Capítulo 27

Apoyo la cabeza en el frío cristal del Mercedes de Ryan, intentando aliviar el dolor de cabeza. Nos dirigimos hacia su casa. Cae una fuerte lluvia de junio que tamborilea sobre el techo del coche y contra las ventanas. Me gustaría que pudiéramos pasar toda la noche conduciendo.

–Me parece que ha ido bastante bien –comenta Ryan, mientras gira hacia su plaza reservada de aparcamiento.

–¿Ah sí? –pregunto. Salgo del coche antes de que pueda abrirme la puerta–. Pues a mí me ha parecido una tortura.

Acabamos de cenar con mi madre y con Harry. Y a mí ya está empezando a preocuparme la situación.

O a lo mejor no. A lo mejor mi madre solo quiere que vaya a decirle a mi padre «eh, papá, parece que mamá quiere a Harry de verdad, será mejor que muevas el trasero y hagas algo». Y a lo mejor debería decírselo. Me pregunto durante cuánto tiempo está dispuesta mi madre a prolongar este distanciamiento. Seguramente no mucho más, porque no la creo capaz de darle falsas esperanzas a Harry.

–¿Qué vas a hacer este fin de semana? –pregunta Ryan mientras abre la puerta de su casa.

–¿Eh? Lo siento, tengo el examen del curso. Si lo apruebo, quedaré completamente liberada y conseguiré el título de Técnico de Emergencias Sanitarias.

–¿Y el examen dura todo el día?

–Sí, el sábado –fuerzo una sonrisa.

Él no tiene la culpa de que esté triste. Y tampoco Harry, ni mi madre... El problema es ese estúpido examen práctico.

Tuve un sobresaliente en el examen teórico, así que tengo más posibilidades de aprobar. Pero el examen práctico es el más difícil, consiste en unas ocho pruebas más o menos, y en cada una de ellas presentan un aspecto diferente de la atención en urgencias: paro cardiaco, intoxicación, inmovilización, control de hemorragias... Los voluntarios tienen que fingir diferentes problemas, desde una pierna rota hasta un parto. Tengo muchas posibilidades de aprobar. La sangre ya no me asusta y soy buena estudiante. ¿Pero después, qué?, me pregunto. ¿Seré capaz de hacer algo útil con todo lo que he aprendido?

La semana pasada, la Eaton Falls Gazette publicó un artículo sobre un niño al que le había picado una abeja estando en el colegio. El niño no había tenido hasta entonces ninguna reacción alérgica y cuando empezó a sentirse mal, fue al cuarto de baño y allí se desmayó estando solo. Por alguna clase de milagro, otro niño lo encontró. Ese segundo niño tenía alergia a los cacahuetes. Vio el rostro azulado de su compañero y sin esperar a que nadie le dijera nada, sacó su epinefrina inyectable y le pinchó al tiempo que gritaba pidiendo ayuda. El pequeño héroe le dijo a la policía que era una suerte que tuviera alergia a los cacahuetes.

Después, la CNN emitió la historia de una mujer que levantó la rama de un árbol que había caído encima de su marido. La rama en cuestión pesaba unos cuarenta kilos. «No podía dejarle allí tumbado», declaró, «aunque era tentador».

Ryan me quita la gabardina, este hombre tiene los modales de un príncipe, y va a la cocina. Le oigo descorchar una botella y servir una copa de vino.

–Sinceramente, Chastity –me dice mientras viene para sentarse a mi lado en el sofá. Me tiende una copa de vino–. ¿Por qué estás haciendo este curso? En realidad no quieres ser una técnica de emergencias, ¿verdad?

Bebo un sorbo de vino.

–No lo sé. Supongo que esperaba... No lo sé, estar al mismo nivel que mis hermanos. Estar a la altura del legado de los O’Neill.

–¿Y cuál es el legado de los O’Neill?

Le miro con incredulidad. Él me devuelve la mirada con expresión de absoluta inocencia y espera en silencio.

–Ryan, has estado en mi casa. Has visto la casa de mi madre. ¿No has visto todos esos artículos que hay en el pasillo? ¿No has visto todas esas fotografías de mis hermanos con alcaldes, víctimas y todo eso? A Jack le concedieron la Medalla al Honor del Congreso. ¡Mark salvó a un gatito! ¡Trevor sacó a una chica del río! Mi padre...

–Vale, vale, tranquilízate. No hace falta gritar.

Le doy un trago al carísimo pinot de Ryan.

–Estoy tranquila, Ryan. Simplemente, me sorprende que no te hayas fijado.

–Evidentemente, sé que trabajan en servicios relacionados con las urgencias –dice, arrastrando la voz de esa forma tan propia de la Ivy League–. Pero no era consciente de que tuvieran ningún legado. ¿Jack recibió la Medalla al Honor?

–¡Sí! Te lo conté en nuestra segunda cita. ¿Cómo puedes haber olvidado una cosa así? Solo se la han dado a unas trescientas personas –Ryan me mira sin comprender–. ¿Te suena algo sobre una unidad que se quedó tirada? ¿Sobre el helicóptero de Jack? ¿El hombre al que dispararon en la pierna? ¿Fuego enemigo? ¿Afganistán? ¿Transportar a un marine a pie durante cuatro kilómetros? ¿Nada de eso te suena?

–Sí, ahora recuerdo que lo mencionaste –bebe un sorbo de vino y vuelve a escrutarme con la mirada–. Entonces, ¿crees que haciendo este curso elevarás de alguna manera tu condición de heroína?

Le miro boquiabierta.

–¡No, Ryan!

–Lamento ser yo el que tenga que decírtelo, pero un técnico de emergencias apenas es un punto de luz en la inmensa pantalla del mundo médico –su voz rezuma desprecio.

Pero justo antes de estar a punto de contestar, me doy cuenta de algo.

–¿Estás intentando provocar una discusión? –le pregunto.

Parpadea.

–Eh, bueno... sí –musita.

–Eso es realmente mezquino.

–Lo siento. Es solo que... ya sabes. Las discusiones pueden ser muy estimulantes –sonríe.

Suspiro.

–Ryan, supongo que sería mejor que fuéramos capaces de ser apasionados sin necesidad de pelearnos.

Tarda cerca de un minuto en contestar.

–Es cierto.

Parece tan abatido que cierro los ojos.

–Pero claro que es divertido.

–¡Sí, es genial! –se muestra inmediatamente de acuerdo–. Y ayuda a despejar el ambiente –alarga la mano y me acaricia el lóbulo de la oreja–. Lo siento, Chastity, no pretendía ofenderte.

Aunque me pregunto si hay alguna manera de interpretar ese comentario de manera que no resulte ofensivo, le doy una palmada en la pierna y le perdono. Una hora después, estamos en la cama, acurrucados el uno contra el otro tras haber disfrutado de una agradable sesión de veinte minutos de sexo. Vuelta al pastel de carne. Es una pena.

–Te quiero –susurra Ryan con voz somnolienta.

Tardo unos segundos en contestar.

–Que duermas bien –contesto.

Cuando estoy segura de que Ryan está completamente dormido, me levanto, me pongo la bata y voy al cuarto de estar. Llevo en el bolso un paquete de emergencia con seis galletas, sí, como los paquetes que meten las mamás en las mochilas para que sus hijos almuercen en el colegio. Sentada en el sofá mientras la lluvia se desliza por los cristales de las ventanas, abro el paquete y aspiro con fuerza. ¿Hay algo mejor que una galleta rellena de crema? Me meto una en la boca, mastico y pienso.

Ryan tiene muchas cualidades. La verdad es que nunca había tenido una relación como la nuestra. Me llama cuando me dice que me va a llamar, hemos celebrado encuentros y cenas con nuestras respectivas familias, hablamos prácticamente todas las noches y El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo es una de sus películas favoritas. Sinceramente, disfruto con Ryan y podría incluso llegar a quererle.

Pero no de la forma que realmente me gustaría. Ryan no es el amor de mi vida. En otro tiempo, tuve la certeza de que Trevor era el hombre de mi vida. No he vuelto a permitirme pensar en ello desde hace mucho, porque, al fin y al cabo, no tiene sentido pasarse la vida pensando en una aventura de setenta y dos horas. Pero aquí, en medio de la oscuridad, mientras la lluvia golpea el tejado, no puedo rehuir la verdad: nunca querré a nadie como he querido a Trevor.

Cuando Trevor y yo nos besamos sentí calor, y temblé, y me sentía débil y fuerte al mismo tiempo. Cuando me tocaba, no sentía solo un cosquilleo, era una auténtica sacudida. No hubo pastel de carne, no señor. Eran todos platos de alta cocina.

Durante ese corto espacio de tiempo, tuve la sensación de que mi corazón estaba donde debía estar. Había ese latido de perfección, dos piezas que se fundían de tal manera que parecían ser una sola. Mi corazón encajaba de esa forma con el de Trevor.

Pienso en el día que rompimos bajo el castaño. Pienso en el verano en el que Trevor trajo a Hayden la Perfecta a casa. Han pasado muchos años sin que Trevor haya demostrado sentir hacia mí nada más que un fraternal afecto. Demasiados para dos corazones que debían fundirse en uno.