Capítulo 26
–¿Dónde está Lucia? –pregunta Ángela–. Creía que los androides no faltaban al trabajo.
–No sé, señorita Davies, pero le he traído a usted un regalo.
Le he tomado mucho cariño a Ángela. Es discreta y divertida, consistente en el trabajo y siempre parece dispuesta a hacer algo fuera del trabajo. El fin de semana pasado, cuando Ryan tuvo que cancelar una cita por culpa de una emergencia en el quirófano: una rama clavada en el intestino, vino a casa y estuvimos viendo El retorno del Rey, comentando ambas el sesgo sexista de la película mientras se nos salían los ojos de las órbitas contemplando a los actores. Ahora, busco en mi escritorio y le tiendo una pegatina.
–«¿Qué haría Aragorn?» ¡Me encanta! –exclama–. ¿Dónde encuentras estas cosas?
–Pasa demasiado tiempo visitando páginas estúpidas de Internet, ¿verdad, Chas? –contesta Pete, mientras da un mordisco a su bocadillo.
–Es verdad, Pete. Eh, ¿sabes dónde está Lucia? ¿Vamos a tener la reunión sin ella?
–Sería la primera vez –comenta Pete mientras enciende el ordenador.
–¿Chastity? Necesito verte, por favor –me llama Penélope, asomando la cabeza por la puerta de su despacho.
Vaya. Esa llamada no augura nada bueno. Alan ya está sentado en el despacho y la expresión de ambos es seria. Me da un vuelco el corazón. ¿Habrán traspasado los filtros de seguridad de la web? ¿Habrán vuelto a meter porno en nuestra página? ¿Están a punto de despedirme?
–Hola –saludo vacilante.
–Siéntate, Chastity –me pide Penélope.
Miro a Alan, que tiene la mirada fija en el suelo.
–¿Qué ha pasado? –pregunto con el corazón latiéndome de terror.
–Mira esto –contesta Penélope, y me tiende una hoja.
Es el informe de la policía de los delitos cometidos la semana pasada. La Gazette los publica regularmente. Al fin y al cabo, es información pública y la gente siente un placer culpable al leer las desgracias de sus conciudadanos. Le echo un vistazo, pero no veo nada destacable. Suspiro aliviada. Pensaba que a lo mejor incluía algo de los O’Neill.
–El cuarto empezando por el final –musita Alan.
Miro y leo: Theodore Everly, cuarenta y dos años. Inducción a la prostitución. ¿Quién es Thedore... ¡Oh! Vaya...
–Teddy Bear –confirma Alan.
–Vaya –repito.
–Solicitó los servicios de un hombre –susurra Penélope.
El corazón se me cae a los pies.
–Pobre Lucia. No me extraña que no haya venido.
–La pregunta es... ¿deberíamos publicarlo? –nos pregunta Alan–. La información es pública y nunca hemos censurado estos informes, pero...
–En realidad, eres tú el que tiene que decidirlo, Alan –digo, tendiéndole el informe–. No sé, Penélope.
–Genial –responde Alan.
Me hace una mueca, enseñándome el diente, pero ahora ya estoy acostumbrada y apenas me asusta.
En ese momento, se abre la puerta y asoma Lucia la cabeza con su habitual máscara de maquillaje. Tiene los ojos rojos.
–Reunión de personal a las diez –anuncia.
–¡Hola, Lucia! ¿Cómo estás? –Penélope se levanta–. ¡Pasa, siéntate! Eh... ¿Quieres un café?
Lucia entra. Al estar los cuatro tan apretados en el despacho, me encuentro suficientemente cerca de ella como para tener un intenso contacto con su laca y su perfume. Me levanto de la silla y se la ofrezco.
Me mira con los ojos entrecerrados y permanece de pie. Penélope y Alan intercambian una mirada de incomodidad. Es Alan el que comienza a hablar.
–Eh... Lucia, ¿sabes que hemos recibido esta mañana el informe de...?
–¿Que si sé que la semana pasada arrestaron a mi prometido por contratar los servicios sexuales de un hombre? Sí, lo sé.
Muy bien, eso deja resuelta la cuestión de si lo sabía o no.
–Estábamos discutiendo si debíamos publicarlo o... –comienza a explicarle Penélope.
–Publícalo. No me importa. Eso no es asunto mío, ¿no?
–Lucia, todos sentimos mucho lo ocurrido –le dice Penélope con delicadeza.
–Ahórratelo, ¿vale? –le espeta Lucia–. ¿Vamos a tener esa reunión o no?
–Eh, sí, claro. Muy bien –Penélope inclina la cabeza hacia un lado–. Lucia, ¿estás segura de que no quieres tomarte el día libre?
–¿Para qué? ¿Para vender mi vestido de novia en eBay?
Penélope toma aire.
–Muy bien. Reunión de personal dentro de diez minutos.
Lucia se vuelve hacia mí y me dirige una mirada cargada de odio.
–Chastity, ¿puedo verte en privado?
–Eh, claro.
–Utilizad mi despacho –nos ofrece Penélope, y se levanta de un salto–. Alan, vamos a hablar del artículo sobre la huelga de basureros.
Me abandonan a una velocidad vertiginosa.
–Siento tu situación, Lucia –digo vacilante.
–Lo sabías, ¿verdad? –sisea–. Sabías que Teddy Bear era gay.
Siento un intenso calor en la cara.
–Bueno, en realidad, no conozco a Teddy, así que...
–Me contó que le habías visto cuando estaba con un hombre la otra noche. ¡Que pasaste a su lado con la bicicleta!
Me paso nerviosa la mano por el pelo.
–Sí, es verdad.
–¿Y entonces lo notaste? ¿Notaste que era... gay?
Hago una mueca.
–Bueno, estaban en una actitud... romántica.
–¿Y no me dijiste nada? No me lo puedo creer, Chastity.
–Mira, Lucia –digo, esperando que mi voz suene calmada–, lo sospeché, eso fue todo. Y tampoco te conozco tan bien a ti.
–Así que dejaste que siguiera comprometida con un gay –pone los brazos en jarras. Está temblando de rabia.
–Tenía la sensación de que no me correspondía a mí... –intento defenderme.
–¡No, Chastity! ¡Siempre me has odiado! Me odiabas porque estaba comprometida y tú no lo has estado nunca, ¿verdad? ¡Y porque yo lo sé todo sobre este periódico! Eres una estúpida amazona gigante que ha estudiado en Columbia, se cree que lo sabe todo y ahora me ha hecho quedar como una idiota.
–¡Ya está bien, Lucia, cierra el pico! –replico–. Siento lo que te ha pasado, pero si no sabías que Teddy Bear era gay es porque no querías saberlo. Porque hasta la última persona de este periódico lo sabía. Querías estar ciega y lo estuviste. Eso no tiene nada que ver conmigo.
Su semblante se torna blanco.
–¿Qué quieres decir con que todo el mundo lo sabía? –susurra horrorizada.
Después, sin esperar respuesta, abre violentamente la puerta del despacho.
–¿Todo el mundo sabía que Teddy Bear era gay? –grita.
Se produce un silencio mortal. Ángela, Penélope, Carl, Alan, Pete, Daniel, el diseñador gráfico, Suki... Están todos paralizados, con los sentimientos de compasión y culpa reflejados claramente en sus rostros.
Comienzan a aparecer manchas rojas en el rostro maquillado de Lucia.
–Dejo el trabajo.
Y, sin más, sale de la oficina, cerrando la puerta tras ella.
Regresamos cada uno a nuestras mesas.
–La reunión de personal se aplaza –anuncia Penélope, antes de cerrar la puerta de su despacho.
Mientras estoy revisando el correo electrónico, sin prestarle mucha atención, Ángela se acerca a mi mesa.
–¿Cómo estás, Chastity?
–Fatal –respondo.
–Lo sé –me sonríe con compasión–. ¿Por qué estaba tan enfadada contigo?
–Vi a Teddy Bear con un hombre y no se lo dije.
–Yo tampoco lo habría hecho –me sonríe con cariño.
–¡Eh, Ángela! –digo de sopetón–. Trevor me dijo que habíais roto.
Se sonroja.
–Sí, bueno, en realidad, no llegamos a estar nunca realmente juntos. Es un hombre muy agradable y todo eso, pero, sinceramente, creo que nunca estuvo realmente interesado en mí. Entre nosotros no hubo nada.
El resto del día transcurre muy lentamente. Todo el mundo está pensando en Lucia, pero nadie habla de ella. Justo antes de que llegue la hora de salir, Penélope me llama de nuevo a su despacho.
–¿Qué sabes sobre la vasculopatía periférica? –me pregunta, extendiendo las manos ante ella.
–Muy poco –contesto.
–¿Crees que mis manos tienen un aspecto extraño?
–A lo mejor están poco hidratadas. Por lo demás, yo las veo bien.
–Es verdad, es verdad, soy una hipocondríaca. Escucha, tengo una buena noticia. ¿Te acuerdas del artículo que escribiste sobre James Fennimore Cooper?
Claro que me acuerdo. Fue el que escribí la noche que le di un rodillazo a Ryan en la clase de autodefensa. Hago una mueca.
–Sí, claro. Y vuelvo a decirte que lo siento.
Penélope se echa a reír.
–Escucha esto –saca una hoja y comienza a leer–. «Estimada señora Constanopolous, nos complace informarle de que el artículo de Chastity O’Neill, El efecto Cooper, la influencia del primer novelista de los EstadosUnidos en la novela actual, ha ganado el primer premio y etcétera, etcétera –Penélope sonríe–. Una ceremonia, una cena y cinco mil dólares. Todo para ti, Chastity.
La miro con la boca abierta.
–¿Cinco de los grandes?
–Sí, ¡felicidades!
–¡Cinco de los grandes! ¡Madre mía! ¡Eso significa que voy a poder comprar muebles nuevos!
Tomo la carta, la leo yo misma y siento un agradable calor subiendo por mi cuello.
–¿Lo enviaste tú, Penélope? –pregunto.
–No. Al parecer, esta fundación revisa todos los artículos publicados sobre grandes figuras de los Estados Unidos y les encantó el tuyo. Yo no tenía ni idea –sonríe como una madre orgullosa–. Ahora no se te ocurra pensar en irte a trabajar para el Times, jovencita –me advierte.
–No lo haré –contesto sonriendo.
–En serio, Chastity, ¿estás contenta con nosotros?
Levanto la mirada de la carta.
–¡Sí! Contentísima.
–Si necesitas ampliar tu trabajo, te daré una columna, o redistribuiré las responsabilidades. Solo tienes que decírmelo, ¿de acuerdo?
–Gracias Penélope. ¡Vaya! Lo tendré en cuenta.
–¿Puedo invitarte a una copa para celebrarlo?
Pierdo inmediatamente la sonrisa.
–A lo mejor en otro momento. Ahora, con todo lo de Lucia, no me parece bien.
Asiente.
–Claro, tienes razón. Bueno, ahora me voy. Hasta mañana, Chastity, y felicidades otra vez.
Tengo ganas de llamar a mis hermanos y a mis padres para darles la noticia, pero eso tampoco me parece bien. Llamo a Ryan inmediatamente, pero se activa el buzón de voz. Cuelgo sin dejar ningún mensaje. Sintiéndome un poco desanimada, salgo del periódico y me dirijo a mi casa.
–¿Sabes qué, Buttercup? –le digo a mi perra cuando me acorrala contra la pared–. Mamá ha ganado un premio –babea de admiración y le doy un beso en la cabeza–. Gracias.
Caliento una pizza congelada y mientras lo hago, leo la información sobre sus componentes nutritivos. ¡Uf! Ángela se ha ofrecido hace poco a enseñarme a cocinar. Está dando clases para adultos sobre clásicos sencillos de la cocina francesa. Ryan me comentó el otro día que quería organizar una cena y me preguntó que si yo sería capaz de cocinar para unas diez personas. Cuando me eché a reír, comentó gruñendo que la encargaría. Seguro que le gustaría que aprendiera a preparar un pollo al vino y una crema brûlée.
Reviso la web del periódico por si hubiera alguna fotografía desagradable y suspiro aliviada al no encontrar nada extraño. Después, busco en Google una dirección, le pongo la correa a Buttercup y me dirijo hacia el sur de la ciudad.
La casa de Lucia es más pequeña que la mía, una acogedora casita en una calle bordeada de árboles. Solo está el coche de Lucia en el camino de la entrada y no sale ningún ruido por las ventanas abiertas de la casa. Subo los escalones de la entrada, llamo a la puerta y espero. Buttercup se derrumba, agotada. Al final, oigo un sonido de pasos. Se produce un largo silencio.
–Vete, Chastity.
–No, abre.
–No, vete.
–Soy perfectamente capaz de abrir la puerta de una patada y lo sabes –le advierto–. O puedo llamar al timbre hasta hacerte enloquecer.
–Llamaré a la policía.
–¿De verdad? –pregunto.
Se abre la puerta.
–Probablemente, no –admite.
Tiene el rostro apagado y el pelo ha perdido su habitual volumen. Sin maquillaje, parece una mujer diferente, más dulce y, definitivamente, más joven. Recuerdo entonces que tenemos la misma edad, aunque ella siempre me ha parecido mayor. Lleva un pijama de seda rosa. Veo en el fondo la televisión, encendida, pero en silencio. ¿Dónde están sus amigos, sus hermanas, sus padres, lo que sea? ¿Dónde está la bruja de su hermana, la que conocí en urgencias? ¿Cómo es posible que esté pasando sola el peor día de su vida?
–Lo siento mucho –digo y, sin pensar lo que hago, le paso el brazo por los hombros y le doy un beso en la mejilla–. Debe de ser horrible tener que enfrentarte a esto.
Lucia rompe a llorar.
–No te preocupes, cariño. Todo se arreglará.
–Ese perro es el más feo que he visto en mi vida –solloza.
–Shh –susurro–. No hieras sus sentimientos. ¿Puedo pasar?
–Claro.
Quince minutos después, Buttercup está tumbada boca arriba frente a la chimenea de Lucia, con los carrillos cayendo hacia el suelo, las orejas extendidas y las patas al aire. Parece un animal atropellado. Lucia tampoco tiene mucho mejor aspecto, pero le sirvo una copa de vino y localizo una caja de pañuelos de papel: una de esas cajas envueltas en una funda de ganchillo.
–¿Has hablado con él? –le pregunto.
–Sí, claro –se sorbe la nariz–. Dice que me quiere, pero que no puede evitar ser como es –tensa el pecho mientras intenta reprimir las lágrimas.
–¿Se lo has contado a tu familia?
Asiente.
–Todos lo sospechaban, como vosotros.
Me muerdo un nudillo. Me pregunto si su madre o su hermana o quienquiera que sea habrán intentado hablar con ella a solas en alguna ocasión y le habrán preguntado por Teddy Bear. Sé que yo lo habría hecho si hubiera sido alguien de mi familia.
–Me gustaría haberte dicho algo, Lucia, pero pensé que no me correspondía.
Se suena la nariz y vacía la copa de vino.
–Probablemente te habría arrancado la cabeza –admite. Fija la mirada en el suelo–. No sé cómo he podido ser tan tonta –se le quiebra la voz.
–¡Lu! –le digo. Me inclino hacia ella para palmearle la mano–. Todos estamos ciegos con las personas a las que queremos.
–¿De verdad? –me espeta–. ¿Tu doctor está saliendo con algún hombre?
–No, que yo sepa –contesto–. Pero ya sabes cómo son estas cosas. Todos transformamos a las personas que conocemos en nuestra cabeza, de una u otra forma –Lucia asiente–. Estoy segura de que yo intento ver a Ryan... bueno, no hablemos de mí. Esta es una noche especial para ti.
Lucia emite un sonido burlón y sonríe a regañadientes.
–Chastity... –se interrumpe y comienza a morderse la uña.
–¿Sí?
Levanta la mirada.
–Fue Teddy Bear el que puso la fotografía en la web –musita.
La miro boquiabierta.
–Y también le rompió la cabeza a Aragorn.
–¿Por qué?
–¡Yo no lo sabía! –exclama Lucia, poniéndose a la defensiva–. Me lo ha confesado hoy. Me ha dicho que lo había hecho porque sabía que yo te odiaba.
–Vaya, gracias.
–... y quería que te despidieran y yo pudiera quedarme con tu puesto de trabajo. Porque él pensaba que me lo merecía –traga saliva varias veces con los ojos llenos de lágrimas.
Suspiro.
–¿Lo vas a contar? –pregunta, mordiéndose de nuevo la uña.
–¿Quieres que lo cuente?
–Creo que Teddy ya está sufriendo bastante –susurra, mientras las lágrimas ruedan por sus mejillas.
–Muy bien, en ese caso, no diré nada. Y me alegro de saber que no tengo detrás a un acosador.
–Lo siento –susurra Lucia.
–Tú no tienes la culpa –le tiendo un pañuelo.
–¿Sabes una cosa, Chastity? –dice Lucia, sonándose la nariz–. Yo pensaba que eras una bruja, pero, en realidad, no eres tan mala.
No puedo evitar soltar una carcajada.
–Gracias, Lu. Lo mismo digo.