Capítulo XIII
Caminos […] que descienden a las cámaras de la muerte.
Proverbios, 7:27
En el cuarto de hora transcurrido desde que Morgan entrara al templo de San Torín, el cielo se había oscurecido notablemente. El claro estaba vacío. Sólo quedaban Duncan, los tres caballos y un viento, húmedo y opresivo, que revolvía el cabello castaño del sacerdote y soplaba las largas crines del percherón sobre el rostro del animal, mientras Duncan tironeaba de su pata trasera izquierda. Finalmente, el caballo levantó la pata y el sacerdote sujetó la herradura sobre su regazo. Valiéndose de la cruz de su daga como pico, retiró los últimos restos de fango. En el horizonte reverberó un trueno, como presagiando otra tormenta, y Duncan miró hacia el templo con impaciencia mientras proseguía con su trabajo.
¿Qué estaría haciendo Alaric que se retrasaba tanto? Debía de haber salido mucho tiempo atrás. ¿Y si hubiera tenido algún problema?
Posó la pezuña del animal sobre el suelo y retrocedió un paso. Luego, guardó la daga en la vaina que llevaba dentro de la bota.
No era propio de Alaric tardar tanto. Su primo no era un hombre falto de piedad religiosa, pero tampoco pasaría semejante tiempo en un oscuro templo de campiña cuando toda la Curia de Gwynedd se disponía a reunirse para deliberar en contra de él.
Duncan frunció el ceño y se reclinó contra la carga del percherón. A través de las ancas del animal, observaba la capilla. Se quitó el sombrero de cuero y jugueteó con el emblema de Torín, que llevaba pinchado, e hizo girar el gorro entre los dedos. Tal vez algo hubiera marchado mal. Quizá debería ir a ver…
Con un movimiento resuelto, Duncan se aplastó la gorra contra la cabeza y empezó a andar hacia la capilla. Pero lo pensó mejor y decidió desatar primero los caballos. Quizá tuviesen que emprender una rápida huida. Luego, cruzó el patio hacia el templo. Cuando entró en la antecámara, alcanzó a ver un apresurado movimiento de sorpresa detrás de la reja y la voz cascada del monje se dirigió a él de inmediato.
—No puedes entrar en este sitio con armas. Lo sabes. Es tierra consagrada.
Duncan frunció el ceño. No deseaba ofender a los pobladores del lugar, pero tampoco pensaba entrar desarmado, dadas las circunstancias. Si Alaric se encontraba en problemas, Duncan quizá tuviera que luchar por los dos. Su mano izquierda se dirigió casi inconscientemente a la empuñadura del arma.
—Busco al hombre que entró después de mí, hace un rato. ¿Lo has visto?
Y el hombre repuso, apresuradamente:
—Nadie ha entrado desde que tú partiste. Ahora, ¿querrás marcharte con tu acero ofensivo o tendré que pedir ayuda?
Duncan miró a través de la reja con ojos penetrantes y, de pronto, sospechó de los aires del monje. Dijo, con cautela:
—¿Intentas decirme que no viste entrar a un hombre vestido con traje de caza y sombrero marrón?
—Te lo he dicho, aquí no hay nadie. Ahora, vete.
Los labios de Duncan se apretaron en una línea severa y delgada.
—En tal caso, no te molestará que me fije con mis propios ojos —señaló fríamente. Fue hasta la doble puerta y la abrió de un empellón.
Oyó un grito indignado mientras cerraba la puerta después de entrar, pero ignoró las protestas ahogadas del sacerdote. Aplicó sus sentidos deryni y los proyectó a su alrededor en busca de peligro, hasta donde se atrevió. Entonces, tornó a recorrer la nave central con paso veloz. Como había dicho el monje, en la pequeña capilla no se veía a nadie; al menos, en ese momento. Pero, si sólo había una entrada y una salida, ¿adonde podría haber ido Alaric?
Duncan se acercó al sector del altar y examinó el sitio con suspicacia. Evocó cada detalle con su memoria deryni. No había más velas en el altar, aunque una, quebrada y extinguida, yacía sobre el suelo, cerca de los escalones. No recordaba haberla visto antes. Pero la cerca… ¿había estado cerrada cuando él entró?
Decididamente, no.
Pero ¿por qué razón Alaric podría haberla cerrado?
Corrección: ¿Habría cerrado esa puerta Alaric? En caso afirmativo, ¿por qué?
Volvió la mirada a las puertas y las vio cerrarse suavemente. Alcanzó a vislumbrar una figura enjuta y tonsurada, con hábito marrón, que se alejaba de su vista.
¡Conque el monjecillo lo había estado espiando! Probablemente regresaría con los prometidos refuerzos de un momento a otro…
Duncan regresó al altar y se inclinó por encima de la cerca para alcanzar el picaporte. Al hacerlo, sus ojos se posaron sobre algo que, sin duda, antes no había estado allí. Atónito, se detuvo.
Era un ajado sombrero de cacería, de cuero marrón, con una correa para sujetarlo por el mentón, y yacía, aplastado y abandonado, contra el fondo de la verja, del otro lado.
¿Sería el de Alaric?
Mientras una fría sospecha comenzaba a asomar en su mente, Duncan tendió la mano para cogerlo pero, a mitad de camino, su brazo se detuvo: la manga había quedado atrapada al rozar el picaporte. Se inclinó cuidadosamente para inspeccionarla y detectó la pequeña protuberancia aguda que le había enganchado la ropa. Soltó la manga y retiró la mano. Entonces, volvió a asomarse para mirar más de cerca. Con precaución, dejó que sus poderes examinaran el picaporte.
¡Merasha!
Su mente retrocedió violentamente ante el encuentro. De sus poros, rompió a brotar un sudor helado. Sólo con dificultad, pudo controlar el temblor y evitar huir a la carrera. Se dejó caer sobre una rodilla y se posó contra la cerca, mientras se obligaba a respirar hondo para serenarse.
Merasha. Ahora lo comprendía todo: la cerca cerrada, el gorro, el picaporte…
Con los ojos de su imaginación revivió la escena: Alaric, que se acercaba al altar, igual que Duncan, con una vela encendida en la mano; buscaba detrás de la cerca el picaporte oculto, alerta a los peligros más obvios que el sitio pudiera ocultar, sin jamás soñar que esa simple manija contenía la traición más atroz: el puntiagudo picaporte que rasgaba la piel desnuda en lugar de la manga y que lanzaba a correr la droga entumecedora por el cuerpo desprevenido.
Después, alguien aguardaba en el silencio de la emboscada, para atacar las defensas del noble deryni, ya debilitadas por el merasha, y llevarlo así donde lo esperaba vaya uno a saber qué oscuro destino.
Duncan tragó con fuerza y miró a sus espaldas. De pronto, fue consciente de que podía haber repetido la suerte de su primo por muy poco. Tendría que darse prisa. El monjecillo enfadado volvería con refuerzos en cualquier momento. Pero, antes de abandonar ese sitio, debía intentar establecer contacto con Alaric. A menos que encontrara algún indicio del paradero de su primo, no tenía la menor idea de dónde buscarlo. ¿Cómo podría haber salido de allí?
Se enjugó la frente húmeda contra el hombro, se inclinó y tomó el gorro de cuero de entre los barrotes de la cerca. Despejó la mente y dejó que los sentidos se proyectaran a su alrededor. Sintió el aura del dolor, de la confusión, de la oscuridad que cada vez se cernía con más fuerza. Estrechó el sombrero contra su pecho y alcanzó a captar la angustia que debió de haber embargado a su primo para que arrojara el sombrero de su cabeza atormentada.
Extendió luego la proyección de sus sentidos hacia fuera. Tocó brevemente los pensamientos anónimos, que parpadeaban en la mente de cada transeúnte del camino. Sintió que soldados de alguna clase se aproximaban con intenciones claras, aunque no pudo saber de qué tenor. Advirtió la negrura siniestra de una presencia que sólo podía ser el monjecillo, con la mente poblada de ira hacia el intruso que había profanado su preciado templo.
Y algo más: el monje había visto a Alaric. ¡Y no lo había visto partir, ni había esperado a verlo!
Duncan interrumpió su trance con un estremecimiento y se dejó caer desolado contra la cerca del altar. Tendría que salir de allí. El monje, evidentemente, había tomado parte en la suerte corrida por Alaric y regresaría con soldados de un minuto a otro. Y si Duncan pensaba ser de ayuda a Alaric en el futuro, no podía permitirse que le hiciesen prisionero.
Con un suspiro, Duncan alzó la cabeza y recorrió el área del presbiterio una última vez. Debía marcharse. Y en ese mismo momento.
Pero ¿dónde estaba Alaric?
Estaba tendido sobre el vientre, con el pómulo derecho apretado contra una superficie dura y fría, cubierta con algo áspero y de olor fuerte. Y la primera consciencia que recuperó al despertar fue la del dolor. Un dolor palpitante que comenzó en la punta de los pies y se localizaba en algún lugar detrás de sus ojos.
Los tenía cerrados y no parecía tener siquiera las fuerzas suficientes para abrirlos aún. Pero la consciencia volvía, lentamente; y, con cada latido de su corazón, un centenar de filosas agujas se enterraba en su cabeza, para hacer casi imposible la más mínima concentración.
Cerró los ojos con más firmeza e intentó cerrar las puertas al dolor. Trató de centrar toda su atención en mover alguna parte pequeña de su cuerpo. Movió los dedos de las manos —creyó que estaban a su derecha— y sintió un roce de heno y tierra entre los dedos.
¿Estaría en algún lugar abierto?
Mientras se lo preguntaba, notó que el dolor había cedido un poco en la región posterior a las cuencas de los ojos, lo que le animó a intentar abrirlos. Para su sorpresa, los ojos le obedecieron; aunque, por un instante, creyó estar ciego.
Entonces, vio su mano izquierda, a pocos centímetros de su nariz, descansando sobre… ¿el suelo? ¿Cubierta de heno? Comprendió que no estaba ciego, sólo en una habitación a oscuras; que un pliegue de su manto había caído parcialmente sobre su rostro y que le obstruía la vista. Cuando sus sentidos adormecidos se adaptaron a este descubrimiento, pudo extender su mirada más allá de la mano. Trató de enfocar los ojos, sin mover otra parte de su cuerpo, y vio que podía distinguir formas de luz y de sombras. En su mayoría de lo último.
Se encontraba en lo que debía de ser una inmensa cámara o recinto, todo de madera. Su campo de visión era muy estrecho si no cambiaba de posición, pero lo que veía desde allí era una pared de arcos altos y profundos, tenuemente iluminada por la sombría luz de unas antorchas, sujetas en grilletes de hierro negro. En cada arco, lejos, dentro de los nichos, pudo distinguir apenas una figura alta e inmóvil que se erguía vagamente amenazadora en la sombra; cada una, armada con una lanza y un escudo oval con un oscuro emblema heráldico. Parpadeó y volvió a mirar, tratando de leer el blasón, y entonces comprendió que se trataba de estatuas.
¿Dónde estaría?
Intentó incorporarse, aunque demasiado apresuradamente, como no tardó en comprender. Creyó que ponía los codos bajo el cuerpo y en realidad llegó a levantar la cabeza unos centímetros del suelo; pero entonces una oleada de náuseas invadió su mente, que empezó a girar en un torbellino enloquecido, peor que todo lo anterior. Se acunó la cabeza entre las manos, tratando de sofocar el mareo. Finalmente, a través de la niebla, pudo reconocer el síntoma contra el que luchaba: los efectos entumecedores del merasha.
El recuerdo le atravesó en un segundo. Había sido en la cerca del altar. Cayó en una trampa como un atolondrado aprendiz. Y el sabor pastoso que le adormecía la lengua indicaba que seguía bajo la influencia de la droga y que, fuese cual fuere su situación en ese momento, no podría valerse de sus poderes para escapar de ella.
Ya conocía el origen de sus síntomas. Pero vio que, al menos, podía manipular las manifestaciones físicas hasta cierto punto, controlar el adormecimiento, detener algo del vértigo que lo poseía. Con cuidado, levantó la cabeza unos centímetros para ver fugazmente un manto de lana negra a su derecha, a quince centímetros de donde había posado la cabeza. Sus ojos fueron de un lado a otro: más botas, largos mantos que barrían el suelo cubierto de heno, puntas de espadas desenvainadas. Supo que estaba en peligro, que tenia que ponerse de pie.
Cada movimiento de sus miembros fue una tortura, pero obligó a su cuerpo a la obediencia; lentamente, se apoyó sobre los codos y luego sobre manos y rodillas. Al erguirse, se concentró en la bota plantada ante su rostro. Alzó también los ojos, sabiendo que sería demasiada fortuna encontrar una bota vacía.
De la bota asomaba una pierna; al lado, había otra pierna, calzada con una bota idéntica. Ambos miembros se unían en un cuerpo de atuendo gris. En el campo visual de Morgan, irrumpió el emblema de un halcón sobre un torso y, al alzar la mirada hacia los ojos negros y penetrantes que lo miraban, con. intensidad, el espíritu de Morgan desmayó. Estaba condenado, sin duda.
Pues el hombre que llevaba el halcón sólo podía ser Warin.
Duncan comenzó a girar sobre sus talones para abandonar la capilla y entonces, se detuvo una vez más para examinar el área del presbiterio.
Todavía quedaba una pregunta sin responder. En cierto sentido, no había evaluado toda la información de que disponía y que podría salvar la vida de Alaric, pese a todo. Esa vela que había visto al regresar al santuario, ¿dónde estaba?
Se inclinó para mirar por encima de la cerca una vez más. Duncan vio que el cirio yacía junto a los escalones, a la izquierda de la alfombra central. Inició un movimiento hacia el picaporte, recordó el peligro que le acechaba allí y decidió, en cambio, pasar la pierna al otro lado del vallado. Miró nerviosamente hacia la doble puerta, se acurrucó al lado de la vela y estudió su posición. Tendió un dedo cauteloso para moverla.
Como había sospechado, la vela seguía tibia y la cerca que rodeaba el pabilo aún no había cuajado por completo. Todavía podía percibir pálidamente la angustia de Alaric que impregnaba el cirio, y un ligero indicio del dolor y el terror que lo embargaron el instante final, antes de soltarla.
¡Maldición! Todo esto señalaba en una dirección que se le había pasado por alto. Lo sabía. Alaric debió de haber estado de ese lado de la valla. La puerta de la cerca tuvo que haberse abierto: la vela yacía demasiado próxima al altar para haber llegado hasta allí rodando. Pero ¿adonde habría ido Alaric desde allí?
Escrutó el suelo que rodeaba la vela y notó las gruesas gotas de cera que habían chorreado sobre los tablones de madera. Un fino hilo de cera amarillenta conducía desde el cirio hasta un punto a la izquierda de la alfombra que se acercaba al altar. La cera se veía aplastada y rasgada, en ese sitio, como si alguien hubiera pisado sobre ella antes de que hubiese tenido tiempo de secarse. Y una de las gotas, de cierto tamaño, cerca del borde de la alfombra, tenía una débil grieta vertical. Casi como si…
Los ojos de Duncan se abrieron, con una idea repentina. Se inclinó para mirar más de cerca. ¿Podría ser que hubiese una abertura en el suelo? ¿Una línea que no fuera parte del intrincado dibujo del suelo, sino que corriese por el borde de la alfombra hasta el altar?
Caminó de rodillas hasta el otro borde de la alfombra, enviando una mirada de disculpas al altar por su conducta inapropiada, y escudriñó el relieve del suelo en el lado opuesto.
¡Sí! No cabía duda: desde la puerta del presbiterio hasta el primer peldaño del altar corría una delgada línea por toda la longitud de la alfombra, más pronunciada que las demás junturas que formaban el suelo. Y allí donde la alfombra se prolongaba en la porción que cubría los escalones parecía haber una costura.
¿Habría unapuerta-trampa bajo la alfombra?
Regresó, reptando hasta el lado izquierdo, y examinó la fisura una vez más. Sí, la cera había sido rajada después de secarse, no antes. De este lado de la resquebrajadura era más fina, como si un lado de la rendija hubiese descendido para regresar luego a su primera posición.
Casi sin creer que pudiese ser posible, Duncan cerró los ojos y extendió sus sentidos por la alfombra, en un intento de percibir lo que había debajo. Tuvo la impresión de un espacio que se abría, de un laberinto de rampas en espiral y de pasillos descendentes de madera lustrada, por los cuales un hombre, aun inconsciente, podría deslizarse rumbo a Dios sabría dónde. Y el mecanismo que controlaba la puerta… era un cuadrado apenas visible en el suelo intrincado, directamente a la izquierda de la alfombra, aunque percibió que no era el único punto de control.
Duncan se puso de pie y miró la alfombra y el cuadrado. Podría abrir el mecanismo con mucha facilidad. Un duro puntapié en el cuadrado tal vez bastase. Pero ¿realmente conduciría el pasadizo hasta Alaric? En tal caso, ¿seguiría con vida su primo? Era poco realista imaginar que los raptores, quienesquiera que fuesen, no hubiesen estado esperándole cuando Alaric cayó al fondo. Y, si Alaric había recibido una dosis importante de merasha —nada parecía indicar lo contrario—, pasarían horas antes de que pudiese volver a emplear sus facultades deryni. Por otra parte, si Duncan bajaba, armado y en pleno uso de sus poderes —que no eran desdeñables—, tal vez Alaric tuviese alguna posibilidad de salvar la vida.
Duncan miró una vez más a su alrededor y se decidió. Tendría que ser sumamente cauteloso. Debía caer sobre el sitio al que daba la trampa con la espada desenvainada, listo para defenderse tras su aparición. Sin embargo, quedaba la cuestión del laberinto. No tenía idea de su extensión ni de las vueltas que daría antes de desembocar en su extremo final. Si no tenía cuidado, bien podía acabar atravesado por su propia espada…
Palpó pensativamente la empuñadura del arma e inclinó la vaina hacia arriba, bajo el brazo izquierdo, con el mango hacia abajo. Esa posición, dentro de la vaina y con la hoja sujeta en su sitio por la mano diestra, bastaría hasta que llegara a destino. Después, un rápido movimiento y…
Oyó sonidos en la antecámara y supo que debía actuar deprisa si deseaba evitar una confrontación con el monjecillo traicionero. Afirmó bien la espada, descargó un puntapié sobre el cuadrado y se acurrucó en medio de la alfombra. Sintió que el suelo cedía bajo su peso. Alcanzó a ver que las pesadas puertas de la capilla se abrían de par en par con un rechinar de goznes y distinguió al monjecillo, ya no tan pequeño, recortado contra el marco junto a tres soldados armados.
Entonces, se sintió caer por la oscuridad, con la espada sujeta a un lado, cada vez más deprisa rumbo a peligros ignotos.
Un par de manos poderosas pusieron a Morgan rudamente de pie y lo inmovilizaron. Le doblaron los brazos por detrás y le engancharon el cuello casi hasta asfixiarlo. Al principio, opuso resistencia, un poco para probar la fortaleza de sus captores y otro tanto para intentar huir. Pero unos golpes en los ríñones y en las ingles lo pusieron enseguida de rodillas, doblado por el dolor. La presión adormecedora en el cuello lo devolvió casi a la inconsciencia. Sintió que se quedaba sin aliento.
Ahogando un gemido, Morgan cerró los ojos y se obligó a relajarse en manos de sus captores y. mientras los hombres lo forzaban a ponerse de pie una vez más, deseó que el dolor desapareciera. Era evidente que no tenía esperanzas de poder ganar una contienda física mientras perdurara el efecto entumecedor de la droga. Hasta entonces, tampoco podría fiarse de sus poderes. Y, con respecto a las facultades del pensamiento…, ¡ja!, ni siquiera podía pensar en ese momento. Sería interesante ver si, después de todo, lograba salvar algo de semejante catástrofe.
Abrió los ojos y trató de conservar la calma y de evaluar la gravedad de la situación en tanto se lo permitieran sus sentidos deteriorados.
En la sala había unos diez hombres armados: cuatro lo sostenían en su poder y el resto formaba un semicírculo ante sus ojos, con las armas listas para el ataque. Detrás de él, había una fuente de luz. Tal vez una puerta que diese al exterior. El resplandor se reflejaba en las espadas y en los yelmos de los hombres que lo vigilaban. Dos de ellos sostenían también antorchas en lo alto. La luz anaranjada se derramaba a su alrededor a modo de manto feroz. Entre esos dos, se erguía Warin y otro hombre, con atuendo eclesiástico, a quien Morgan creyó reconocer. Ninguno había dicho una sola palabra durante el forcejeo. Warin contemplaba a su prisionero con mirada impasible.
—Conque éste es Morgan… —dijo por fin, sin ningún asomo de emoción en la voz—. Hemos conseguido poner a raya al herético deryni…
Warin cruzó los brazos a la altura del pecho y volvió a caminar alrededor de Morgan. Lo estudió de pies a cabeza, mientras sus botas barrían el heno suelto a cada pisada. Debido al brazo que lo aferraba del cuello, Morgan no podía ver a Warin; pero, de haber tenido la posibilidad, tampoco habría dado esa satisfacción al cabecilla rebelde. Además, su atención se centraba en el clérigo. El descubrimiento de su identidad había traído consigo una helada sospecha.
Si Morgan no recordaba mal, el sacerdote era un tal Lawrence Gorony, un monseñor vinculado con la oficina del arzobispo Loris. Si tal era el caso, Morgan estaba en peores problemas de los que había imaginado. Sólo podía significar que los arzobispos habían otorgado algún reconocimiento a Warin y que estaban dispuestos a apoyar la campaña del cabecilla rebelde.
Y también representaba otro peligro más inmediato, pues la presencia de Gorony en esa emboscada —y no de alguno de sus superiores de mayor rango— tal vez indicase que los arzobispos preferían no quedar involucrados en la suerte de Morgan y que, después de dar una fachada sacramental a su captura, quisiesen entregarlo a la autoridad de Warin.
Este jamás había sugerido otra cosa que no fuera la muerte para los de su estirpe. La misión de Warin, según él mismo creía, era destruir a los deryni, por arrepentidos que pudiesen mostrarse. No parecía muy dispuesto a dejar que Morgan, el paladín de los deryni ante sus ojos, escapara a la suerte que merecían sus congéneres.
Morgan controló un estremecimiento (y se admiró mentalmente por haber sido capaz); después, arriesgó una mirada a Warin mientras el cabecilla rebelde regresaba a su sitio inicial. Los ojos de Warin eran fríos, severos y negros como el azabache. Se dirigió a su cautivo:
—No perderé tiempo, deryni. ¿Tienes algo que decir antes de que pronuncie juicio contra ti?
—¿Pronunciar juicio…? —estalló Morgan, consternado. Entonces advirtió que su boca había repetido en voz alta las palabras, concebidas por su mente, y trató de encubrir el temor y la indignación que habían suscitado en él.
¡Khadasa! ¿Habría recibido una dosis tan potente de merasha que ya ni siquiera podía controlar la lengua? Debía tener cuidado y ganar tiempo a toda costa para que el efecto se desvaneciera y su mente volviera a funcionar normalmente.
Aun mientras lo pensaba, comprendía que debía darse por satisfecho si lograba sobrevivir los próximos minutos sin delatarse por completo. Se preguntaba dónde estaría Duncan. Su primo debía de estar buscándolo a esas alturas, pero, desde luego, no tenía idea de dónde podría estar. No sabía cuánto tiempo había estado inconsciente. Además, tal vez ni siquiera se encontrase en el templo de San Torín. No se atrevía a esperar que Duncan lo rescatase. Si tan sólo pudiera resistir o fingir hasta que recuperara los poderes…
—¿Ibas a hablar, deryni? —dijo Warin, mientras observaba a Morgan y comenzaba a darse cuenta de que llevaba las de ganar.
Morgan se obligó a lanzar una sonrisa desolada y trató de asentir, pero el brazo que lo aferraba por el cuello era fuerte y llevaba un brazal de malla.
Sentía que los eslabones de metal se le hundían en la garganta con cada tensión del centinela.
—Señor, me tenéis en desventaja… —aventuró con voz temblorosa—. Me conocéis, más yo no sé quién sois vos. ¿Podría preguntar…?
—Soy tu juez, deryni —replicó Warin con sequedad, interrumpiéndolo en mitad de la frase y estudiándolo con deliberada frialdad—. El Señor me ha encomendado la misión de liberar la tierra de tu raza para siempre. Tu muerte será un importante paso en el logro de esta noble tarea.
—Ahora ya sé quién eres —la voz de Morgan había adquirido algo de firmeza, pero sus rodillas vacilaron con el esfuerzo de la concentración. Trató esta vez, con éxito, de dar a sus palabras un tono ligero—. Eres ese Warin que ha estado asolando mis fincas del norte e incendiando los cultivos. Entiendo que también has quemado a varias personas, lo que no parece estar de acuerdo con tu benévola imagen, debo decir.
—A veces es necesario provocar algunas muertes —repuso Warin con impertinencia, sin dejarse intimidar—. Por cierto, lo es la tuya. No obstante, te aseguraré algo: contra mi mejor juicio, prometí que tendrías la oportunidad de arrepentirte de tus pecados y de buscar así la absolución antes de morir. Personalmente, pienso que es una pérdida de tiempo para los de tu sangre; pero el arzobispo Loris no concuerda conmigo. Si te arrepientes, monseñor Gorony escuchará tu salvación e intentará salvar tu alma.
Morgan dirigió su mirada a Gorony y frunció el ceño. A su mente acudió un recurso para ganar tiempo.
—Temo que te has apresurado a sacar conclusiones, amigo —dijo, pensativo—. Si te hubieras tomado la molestia de preguntar, antes de tender la celada, habrías sabido que me dirigía a Dhassa para someterme a la autoridad del arzobispo. Ya había decidido renunciar a mis poderes y llevar una vida de penitencia.
Los ojos negros de Warin se entrecerraron, astutamente.
—Lo veo muy poco probable. Por todo lo que he oído, el gran Morgan jamás renunciará a sus poderes ni se someterá a la penitencia.
Morgan intentó encogerse de hombros y pudo notar con alivio que su guardián había aflojado la presión del brazo.
—Estoy en tu poder, Warin —era la verdad y daba peso a la mentira que acababa de pronunciar y a las que agregaría en caso de ser necesario—. Como te habrá dicho quien procuró la droga deryni, estoy totalmente indefenso bajo los efectos del merasha. No sólo me veo privado de mis arcanos poderes, sino que carezco de coordinación física. Tampoco creo que pueda mentirte en mi estado, aunque quisiera.
Eso no era cierto, pues, como Morgan había descubierto al decir el primer embuste, bajo el influjo del merasha era totalmente capaz de mentir. Habría que ver si Warin le creería…
Warin frunció el ceño y pisoteó un manojo de heno bajo la bota. Meneó la cabeza y repuso:
—No comprendo qué esperas ganar, Morgan. En este momento, nada puede salvar tu vida. En pocos instantes, morirás en la hoguera. ¿Por qué agravas tus pecados perjurando ante la proximidad misma de la muerte?
¡La hoguera!, pensó Morgan, con el rostro demudado. ¿Me quemarán vivo como a un hereje, sin siquiera darme una oportunidad de defenderme?
—Te he dicho que pensaba someterme a la autoridad del arzobispo —insistió Morgan, con un asomo de incredulidad en la voz—. ¿No me permitirás realizar mi propósito?
—Esa posibilidad ya no está dentro de tus derechos —afirmó Warin, impertérrito—. Has tenido muchas ocasiones de enmendar tu vida y no las has sabido aprovechar. Ya te has condenado. Si deseas salvar tu alma, donde, te aseguro, anidan los peores peligros, te sugiero lo hagas ahora, mientras aún me quede paciencia. Monseñor Gorony escuchará tu confesión, si deseas dirigirte a él.
Morgan desvió su atención a Gorony.
—Monseñor, ¿vais a permitir esto? ¿Permaneceréis de brazos cruzados, presenciando una ejecución sin el debido juicio?
—Mis únicas órdenes son las de prestar ayuda espiritual a vuestra alma, Morgan; ése fue el acuerdo. Después, perteneceréis a Warin.
—¡Yo no pertenezco a nadie, sacerdote! —espetó Morgan, con los ojos grises desbordantes de ira—. ¡Y no creo que el arzobispo tenga conocimiento de esta grave injusticia!
—¡La justicia no es para los de vuestra clase! —repuso Gorony. Su rostro había adquirido una expresión oscura y maléfica bajo la luz de las antorchas—. Ahora bien, ¿os confesaréis o no?
Morgan se humedeció los labios y se propinó un puntapié mentalmente por haberse dejado llevar por la ira. Los desplantes no le conducirían a ningún sitio. Lo veía muy claramente. Warin y el sacerdote estaban ciegos de odio hacia algo que no comprendían. Nada de lo que pudiera decir o hacer surtiría ningún efecto. Sólo, quizás, el de apresurar la ejecución, si no tenía cuidado. ¡Debía ganar tiempo!
Bajó los ojos e hizo un esfuerzo visible por adoptar su expresión más contrita. Tal vez pudiera alargar los minutos. Debía de haber cientos de cosas que podría confesar a lo largo de treinta años de vida. Y, si no recordaba muchas, sabría inventar más de una.
—Pido disculpas —dijo, inclinando la cabeza—. Me he mostrado imprudente, como tantas veces en el pasado. ¿Se me permitirá tener confesión en privado o debo hablar delante de todos?
Warin resopló con divertido desdén:
—Basta de bromas. Gorony, ¿estáis preparado para escuchar la confesión de este hombre?
Gorony sacó una estrecha estola púrpura de la manga del hábito y se la llevó a los labios para colocársela alrededor del cuello.
—¿Deseas confesarte, hijo? —murmuró formalmente, eludiendo la mirada y dando un paso hacia Morgan.
Morgan tragó saliva y movió la cabeza afirmativamente. Sus captores se postraron de rodillas y lo arrastraron al suelo consigo. Le quitaron el brazo del cuello y Morgan volvió a tragar saliva, aliviado, antes de inclinar la cabeza. Trató de flexionar la muñeca izquierda, a modo de ensayo, al acomodarse sobre las rodillas —lo cual le fue difícil por lo agarrotados que tenía los miembros— y, para su sorpresa, sintió la presión familiar del frío acero a lo largo del antebrazo: su fiel estilete, que los hombres no habían detectado bajo la cota de malla. Aparentemente, no se habían tomado la molestia de cachearlo. ¡Imbéciles!, pensó triunfal mientras se disponía a hablar. Eso también significaba que no había estado mucho tiempo inconsciente. Quizá, si no le quedaba otra salida, pudiese acabar con un par de esos fanáticos cuando llegara la hora. Parecía que, en efecto, no habría escapatoria.
—Perdóname, padre, porque he pecado —murmuró, volviendo su atención a Gorony, quien permanecía de pie ante él—. Éstas son mis faltas.
Antes de que Morgan pudiese siquiera tomar aire para comenzar la enumeración, se oyó un inesperado trueno en las vigas del techo. Todas las cabezas se volvieron hacia arriba para mirar incrédulas y en ese momento apareció por una estrecha abertura una esbelta figura vestida con atuendo de caza marrón, que fue a sentar su trasero sobre el heno, allí donde Morgan había recuperado la consciencia momentos atrás.
¡Duncan!
El sacerdote se puso de pie de un salto y, tras desenvainar la espada a toda velocidad, abrió un tajo en la rodilla desprotegida de uno de los guardianes de Morgan. El hombre gritó y cayó al suelo, sujetándose la pierna en un grito de agonía. Al mismo tiempo, Morgan se abalanzó a la izquierda con todo su peso, arrastrando al suelo a dos de los captores. Un cuarto hombre, que trataba de esgrimir una defensa ante la doble ofensiva, intentó desenvainar para proteger a su camarada caído antes de que Duncan volviera a atacar. Pero su indecisión le valió la vida: Duncan lo despedazó antes de que pudiera retirar la espada de la vaina. El recinto se convirtió en un caos, cuando los hombres de Warin se recuperaron de la sorpresa y respondieron al ataque.
Duncan peleó con gusto. La espada y la daga respondían presurosas en ambas manos como si fueran prolongaciones de su cuerpo. Morgan, desde el suelo y aún aferrado por dos de sus anteriores custodios, arrojó furiosos puntapiés a uno de ellos, que intentaba incorporarse. La caída angustiosa del hombre puso fuera de guardia el otro lo suficiente para que Morgan pudiera desenvainar su estilete y acabar con él. Después, Morgan se encontró gritando salvajemente y descargando la daga contra otro atacante que había aparecido de la nada para abalanzarse sobre él, arma en mano.
Mientras forcejeaba para quitarle la daga al otro, apenas alcanzó a ver a Duncan, que se desplazaba y luchaba ferozmente contra media docena de espadachines. Pensó entonces que no tendrían posibilidades de resistir contra tantos adversarios.
Y entonces, la áspera voz de Gorony atravesó el caos reinante con una orden imperiosa:
—¡Matadlos! ¡Que el diablo se los lleve! ¡Acabad con los dos!