Capítulo 25

Hoy tengo una sesión de prácticas en la sala de urgencias del hospital. Si no la apruebo, no conseguiré el título del curso. Lo que tengo que hacer exactamente es todo un misterio. Según Bev, tengo que limitarme a presentarme ante la enfermera jefe y hacer lo que ella me diga. No entorpecer el trabajo de nadie y ayudar. No soltar juramentos ni hacer daño a los heridos.

Me despido de Rosebud dándole una palmadita, voy a casa, me ducho y desayuno. Penélope quiere que escriba un artículo sobre mi experiencia. Que el cielo me ayude.

Entonces, dejé caer el maletín encima de la pierna rota de la anciana, que estaba sangrando profusamente.

Hago una mueca. Ya estoy haciendo las cosas mejor. ¿Estaré desensibilizándome? Por lo menos, eso espero. Tengo que matar el tiempo antes de que llegue la hora de salir hacia el hospital, así que saco el libro del curso, me siento en la cama con Buttercup a mi lado y tomo aire. Es posible que hoy tenga que enfrentarme a algunas de las situaciones que recoge el libro, y no en fotografía, sino de un herido retorciéndose en vivo en una camilla. Se me ocurre pensar entonces que a lo mejor llaman a Ryan a urgencias estando yo allí. Eso quiere decir que me verá. Me gustaría hacerlo todo perfecto. No puedo casarme con un cirujano y no ser capaz siquiera de oírle hablar de su trabajo, ¿verdad? No, claro que no.

«¿Cómo ha ido hoy el trabajo?», me imagino diciéndole mientras le ofrezco un martini.

«Oh, un deportista ha sufrido el ataque de un puma», contestará mi marido, besándome en el cuello mientras acepta la copa y desliza la mano por mi estrecha cintura. «Ha sufrido muchos desgarros. Los miembros apenas colgaban de unas hebras del tronco y los órganos vitales estaban seriamente dañados. Ha sido divertido».

En vez de desmayarme o vomitar, haré preguntas inteligentes, como... bueno, como... Siento que comienzo a sudar, pero ese es un motivo más para acudir a las clases.

Pongo el dedo en la lengüeta del libro. Es muy útil para aquellos que quieran ir directamente a las fotos.

–Ya estamos –le digo a Buttercup, que ni siquiera se molesta en abrir los ojos.

Es una perra inteligente. Después del fin de semana con los Bubbles, la aprecio mucho más.

Tomo aire. Abro el libro y miro la primera página. Abrasión, también llamada quemadura por erosión, ver página...

Cierro el libro de golpe, haciendo que Buttercup baje de un salto de la cama. Aúlla desconcertada y yo también tengo ganas de aullar. Se me cierra el estómago y la bilis me sube a la garganta. En la fotografía aparece una caja torácica hecha jirones con pedazos de piel levantados que parecen como tiras de coco de color rosa, puntos de color negro, ronchas de un rojo encendido y restos inmisericordes de... ¡Muy bien, no hace falta profundizar! Ya lo hemos visto. Sigamos.

Estoy pasando un mal rato, pero no me he desmayado. Ni de cerca. Solo he tenido una pequeña náusea. Me sudan las manos, pero eso es todo. Voy progresando.

–¡Buttercup! –grito, temblorosa–. ¡Mamá te necesita!

Se vuelve recelosa y parpadea con expresión de sospecha antes de subir de nuevo a la cama. Tomo aire, cuadro los hombros y vuelvo a leer: Laceración con los tendones todavía intactos.

¡Por Dios! Cierro el libro de golpe. Buttercup se sobresalta y parpadea, sus carrillos tiemblan con un gesto de desaprobación mientras gime.

–¿No podemos hacerlo una vez más, Buttercup? ¿Eh, Butter? Yo creo que sí, ¿no?

«¿A quién pretendes engañar»?, parece estar diciéndome. Yo tiendo a estar de acuerdo con ella, pero en esta ocasión, vuelvo a abrir el libro. Desgarro facial. ¡Plaf! Cierro el libro y lo aparto.

–Muy bien, ya hemos terminado. ¡Buttercup, ha terminado la clase!

Me acurruco contra ella, la rodeó con el brazo y le rasco el pecho.

–¡Buena perrita! ¡Buena perrita! –le canturreo.

No me basta. La imagen de la mujer que acaba de dar un nuevo significado a la expresión «limpieza de cutis» continúa impresa en mi cerebro. Cierro los ojos y respiro por la boca mientras recuerdo la canción de Bruce, Born to Run.

–¡Eh, Chas! –Matt está en la puerta de mi habitación. Acaba de llegar del trabajo–. ¿Qué haces?

–Eh, solo estaba leyendo un poco –abro el libro y sonrío agradecida–. ¿Cómo estás, Matt? Desde hace un par de semanas apenas te veo.

Matt suspira y entra. Se sienta en el suelo, al lado de mi cama. Buttercup baja de la cama, se acerca a él y posa su enorme cabeza en su pecho.

–Estaba sustituyendo a Paul –contesta mi hermano–. Estoy haciendo todas las horas extra que puedo –le rasca el cuello vigorosamente a Buttercup, haciéndola gemir de placer.

–¿Quieres ahorrar para algo? –le pregunto.

No levanta la mirada, continúa acariciando a nuestra perra.

–Estaba pensando en volver a la universidad –musita.

Cambio de postura.

–¡Vaya! A la universidad... Eso es genial, Matt. ¿Para qué? ¿Quieres estudiar algo relacionado con el control de emergencias?

–No –contesta. Sigue sin mirarme–. Estaba pensando en... Me gustaría estudiar Literatura Inglesa.

Permanezco callada durante un tiempo excesivo, aparentemente, porque Matt aparta a Buttercup y me mira casi enfadado.

–¿Qué pasa? ¿Dónde está el problema? ¿No puedo hacer otra cosa que ser bombero? El hecho de que todo el mundo en la familia se dedique a salvar vidas no quiere decir que yo también tenga que hacerlo.

–Eh, no, Matt. De todas maneras, yo no me dedico a salvar vidas –señalo.

–Sí, bueno, pero tú eres una chica.

–¡Es verdad! Lo había olvidado.

Me fulmina con la mirada, ignorando mi sarcasmo, con una expresión más propia de Mark que del siempre amable Matthew.

–Matt –continúo–, puedes hacer con tu vida lo que quieras. No tienes por qué ser bombero.

–Sí, claro –me dice, desafiándome a contradecirle–. Soy el hijo de Mike O’Neill y el hermano pequeño de Jack, Lucky y Mark. Siempre he tenido la sensación de que tenía que ser bombero. ¿Te imaginas lo que hubiera pasado si hubiera dicho que quería ser profesor de inglés?

–¿Y qué más da? Les habría sorprendido, eso es todo –me interrumpo–. Así que profesor de inglés. ¿Eso es realmente lo que quieres hacer?

–No lo sé, Chas. A lo mejor... Mierda, me gustaría no haber sacado el tema.

Se concentra en acariciarle la oreja izquierda a Buttercup mientras ella se lame las costillas y mueve la cola. Después, se vuelve para que mi hermano pueda acariciarle la barriga.

Evidentemente, me he sentido diferente en mi familia, pero es toda una revelación que Matt se haya sentido así también.

–Matt –le digo con cierto cuidado–, yo pensaba que te gustaba ser bombero.

–Y me gusta –admite más tranquilo–. Es solo que... Chas, no quiero pasarme el resto de mi vida haciendo esto. Eso es todo. Para hombres como Trevor, o papá, o Mark... es como si fuera su destino. Como si hubieran nacido para ello. Yo no me siento así.

Asiento mientras deslizo el dedo por el edredón.

–¿Y crees que tu destino podría ser la enseñanza?

Se encoge de hombros, avergonzado.

–En marzo estuvimos en una escuela, ¿sabes? Para dar una charla sobre prevención de incendios y todo eso. Y fue genial. Los niños estuvieron haciendo todo tipo de preguntas y, bueno, desde entonces he estado pensando en hacerme profesor. El otro día, cuando estuvisteis en el parque de bomberos, estuve hablando con Ángela sobre libros y todas esas cosas y... –se interrumpe un momento–. Creo que me encantaría –admite al final–. Pero, no se lo digas a nadie, ¿vale?

–No, no se lo diré a nadie. Pero creo que es genial, Matt –le digo muy seria–. No deberías sentirte agobiado por tu trabajo teniendo solo treinta y tres años. Volver a la universidad será magnífico, lo hagas como lo hagas, a tiempo parcial o a tiempo completo. ¡Bien hecho, Matt!

–¿Lo dices en serio? –me pregunta.

Y en ese momento le adoro, no solo porque es el más considerado de mis hermanos y el más cercano a mí en edad, o porque siempre esté dispuesto a compartir su comida, sino porque confía en que yo pueda darle una respuesta.

–De verdad –le digo–. Pero ahora tengo que irme. Puedes agarrar todos los libros de mi estantería que quieras.

Señalo la larga estantería que soporta el peso de siete años de estudios.

–Ya lo he hecho –contesta con una sonrisa.

Llego a urgencias y busco a la enfermera jefe, una mujer de rostro tenso llamada Gabrielle Downs. Cuando me presento, suspira dramáticamente.

–¡Lo último que necesitábamos hoy! –musita–. Muy bien, procura no molestar. Si en algún momento del día estoy menos ocupada, intentaré encontrarte algo.

–¿Tiene alguna relación con Lucia Downs? –le pregunto.

Otro suspiro dramático.

–Sí, es mi hermana.

Por supuesto, una capacidad dramática como esta solo puede ser genética.

–Trabajo con Lucia en la Eaton Falls Gazette.

Gabrielle arquea las cejas con un gesto de desdén.

–¿En el periódico en el que trabaja como recepcionista?

Rezuman tal desprecio sus palabras que no puedo evitar desear defender a Lucia, a pesar de que no se lo merezca.

–Lucia es mucho más que la recepcionista –contesto fríamente–. El periódico no podría funcionar sin ella.

–Eso es lo que ella me dice cada vez que hablamos.

Gabrielle se aleja, dejándome preguntándome qué se supone que tengo que hacer. Bueno, no me hará ningún daño echar un vistazo por la sala. En la primera zona separada mediante una cortina, y llamada con optimismo «Sala de Exploración 1», hay un anciano durmiendo. En la segunda, un niño de unos siete años llora en la cama. Su madre está sentada a su lado, dándole la mano. El vínculo entre ellos es tan palpable que me invade una oleada de envidia y admiración maternal.

–Hola –saludo sonriendo.

–Hola –contesta la madre–. ¿Es usted doctora?

–No, soy una técnica de urgencias –le contesto–. Bueno, estoy a punto de llegar a serlo. ¿Puedo hacerle algunas preguntas?

–Claro –contesta la madre–. Tiene un dolor de garganta terrible.

Y, obviamente, no tiene seguro médico, porque en caso contrario, estaría en ese momento con su pediatra y no se verían obligados a pasar todo un día en el hospital.

–Lo siento, muchachito –le digo al niño–. ¿Te encuentras mal?

El niño se llama Nate, averiguo, tiene seis años y medio y cuando sea mayor quiere ser bombero. Le hablo de mis hermanos y mi padre y sonrío al verle abrir los ojos como platos.

–¿Te gustan los Yankees? –le pregunto.

–Claro –contesta, traga saliva y hace una mueca.

–La semana pasada estuve en su estadio –le cuento–. Y ganaron. ¿Cuál es tu jugador favorito?

Continuamos hablando hasta que una enfermera, que no es la hermana de Lucia, aparece para hacerle un análisis y me mandan fuera del cubículo.

–Adiós, Nate –le digo.

Se despide de mí con la mano y sonríe. Después, da una arcada cuando la enfermera le mete el hisopo en la garganta para hacerle un cultivo.

–Gracias por haberle ayudado a pasar este mal rato –me agradece la madre.

Sonrojada de orgullo, me vuelvo y choco directamente con el cirujano Ryan Darling.

–¡Oh! –digo.

Solo puede haber un motivo para que Ryan esté aquí.

–Hola, Chastity –me dice–, ¿qué estás haciendo aquí?

–Hoy tengo las prácticas, ¿no te acuerdas? –contesto.

–Sí, claro. ¿Qué tal va?

Sonríe, haciendo que se interrumpa una conversación cercana. Imagino que están admirando a mi extremadamente atractivo novio. Le devuelvo la sonrisa.

–Bien, Ryan, aunque en realidad, acabo de empezar. No creo que vaya a hacer gran cosa. ¿Y tú? ¿Has venido a ver a algún paciente?

–Estoy esperando a una ambulancia –dice con indiferencia–. Una colisión entre una bicicleta y una moto. Probablemente haya una rotura esplénica. No te alejes de aquí, así podrás verme en acción. En cuanto bajo a urgencias, comienza la emoción.

Uno de los celadores le oye y eleva los ojos al cielo. Yo arqueo una ceja.

–Qué humilde eres –musito. Se encoge de hombros como si quisiera decirme que no puede evitar que sea cierto–. En cualquier caso, no sé si puedo quedarme aquí viendo lo que hace un cirujano.

–Claro que puedes –sonríe como si quisiera tranquilizarme, pero yo me estremezco.

En primer lugar, porque no quiero ver a nadie realmente herido. De hecho, ya me están sudando las manos. Y, en segundo lugar, porque Ryan está demostrando ser realmente arrogante, incluso para tratarse de un cirujano.

–¿Te parece bien? –me pregunta.

–Eh, claro –susurro.

–¡Genial!

Ryan se vuelve hacia Gabrielle, que se acerca en ese momento con una tablilla en la mano.

–Enfermera, ¿dónde demonios está esa ambulancia? Me han llamado hace cinco minutos y todavía no ha llegado. Tengo mejores cosas que hacer que bajar aquí a aburrirme.

–Sí, doctor, lo siento –Gabrielle me dirige una mirada cargada de resentimiento.

–Será mejor que se le vaya metiendo en la cabeza la idea de que un cirujano no puede perder el tiempo. No soy una comadrona ¿sabe?

Gabrielle inclina la cabeza y se va.

–¡Dios mío, Ryan! Has sido muy duro, ¿no te parece? –le reprocho a Ryan consternada.

Él gruñe.

–Todo lo que he dicho es cierto, Chastity. Y hay personas a las que hay que tratar con cierta dureza para obtener algún resultado. Eso también forma parte de mi trabajo.

Se acerca otro médico a Ryan para hacerle un resumen del caso. Ryan asiente, pero no dice nada más. Otros miembros del equipo esperan con camillas la llegada de la ambulancia. Siento un zumbido en las rodillas por culpa de la adrenalina y del miedo.

Justo en ese momento se abren las puertas de la sala de trauma. Entra una camilla con el paciente tan tapado que no puedo decir si es un hombre o una mujer. Bev Ludevoorsk está de guardia. Corre al lado de la camilla sosteniendo una bolsa de suero.

–Treinta y tres años, varón, ciclista. Golpeado por una motocicleta. Llevaba casco. Estaba consciente cuando le hemos atendido, pero se ha desmayado en la ambulancia. Respiración regular. Abrasiones en brazos y piernas, posible rotura de clavícula y fractura facial. Necesita insulina para diabetes tipo 1.

Su voz es tan enérgica y profesional como siempre. Para mi desentrenado ojo, parece estar haciendo un magnífico trabajo. Ryan ni siquiera la mira. Se limita a caminar al lado del paciente. Le palpa el abdomen y me entran ganas de gritar de dolor. Imperturbable, Ryan se pronuncia:

–Escáner craneal y radiografía pectoral. Necesito saber el grupo sanguíneo y la compatibilidad. Empezad con cuatro unidades. Llamad a quirófano. Es el bazo, muy bien –saca el estetoscopio y escucha el pecho del paciente–. Posible lesión pulmonar. La respiración no es regular. Llamar a neumología.

El paciente comienza a moverse otra vez mientras le llevan corriendo, literalmente, por el pasillo. Ryan sigue a la camilla.

–¡Eh, O’Neill! –me atruena Bev, palmeándome el hombro–. ¿Te toca a ti?

–Hola, Bev –contesto–. ¡Has estado magnífica! Eres increíble.

–Vaya, gracias, muchacha. ¿Qué tal va todo? ¿Ya te ha regañado el cirujano? Porque este es de los estúpidos. Si le vuelves a ver, mantente fuera de su camino.

–Bueno, de acuerdo, lo haré. Pero es mi novio.

Bev esboza una mueca que me parece muy graciosa.

–¡Mierda! ¡Lo siento!

Me echo a reír.

–No te preocupes, Bev. Supongo que en el hospital es una persona diferente, porque fuera de aquí, es que es encantador.

–Me cuesta creerlo, O’Neill, me cuesta creerlo. ¡Eh, aquí están los paramédicos de los bomberos! Son ellos los que traen al hombre que iba en la moto. ¿Ese no es tu hermano?

La ambulancia del Departamento de Bomberos de Eaton Falls aparca en las puertas de urgencias. Descargan a un paciente, pero no lo hace mi hermano, sino Trevor. Ríe mientras habla con el paciente que, obviamente, no está tan mal como el anterior.

–¡Hola, Chas!

Aunque arquea una ceja con expresión de sorpresa, no se detiene. Junto a Jake, lleva al paciente a la zona de tratamiento.

Gabrielle aparece en ese momento a mi lado.

–Si quieres hacer algo, tómale la tensión a ese hombre, aunque después tendré que hacerlo yo para asegurarme de que lo has hecho bien, ¿de acuerdo? ¡Dios mío! Odio estos días de prácticas.

–Gracias –le digo con dulzura–. ¡Hasta luego, Bev! –y me voy al cubículo al que han trasladado al herido.

–¿Qué estás haciendo aquí, Chastity? –me pregunta Jake.

–Eh, bueno, estoy haciendo unas prácticas. Estoy haciendo un curso de Técnico de Emergencias Sanitarias. ¡Hola! –saludo a mi paciente.

Tiene unos sesenta años, mide cerca de un metro ochenta, tiene la barba canosa y es calvo. Lleva el brazo izquierdo en cabestrillo.

–Hola, soy Chastity. ¿Puedo hacer las prácticas contigo?

–Puedes hacer conmigo todo lo que quieras –responde el hombre, mostrando unos dientes enfundados en oro.

–Un poco de respeto, Jeff –le advierte Trevor–. Es una de los nuestros.

–Genial –responde con un lascivo movimiento de cejas.

–¿Qué te ha pasado? –le pregunto.

Jeff me cuenta que el ciclista ha salido de detrás de un coche aparcado y que los dos han salido disparados por el manillar de sus respectivos vehículos.

–Creo que me he roto el brazo –me dice, frunciendo el ceño.

–Sí, tienes razón, te has roto el brazo –confirma Trevor–. Una fractura abierta, amigo.

–Eso significa que soy un hijo de perra muy valiente –dice Jeff.

Le sonrío y le tomo la tensión en el brazo bueno. El brazo roto lo tiene envuelto en hielo. Aunque está un poco pálido, es cierto que es un paciente valiente.

–¿Podrías agacharte un poco para que pueda verte la camisa, cariño? –me pide.

–¿Puedo darle una bofetada, Trevor? –pregunto.

–Por supuesto –contesta Trevor.

Jeff sonríe y yo le devuelvo la sonrisa. Jake comprueba los mensajes del contestador.

–Ciento sesenta y tres sobre noventa –anuncio–. Pero eso podría ser por el dolor. ¿Sueles tener la tensión alta, Jeff?

–Solo cuando bajo la mirada hacia tu camisa, cariño –responde.

Nos echamos todos a reír y justo en ese momento entra Gabrielle.

–¿Qué está pasando aquí? Chastity, no puedes dedicarte a coquetear con los pacientes cuando estás trabajando. ¡En urgencias no tenemos tiempo para ese tipo de cosas! ¿Por lo menos has hecho lo que te mandé?

–Hola, Gabby –la saluda Trevor.

Gabrielle se derrite.

–¡Trevor, no te había visto! ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Qué tal estás?

–He venido a traer a un paciente –contesta–. Veo que ya conoces a mi amiga Chastity.

Gabrielle me dirige una mirada recelosa que le hace parecerse tanto a Lucia que resulta espeluznante.

–Sí, bueno, ¿qué tensión tiene?

–Ciento sesenta y tres sobre noventa.

–¿Y la temperatura?

–Eh... no se la he tomado.

–¿Por qué?

–Porque no me dijiste que lo hiciera.

Suspira.

–Esto es una auténtica pérdida de tiempo.

Busca en un armario, saca una de esas tiras de papel que se utilizan como termómetros y se la coloca a Jeff debajo de la lengua. Advierto que Jeff no tontea con ella. En cambio, hace una mueca de dolor y me mira buscando compasión. Gabrielle le toma después la tensión.

–Ciento sesenta y dos sobre noventa y uno –anuncia.

Le quita la bolsa de hielo con bastante brusquedad y le revisa el brazo. Está hinchado y claramente deformado. Entre la muñeca y el codo, asoma un extraño bulto. Inmediatamente se me seca la boca, mis piernas se convierten en gelatina y comienzo a tener dificultades para enfocar la vista.

Si me desmayo en este momento, estoy perdida. Suspenderé el curso. Trago saliva, retrocedo un paso y me golpeo contra algo sólido. Trevor.

–Agárrate aquí, Chas.

Habla en voz tan baja que apenas puedo oírle, pero hay calor y seguridad en sus palabras. Sabe lo que me está pasando. Y también cree que puedo conseguirlo. Tomo aire y me yergo ligeramente.

–¡Joder, señora! –grita Jeff.

Parpadeo. Gabrielle le está palpando el brazo sin ninguna ternura. Cuando acaba, le coloca de nuevo la bolsa de hielo.

–Está roto –cacarea–. Le enviaré a rayos X.

Se marcha, dejando a Jeff, considerablemente más pálido, en la camilla.

–¿Estás bien, Jeff? –le pregunto, aunque yo misma me siento fatal.

–Sí –contesta–. Enséñame el escote y estaré como nuevo.

Le doy una palmada en la pierna.

–Un poco más arriba –me pide, guiñándome el ojo.

–Jake, termina el informe, ¿de acuerdo? –le pide Trevor.

–Claro –contesta Jake–. Nos vemos, Chastitiy.

Llega un celador y se coloca en la cabecera de la camilla.

–¿Listo para ir a dar una vuelta, amigo mío? –le pregunta a Jeff.

–¡Gracias por todo, encanto! –grita Jeff mientras se aleja.

–No ha sido nada –contesto con sinceridad.

Pero me siento bien de todas formas.

–¿Así que estás haciendo un curso de Técnico de Emergencias Sanitarias? –me pregunta Trevor mientras se coloca algo en el cinturón.

Le miro directamente a la cara por primera vez desde que ha llegado. Tiene el pelo revuelto, como siempre, y sus ojos sonríen un poco.

–Sí –contesto con voz queda–. Estoy intentando superar la fobia a la sangre.

–¿Y qué tal te está yendo?

Me encojo de hombros.

–No demasiado bien. Ya has visto que he estado a punto de desmayarme.

–A mucha gente le habría pasado lo mismo, Chas.

–Sí, claro que sí, pero no a una O’Neill.

–No a todo el mundo se le dan bien las mismas cosas. Eso no significa que no tengas... otras cualidades –sonríe.

–Gracias, creo. Escucha, Trevor, te agradecería que ni tú ni Jake les dijerais nada a mis hermanos y a mi padre.

–Claro. Bueno, ya sabes que Jake no es particularmente discreto, pero veré lo que puedo hacer.

–Gracias.

Me interrumpo y miro hacia la sala de enfermeras. Gabrielle está ocupada, escribiendo algo en un historial.

–Trevor, ¿Hayden y tú estáis juntos?

Trevor baja la mirada hacia el suelo. Cada segundo que tarda en contestar, siento que mi corazón se hunde un poco más.

–Menuda respuesta –comento.

Trevor se encoge de hombros.

–No lo sé, Chas, a veces... –niega con la cabeza–. Ahora tengo que irme. Que tengas suerte. ¿Quieres que te eche una mano con Gabrielle?

–No, tranquilo. Me hundiré o saldré a flote yo sola.

Para mi sorpresa, Trevor se inclina y me da un beso en la mejilla.

–Saldrás a flote. Nos vemos.

Y se va. Una enfermera, o una técnica, o lo que sea, se asoma para verle el trasero.

El resto del día transcurre sin incidentes. Tomo la tensión dieciséis veces, la temperatura once, coloco hielo en un dedo hinchado y observo a Gabrielle mientras corta una alianza de bodas. Llevo a cuatro personas a rayos X y doy conversación a pacientes que no están demasiado enfermos. Cuando termino el turno, voy a buscar a Gabrielle.

–Creo que ya he terminado –le digo.

–Muy bien, ¿y qué te retiene aquí?

–¿Te importaría firmarme las prácticas?

–Claro, claro. Como si no tuviera un millón de cosas que hacer... –firma y me tiende el formulario.

–¿Eso significa que he aprobado? –pregunto.

–Sí, has aprobado, ¿de acuerdo? No lo has hecho tan mal, así que felicidades. Y ahora, si no te importa, tengo trabajo que hacer.

–Gracias –contesto con el corazón henchido de orgullo.

¡He aprobado!

Me detengo en el vestíbulo y utilizo un teléfono interno para llamar a la planta de cirugía, deseando compartir con alguien la noticia.

–Lo siento, el señor Darling está en quirófano –me dice la persona que contesta.

–No importa.

–¿Es usted un paciente o algún miembro de su familia? –pregunta.

–No –contesto–, soy su novia.

–¿De verdad? No sabía que tenía novia. En fin, buena suerte, cariño –y me cuelga el teléfono.