Capítulo IV
Y díjome el ángel que hablaba en mí…
Zacarías 1:9
A Duncan se le secó la garganta. No pudo tragar; el hombre lo había llamado por un nombre que sólo conocían tres personas con vida: él mismo, Alaric y el joven rey Kelson. No había forma de que esta persona pudiese saber que Duncan era medio deryni y que su madre y la de Alaric habían sido hermanas gemelas, de la más noble estirpe deryni. Era un secreto que Duncan había guardado celosamente durante toda la vida.
Y, sin embargo, el hombre que tenía ante sí lo había llamado por su nombre secreto. ¿Cómo podía saberlo?
—¿De qué hablaba? —logró murmurar, con la voz una octava más aguda que lo normal. Se aclaró la garganta—. Soy McLain, de los lores de Kierney y Cassan.
—Y también eres Corwyn, por parte de tu bendita madre —lo contradijo gentilmente el caballero—. No debes avergonzarte de ser medio deryni, Duncan.
El sacerdote calló y alcanzó a recobrar parte de la compostura. Se humedeció los labios nerviosamente.
—¿Quién es usted? —preguntó con cautela, aunque inadvertidamente dejó que su mano cayera de la empuñadura de la espada—. ¿Qué desea?
El hombre rió, divertido, y meneó la cabeza.
—No… Por supuesto, no entiendes nada, ¿verdad? —musitó casi para sus adentros, con la sonrisa aún en los labios—. No tienes por qué temer, tu secreto no saldrá de mis labios. Pero, ven. Desmonta y camina un rato conmigo. Hay algo que debo hacerte saber.
Duncan vaciló un instante, algo incómodo bajo la mirada serena del hombre, pero obedeció. El desconocido asintió gravemente.
—Considera esto como una advertencia, si quieres, Duncan. No como una amenaza de mí, pues no lo es, sino como un comentario por tu bien. En las semanas venideras, tus poderes pasarán por una ardua prueba. Cada vez te verás más en la necesidad de emplear tu magia a ojos de los demás, para aceptar tus dones innatos y asumir la lucha como un deber, o bien para renunciar a ellos de por vida. ¿He sido claro?
—No —musitó Duncan—. En primer lugar, soy sacerdote. Se me prohibe practicar las artes ocultas.
—¿De veras?
—Desde luego. La magia está prohibida para los clérigos…
—No me refería a eso. ¿De veras eres sacerdote?
Duncan sintió que las mejillas comenzaban a arderle. Tuvo que esquivar su mirada.
—Según el rito en el que fui ordenado, soy sacerdote de por vida, «hasta…».
—«Hasta la orden de Melquisedec» —citó el hombre—. Conozco el texto de las escrituras. Pero ¿eres realmente sacerdote? ¿Qué sucedió hace dos días?
Duncan lo miró con ojos desafiantes.
—Sólo me han suspendido. No he sido degradado del sacerdocio ni excomulgado.
—Así y todo, dijiste que la suspensión no te importaba y que, cuanto más usabas tus poderes, menos importantes se tornaban tus hábitos…
Duncan contuvo el aliento e, instintivamente, se acercó al hombre. El caballo sacudió la cabeza, alarmado.
—¿Cómo lo sabes?
El hombre sonrió apenas y llevó las manos a las riendas del corcel, para impedir que posara los cascos sobre sus sandalias.
—Sé muchas cosas.
—Estábamos solos… —murmuró Duncan—. Lo habría jurado por mi propia vida. ¿Quién es usted?
—El poder de los deryni no es maléfico, de ningún modo, hijo mío —prosiguió en tono coloquial. Dejó caer la mano y volvió a andar lentamente. Duncan meneó la cabeza, atónito, e hizo andar al caballo por detrás de él, para escuchar lo que decía el hombre—, y tampoco necesariamente bueno. El bien y el mal están en la mente de quien usa esos poderes. Sólo una mente perversa puede corromper el poder para que sirva al mal.
Se volvió, para mirar a Duncan mientras caminaban, y prosiguió:
—He observado cómo usabas tus poderes hasta ahora, Duncan, y hallo tu juicio sumamente prudente. No tienes que albergar dudas sobre la rectitud de tus motivos. Entiendo la lucha que has debido sobrellevar para poder siquiera emplearlos.
—Pero…
—Basta ya —dijo el hombre, levantando la mano para pedir silencio—. Ahora debo marcharme. Sólo te pido que continúes reflexionando sobre tus motivos en ese otro asunto que mencioné. Tal vez se requiera de ti en otras formas distintas de las que habías pensado. Medita sobre ello, y que la Luz sea contigo.
Entonces, el hombre desapareció y Duncan se detuvo, confuso.
¡Se había esfumado!
¡Sin dejar señales!
Examinó el suelo que se extendía a su lado, por donde el hombre había pisado, pero no se veían huellas. Aun pese a la oscuridad cada vez mayor, notaba en cambio sus propias pisadas, que se extendían por el trayecto que había seguido. Las herraduras del caballo se hundían firmemente sobre la arcilla húmeda del camino.
Pero del paso del otro no había huellas.
¿Lo habría imaginado, tan sólo?
¡No!
Había sido demasiado real, demasiado escalofriante y amenazador para ser apenas una imaginación. Ahora sabía cómo se habría sentido Alaric frente a sus propias visiones. Era la misma sensación de irrealidad, más la certeza de haber sido tocado por algo… o por alguien. ¡Vaya! Había sido una experiencia tan real como…, como esa aparición refulgente que él y los demás deryni habían visto en la coronación de Kelson, sosteniendo la corona de Gwynedd sobre su cabeza. Ahora que lo pensaba, ¡hasta podría haberse tratado de la misma persona! Y, en tal caso…
Duncan se estremeció y se arrebujó dentro del manto. Volvió a montar y espoleó al animal; en ese camino desierto, no hallaría más respuestas. Y debía contar a Alaric lo sucedido. Las visiones habían visitado a su primo en momentos cruciales, en los que se gestaban profundas crisis. Esperaba que no fuese un presagio.
Faltaban cinco kilómetros para el castillo de Coroth. Le parecerían cincuenta.
En el castillo de Coroth, las festividades de la noche habían comenzado con la puesta del sol. A medida que la oscuridad se tendía sobre el lugar, fueron acudiendo nobles ricamente ataviados, y las damas resplandecientes habían desperdigado su colorido y su chachara por el inmenso salón ducal, a la espera del duque. Robert, fiel a su palabra, había conseguido transformar el recinto gubernamental, habitualmente lúgubre, en un oasis de luz y de algarabía, en un reconfortable refugio donde despojarse de la humedad y de la penumbra que reinaban en la noche sin luna.
Los candelabros colgantes, de bronce batido, ardían con la luz de cientos de velas altas. La lumbre se reflejaba contra las facetas de las copas de fino cristal y plata y chocaba contra el tibio brillo de la vajilla de plata y peltre, sobre las mesas oscuras. Filas de pajes y de escuderos de librea verde esmeralda iban y venían en torno de las largas mesas, sirviendo pan y jarras del terso vino de Fianna. Y lord Robert, situado cerca de la cabecera, mantenía un ojo vigilante a la espera de su señor, mientras conversaba con dos bellas damas. Por detrás de la charla amena de los invitados, se deslizaba el son de los laúdes y de las flautas dulces.
Mientras los huéspedes se reunían, un hombre circulaba errante entre la nobleza, asintiendo aquí, deteniéndose allá para conversar con algún conocido. Era el maestre Randolph, el cirujano de confianza de Morgan. Esa noche, como tantas otras, su misión era percibir el estado de ánimo de los subditos del duque e informarle luego de los temas de interés. Al surcar el salón, escuchó fragmentos de diálogos.
—Bueno, yo no te daría un cobre por un mercenario de Bremagne —le decía un noble a otro, mientras seguía con los ojos a una bella morena que atravesaba el recinto—. ¡No puedes fiarte de ellos!
—¿Y qué opinas de una dama de Bremagne? —murmuró el otro, propinándole un codazo en las costillas y enarcando una ceja—. ¿Crees que podrías fiarte de ella? —Áh…
Ambos cambiaron gestos cómplices y prosiguieron examinando a la dama de turno, sin notar la disimulada sonrisa del maestre Randolph.
—…y eso es, precisamente, lo que el rey parece no comprender —decía un joven caballero de tez brillante, de aspecto tan joven que parecía acabar de recibir su dignidad—. Todo es tan simple… Kelson sabe cómo se desplazará Wencit una vez que comiencen los deshielos. ¿Por qué, entonces, no…?
Sí, ¿por qué, entonces?, pensó Randolph con una sonrisa lúgubre. Todo es tan simple… Este joven tiene la respuesta para todo.
—Y no sólo eso… —decía a su compañera una dama de sobrecogedor cabello rojizo—. Se corre la voz de que apenas permaneció el tiempo suficiente para mudarse de ropa, y que luego marchó a lomos de caballo rumbo a Dios sabe dónde. Espero que vuelva a tiempo para la cena. Lo has visto, ¿verdad?
—Aja… —La rubia asintió, con aire de aprobación—. Ya lo creo que sí. Lástima que sea sacerdote…
El maestre Randolph levantó los ojos al techo, atónito, al dejar atrás a las mujeres. Pobre padre Duncan. Las mujeres de la corte siempre andaban tras él. Casi tanto como perseguían al duque. Era sumamente descortés de parte de ellas. Sería otra cosa si el padre alentara tanta coquetería, pero no era el caso. Si el padre tenía fortuna, llegaría una vez que la cena hubiese terminado.
Randolph recorrió el salón con la vista, fingiendo indiferencia, y advirtió que tres de los lores de Morgan que vivían en la frontera mantenían una animada conversación a su derecha. Sabía que Morgan tendría sumo interés en lo que estuvieran diciendo. Los hombres sabían que el maestre gozaba de la confianza del duque y, seguramente, cambiarían de tema al saberse escuchados; Randolph no osó acercarse demasiado. Llegó hasta donde le fue posible y fingió prestar atención a dos hombres mayores que dialogaban sobre halcones.
—Sí, no tienes que atar las pihuelas muy fuerte, pues si no…
—…y, entonces, este sujeto, Warin, se mete en mi granero y me dice: «¿Te agrada pagar tributos a Su Excelencia?» Y, bueno, yo le digo que claro, que a nadie le gusta pagar tributos, pero que, ¡por Dios!, los arrendatarios del duque reciben lo que pagan en protección y buen gobierno…
—¡Hum! —gruñó otro—. El otro día Hurd de Blake me decía que los salvajes le quemaron dos hectáreas de trigo maduro. Parece que en las tierras de De Blake, al norte, el invierno fue más seco que nunca. El trigo ardía como el infierno. Warin le ordenó hacer una contribución a su causa y De Blake le dijo que se fuera al demonio…
—…no, para poder asir las pihuelas bien con las manos, lo que yo hago es…
El tercer hombre se restregó la barba y se encogió de hombros. Randolph se esforzó por escuchar.
—Pero ese tal Warin algo de razón tiene. El duque es medio deryni y no se preocupa por ocultarlo. Supongamos que piensa aliarse con Wencit para dar otro golpe deryni y poner a Corwyn bajo otro Interregno. No me gustaría que mis fincas fueran maldecidas con la pagana magia deryni, si yo niego sus enseñanzas heréticas.
—Oye, sabemos que nuestro duque jamás haría algo semejante —objetó el primer lord—. Sin ir más lejos, el otro día…
—El milano de mi solar…
El maestre Randolph asintió para sí mismo y se marchó, satisfecho de que los lores no fuesen una amenaza inmediata; en realidad, analizaban los mismos tópicos que el resto de los invitados. Por cierto, la gente tenía cierto derecho a sentir curiosidad por los planes de su duque, especialmente cuando éste se preparaba para marchar a la guerra nuevamente y para llevarse a los mejores hombres de Corwyn. El resto quedaría prácticamente a merced de sus propias defensas.
Pero… la constante mención a Warin y su pandilla era preocupante. En el mes pasado, Randolph había oído más de lo que prefería recordar sobre el cabecilla rebelde y sus secuaces. Y, aparentemente, el problema iba de mal en peor. Por ejemplo, las tierras de Hurd de Balke se hallaban a unos cincuenta kilómetros de la frontera. Randolph jamás había oído que Warin penetrase tanto. La situación, así, dejaba de ser un mero problema fronterizo. Morgan tendría que ser informado antes de presidir la corte, por la mañana.
Randolph miró a través del salón. Advirtió un ligero movimiento detrás de los cortinajes por los que Morgan haría su entrada. Era la señal de que el duque se disponía a aparecer. Randolph asintió y vio que la cortina volvía a moverse. Comenzó a abrirse paso en esa dirección.
Morgan dejó que el pesado cortinaje de terciopelo colgara en su sitio, satisfecho de que Randolph hubiera visto la señal y viniera en camino. Detrás de él, Gwydion reñía con lord Hamilton una vez más, en voz baja pero penetrante. Morgan volvió la cabeza.
—¡Usted fue quien me pisó! —el diminuto trovador murmuraba furioso, señalando su elegante zapatilla en punta, que, del lado del pulgar, lucía la huella de un inconfundible pisotón. El atuendo había sido confeccionado en tonos de violeta intenso y rosa, y el polvo de la suela infortunada de Hamilton resaltaba como un faro sobre el fino cuero de ante de la zapatilla izquierda. El laúd de Gwydion pendía, a través de su pecho, de un cordón dorado y, sobre la negra cabellera tupida, caía graciosamente una boina con una borla blanca. Los ojos negros bailoteaban iracundos en rostro aceitunado.
—Lo siento —murmuró Hamilton, disponiéndose a limpiar de rodillas aquel polvo ofensivo, antes que discutir delante de Morgan.
—¡No me toque! —aulló Gwydion. Se apartó, retrocediendo un par de saltos, mientras se llevaba las manos al pecho en un gesto de disgusto y horror—. Tonto rematado, ¡sólo conseguirá estropearlo más!
Se inclinó para limpiarse el calzado, pero las largas puntas de las mangas violeta arrastraron el suelo y quedaron igualmente manchadas de polvo. Hamilton lo miró con ojos vengativos y sonrisa maliciosa, al ver que Gwydion descubría el nuevo estropicio. Entonces, advirtió que Morgan había presenciado toda la secuencia y se aclaró la garganta, a modo de disculpa.
—Lo siento, milord —musitó—. Realmente, no fue adrede…
Antes de que Morgan pudiese responder, las cortinas se abrieron ligeramente y apareció Randolph en el vestíbulo.
—Nada urgente de qué informar, excelencia —dijo en voz baja—. Se habla mucho de ese personaje, Warin, pero nada que no pueda esperar hasta mañana.
—Muy bien —asintió Morgan—. Gwydion, si Hamilton y tú no cesáis de pelear, tendré que intervenir.
—¡Milord! —Gwydion contuvo el aliento y se irguió cuan largo era, indignado—. No fui yo quien comenzó esta riña trivial. Este zángano…
—Excelencia, solicito que se me exima de… —comenzó Hamilton.
—¡Basta ya, ambos! No deseo escuchar una palabra más.
El mayordomo se irguió cuando vio que las cortinas se movían tras él, y en la sala se produjo un silencio sepulcral. El bastón de oficio reverberó tres veces contra el suelo de mármol y la voz del mayordomo clamó:
—¡Su Excelencia lord Alaric Anthoy Morgan, duque de Corwyn, señor de Coroth, Lord General de los Ejército Reales y Paladín del Rey!
Los músicos irrumpieron con una breve fanfarria y Morgan atravesó el cortinaje para detenerse en el rellano. Un murmullo de aprobación recorrió la congregación de huéspedes y todos se inclinaron respetuosamente. Entonces, mientras los músicos proseguían sus tonadas, Morgan agradeció la reverencia y se dirigió lentamente hacia su sitio en la mesa. Su séquito lo siguió ordenadamente.
Morgan vestía íntegramente de negro. Las inquietantes noticias que Duncan había traído de Rhemuth impusieron una nota solemne que lo disuadió por completo de la frivolidad temperamental de su maestre de guardarropa. Desechó la elección de lord Rathold, verde brillante, y escogió algo negro. Al diablo con lo que pensaran los demás.
Llevaba una túnica de seda negra, solemne y lisa, ceñida al cuerpo. Sobre ella, un suntuoso jubón de terciopelo negro, de cuello alto y ceñido, y amplias mangas sujetas al codo para mostrar la seda de la túnica que lucía debajo; los calzones negros de seda desaparecían dentro de unas botas cortas, del cuero más negro y más terso.
Y, sobre este atuendo, las pocas joyas que Morgan se permitía lucir en un estado de ánimo tan sombrío: en la mano derecha, el sello del Grifo, cuya incrustación en esmeralda resplandecía sobre el fondo de ónix; en la izquierda, el anillo de paladín de Kelson, con el león dorado de Gwynedd engastado sobre un fondo de azabache y oro destellante. Y, sobre la cabeza, la diadema ducal de Corwyn, de oro batido y siete delicadas puntas, para coronar la cabellera dorada del lord deryni de Corwyn.
Parecía desarmado, mientras se dirigía hacia la cabecera de la mesa, pues el amo de Corwyn no necesitaba llevar armas entre sus invitados. Pero, bajo el rico atuendo de Morgan, descansaban la sutil cota de malla que protegía los órganos vitales y el delgado estilete en su gastada vaina de cuero. Y, sobre todo ello, el manto de sus poderes deryni lo recubría como una capa invisible, adondequiera que fuese.
Debía hacer las veces de anfitrión gentil y soportar el tedio de una cena oficial, mientras por dentro ardía de impaciencia y se preguntaba qué le habría sucedido a Duncan.
Cuando, por fin, Duncan llegó a Coroth, era noche avanzada. Faltando tres kilómetros para llegar, el caballo quedó cojo y él se vio obligado a recorrer a pie el trayecto restante. Debió controlar el poderosísimo impulso de forzar a la bestia a proseguir a paso normal pese al dolor, pero había sabido controlar su urgencia. Por mucha ventaja que le representase, nunca valdría el precio de estropear uno de los mejores caballos de Alaric. Además, no era propio de Duncan torturar adrede a ningún ser viviente.
Así, cuando ambos llegaron por fin al patio, él por delante y el caballo resollante a la zaga, no encontraron a nadie que los recibiera. Los guardias de la puerta los habían dejado pasar sin preguntas, ya que estaban avisados de su retorno, pero no hubo uno solo que le recibiera la cabalgadura. Por invitación del duque, los escuderos y pajes que normalmente habrían custodiado el establo se encontraban en la parte trasera del castillo para escuchar cantar a Gwydion. Duncan logró encontrar a alguien que se ocupara del animal, y luego atravesó el patio principal para entrar en el amplio salón.
No tardó en saber que la cena había concluido. Al pasar por entre los sirvientes que se apiñaban en los rellanos, vio que el entretenimiento alcanzaba su culminación. Sentado en el segundo escalón de una tarima dispuesta en el extremo distante del salón, Gwydion rasgaba el laúd que acunaba entre los brazos. Duncan se detuvo a escucharlo. El trovador parecía merecer la reputación que se había forjado en los Once Reinos.
Era una melodía lenta y mesurada, nacida en las tierras altas de Carthmoor, donde Gwydion había pasado su juventud. Abundaba en ritmos y modulaciones en los tonos menores que caracterizaban las baladas de las regiones montañosas.
La voz límpida y atenorada de Gwydion flotaba sobre el salón silencioso y tejía el amargo romance de Mathurin y Derverguille, los legendarios amantes que murieran en el Interregno, a manos del cruel lord Gerent. Mientras el juglar entonaba su canción, ni un alma osaba respirar.
¿Cómo cantar a la pura luna llena? ¿Cómo cantar a los niños por venir? ¿Podrá vivir mi corazón con tanta pena? Ha muerto mi noble lord Mathurin.
Duncan recorrió el salón con la vista y vio a Morgan en su sitio, a la izquierda del tablado donde cantaba Gwydion. A la izquierda de Morgan, lord Robert estaba escoltado por dos bellas mujeres que miraban al duque con ojos enamorados, mientras el juglar ejecutaba su música. Pero, a la derecha de Morgan, cerca de donde estaba Duncan, había un sitio vacío. Pensó que podría llegar hasta allí sin causar mucho alboroto.
Pero antes de que pudiera siquiera moverse en esa dirección, Morgan lo vio y lo detuvo con un gesto de cabeza. Se puso de pie, en silencio, y fue hasta un lado del recinto.
—¿Qué sucedió? —murmuró, llevando a Duncan detrás de unos pilares. Miró a su alrededor para cerciorarse de que no los escucharan.
—El encuentro con el obispo Tolliver marchó bastante bien —musitó Duncan—. No le entusiasmó demasiado la idea, pero aceptó demorar su respuesta a Loris y Corrigan hasta que pudiera evaluar la situación. Cuando se haya pronunciado, nos lo hará saber.
—Bueno, supongo que es mejor que nada. ¿Cuál fue su reacción general? ¿Crees que estará de nuestra parte?
Duncan se encogió de hombros.
—Conoces a Tolliver. Es melindroso con todo lo que se refiere a la cuestión deryni, pero, para el caso, todos lo son. Por ahora, parece estar con nosotros. Pero hay otra cosa…
—¿Cuál?
—Bueno… creo que… mejor no hablamos de eso aquí" —objetó Duncan, paseando la mirada en derredor—. Tuve una visita cuando venía para aquí…
—¿Visi…? —Morgan abrió los ojos—. ¿Como las mías?
Duncan asintió, con aire serio.
—¿Te parece que te espere en la sala de la torre?
—En cuanto pueda escapar de aquí… —prometió Morgan.
Mientras Duncan se dirigía a la puerta, Morgan respiró hondo, recuperó la compostura y fue lentamente hasta su silla. Se preguntó cuánto más tendría que sufrir hasta poder excusarse cortésmente.
En la sala de la torre, Duncan paseaba frente a la chimenea. Se retorcía los dedos de las manos e. intentaba serenar sus nervios desquiciados.
Estaba mucho más preocupado de lo que había supuesto. En ese momento se daba cuenta. En realidad, al entrar en el recinto, minutos atrás, había experimentado violentos estremecimientos al recordar la aparición que se le presentara en el camino, casi como si un viento helado hubiera soplado sobre su nuca.
El espasmo pasó, y una vez despojado del manto húmedo, se hincó sobre el reclinatorio, frente al diminuto altar. Intentó orar. Pero, por primera vez, no dio resultado. No podía obligarse a pensar en las palabras que buscaba repetir y, al cabo de un instante, renunció.
Pero pasear tampoco lo ayudaba. Se detuvo ante la chimenea, tendió una mano y vio que temblaba. Era una reacción retardada ante la conmoción anterior.
¿Por qué?
Se contuvo severamente, fue hasta el escritorio de Alaric y se sirvió una copa del fuerte vino tinto que había en un botellón de cristal, que Alaric conservaba para emergencias como ésa. Vació la copa, se sirvió otra y la llevó hasta el diván cubierto de piel que había contra la pared de la izquierda. Se desabrochó la sotana hasta la cintura, se aflojó el cuello y echó la cabeza hacia atrás, para suavizar la tensión. Entonces, se reclinó en el diván, con la copa de vino en la mano. Allí tendido, mientras daba pequeños sorbos y trataba de examinar la situación, pudo distenderse, por fin. Cuando la puerta con el Grifo se abrió y entró Alaric, ya se sentía mucho mejor. Casi ni tenía deseos de hablar o de incorporarse.
—¿Estás bien? —preguntó Morgan. Fue hasta el diván y se sentó al lado de su primo.
—Ahora creo que podré sobrevivir —replicó Duncan con voz pastosa—. Hasta hace un rato, no habría estado tan seguro. El asunto me perturbó.
Morgan asintió.
—Te comprendo, pues sé cómo se siente uno. ¿Quieres hablar de ello?
Duncan suspiró profundamente.
—Estaba allí. Yo iba cabalgando, rodeé una curva, a cinco kilómetros de aquí, y allí lo vi, de pie, en medio del camino. Vestía un hábito gris de sacerdote, sostenía un báculo en la mano, y… bueno… su rostro era casi idéntico al de los retratos que hemos visto en los antiguos breviarios y en los libros de historia.
—¿Te habló?
—¡Claro! —asintió Duncan, calurosamente—, como tú y yo hablamos en este momento. Y no sólo eso, sino que sabe quién soy. Me llamó por mi nombre materno: Duncan de Corwyn.
Cuando me opuse y le dije que mi nombre era McLain, me dijo que también era Corwyn. «Por parte de mi bendita madre», creo que fueron sus palabras.
—Continúa —le apremió Morgan. Se puso de pie para servirse una copa de vino.
—Ah… luego dijo que se acercaba el momento de que sufriera una dura prueba y que me vería obligado a escoger entre aceptar mis poderes y comenzar a usarlos ante los ojos de los demás, o abandonarlos. Cuando me opuse y argumenté que era sacerdote y que, como tal, se me prohibía el empleo de poderes mágicos, me preguntó si realmente me consideraba un clérigo. Sabía lo de la suspensión, y… sabía lo que habíamos conversado horas antes. ¿Recuerdas cuando te dije que la suspensión no me importaba tanto y que cuanto más usaba mis poderes menos importantes parecían mis votos? Alaric, nunca he dicho eso a ninguna otra persona y sé que tú no se lo contaste a nadie. ¿Cómo puede ser que lo haya sabido?
—¿Conocía nuestra conversación de esta tarde? —preguntó Morgan, atónito.
—Casi verbalmente. Y tampoco me indagó con sus poderes deryni. Alaric, ¿qué puedo hacer?
—No lo sé —dijo Morgan, lentamente—. No sé bien qué pensar. Conmigo nunca habló tanto —se restregó los ojos y pensó durante un minuto—. Dime, ¿crees que era humano? ¿O fue sólo una aparición, un fenómeno visual?
—Estaba allí, de carne y hueso —afirmó Duncan categóricamente—. Posó su mano en las riendas para evitar que el caballo lo pisara. —Frunció el ceño—. Y, sin embargo, no dejó huellas de pisadas. Cuando desapareció, aún quedaba suficiente luz para ver mis propias huellas. Pero de él no había señal.
Duncan se incorporó sobre un codo.
—En realidad, no sé, Alaric. Tal vez no haya estado allí en absoluto. Quizá lo imaginé todo.
Morgan meneó la cabeza y se puso de pie abruptamente.
—No, tú viste algo. No me atrevo a suponer qué puede haber sido en estos momentos, pero creo que no fue mera imaginación —se miró a los pies un instante y, luego, levantó la vista—. ¿Por qué no lo consultas con la almohada? Si quieres, puedes quedarte aquí, parecías muy cómodo cuando entré.
—Aunque quisiera, no podría moverme —sonrió Duncan—. Te veré por la mañana.
Miró a Morgan hasta que éste desapareció por la puerta del Grifo; llevó la mano hasta el suelo y dejó la copa al lado del diván.
Había visto a alguien en el camino hacia el castillo de Coroth. Se volvió a preguntar quién podría haber sido.
Y por qué.