Carsten, posando la vista sobre todos—. ¿Qué podéis ganar con ello?

—Mantener nuestra conciencia de fe, milord —repuso Tolliver— y poder decir que intentamos preservar los derechos de los rebaños que el Señor nos encomendó cuidar. No aceptaremos que todo un ducado sea puesto bajo el Interdicto por los actos de uno o dos hombres.

—¡Lo veréis! ¡Aquí y ahora! —rugió Loris—. Padre Hugh, ¿está listo para la firma el instrumento del Interdicto?

El rostro de Hugh perdió el color al mirar a Loris. Desde hacía unos minutos, no tomaba notas. Extrajo un pergamino del final de la pila y se lo tendió a Loris.

—Ahora bien —comenzó Loris, tomando la pluma de Hugh y poniendo su nombre con una florida rúbrica sobre el pliego—. Por la presente, declaro bajo Interdicto al ducado de Corwyn, con todas sus ciudades y habitantes, hasta que el duque Alaric Morgan y su primo deryni, lord Duncan McLain, sean sometidos a custodia y queden a disposición de la Curia. ¿Quién firmará conmigo?

—Yo lo haré —dijo Corrigan, quien se abrió paso hasta Loris y tomó la pluma.

—También yo —agregó De Lacey.

Cardiel observó en silencio mientras la firma de Corrigan raspaba el pergamino.

—¿Habéis pensado en lo que el rey dirá cuando sepa de vuestras acciones, Loris? —preguntó.

—¡El rey es un crío impotente! —replicó Loris—. No se opondrá a todo el clero de Gwynedd, siendo cierto que su propia condición suscita tantas sospechas. También él acatará el Interdicto.

—¿Ah, sí? —intervino Arilan, inclinándose sobre la mesa en un gesto desafiante—. No fue tan impotente cuando asumió el control del Consejo de la Regencia en el otoño pasado, cuando liberó a Morgan y designó a Derry contra vuestras protestas. Ni fue impotente cuando derrotó a la hechicera Charissa para conservar su trono. ¡En realidad, recuerdo que en esa ocasión el impotente fuisteis vos, milord!

Loris enrojeció y miró agudamente a De Lacey, quien se había detenido con la pluma posada sobre el pergamino para escuchar a Arilan.

—Firma, De Lacey —murmuró, y volvió la mirada a Arilan—. Ya veremos cuántos apoyan a este joven rebelde y cuántos se ponen del lado de la verdad.

Mientras De Lacey firmaba, ocho de los demás obispos fueron hasta Loris para sentarse y sumar sus firmas al documento. Cuando todos terminaron, sólo Bradene permaneció en su lugar. Loris miró a Bradene y frunció el ceño, pero comenzó a sonreír cuando vio que éste se ponía de pie lentamente y hacía una ligera reverencia.

—Me pongo de pie, señor arzobispo —dijo serenamente—, mas no firmo vuestro documento.

Cardiel y Arilan cambiaron miradas de sorpresa. ¿Acaso el gran erudito de Grecotha se pondría de su lado?

—Ni puedo unirme a estos estimados caballeros que están a mi derecha —continuó Bradene—. Pues, si bien no apoyo el Interdicto por razones que me son propias, tampoco puedo avenirme a formar alianza con hombres que romperían sus lazos con la Curia y la destruirían; que es precisamente lo que sucederá si el obispo Cardiel y sus colegas cumplen su amenaza de desacatar los decretos de esta asamblea.

—Entonces, ¿qué proponéis hacer, milord? —preguntó Tolliver.

Bradene se encogió de hombros.

—Debo abstenerme. Y, como en este caso la abstención es inútil a ambas partes, me retiraré a mi comunidad escolástica de Grecotha para orar por todos vosotros.

—Bradene… —comenzó Loris.

—No, Edmund. No cambiaré mi parecer. No te preocupes, no seré una molestia para ti.

Y, mientras toda la congregación miraba atónita, Bradene se inclinó para saludar a ambas partes y salió por la puerta. Cuando ésta se cerró tras su paso, Loris se volvió para lanzar una mirada furiosa a Cardiel. Batía la mandíbula con ira al avanzar lentamente alrededor de la pata de herradura hasta los seis obispos rebeldes.

—Os suspenderé a todos no bien estén listos los papeles, Cardiel. De ningún modo permitiré que este ataque a mi autoridad quede sin castigo.

—Preparad vuestros papeles, Loris —lo retó Cardiel y sostuvo su mirada furiosa, posando ambas manos sobre la mesa—. Sin mayoría en la Curia que firme, ni vuestras suspensiones ni vuestro interdicto son más que eso: papeles.

—Once obispos… —comenzó Loris.

—Once sobre veintidós no constituyen mayoría —señaló Arilan—. De los once que no hemos firmado, seis estamos aquí para oponernos a vos y jamás firmaremos. Uno se ha negado a seguir vuestro juego y los otros cuatro son obispos itinerantes sin diócesis fija, que se encuentran en algún lugar de los Once Reinos guiando a sus rebaños. Os llevará semanas encontrar a uno siquiera y más semanas poder convencerlo de que firme.

—Eso no me preocupa —susurró Loris—. Once o doce, hace poca diferencia. Esta Curia os considerará expulsados, la gente buscará a Morgan y nos lo entregará no bien sea posible. Y eso, después de todo, es el propósito de esta acción desde el comienzo.

—¿Estáis seguro de que no es encender una nueva guerra santa contra los deryni, arzobispo? —sugirió Tolliver—. Negadlo si queréis, pero vos y yo sabemos que cuando Warin de Grey sepa lo del Interdicto, y lo sabrá enseguida si de vos depende, lanzará contra los deryni la guerra más sangrienta que este reino haya visto en doscientos años. ¡Y tendrá vuestra anuencia!

—¡Estáis loco si creéis eso!

—¿De veras? —continuó Tolliver—. ¿No fuisteis vos quien nos contasteis vuestro encuentro con este tal Warin y que le habíais dado permiso para disponer de Morgan como quisiese? ¿No fuisteis vos quien…?

—¡No es lo que creéis! Warin es un…

—Warin es un fanático que odia a los deryni, exactamente igual que vos —estalló Arilan—. Sólo os diferencia el grado. A él lo perturba, como a vos, el hecho de que, bajo el gobierno del duque Alaric, Corwyn se haya convertido en un refugio para los deryni y que muchos deryni, algunos huyendo de vuestras persecuciones en Valoret, hayan encontrado un paraíso en Corwyn donde poder vivir tranquilamente y sin ser molestados. No creo que se crucen de brazos a ver cómo los exterminan, igual que en el pasado, Loris.

—¡No soy ningún carnicero! —espetó Loris—. No actúo sin buena causa. Pero Warin tiene razón. La escoria deryni debe ser eliminada de la tierra. Les concederemos la vida, pero sus poderes malignos deberán ser confinados a la oscuridad exterior. Deben renunciar a sus poderes y quedar impedidos de volver a usarlos.

—¿Puede el hombre común hacer esa sutil distinción entre los deryni, Loris? —preguntó Cardiel con vehemencia—. Warin les dirá a sus hombres que maten y él matará. Cuando llegue el momento, ¿podrá discernir entre los apóstatas deryni que han renunciado a sus poderes y aquellos que rehusan abandonar su estirpe?

—No ocurrirá así —protestó Loris—. Warin obedecerá mis…

—¡Largaos de aquí! —ordenó Cardiel—. ¡Largaos, antes de que olvide que soy sacerdote y haga algo de lo que luego me pueda lamentar! ¡Me causáis repugnancia, Loris!

—¡Osaríais…!

—¡Dije que os largarais!

Loris asintió con la cabeza lentamente. Sus ojos azules refulgieron como brasas heladas en su cabeza blanca.

—En tal caso, será la guerra —sentenció en un murmullo—. Y todos los que se sumen al enemigo serán contados entre sus filas. No nos queda alternativa.

—Loris, si es necesario os haré echar a puntapiés. Tolliver: vos, Wolfram, Siward y Gilbert, cercioraos de que se marchen. Decid a los guardias que los quiero fuera de aquí a medianoche, como muy tarde. Y custodiadlos.

—¡Con placer! —replicó Wolfram.

Con el rostro blanco de ira, rígido y conteniendo toda reacción, Loris giró sobre sus talones y volvió a cruzar el salón a grandes zancadas, seguido por sus obispos, los clérigos y los cuatro obispos disidentes de Cardiel. Cuando las puertas se cerraron, sólo quedaron Cardiel, Arilan y Hugh; este último, acurrucado en la silla desde la cual había seguido toda la conversación, con la cabeza gacha por el temor. Arilan fue el primero en notar su presencia. Le hizo señas a Cardiel para que le siguiera mientras corría hasta Hugh, al final de la mesa.

—¿Se queda para espiar, padre Hugh? —preguntó tranquilamente. Tomó a Hugh del brazo y lo hizo poner de pie con firmeza, pero sin violencia.

Hugh mantuvo la mirada baja y retorció un pliegue de su sotana mientras se observaba los dedos en las sandalias.

—No soy ningún espía, milord —dijo con voz apenas audible—. Yo… deseo unirme a vosotros.

Arilan miró a su camarada y Cardiel cruzó los brazos cautelosamente sobre el pecho.

—¿Y qué motiva este repentino cambio de parecer, padre? Desde hace unos años, sois secretario del arzobispo Corrigan…

—No es un cambio de parecer, eminencia. Al menos, no es reciente. La semana pasada, cuando descubrí que Loris y Corrigan pensaban decretar el Interdicto, advertí a Su Majestad del plan. Le prometí que permanecería en mi puesto para ver qué más podía averiguar. Después de lo de hoy, ya no podría quedarme más tiempo allí.

—Creo comprender —sonrió Cardiel—. ¿Denis? ¿Te fiarías de él?

Arilan sonrió.

—Pienso que sí.

—De acuerdo —Cardiel tendió su mano—. Bien venido a nuestro grupo, padre Hugh. No somos muchos, pero, como dicen los salmistas, nuestra fe es poderosa. Tal vez podáis darnos alguna idea de lo que Loris y Corrigan traman hacer a continuación. Vuestra ayuda nos será muy valiosa.

—En todo lo que pueda ayudaros, eminencia, estoy a vuestra disposición —murmuró Hugh, e inclinó la cabeza hacia el anillo de Cardiel—. Gracias.

—Nada de ceremonias —sonrió Cardiel—. Tenemos cosas más importanes que hacer. Ve a buscar a mi secretario, el padre Evans. Os necesitaremos a ambos en un cuarto de hora. Tenemos correspondencia urgente que despachar.

—Desde luego, eminencia —sonrió Hugh. Se inclinó y se marchó de la sala.

Cardiel suspiró y se hundió en una silla vacía. Cerró los ojos, se frotó la frente con aire cansado y alzó los ojos hacia Arilan. El obispo más joven se había encaramado sobre el borde de la mesa y sonreía a Cardiel con una mirada de triste resignación.

—Bueno, ahora sí que la hemos hecho, amigo. Hemos dividido la Iglesia en dos, en vísperas de una guerra.

Cardiel lanzó una risilla desdeñosa y suspiró, extenuado.

—Guerra contra Wencit de Torenth y revueltas internas. Si crees que no tendremos suficiente con ello…

Arilan se encogió de hombros.

—No podía evitarse. Pero siento lástima por Kelson. Será el próximo blanco de las persecuciones de Loris. Después de todo, es medio deryni, igual que Morgan, a lo cual hay que sumar los poderes adicionales que le legó su padre.

—Eso significa sencillamente que en Kelson hay prueba viviente de lo puro y benéfico que puede ser un deryni —acotó Cardiel. Suspiró, entrelazó los dedos por detrás de la nuca y miró al techo—. ¿Qué opinas sobre los deryni, Denis? ¿Crees que son realmente malignos, como sostiene Loris?

Arilan sonrió ligeramente.

—Creo que existen deryni perversos, como sucede en cualquier familia. No creo que Kelson, Morgan o Duncan sean malas personas, si a eso te referías.

—Hummm. Sólo me lo preguntaba. Es la primera vez que logro arrancar de ti una respuesta frontal sobre el tema —se volvió para guiñarle un ojo a Arilan—. Si no te conociera mejor, a veces habría jurado que eras deryni…

Arilan se rió, complacido, y le dio una palmada a Cardiel en el hombro.

—Thomas, se te ocurren las ideas más extrañas. Ven. Será mejor que pongamos manos a la obra o los auténticos deryni acudirán a golpear a nuestras puertas.

Cardiel meneó la cabeza y se puso de pie.

—Dios no lo permita —concluyó.