Capítulo 2
Yo siempre supe que volvería a Eaton Falls. Era mi destino. Los O’Neill han estado en este lugar durante seis generaciones y quiero que mis hijos puedan emular mi infancia: pescar en el lago George, hacer excursiones por las numerosas rutas de montaña de las Adirondacks, montar en bote, en canoa, esquiar, patinar. Respirar un aire puro y limpio, conocer a los empleados de correos y a los miembros del Ayuntamiento y, por supuesto, vivir cerca de la familia.
Obviamente, siempre imaginé que el día que volviera sería porque mi adorable marido y yo habríamos decidido instalarnos aquí para criar a nuestros cuatro hijos. Sin embargo, terminé volviendo sola. Estaba trabajando en el Star Ledger y viviendo en el glamuroso Newark cuando intervino el destino. La Eaton Falls Gazette, el periódico de la localidad, estaba buscando un redactor. Querían noticias y artículos amables. Yo ya había pasado un tiempo trabajando en un periódico de la gran ciudad y estaba dispuesta a probar algo nuevo. En aquel momento todo parecía encajar en su lugar: acepté el trabajo, volví a casa con mi madre y, dos semanas después, pude hacer una oferta por una casa pequeña y acogedora. Como la hipoteca era un poco elevada, acepté a mi hermano pequeño como inquilino, le di unas cuantas capas de pintura y me mudé a vivir allí.
Eso fue hace seis semanas. Aunque ha sido un poco precipitado, todo ha salido bien.
Hoy hace una cálida y hermosa mañana de domingo del mes de abril, seguramente es un día perfecto. El cielo está azul, la niebla serpentea sobre el río Hudson y los árboles están cubiertos por el verde claro de los primeros brotes. No veo un solo alma mientras cruzo la calle y mis zapatillas deportivas resbalan sobre el asfalto. Al final de la calle hay un cobertizo hecho de chapa metálica. Me detengo, tomo aire, saboreando el aire limpio y húmedo, sintiéndome profundamente feliz por haber vuelto a mi lugar de origen.
Le alquilé este cobertizo al viejo McCluskey. Está bastante lejos del embarcadero que utilizaba en el pasado, pero me servirá de todas maneras. Pongo la combinación del cerrojo y abro la puerta. Allí está Rosebud, mi magnífico bote de remos.
–Buenos días –le saludo.
Mi voz rebota por las paredes de metal.
Agarro los remos, los llevo al muelle, los dejo con mucho cuidado en el suelo y regreso a por el bote. Lo bajo de los arneses con los que le sujeto y lo saco al exterior. Aunque mide tres metros, es ligero como una pluma. Bueno, como una pluma de quince kilos. Lo deslizo en el agua, coloco los remos, lo sujeto con firmeza contra el muelle, me monto, ato los cordones y salimos.
Comencé a remar cuando mi hermano Lucky se metió en el equipo de la universidad y necesitaba impresionar a alguien. Yo fui ese alguien. Al fin y al cabo, ¿para qué están las hermanas pequeñas? Lucky me dejó probar los remos y pronto descubrimos que había nacido para remar. Cuando fui a la Universidad de Binghamton, formé parte de un exclusivo equipo de remo en la modalidad de cuatro sin timonel junto a otras tres musculosas y orgullosas chicas. Cuando vivía en New Jersey, pertenecía al club de remo Passaic River, pero desde que he vuelto a casa, remo sola y creo que ha sido ahora cuando he descubierto la verdadera serenidad zen que aporta este deporte. La semana pasada, vi una bandada de gansos regresando como yo a las montañas de Adirondack desde el sur. Volaban tan bajo que podía ver sus patas negras dobladas bajo sus vientres aterciopelados. El jueves vi una nutria y ayer una mancha marrón entre los árboles que bien podía ser un alce.
En otoño, nuestro famoso follaje iluminará las vertientes de las montañas con llamas doradas y amarillas. Absolutamente glorioso.
El bote se desliza por el río. Lo único que se oye es el delicado chapoteo del agua contra el casco. Miro por encima del hombro y remo con fuerza, «adelante y atrás, adelante y atrás», incrementando gradualmente el volumen de agua contra los remos y cortando las olas en los ángulos precisos. Mi cuerpo se contrae y se estira con cada remada. Mi progreso por el río queda reflejado en los pequeños remolinos y el gotear de los remos, que van dibujando el mapa de los lugares por los que he pasado. «Adelante y atrás, adelante y atrás».
Es una buena cura para la resaca con la que me he levantado esta mañana después de los Scorpion Bowl de anoche, y un remedio preventivo contra el dolor de cabeza con el que estoy segura terminaré en casa de mi madre. Tengo una comida familiar de asistencia obligatoria. Eso significa que estarán allí mis padres, mis cuatro hermanos, Matthew, Mark, Luke y John, más conocidos como Matt, Mark, Lucky y Jack, junto a sus esposas y progenie.
Jack es mi hermano mayor, está casado con Sarah y es el orgulloso padre de cuatro hijos: Claire, Olivia, Sophie y Graham. Lucky y Tara están buscando activamente otro hijo, aunque tienen ya tres: Christopher, Annie y Jenny. A Sarah y a Tara las llamamos «las Starahs». Mark, el tercer hijo de los O’Neill está en un proceso de separación de Elaina, mi mejor amiga. Tienen un hijo, Dylan. Después está Matt, soltero, sin hijos, y, actualmente, mi compañero de piso. Y yo soy la última, la benjamina de la familia.
Es posible que también esté Trevor, el O’Neill no oficial, al que mis padres parecieron adoptar cuando era adolescente. Es un invitado habitual en las reuniones familiares. El bueno de Trevor. Remo con más fuerza, más rápido, planeando sobre el agua. Comienzo a sentir un satisfactorio dolor en los músculos. El sudor oscurece mi camiseta y lo único que oigo es el deslizarse de los remos en el agua y el sonido de mi propia respiración.
Una hora después termino de remar sintiéndome sustancialmente menos contaminada que cuando empecé. Dejo a Rosebud en su lugar, le doy una palmada cariñosa y regreso corriendo a casa. Sí, soy una fanática del deporte. Todo este ejercicio me permite disfrutar de toda la comida basura del mundo, así que, aunque solo sea por ese motivo, ya merece la pena. Subo corriendo los escalones del porche, abro la bonita puerta de madera, me apoyo contra la pared y grito:
–¡Mamá ya está en casa!
Y aquí viene ella, mi bebé, cincuenta y cuatro kilos de músculo, carrillos babeantes y amor puramente canino. Buttercup.
–¡Auuuuuu! –aúlla mientras parece estar intentando aferrarse al parqué con sus enormes patas.
Hago una mueca cuando consigue organizar sus desbaratadas patas, salta y choca contra mí.
–¡Hola, Buttercup! ¿Quién es esta chica tan guapa? ¿Me has echado de menos?
La acaricio con vigor y ella se derrumba para convertirse en un agradecido bulto que resopla de alegría.
Al ser la dueña de Buttercup, me siento maternalmente obligada a mentirle sobre su aspecto físico. Buttercup no es una perra bonita. En cuanto aseguré la casa el mes pasado, fui a la perrera. Y me bastó verla para saber que tenía que quedármela, porque estaba claro que nadie más la querría. Es una mezcla de gran danés, sabueso y mastín. Tiene el pelo rojizo, las orejas largas y la cola como una serpentina. Una cabeza huesuda, unas patas enormes, los carrillos caídos, los ojos tristes y amarillos... Vamos, que no ganaría ningún concurso de belleza canina, pero la quiero, aunque las únicas habilidades que haya mostrado hasta ahora sean su capacidad para dormir, babear y comer.
–Muy bien, gordita –le digo después de que Buttercup me haya dado unos cuantos azotes con la cola y haya dejado una considerable dosis de saliva sobre la manga de mi camiseta.
Buttercup sacude la cola una vez más y se queda casi inmediatamente dormida. La esquivo y me dirijo a la cocina, muerta de hambre.
Mientras abro un paquete de galletas de cereales con canela y azúcar moreno, me apoyo satisfecha en el armario de la cocina. Me encanta mi casa nueva, la primera de la que soy propietaria. Por supuesto, tiene algunos problemas: un horno caprichoso, un depósito de agua caliente demasiado pequeño, un cuarto de baño que no se puede utilizar... Pero es prácticamente la casa de mis sueños. Es una casa estilo craftsman; hay muchas en Eaton Falls y siempre he deseado disfrutar de su encanto. La casa tiene varias columnas de piedra en el porche, ventanas de vidrio y suelos de madera. Yo duermo en la habitación más grande, que está en el piso de arriba, y Matt en la más pequeña, que está al lado de la cocina. Desde que quedaron establecidas las normas para el uso del cuarto de baño, Matt y yo nos hemos llevado bastante bien.
–¡Eh, Chas!
Mi hermano sale del cuarto de baño envuelto en un albornoz azul raído y una nube de vapor.
–¡Hola, Matt! ¿Quieres una galleta?
–Sí, gracias.
–¿Has terminado de ducharte?
–Sí. La ducha es toda tuya.
–Y, por supuesto, siendo un hermano tan considerado como eres, habrás dejado agua caliente –le digo esperanzada.
–¡Vaya! Me temo que me he olvidado. Lo siento.
–Cómo se puede ser tan infantil y tan egoísta –suspiro con expresión de mártir.
–No hables de ti misma en esos términos –sonríe mientras sirve un par de tazas de café.
–Gracias. Por cierto, ¿cuándo vais a empezar a arreglar el cuarto de baño del piso de arriba? –pregunto mientras bebo agradecida un sorbo de café–. No es por ofender, pero estoy deseando tener mi propia bañera.
–Es normal –contesta Matt–. No estoy seguro.
Al igual que la mayoría de los bomberos, Matt tiene otro trabajo, puesto que los padres de la ciudad no parecen dispuestos a pagar a sus hijos un sueldo que les permita vivir. Esta es una frase con la que me he criado. Matt, Lucky y algunos otros bomberos, se dedican a la remodelación de casas, así que, por supuesto, les he contratado a ellos para que se encarguen de mi cuarto de baño. Algún día será maravilloso, tendré una bañera con jacuzzi, baldosas nuevas, un lavabo nuevo, unas estanterías preciosas y montones de recipientes para guardar mis cosas. Desgraciadamente, los encargos de los no familiares tienen prioridad para ellos.
–A lo mejor conseguís empezar antes de que me muera –digo mientras muerdo una galleta.
–Sí, bueno, esa es la idea –contesta Matt con cara de póker.
Desde la otra habitación, Buttercup, que ha estado durmiendo profundamente, escarba desde su posición como si acabara de olfatear a un hijo perdido. Matt se apoya contra la pared, preparado para recibirla.
–¡Hola, Buttercup!
–¡Auuuu! –aúlla Buttercup.
Se regocija al oír la voz de Matt como si lo que les hubiera separado hubiera sido una guerra, y no su propia siesta. Sacudiendo peligrosamente la cola en una muestra de amor, salta sobre él, haciendo temblar sus propios carrillos y meciendo sus cuartos traseros. Choca contra su pelvis y se derrumba después a sus pies para tumbarse de espaldas alzando las patas.
–¡Dios mío, eres una mujerzuela! –la acusa Matt, acariciándola obediente la tripa con el pie.
–Mira quién fue a hablar –comento mientras me agacho para desatarme las zapatillas deportivas.
–Hablando de mujerzuelas, ¿qué tal te fue anoche? –pregunta Matt–. Estuviste en el Emo’s, ¿verdad?
Suspiro y le miro a la cara. Es evidente que está haciendo serios esfuerzos para no echarse a reír.
–Ya lo sabes, ¿verdad, idiota? ¿Quién te lo ha contado? ¿Trevor?
–Me ha llamado Santo y me ha dicho que tienes novia –Matt se endereza y se echa a reír–. ¿Así que te has decidido a pasar a la otra cera?
–Que te den, Matt.
Agarro las galletas y me dirijo hacia las escaleras.
–Escucha –le digo–, voy a terminar de pintar el zócalo. ¿A qué hora es la comida en casa de mamá?
Matt esboza una mueca.
–A las dos.
–¿Dónde te apetece que vayamos antes?
–¿Comemos algo en el Dugout? –sugiere.
Sí, mi madre estará preparando la comida. Ese es el problema.
–Me parece muy bien.
Unas cuantas horas después, Matt y yo nos montamos en mi coche. Buttercup se tumba en el asiento de atrás y comienza a roncar sonoramente. Minutos después la dejamos durmiendo y salimos al Dugout para comprar calamares fritos y alitas de pollo y vemos Sport Center mientras comemos. Después pagamos y nos dirigimos a la casa familiar.
–¿Dónde habéis estado? –ladra mi madre en cuanto cruzamos la puerta.
El rugido de la familia reunida me golpea con la fuerza de un camión.
–¡Gutterbup! –grita Dylan y sale corriendo hacia mi perra.
Buttercup se tumba en el suelo y gira para que mi sobrino pueda acariciarle la barriga. Desde el otro extremo de la habitación, Elaina me saluda con la mano. En la distancia, oigo a mi hermano Mark hablando a gritos a alguien desde el sótano. Oh, oh. Elaina y Mark en la misma casa... Eso no presagia nada bueno.
–Hola, mamá –la saludo y me inclino para darle un beso en la mejilla–. Has sido muy amable al invitar a Elaina.
–Ya va siendo hora de que esos dos vuelvan a estar juntos –anuncia mi madre mientras se ciñe el delantal.
–¿Ya han vuelto a enamorarse el uno del otro? –pregunto.
–No exactamente –reconoce mi madre–. Elaina todavía no le ha perdonado.
–¿Pero la engañó?
–¿De verdad crees que este es un buen momento para hablar sobre eso?
–No, no, tienes razón. ¿Ya ha venido todo el mundo? –pregunto.
–Sí, estábamos esperándoos. El asado ya está casi listo. Y ahora, ¡fuera de la cocina! Y llévate a ese pellejo al que llamas perro contagio. ¡Fuera!
–¡Tía! ¡Tía! ¡Ven a jugar al caballo salvaje conmigo! ¡Por favor, por favor! –me suplica mi sobrina de nueve años.
–¡No! ¡A los lobos salvajes! ¡Me lo prometiste! –Annie, de siete años, me agarra de la mano.
–Muy bien, muy bien, jugaremos a las dos cosas. Pero antes dejad que mueva a Buttercup, ¿de acuerdo?
Buttercup no quiere levantarse, se limita a parpadear mirándome con expresión de reproche. Le paso los brazos por la barriga e intento levantarla, pero se niega a incorporarse. Me veo obligada a agarrarla del collar y arrastrarla hasta el cuarto de estar, donde se sienta feliz al lado de la puerta y permite que Dylan investigue bajo sus enormes orejas.
Mi padre está sentado en su butaca, fingiendo dormir. Sophie y Olivia se ríen al oírle roncar.
–¡Despierta, abuelo! –le grita Sophie–. ¡Ya es hora de comer!
Mi padre resopla, ronca un poco más y se levanta bruscamente.
–¡Estoy hambriento! –grita–. Pero no quiero comida. Quiero... –mira a sus nietas, que esperan conteniendo la respiración–, ¡niñas!
Gruñe, se lanza a por ellas y finge devorarles los brazos y las cabezas. Las niñas gritan, escapan y después corren a pedirle que continúe el juego.
–¡Hola a todo el mundo! –saludo.
–¡Vamos a jugar, tía!
–Sí, un momento. Hola, Lucky –le digo a mi hermano–. Hola, Tara –le doy un beso a mi cuñada en la mejilla–. ¿Qué tal estás? ¿Dónde está Jack?
–Está con Trevor y Chris en la bodega, jugando con la Nintendo. Mark también está allí, evitando a esposa –contesta Lucky.
–Su exesposa –musita Tara.
–Todavía no –la corrige Lucky.
–Estoy aquí, así que, si pensáis seguir hablando de mí, ¿podríais por lo menos hacerlo en voz baja? –interviene Elaina, con su inimitable movimiento de cabeza latino–. ¡Eh, Chas! ¿Qué te cuentas? –antes de que pueda contestar, levanta a Dylan en brazos y le huele el trasero–. Ya me lo contarás más tarde –añade, y sale precipitadamente de la habitación, sacudiendo sus rizos.
–¿Ya podemos jugar, tía? –me pide Claire.
–Chastity, escucha, antes de que esto se convierta en una locura, me gustaría pedirte un favor –me dice Tara–. A finales de este mes será nuestro aniversario y nos estábamos preguntando si... En realidad, esperábamos que...
–Hemos rezado, Chas –dice Lucky, rodeando a su esposa con el brazo–, hemos rezado de rodillas para que aceptes quedarte con nuestros hijos. De viernes a domingo, el último fin de semana de abril.
Permanezco en silencio, me agacho para levantar en brazos a Graham, el hijo más pequeño de Jack, que tiene un año y medio y está mordisqueando mi bota.
–¿Es que os habéis vuelto locos? –les pregunto a Tara y a Lucky–. ¡Vamos! ¿Pretendéis que yo, ¡yo!, cuide a vuestros pequeños monstruos? ¿Y durante todo un fin de semana? –por lo menos tienen la deferencia de mostrarse avergonzados–. ¿Os acordáis de lo que pasó la última vez? Acabé con quemaduras en los tobillos por culpa de una cuerda –Tara esboza una mueca–. Christopher se comió la calabaza cruda y terminó vomitando detrás del sofá. ¡Y Annie se hizo pis en mi cama!
–¡Sí, me acuerdo! –exclama Annie alegremente–. ¡Me hice pis en la cama de la tía!
Lucky agacha la cabeza.
–Olvídalo –farfulla–, lo siento.
–¡Anímate, Lucky! –sonrío–. Claro que lo haré.
–Te lo dije –le susurra Lucky a su esposa.
Yo hociqueo la mejilla regordeta de Graham y después imito a un pájaro para hacerle reír.
–Eres una santa –Tara suspira feliz–. Dime cuál es el precio.
Siento subir el rubor por mi cuello.
–Bueno...
Arquea las cejas con expresión expectante. El rubor se hace cada vez más intenso, pero no puedo permitirme el lujo de no pedir lo que quiero.
–Tengo interés en... ya sabes.
–¿Hacerte lesbiana? –aventura Lucky guiñándome el ojo.
Le doy un puñetazo en las costillas y tengo la gratificación de verle hacer un gesto de dolor.
–¿No se supone que ahora mismo deberías estar haciéndome la pelota, Lucky?
–Sí, por supuesto –se corrige Lucky–. ¿Qué podemos hacer por ti, Chas?
Suspiro y elevo los ojos al cielo, pero me obligo a continuar.
–Me gustaría conocer a algún tipo decente. Así que, si conocéis a alguno...
–¡Claro que sí! –exclama Tara–. ¿No hay mucho donde elegir en Eaton Falls?
–Bueno –digo, mirando la cremosa piel de Graham y sus sonrosadas orejas–. No es que no conozca a hombres solteros. El problema es que suelen ser... bastante raros. No conozco a ninguno que esté dispuesto a convertirse en el padre de mis hijos. Ya sabes cómo es esto.
En realidad, Tara no tiene la menor idea. Tiene treinta y un años, está casada desde hace ocho y tiene tres hijos maravillosos.
–Sea como sea, me vendrá bien toda la ayuda que me podáis prestar.
–Te va a hacer falta mucha –musita Lucky fingiendo compasión.
Le miro con los ojos entrecerrados, pero la verdad es que la necesito. Toda la literatura sobre el mundo de las relaciones recomienda contar a todo el mundo que estás buscando pareja. Por mortificante y humillante que pueda ser.
–Mantendré los ojos bien abiertos –me promete Tara.
Lucky asiente. Desde el dormitorio que está al final del pasillo, Jenny grita y Lucky y Tara corren a comprobar cómo está el menor de sus hijos. Graham se retuerce en mis brazos para que le baje y corre tambaleante tras ellos.
Me descubro con las manos sobre el vientre, como si quisiera comprobar cómo está mi propio bebé. No hay ninguno, por supuesto. En este momento, me resulta difícil imaginar mi vientre, liso y duro como una tabla, hincharse para dar cabida a un bebé de mejillas sonrojadas y ojos somnolientos.
–¡Tía, mira! –grita Olivia.
Poso la mano en sus maravillosos rizos rojos. Ha heredado el pelo de su madre, en vez del pelo negro de los O’Neill.
–¿Qué quieres que vea, cariño?
–¡Se me mueve un diente! –anuncia, abriendo la boca.
Antes de que pueda protestar, antes de que pueda emitir un solo sonido, empuja la pala con su dedo regordete para mostrarme un hueco, un cráter de color carmesí. Un hilo de sangre desciende hacia el resto de sus dientes. El estómago se me cae a las rodillas y el oxígeno parece abandonar mis pulmones.
–¿Lo ves? –pregunta Olivia, mostrando todavía el hueco. Aterriza en mi mano una pequeña gota de sangre–. ¿Lo ves? Se mueve.
–¡No! Yo...
Comienzo a perder la visión. Siento las manos frías y sudorosas. Retrocedo tambaleante y choco con mi padre, que me ayuda a recuperar el equilibrio.
–¡Olivia! Ya sabes que a la tía no le gusta la sangre. Enséñale el diente a tío Mark.
Parpadeo y sacudo la cabeza disgustada.
–Gracias, papá –suspiro.
–Mi pobre debilucha –contesta, y me palmea el hombro.
Me invade una mezcla de irritación y fastidio a la que ya estoy acostumbrada. En una familia de machos alfa, no solo soy la única chica, y, además, soltera y sin hijos, sino que también soy la única cobarde, por si acaso no me sentía ya suficientemente distinta. A pesar de mi estatura y mi capacidad para correr maratones y subir los Apalaches, hay una brecha en mi armadura: su nombre es «sangre». Yo soy la única de los O’Neill que no ha heredado el gen «yo te salvaré».
Como miembros del Departamento de Bomberos de Eaton Falls, mi padre, Mark y Matt, y Trevor, por cierto, han salvado docenas, posiblemente centenares de vidas de una u otra forma, ya sea rescatando a alguien de un edificio en llamas, practicando la reanimación cardiopulmonar después de sacar a alguien de un río o, simplemente, instalando gratuitamente un detector de humos. Lucky es miembro de la Unidad Especial de Desactivación de Explosivos. Jack es paramédico en un helicóptero, ahora trabaja para una empresa privada en Albany y recibió la Medalla de Honor del Congreso por haber participado en un peligroso rescate durante su estancia en Afganistán.
Incluso mi madre, que apenas mide un metro sesenta y pesa cincuenta kilos, ha dado a luz a cinco hijos, y ninguno pesó menos de cinco kilos, sin una gota de analgésico de ninguna clase.
Pero, no sé por qué, yo tengo la vergonzosa tendencia a desmayarme cuando veo sangre. Cuando Elaina me invitó a presenciar el nacimiento de Dylan, estuve a punto de orinarme encima. En una ocasión, en una ceremonia de circuncisión del hijo de unos amigos de New Jersey, hiperventilé y caí sobre los entremeses, echando a perder doscientos dólares de huevo hilado, salmón ahumado y pan ácimo. Cuando tuvimos que diseccionar una rana en el instituto, me desmayé, me golpeé la cabeza con la mesa del laboratorio, recuperé la conciencia y, al ver la sangre, volví a desmayarme.
Pero voy avanzando en ese frente. Aunque no quiero decirle nada a mi familia hasta que no lo haya terminado, hace poco me inscribí en un curso para convertirme en TES: Técnica de Emergencias Sanitarias. Yo. Me gusta imaginar, que, enterrados bajo capas de cobardía y toneladas de nerviosismo, se esconden los genes que les permiten a mis hermanos disfrutar de unas vidas bañadas en adrenalina. Además, a lo mejor me encuentro con algún chico atractivo en clase.
–¿Quién quiere jugar a los lobos salvajes? –les pregunto a mis sobrinas.
–¡Yo! –gritan Claire, Anne, Olivia y Sophie.
–¿Y quién quiere ser el conejo herido?
–¡Yo! ¡Yo!
Me siento en el suelo y comienzo a gruñir.
–¡Grrr! ¡Este invierno ha sido muy duro y estoy hambriento! ¡Anda, mira! ¡Un pobre conejito herido!
Las niñas gritan e intentan alejarse gateando. Yo las agarro de las piernas, me abalanzo sobre ellas y finjo comerlas. Sus gritos de alegría taladran la habitación.
–¿Y cómo le va a mi niñita? –me pregunta mi padre mientras devoro a sus nietas. Tiene el pelo, negro y con abundantes canas, revuelto–. ¿Ya has empezado a trabajar?
–Estamos empezando a conocernos. ¡Grrr! ¡Ya te tengo! ¡Delicioso! Creo que eres el único hombre sobre la tierra que sería capaz de llamarme «niñita».
–Estoy deseando ver tu firma en el periódico –me guiña el ojo.
–¡Eh, Chastity!
Me vuelvo y veo a Trevor apoyado en el marco de la puerta sonriendo. Siento que me flaquean las rodillas.
–¿Cómo estás, Trevor? –le pregunto animada.
–Muy bien, ¿y tú?
Sonríe con expresión cómplice, haciéndome acordarme de las copas de anoche. La vergüenza me provoca un nudo en el estómago.
–¿Ha habido alguna novedad por el parque de bomberos últimamente? –les pregunto a mi padre y a Trevor mientras continúo devorando el piececito de Claire.
–Nada particular –contesta mi padre–. Todo sigue...
–Igual que siempre –termina Trevor por él.
–Por cierto, Chuletita, ¿qué es eso de que estás buscando un novio? –pregunta mi padre.
Aprieto los dientes, pero me salva mi sobrina Sophie, que se agarra a las rodillas de su abuelo.
–Abuelo, ¿puedes comernos otra vez? –le suplica–. Hazte el dormido y nosotras nos ponemos a jugar con tu pelo, después te despiertas y dices que tienes hambre de niñas y haces que nos comes. ¡Por favor, por favor!
–No, cariño, ahora el abuelo tiene hambre de comida de verdad.
–Deberías haber comido algo antes, papá –le advierte Jack.
Le hago un gesto de reproche a mi hermano.
–No pienso permitir que critiquéis la comida de vuestra madre. Es absolutamente maravillosa –dice mi padre en voz muy alta–. Por supuesto, he estado esta mañana en el McDonald’s –añade en voz más baja.
Trevor sale a por una cerveza, ahorrándome la humillación de verle presenciar la conversación que mi padre retoma.
–Pero dime, Chastity, ¿por qué quieres empezar a salir con alguien? ¿Acaso no sabes lo idiotas que son los hombres?
Termino de masticar a Graham, que es el último conejo herido, y me levanto.
–Tienes que empezar a superar esa extraña idea irlandesa de que mi destino consiste en terminar limpiándote las babas, papá. Y sí, claro que sé lo estúpidos que son los hombres. ¡Mira a tu alrededor! Me has dado cuatro hermanos.
Mi padre sonríe orgulloso.
–Soy una persona normal, papá –le digo con un suspiro–. Claro que quiero casarme y tener hijos. ¿Tú no quieres tener más nietos?
–En realidad, ya tengo demasiados –contesta–. Creo que voy a tener que empezar a comer unos cuantos.
Y se abalanza entonces sobre Dylan, que empieza a llorar.
–¡Papá, por favor! Ya te he dicho que no le gusta –grita Mark, levantándole en brazos–. No llores, cariño. El abuelo está haciendo el tonto.
Pasa por delante de Elaina sin dirigirle siquiera una mirada. Ella sisea algo a su espalda y desvía la mirada hacia mí.
–Ya hablaremos más tarde. Ahora mismo estoy tan enfadada que podría escupir ácido.
–Sería muy divertido –contesto–. ¿Quieres que quedemos a las ocho?
–¡A comer! –ladra mi madre.
Nos dirigimos en fila hacia el comedor: mi madre, papá, Jack, Sarah, Lucky, Tara, Elaina, Matt, Trevor y yo, y no sentamos alrededor de la mesa. Mark, para evitar a Elaina, anuncia con expresión resignada que comerá en la cocina para controlar a los niños.
Mi madre se inclina sobre la mesa y quita la tapa que cubre la fuente para mostrar su creación. Llamar a eso comida sería inapropiado e, incluso en cierto modo, cruel.
Jack mira el asado con desaliento.
–Me temo que ese asado saldrá igual que va a entrar –anuncia–. Fibroso, duro y grisáceo. Y con un gran esfuerzo.
–¡John Michael O’Neill! ¡Deberías avergonzarte! –le espeta mi madre.
Los demás intentamos disimular la risa sin ningún éxito.
–Gracias por compartirlo, Jack –dice Sarah con resignada diversión.
–Eso ha sido una grosería, Jack –le reprocha Lucky–. Es verdad, pero es una grosería. Y eso, en el caso de que llegue a salir. Porque la última vez que comí aquí, tuve un tapón que me duró toda una semana. El cordero estofado me destrozó. Creo que incluso sangré cuando...
–¡Luke! –grita mi madre.
Y Lucky se agacha justo a tiempo de evitar una pequeña bofetada.
Aunque tengo entendido que ahora mismo la comida irlandesa es muy popular, la cocina irlandesa de mi madre tiene más que ver con el estilo de la hambruna de la patata. Enormes trozos de ternera de poca calidad, normalmente hervidos. Guisos de patatas grasientas compradas por sacos y almacenadas durante un tiempo indefinido en el sótano. Zanahorias hervidas. Nabos hervidos. Judías verdes hervidas. Y salsa quemada.
–Mm –digo contenta–. Gracias, mamá.
–Eres la bomba –farfulla Matt a mi lado.
–Vete al infierno –respondo.
Fingimos comer, vamos empujando la comida furtivamente y, de vez en cuando, cuando ya no es posible evitarlo, nos arriesgamos a comer algún pedazo. Yo intento pasarle comida a Buttercup, que se limita a mirarme con tristeza con esos enormes ojos de párpados rojizos y deja caer después la cabeza en el suelo con un porrazo. Desde la cocina, oímos a Mark hablando con los niños.
–Dylan, deja de tirar la comida, cariño. Annie, eso no está bien, vuelve a metértelo en la boca. Ya lo sé, pero lo ha hecho la abuela. Toma, Graham, yo te lo sostengo.
Está haciendo un verdadero esfuerzo por aparentar ser un santo, pero Elaina finge no notarlo. Y no la culpo.
–Bueno, este es un momento tan bueno como cualquier otro –dice mi madre, dejando el tenedor en el plato–. Hijos, escuchad, he decidido empezar a tener citas.
Nos quedamos todos paralizados, después, miramos todos a una, excepto Elaina, a mi padre, que continúa cortando las judías verdes en moléculas diminutas que no come.
–¿Qué quieres decir? –pregunta mi padre.
Mis padres se divorciaron hace un año. No fue nada traumático ni violento. Fue como una especie de juego. Aunque mi padre ahora tiene un apartamento en el centro, la situación sigue siendo más o menos la misma de siempre. Si se estropea el horno, mi madre llama a mi padre. Si necesita arreglar el coche, le llama. Comen juntos un par de veces a la semana, van juntos a todos los acontecimientos relacionados con sus nietos y yo creo que siguen acostándose de vez en cuando, aunque eso es algo en lo que prefiero no profundizar.
–Comenzar a tener citas, Mike. Estamos divorciados, ¿recuerdas? Ya llevamos un año. Como te he dicho en miles de ocasiones, quiero ciertas cosas y como tú te niegas a dármelas, tendré que buscarlas en otra parte.
Así empieza siempre su discusión habitual.
–¿Alguien quiere más vino? –pregunto.
Mis padres se quieren, pero parecen incapaces de ser felices juntos. No es fácil ser la mujer de un bombero. Cada vez que mi padre llegaba tarde a casa, mi madre encendía bruscamente la televisión y se sentaba con expresión sombría delante del canal local esperando oír alguna noticia de un incendio. Y si había algún incendio, se retorcía la alianza de matrimonio y estaba malhumorada hasta que mi padre llegaba a casa, cansado y cargado de adrenalina.
Además del miedo a perder al marido en una muerte horrible, hay otra realidad que forma parte del hecho de estar casada con un bombero. Por supuesto, es un trabajo heroico. Por lo tanto, se da por supuesto que esos hombres son magníficos. ¿Pero cuántas Navidades, cuántos Días de Acción de Gracias, cuántos partidos y conciertos en el colegio, cuántas clases de natación y comidas se ha perdido mi padre? Decenas. Cientos. Incluso cuando libraba, tenía la radio encendida, o estaba hablando por teléfono con algún compañero de trabajo, o yendo al sindicato, u organizando un entrenamiento. En los raros fines de semana que mi padre no trabajaba, estaba tan nervioso para cuando llegaba el domingo por la tarde que terminaba acercándose al parque de bomberos, solo para ver cómo andaba todo.
Dos años atrás, Benny Grzowski, un bombero relativamente nuevo, cayó de un tejado ardiendo cuando estaba intentando cortar un canal de ventilación y murió. Tenía veinticinco años.
No hay ningún acontecimiento tan lúgubre y espectacular como el entierro de un bombero. Todo el clan O’Neill estuvo allí con expresión pétrea, excepto yo, que lloraba a gritos. Cuando llegamos al cementerio, desfilamos todos por delante de la lápida, en la que habían tallado ya su nombre y la inscripción tradicional: Marido, padre y bombero.
Cuando acabó el servicio, mi madre se volvió de nuevo hacia la lápida.
–En el caso de tu padre deberían cambiar el orden –me dijo al volver–. No te cases nunca con un hombre que quiera a su trabajo más que a ti, Chastity.
Después de la muerte de Benny, mi madre comenzó a presionar a mi padre para que se retirara. Quería ir de crucero, jugar al bridge, pertenecer al grupo de jubilados de Eaton Falls, que financia excursiones a hipódromos y casinos, a outlets y a las Cataratas del Niágara. Pidió, exigió, esperó, ordenó, esperó y, al final, decidió pedir el divorcio. Supongo que pensaba que mi padre cedería cuando se divorciara, pero tuvo que seguir esperando.
Y parece que ahora la espera ha terminado. Mira impasible a mi padre y muerde un bocado de esta carne tan fibrosa.
–¡Eso es ridículo! –exclama mi padre–. Tú no vas a salir con nadie.
–¿De verdad? Ya lo verás –sisea, y se vuelve hacia mí–. Chastitiy, he oído que le decías a Tara que querías conocer a alguien.
–¡Gracias, mamá! ¿Podemos cambiar de tema? –pregunto con el rostro ardiendo.
–Creo que deberíamos intentarlo juntas –anuncia radiante–. Una doble cita.
–¡Dios mío! –musito.
Matt sonríe y yo le enseño el dedo índice.
–No vas a salir con nadie –repite mi padre–. Solo lo haces para fastidiarme, y te está funcionando. Pero ya está bien.
Mi madre continúa sin alterarse.
–Podemos registrarnos en eHarmony, ir a bailes para solteras...
–¡No vas a salir con nadie!
–... y participar en citas rápidas. ¡Será muy divertido! Mike, tú no tienes nada que decir al respecto, así que calla.
El rostro de mi padre se tiñe de rojo intenso.
–¡No vas a salir con nadie!
–Mamá –Lucky, el pacificador, el hermano mediano y desactivador de explosivos, hace un intento–, ¿no puedes darle a papá otra oportunidad?
–Le he dado a tu padre muchas oportunidades –responde mi madre, fulminándole con la mirada–. Pero quiere a ese parque de bomberos más que a mí.
–¡Eso es una estupidez! –ladra mi padre, sacudiendo la servilleta.
–¡Sí, es una estupidez! –replica mi madre–. Eso es exactamente lo que pienso.
–¡Eres una estúpida! ¡No pienso seguir hablando de esto! No vas a salir con nadie y punto.
Se levanta furioso, pasa por encima de mi perra y sale por la puerta de atrás dando un portazo. Un segundo después, oímos el motor de su coche.
Sarah y Tara se miran la una a la otra y, como si esa fuera la señal, gritan las dos volviéndose hacia mi madre:
–¡Hemos traído postre!
–Entonces, mamá, ¿lo dices en serio? –le pregunto a mi madre cuando ya se ha ido todo el mundo.
La casa está en silencio. Los pájaros se comunican entre ellos en la calle y el sol se pone en las montañas. La enorme cabeza de mi perra descansa sobre los pies de mi madre, como si Buttercup quisiera mostrarle su solidaridad.
Mi madre suspira.
–Sé que quieres más a tu padre, Chastity... –comienza a decir.
–Eso no es cierto –respondo como corresponde.
–Pero no quiero pasar sola el resto de mi vida.
–Al final se jubilará, mamá. Tendrá que hacerlo. ¿No hay ninguna ley sindical que lo exija? Al fin y al cabo, tiene ya cincuenta y nueve años, ¿no?
–Cincuenta y ocho –contesta mi madre–. Se retirará cuando considere que tiene que hacerlo. ¿Dentro de seis años? ¿De siete? ¿De diez? ¿Y se supone que tengo que seguir esperándole? ¡He estado aguantando esta situación durante treinta y nueve años! Ahora me toca a mí tomar alguna decisión sobre nuestra vida y él no está dispuesto a aceptarlo, y eso no es justo –se reclina en la silla–. Así que estoy buscando otra pareja.
–¿Todavía estás enamorada de él, mamá?
–¡Claro que estoy enamorada de él! Pero esa no es la cuestión. Quiero a alguien para el que yo sea lo primero y, sinceramente, para tu padre nunca lo he sido. No es un mal marido, pero nunca me ha puesto antes que a todo lo demás.
Su tono es el de una profesora enunciando unos hechos históricos. Asiento y doy unos golpecitos a la suela de mi bota. ¿Quién sabe? A lo mejor el plan funciona y al darle celos a mi padre, consigue por fin la atención que reclama. Ella le quiere. En realidad, no quiere estar con ningún otro hombre.
–Será divertido –proclama mi madre–. ¡Ya nos he apuntado para la Compra de Solteros! ¿No suena divertido?
–Eh, pues no –contesto.
–¡Vamos, Chas! Ni siquiera lo has probado todavía. Es muy divertido.
–¿Tú ya has ido?
–No, ¿pero cómo no va a ser divertida una compra de solteros?
Continúa describiendo la emoción de examinar la mercancía con otros individuos en busca de pareja. Hago una mueca y apoyo la cabeza en el brazo del sillón.
La verdad es que terminaré yendo. Al fin y al cabo, no tengo nada que perder. Oigo susurrar a mis ovarios: «Seguimos funcionando. Al menos por ahora...».
El recuerdo de la camarera sugerente reaparece en mi cerebro. No tengo ganas de ver a Trevor ligando con otras mujeres mientras yo sigo soltera y sin hijos, con la mirada clavada en mi anular vacío.
Así que hago un pacto con el diablo o, en este caso, con mi madre. Lo intentaremos las dos juntas. ¿Por qué no? ¿Qué tengo que perder?