14.

—Hola —oí decir suave y educadamente a la voz de Nick grabada en el contestador—, este es el contestador de Morgan, Tamwood y Jenks, de Encantamientos Vampíricos, cazarrecompensas independientes. En este momento no podemos atenderle. Por favor, deje un mensaje e indíquenos si prefiere que le devolvamos la llamada durante el día o la noche.

Apreté con más fuerza el teléfono negro de Nick y esperé a oír el pitido. Había sido idea mía que Nick grabase nuestro mensaje en el contestador. Me gustaba su voz y me parecía que resultaba muy pijo y profesional que creyesen que teníamos a un hombre de recepcionista. Aunque claro, esa impresión desaparecía en cuanto veían la iglesia.

—¿Ivy? —Dije e inmediatamente hice una mueca al oír el tono de culpabilidad en mi voz—, coge el teléfono si estás ahí.

Nick pasó junto a mí desde la cocina y deslizó su mano por mi cintura de camino hacia el salón. El teléfono seguía en silencio y me apresuré a dejar un mensaje antes de que el contestador me colgase.

—Oye, estoy en casa de Nick. Mmm… sobre lo de antes, lo siento. Ha sido culpa mía. —Miré a Nick, que estaba haciendo el «paripé de limpieza de los solteros», barriendo aquí y allí, escondiendo las cosas bajo el sofá y detrás de los cojines—. Nick dice que siente mucho haberte golpeado.

—No lo siento —dijo y tuve que tapar el auricular imaginándome que con su oído de vampiro podría oírlo.

—Eh, mmm —continué—, voy a casa de mi madre a recoger unas cosas, pero volveré sobre las diez. Si llegas a casa antes que yo, ¿por qué no sacas la lasaña para cenar? ¿Te parece que comamos sobre medianoche? Así ceno temprano para poder hacer los deberes luego —titubeé queriendo decir algo más—. Bueno, espero que oigas esto. Adiós —concluí sin mucha convicción. Colgué el teléfono y me volví hacia Nick.

—¿Y si todavía está sin sentido?

Arrugó los ojos.

—No le pegué tan fuerte.

Me apoyé contra la pared, que estaba pintada de un marrón asqueroso y que no pegaba con nada. En el apartamento de Nick nada combinaba con el resto, así que de algún modo encajaba, aunque de forma retorcida. No es que a Nick no le importase la continuidad, sino que él veía las cosas de forma diferente. Una vez que lo pillé con un calcetín negro y otro azul me miró parpadeando y me contestó que eran del mismo grosor.

Sus libros, por ejemplo, no estaban ordenados alfabéticamente; los tomos más antiguos ni siquiera tenían título ni autor; sino que seguían una clasificación que yo aún no había descubierto. Los libros tapizaban toda una pared del salón, provocando la espeluznante sensación de que me vigilaban siempre que entraba allí. Había intentado convencerme para que se los guardase en mi armario cuando su madre los dejó tirados en su puerta una mañana. Yo le di un sonoro beso y le dije que no. Me daban repelús.

Nick entró en la cocina y cogió sus llaves. El tintineo metálico me atrajo hacia la puerta. Eché un vistazo a lo que llevaba puesto antes de seguirlo hacia el recibidor. Vaqueros, camiseta de algodón remetida por dentro y las chanclas que usaba cuando íbamos a nadar a la piscina comunitaria. Lo había dejado todo aquí el mes pasado y me lo había encontrado limpio y colgado en el armario de Nick.

—No tengo mi bolso —mascullé cuando cerró la puerta de un fuerte tirón.

—¿Quieres que pasemos por la iglesia de camino?

Su oferta no sonaba genuina y vacilé. Tendríamos que cruzar medio Hollows para llegar allí y ya se había puesto el sol. Las calles se estaban llenando de gente y tardaríamos una eternidad. No tenía gran cosa en mi bolso en cuanto a dinero y no iba a necesitar mis amuletos… solo iba a casa de mi madre; pero la idea de Ivy tirada en el suelo era insoportable.

—¿No te importa?

Nick respiró hondo y su alargada cara se retorció con una expresión forzada pero asintió. Sabía que no quería ir y por la preocupación casi me salto el escalón de salida del edificio hacia el aparcamiento. Hacía frío. No había ni una nube en el cielo, pero las estrellas se perdían tras la luz de la ciudad. Las corrientes de aire se colaban por mis chanclas y cuando me rodeé con los brazos, Nick me dio su chaqueta. Me encogí dentro y se me fue pasando el enfado con él por no querer ir a comprobar si Ivy estaba bien gracias al calor y su olor impregnado en el grueso tejido.

Oí un leve zumbido proveniente de una farola. Mi padre la habría llamado «luz para ladrones» por proporcionar la iluminación justa para que un ladrón viese lo que estaba haciendo. El sonido de nuestros pasos resonaba con fuerza y Nick alargó el brazo para abrirme la puerta.

—Te abro —dijo galantemente y yo sonreí con suficiencia al verlo pelearse con la manecilla, gruñendo hasta que con un tirón finalmente cedió.

Nick llevaba trabajando en su nuevo empleo tan solo tres meses, pero de algún modo había logrado comprar una maltrecha furgoneta Ford azul. Me gustaba. Era grande y fea, por eso la había conseguido tan barata. Me dijo que era lo único que tenían en el concesionario que no le obligaba a encoger las rodillas hasta la barbilla. La capa transparente de pintura se estaba descascarillando y la puerta del maletero se estaba oxidando, pero era un medio de transporte. Me impulsé hacia dentro y apoyé los pies en la ofensiva alfombrilla del dueño anterior mientras Nick cerraba de un portazo. La furgoneta se sacudió, pero era la única forma de garantizar que la puerta no se abriese de golpe al cruzar las vías del tren. Mientras esperaba a que Nick diese la vuelta por detrás, una sombra oscilante sobre el capó llamó mi atención. Me incliné hacia delante entornando los ojos. Algo casi choca contra el parabrisas y di un respingo.

—¡Jenks! —exclamé al reconocerlo. El cristal que nos separaba no pudo ocultar su agitación. Sus alas parecían un borrón de telaraña titilando bajo la farola mientras me miraba con el ceño fruncido y las manos en las caderas. En la cabeza llevaba un sombrero flexible rojo de ala ancha y aspecto triste bajo la incierta luz. Mis pensamientos de culpabilidad volvieron a Ivy y bajé la ventanilla. Tuve que empujarla cuando se quedó atascada a medio camino, Jenks entró volando y se quitó el sombrero.

—¿Cuándo demonios piensas comprarte un teléfono con manos libres? —me espetó—. ¡Yo formo parte de esta empresa tanto como tú y no puedo usar el teléfono!

¿Venía de la iglesia? No sabía que podía desplazarse tan rápido.

—¿Qué le has hecho a Ivy? —continuó diciendo mientras que Nick entraba en silencio y cerraba su puerta—. Me he pasado la tarde intentando tranquilizar a Glenda la Buena después de que le gritases a su padre y cuando llego a casa veo a Ivy histérica en el suelo del baño.

—¿Está bien? —le pregunté y luego miré a Nick—. Llévame a casa.

Nick arrancó la furgoneta y dio un respingo hacia atrás cuando Jenks aterrizó en la palanca de cambio.

—Está bien…, todo lo bien que puede estar ella —dijo Jenks pasando de la rabia a la preocupación—. No vuelvas todavía.

—Quítate de ahí —dijo Nick sacudiendo la mano debajo de Jenks.

Jenks salió revoloteando hacia arriba y luego hacia abajo, mirando fijamente a Nick hasta que volvió a poner las manos de nuevo sobre el volante.

—No —dijo el pixie—. Lo digo en serio. Dale un poco más de tiempo. Ha oído tu mensaje y se está calmando. —Jenks salió volando para ir a sentarse en el salpicadero delante de mí—. Tía, ¿qué le has hecho? No paraba de repetir que no iba a ser capaz de protegerte y que Piscary se iba a enfadar con ella y que no sabía qué iba a hacer si te marchabas. —Sus diminutas facciones adoptaron una expresión de preocupación—. ¿Rachel? Quizá deberías mudarte, este es demasiado incluso para ti.

Sentí frío al oír el nombre del vampiro no muerto. Quizá no fuese yo quien la presionase demasiado, quizá había sido Piscary quien la había empujado a hacerlo. No habría pasado nada si lo hubiese dejado cuando se lo pedí la primera vez. Probablemente Piscary había entendido que Ivy no era la dominante en nuestra extraña relación y quería que rectificase la situación, el muy cabrón. No era asunto suyo.

Nick metió la marcha y las ruedas crujieron e hicieron saltar la grávida del aparcamiento.

—¿A la iglesia? —preguntó.

Miré a Jenks y este negó con la cabeza. Fue el atisbo de miedo en su expresión lo que me obligó a tomar una decisión.

—No —dije. Esperaría, le daría tiempo para recuperarse.

Nick pareció tan aliviado como Jenks. Nos incorporamos al tráfico y nos dirigimos hacia el puente.

—Bueno —dijo Jenks. Al ver que no llevaba los pendientes puestos, saltó hacia arriba para sentarse en el espejo retrovisor—, de todas formas ¿qué demonios es lo que ha pasado?

Volví a subir la ventanilla al sentir el frío de la noche en la húmeda brisa.

—La presioné demasiado durante el entrenamiento. Intentó convertirme en… eh…, intentó morderme. Nick la noqueó con mi caldero de hechizos.

—¿Intentó morderte?

Aparté la vista de fuera y miré a Jenks. Contemplé cómo sus alas se iluminaban con los faros del coche de atrás y se quedaban inmóviles, luego se convertían en un borrón para volver a quedarse quietas. Jenks miró la cara avergonzada de Nick y luego a mi expresión preocupada.

—Oooohh —dijo abriendo los ojos de par en par—, ahora lo pillo. Quería vincularte a ella para que solo ella pudiese hacer responder tu cicatriz a las feromonas de vampiro. Y tú la rechazaste. Dios mío, debe de estar avergonzada. No me extraña que esté disgustada.

—Jenks, cállate —le dije, reprimiendo las ganas de agarrarlo y tirarlo por la ventana, aunque nos alcanzaría en el próximo semáforo en rojo.

El pixie revoloteó hasta el hombro de Nick y se quedó observando las luces del salpicadero.

—Bonita furgoneta.

—Gracias.

—¿De producción?

—Modificada —contestó Nick cambiando la mirada de las luces traseras del coche de delante a Jenks, cuyas alas se agitaron rápidamente y luego se calmaron.

—¿Cuál es la velocidad punta?

—Doscientos cuarenta con el sistema de óxido nitroso.

—¡Joder! —juró el pixie admirado, volando de nuevo hasta el retrovisor—. Compruébale los conductos, huelo una fuga.

Los ojos de Nick saltaron a una mugrienta palanca que obviamente no venía de fábrica situada bajo el salpicadero y luego volvió a mirar a la carretera.

—Gracias. Ya me parecía a mí. —Lentamente entreabrió la ventanilla.

—De nada.

Abrí la boca para preguntar, pero luego la cerré. Debían ser cosas de chicos.

—Bueeeeeno —dijo Jenks alargando las vocales—, ¿vamos a casa de tu mamá?

Asentí.

—Sí, ¿quieres venir?

Jenks se elevó tres centímetros al pasar por un bache y se mantuvo en el aire con las piernas cruzadas.

—Claro, gracias. Su croco debe de estar en flor todavía. ¿Crees que le importará que me lleve un poco de polen a casa?

—¿Por qué no se lo preguntas a ella?

—Lo haré. —Una sonrisa llenó su cara—. Será mejor que te pongas un poco de maquillaje en ese chupetón.

—¡Jenks! —exclamé llevándome la mano al cuello para tapármelo. Se me había olvidado. Me puse roja mientras Jenks y Nick intercambiaban estúpidas miraditas de macho. Que Dios me perdone, pero me parecía haber vuelto a la edad de las cavernas: «Yo marcar mujer para que Glurg aparte sus peludas manos de ella».

—Nick —le rogué añorando enormemente mi bolso—, ¿me prestas algo de dinero? Tengo que parar en una tienda de amuletos.

Si había algo más embarazoso que comprar un hechizo de complexión era tener que hacerlo con un chupetón en el cuello. Especialmente cuando la mayoría de los dueños de las tiendas de hechizos me conocían. Así que opté por la autonomía y le pedí a Nick que parase en una gasolinera. Por supuesto la estantería de hechizos junto a la caja estaba vacía, así que acabé por cubrirme el cuello con maquillaje tradicional. ¿Cobertura perfecta? Ni por asomo. Nick dijo que estaba bien, pero Jenks se rio tanto que se le pusieron las alas rojas. Se sentó en el hombro de Nick y parloteó sobre los atributos de las chicas pixie que había conocido antes que a Matalina, su esposa. El pixie de mente calenturienta no paró hasta las afueras de Cincinnati, donde vivía mi madre, mientras yo intentaba retocarme el maquillaje en el espejo de la visera.

—A la izquierda por esa calle —dije limpiándome los dedos frotándolos unos contra otros—. Es la tercera casa a la derecha.

Nick no dijo nada y paró junto al bordillo frente a mi casa. La luz del porche estaba encendida y juro que vi moverse una cortina. Hacía varias semanas que no venía y el árbol que había plantado junto con las cenizas de mi padre estaba cambiando ya de color. El frondoso arce casi daba sombra a todo el garaje tras los doce años que llevaba allí.

Jenks ya había salido zumbando por la puerta abierta de Nick y este se disponía a salir cuando lo sujeté por el brazo.

—¿Nick? —lo llamé. Él se detuvo ante el tono de preocupación en mi voz y se volvió a recostar en la gastada tapicería de plástico mientras yo retiraba la mano y me miraba fijamente las rodillas—. Mmm, quiero disculparme en nombre de mi madre antes de presentártela —le solté.

Él sonrió, adoptando una expresión amable en su rostro alargado. Se inclinó sobre el asiento delantero y me dio un rápido beso.

—Las madres son todas terribles, ¿no? —Salió y esperé impacientemente a que diese la vuelta y tirase de la puerta para abrírmela.

—¿Nick? —Dije y él me cogió de la mano y juntos avanzamos por el caminito de entrada—, lo digo en serio. Está un poco tocada. La muerte de mi padre la trastornó de verdad. No es ninguna psicópata ni nada de eso, pero no piensa lo que dice. Por su boca sale lo primero que se le ocurre.

—¿Por eso no me la habías presentado todavía? —dijo relajando su expresión angustiada—. Creía que era por mí.

—¿Por ti? —exclamé haciendo una mueca para mí misma—. Oh, ¿el tema de que tú seas humano y yo bruja? —Dije en voz baja—. No.

En realidad, me había olvidado de eso. Repentinamente me sentí nerviosa y comprobé cómo tenía el pelo y me llevé la mano al ausente bolso. Tenía los pies fríos y las chanclas hacían un ruido desagradable sobre los escalones de cemento. Jenks planeaba junto a la luz del porche y parecía una polilla gigante. Toqué el timbre y me quedé de pie junto a Nick. Por favor, que sea uno de sus días buenos.

—Me alegro de que no fuese por mí —dijo Nick.

—Sí —dijo Jenks aterrizando en su hombro—. Tu madre debería conocerlo, teniendo en cuenta que se está zumbando a su hija y todo eso.

—¡Jenks! —exclamé y luego me puse seria al ver que se abría la puerta.

—¡Rachel! —gritó mi madre, abalanzándose sobre mí para darme un abrazo. Cerré los ojos y le devolví el abrazo. Era más bajita que yo y quedaba raro. El olor a laca para el pelo se me pegó a la garganta por encima del débil tufillo a secuoya. Me sentía mal por no haberle dicho toda la verdad cuando dejé la SI y sobre la amenaza de muerte a la que había sobrevivido. No quería preocuparla.

—Hola, mamá —dije dando un paso atrás—. Este es Nick Sparagmos y ¿te acuerdas de Jenks?

—Claro que sí. Me alegro de verte de nuevo, Jenks. —Entró de nuevo en casa, llevándose la mano brevemente a su pelo liso y rojo desvaído y luego a su vestido de punto por debajo de la rodilla Se me relajó el nudo de preocupación. Tenía buen aspecto, mejor que la última vez. El brillo pícaro había vuelto a sus ojos y se movía con rapidez cuando nos invitó a pasar dentro.

—Pasad, pasad —dijo poniendo su pequeña mano sobre el hombro de Nick—, antes de que los bichos os sigan.

La luz del vestíbulo estaba encendida, pero servía de poco para iluminar el oscuro pasillo verde. El estrecho espacio estaba abarrotado de cuadros y sentí claustrofobia cuando volvió a darme otro intenso abrazo, sonriendo de oreja a oreja al soltarme.

—Estoy tan contenta de que hayas venido —dijo y luego se volvió hacia Nick—. Así que tú eres Nick —dijo echándole una ojeada y mordiéndose el labio inferior. Movió la cabeza con brusquedad al ver sus zapatos de vestir gastados y luego frunció los labios pensativamente al ver mis chanclas.

—Señora Morgan —dijo Nick sonriendo y ofreciéndole la mano.

Ella se la estrechó y no pude evitar una mueca al ver que tiraba de él para darle un abrazo. Era bastante más bajita que él y tras un primer momento de sobresalto, Nick me sonrió por encima de su cabeza.

—Me alegro muchísimo de conocerte —dijo mi madre soltándolo y girándose hacia Jenks. El pixie había volado hasta el techo.

—Hola, señora Morgan. Está muy guapa esta noche —dijo con cautela a la vez que descendía ligeramente.

—Gracias. —Sonrió y sus escasas arrugas se hicieron más profundas. La casa olía a salsa para espaguetis y me preguntaba si tenía que haber advertido a mi madre de que Nick era humano—. Bueno, pasad adentro. ¿Os quedáis a comer? Estoy haciendo espaguetis y no es ningún problema añadir un poco más.

No pude evitar suspirar mientras nos conducía a la cocina. Lentamente comencé a relajarme. Parecía que mi madre estaba controlando su lengua más que de costumbre. Entramos en la cocina iluminada por la lámpara del techo y respiré más tranquila. Todo parecía normal, normal para un humano. Mi madre ya no hacía muchos hechizos y únicamente la cubeta de disoluciones con agua salada junto a la nevera y el caldero de cobre en la hornilla daban algunas pistas. Había asistido al instituto durante la Revelación y su generación era muy discreta.

—Solo hemos venido a recoger mi material de líneas luminosas —dije sabiendo que mi intención de entrar y salir pitando era una causa perdida al ver que el caldero estaba lleno de agua hirviendo para la pasta.

—No es ninguna molestia —dijo y añadió un puñado de espaguetis, miró a Nick de arriba abajo y añadió otro—. Son más de las siete. Tendréis hambre, ¿verdad, Nick?

—Sí, señora Morgan —dijo, a pesar de mi mirada suplicante.

Mi madre le dio la espalda a la hornilla, satisfecha.

—Y para ti, Jenks, no tengo gran cosa en el jardín, pero sírvete lo que encuentres. O si quieres puedo mezclarte un poco de azúcar con agua.

Jenks se entusiasmó.

—Gracias, señora —dijo revoloteando tan cerca que le levantó las puntas de su pelo rojo—. Echaré un vistazo en el jardín. ¿Le importa si recojo el polen de su croco? A mis niños les vendría divinamente a estas alturas de la temporada.

Mi madre sonrió ampliamente.

—Por supuesto, sírvete tú mismo. Esas malditas hadas han acabado con todo buscando arañas. —Arqueó las cejas y me quedé helada durante un momento de pánico. Se le había ocurrido algo y no había forma de saber qué era—. ¿Es posible que alguno de tus niños estuviera interesado en un trabajo de verano? —le preguntó y solté el aire aliviada.

Jenks aterrizó en la mano que ella le ofrecía con las alas brillando en un tono rosa de satisfacción.

—Sí, señora, mi hijo Jax estaría encantado de trabajar en su jardín. Él y mis dos hijas mayores mantendrán a esas hadas alejadas. Se los mandaré mañana, antes del amanecer si lo desea. Para cuando se tome su primera taza de café, no quedará ni un hada a la vista.

—¡Maravilloso! —exclamó mi madre—. Esas malditas cabronas llevan en mi jardín todo el verano. Me sacan de quicio.

Nick se sobresaltó al oír una palabrota en boca de una señora tan afable y me encogí de hombros.

Jenks salió volando describiendo un arco desde la puerta trasera hasta mí, indicándome que se la abriese.

—Si no le importa —dijo suspendido en el aire sobre el pomo—, solo voy a echar un vistazo. No quiero que se tope con algo inesperado. No es más que un niño y quiero asegurarme de que sabe con qué tiene que tener cuidado.

—Excelente idea —dijo mi madre taconeando sobre el suelo de linóleo. Encendió la luz trasera y lo dejó salir—. ¡Bueno! —dijo al volverse mirando a Nick—. Por favor, siéntate. ¿Quieres algo de beber? ¿Agua? ¿Café? Creo que tengo una cerveza en algún sitio.

—Un café sería estupendo, señora Morgan —dijo Nick sacando una silla de debajo de la mesa y sentándose en ella. Abrí la nevera para sacar el café y mi madre me quitó el paquete de las manos, protestando con quejas maternas en voz baja hasta que me senté junto a Nick. Arrastré la silla y deseé que no armase tanto alboroto. Nick sonrió, obviamente disfrutando de verme tan inquieta.

—Café —dijo revoloteando por la cocina—, admiro a los hombres a los que les gusta el café con la comida. No tienes ni idea de lo contenta que estoy de conocerte, Nick. Hace mucho tiempo desde la última vez que Rachel trajo a un chico a casa. Incluso en el instituto no estaba muy por labor de salir con chicos. Empezaba a preguntarme si iba a inclinarse hacia la otra acera, ya sabes a qué me refiero.

—¡Mamá! —exclamé y sentí que se me ponía la cara tan roja como el pelo.

—No digo que sea nada malo —rectificó parpadeando hacia mí mientras llenaba el filtro de cucharadas de café. No podía mirar a Nick, que se aclaraba la garganta, divirtiéndose. Apoyé los codos en la mesa y dejé caer la cabeza entre las manos.

—Pero ya me conoces —añadió mi madre dándonos la espalda mientras guardaba el café. Me temí lo peor esperando que saliera por su boca cualquier cosa—. Soy de la opinión de que es mejor no tener novio que uno inadecuado. Tú padre, por ejemplo era el adecuado. —Suspiré y levanté la vista. Al menos mientras hablaba de mi padre no estaba hablando de mí—. Era un hombre tan bueno… —dijo moviéndose lentamente hacia la hornilla. Se detuvo de lado para vernos mientras levantaba la tapa de la salsa y la removía—. Hay que encontrar al hombre adecuado con el que tener hijos. Nosotros tuvimos suerte con Rachel —dijo—. Aun así, casi la perdemos.

Nick se sentó derecho mostrando interés.

—¿Cómo es eso, señora Morgan?

Su cara se alargó reflejando una antigua preocupación y me levanté para enchufar la cafetera, ya que a ella se le había olvidado. La historia que iba a contar era embarazosa, pero ya la conocía y la prefería a lo que pudiese ocurrírsele, especialmente después de mencionar lo de tener hijos. Me senté junto a Nick cuando mi madre empezó con su habitual apertura de la historia.

—Rachel nació con una extraña enfermedad de la sangre —dijo—. No teníamos ni idea de que estaba ahí, esperando una combinación inoportuna para revelarse.

Nick se volvió hacia mí con las cejas arqueadas.

—No me habías hablado de eso.

—Bueno, es que ya no la tiene —dijo mi madre—. La amable señora de la clínica nos lo explicó todo diciendo que habíamos tenido suerte con el hermano mayor de Rachel y que teníamos una probabilidad entre cuatro de que nuestro siguiente hijo fuese como Rachel.

—Eso suena a una enfermedad genética —dijo Nick—. Normalmente uno no se recupera de una enfermedad así.

Mi madre asintió y bajó el fuego de la olla hirviendo con la pasta.

—Rachel respondió a una serie de remedios de hierbas y medicina tradicional. Es nuestro bebé milagro.

Nick no parecía muy convencido, así que añadí:

—Mis mitocondrias producían una enzima rara y mis glóbulos blancos creían que era una infección. Atacaban a las células sanas como si fuesen invasores, especialmente a mi medida ósea y a cualquier cosa relacionada con la producción de sangre lo único que sé es que estaba cansada todo el tiempo. Los remedios naturales ayudaron, pero no fue hasta que entré en la pubertad cuando todo pareció arreglarse. Ahora estoy bien, excepto por una sensibilidad hacia el azufre, aunque la enfermedad me ha acortado la esperanza de vida en unos diez años. Al menos eso es lo que me dijeron.

Nick me puso la mano en la rodilla bajo la mesa.

—Lo siento.

Esbocé una amplia sonrisa.

—Eh, ¿qué son diez años? Se supone que no iba a llegar ni a la pubertad. —No tenía ánimos para decirle que incluso sin esos diez años, probablemente iba a vivir décadas más que él. Pero probablemente él ya lo supiera.

—Monty y yo nos conocimos en la universidad, Nick —dijo mi madre devolviendo la conversación a su tema originario. Sabía que no le gustaba hablar de mis primeros doce años de vida—. Fue tan romántico… La universidad acababa de crear los estudios paranormales y había mucha confusión acerca de los prerrequisitos. Cualquiera podía estudiar cualquier cosa. Yo no tenía nada que hacer en una clase de líneas luminosas y el único motivo por el que me apunté fue porque el guapísimo brujo delante de mí en la cola de la secretaría lo hizo y no quedaban plazas en el resto de alternativas. —Removió más lentamente con la cuchara y la cubrió una bocanada de vapor—. Es curioso cómo el destino parece reunir a la gente a veces —dijo en voz baja—. Me apunté a esa clase para sentarme junto a un hombre, pero acabé enamorándome de su mejor amigo. —Me sonrió—. Tu padre. Los tres éramos compañeros de laboratorio. Lo habría dejado si no llega a ser por Monty. No soy una bruja de líneas luminosas. Como Monty no era capaz de invocar un hechizo aunque le fuera la vida en ello, él me hizo todos los círculos durante los siguientes dos años y a cambio, yo le invoqué todos sus amuletos hasta que se graduó.

Nunca antes había oído esta parte y al levantarme para coger tres tazas para el café me fijé en la olla de salsa roja. Arrugué el ceño y me pregunté si habría alguna manera diplomática de tirarla a la basura. Además estaba cocinando de nuevo en su caldero para hechizos. Esperé que se hubiese acordado de lavarlo con agua salada o la comida iba a resultar un poquito más interesante de lo habitual.

—¿Cómo os conocisteis Rachel y tú? —preguntó mi madre apartándome de la olla para meter una barra de pan congelado a calentar en el horno.

Nick abrió los ojos de par en par y sacudí la cabeza advirtiéndole. Sus ojos pasaron de mí a mi madre.

—Eh, en un evento deportivo.

—¿De los Howlers? —preguntó ella.

Nick me miró en busca de ayuda y me senté junto a él.

—Nos conocimos en las peleas de ratas, mamá —dije—. Yo aposté por un visón y él por una rata.

—¿Peleas de ratas? —dijo poniendo cara de asco—. Qué cosa más desagradable. ¿Quién ganó?

—Se escaparon —dijo Nick poniéndome ojitos—. Siempre nos imaginamos que se fugaron juntos y se enamoraron locamente y que ahora viven en las alcantarillas de la ciudad.

Reprimí la risa, pero mi madre dejó escapar la suya libremente. Me alegró su sonido. No la había oído reír a gusto desde hacía mucho tiempo.

—Sí —dijo mientras dejaba a un lado las manoplas del horno—, eso me gusta. Visones y ratas. Igual que Monty y yo sin más niños.

Parpadeé preguntándome cómo había saltado de las ratas y los visones a ella y a papá y qué tenía eso que ver con no tener más niños. Nick se inclinó más cerca y susurró:

—Los visones y las ratas tampoco pueden procrear.

Abrí la boca para emitir un silencioso «oh» y pensé que quizá Nick con su anticuada forma de ver el mundo podría entender mejor a mi madre que yo.

—Nick, querido —dijo mi madre dándole a la salsa una vuelta rápida en sentido de las agujas del reloj—, no hay ninguna enfermedad celular en tu familia, ¿verdad?

Oh, no, pensé aterrorizada cuando Nick respondió sin alterar su voz.

—No, señora Morgan.

—Llámame Alice —dijo—. Me caes bien. Cásate con Rachel y tened muchos niños.

—¡Mamá! —exclamé. Nick sonrió disfrutando mi enfado.

—Pero no inmediatamente —continuó diciendo mi madre—. Disfrutad de vuestra libertad juntos durante un tiempo. No querréis tener niños hasta que no estéis listos. Practicáis sexo seguro, ¿no?

—¡Madre! —grité—. ¡Cállate! —Que Dios me de fuerzas para aguantar la velada.

Ella se volvió con una mano apoyada en la cadera y con la cuchara goteante en la otra.

—Rachel, si no querías que hablase del tema tendrías que haber ocultado con un hechizo ese chupetón.

Me quedé mirándola boquiabierta. Mortificada me levanté y la arrastré hacia el pasillo.

—Discúlpanos —dije viendo cómo sonreía Nick.

—¡Mamá! —le susurré en la seguridad del pasillo—. Tendrías que estar con medicación, ¿lo sabías?

Dejó caer la cabeza.

—Parece un buen chico. No quiero que lo espantes como hiciste con todos tus novios anteriores. Yo quería tanto a tu padre… Solo quiero que seas igual de feliz.

Inmediatamente mi enfado se quedó en nada al verla allí de pie, sola y triste. Levanté los hombros con un suspiro. Debería venir a verla más a menudo, pensé.

—Mamá —dije—, es humano.

—Oh —dijo en voz baja—, supongo que no existe sexo más seguro que ese, ¿no?

Me sentí mal al ver que el peso de una simple información la abatía tanto y me pregunté si eso la haría cambiar su opinión sobre Nick. Nunca podríamos tener hijos. Los cromosomas no se alineaban correctamente. Este descubrimiento había acabado con la antigua controversia entre los inframundanos al demostrar que los brujos, al contrario que los vampiros y los hombres lobo, eran una especie distinta de los humanos, tanto como los pixies y los troles. Los vampiros y los hombres lobo, ya hubiesen nacido así o los hubiesen transformado con un mordisco, eran humanos modificados. A pesar de que los brujos imitaban a los humanos casi a la perfección, éramos tan diferentes como un plátano y una mosca de la fruta a nivel celular. Con Nick yo sería infértil.

Se lo había contado a Nick la primera vez que nuestros arrumacos derivaron en algo más intenso. Tenía miedo de que se diese cuenta si algo no iba bien. Casi me enfermaba pensar que pudiese reaccionar con asco a lo de las especies diferentes. Y luego casi grité de alegría cuando su única pregunta fue: «Pero todo tiene el mismo aspecto y funciona igual, ¿no?». En ese momento sinceramente no lo sabía. Resolvimos esa cuestión juntos. Me ruboricé recordando esas cosas delante de mi madre. Le dediqué una débil sonrisa. Ella me la devolvió y se irguió.

—Bueno —dijo—, entonces iré a abrir un bote de salsa Alfredo.

Entonces me relajé y le di un abrazo. Sus brazos ejercieron una presión diferente y le respondí igualmente. La echaba de menos.

—Gracias, mamá —susurré.

Ella me dio unas palmaditas en la espalda y nos separamos. Sin mirarme a los ojos se volvió hacia la cocina.

—Tengo un amuleto en el cuarto de baño si lo quieres. Tercer cajón de abajo. —Respiró hondo y con expresión alegre se dirigió a la cocina con rápidos pasitos cortos. Escuché durante un momento y decidí que nada había cambiado al oírla charlar alegremente con Nick del tiempo mientras guardaba la salsa de tomate. Aliviada caminé a grandes zancadas con mis chanclas por el oscuro pasillo.

El cuarto de baño de mi madre se parecía espeluznantemente al de Ivy… salvo por el pez en la bañera. Encontré el amuleto y me quité el maquillaje. Lo invoqué y quedé satisfecha con el resultado. Me atusé el pelo y suspiré antes de volver a la cocina. No quería imaginarme lo que le diría mi madre a Nick si la dejaba a solas con él demasiado tiempo. Me los encontré con las cabezas juntas mirando un álbum de fotos. Nick tenía una taza de café en la mano y el vapor se elevaba entre ambos.

—Mamá —me quejé—, por eso nunca traigo a nadie a casa.

Las alas de Jenks entrechocaron ruidosamente al ascender desde el hombro de mi madre.

—Oh, alégrate, bruja. Ya hemos pasado las fotos de bebé desnuda.

Cerré los ojos para reunir fuerzas. Mi madre fue con una alegre cadencia a remover la salsa Alfredo. Ocupé su lugar junto a Nick y señalé una foto.

—Ese es mi hermano Robert —dije deseando que alguna vez me devolviese las llamadas—. Y ese es mi padre —dije emocionándome ligeramente. Sonreí mirando la foto. Lo echaba de menos.

—Era guapo —dijo Nick.

—Era el mejor. —Pasé la página y Jenks aterrizó en ella con los brazos en jarras paseándose por encima de mi vida, cuidadosamente ordenada en filas y columnas—. Esta es mi foto favorita de él —dije dando golpecitos sobre un insólito grupo de niñas de entre once y doce años delante de un autobús amarillo. Estábamos todas quemadas por el sol y con el pelo tres tonos más claro de lo normal. El mío lo llevaba corto y de punta por todas partes. Mi padre estaba de pie junto a mí, con una mano en mi hombro, sonriendo a la cámara. Se me escapó un suspiro.

—Esas son mis amigas del campamento —dije recordando que los tres veranos que pasé allí habían sido unos de los mejores—. Mira —dije señalando—, se ve el lago. Estaba en algún sitio al norte de Nueva York. Solo pude ir a nadar una vez de lo frío que estaba. Me daban calambres en los dedos.

—Yo nunca fui a un campamento —dijo Nick mirando con interés las caras.

—Era uno de esos campamentos de «Pide un deseo» —dije—. Me echaron cuando descubrieron que ya no me estaba muriendo.

—¡Rachel! —protestó mi madre—. No todo el mundo se estaba muriendo.

—La mayoría sí. —Me puse triste al recorrer las caras y darme cuenta de que probablemente fuera la única de la foto que seguía con vida. Intenté recordar el nombre de la niña delgada y morena junto a mí y no me gustó no poder hacerlo. Había sido mi mejor amiga.

—Le pidieron a Rachel que no volviese cuando perdió la compostura —dijo mi madre—, no porque estuviese mejorando. Se le metió en la cabeza castigar a un niñito que fastidiaba a las niñas.

—¡«Niñito»! —protesté con voz ronca—. Era mayor que el resto y era un abusón.

—¿Qué le hiciste? —preguntó Nick con un brillo de diversión en los ojos.

Me levanté para servirme café en mi taza.

—Lo empuje contra un árbol.

Jenks se rio por lo bajo y mi madre golpeó la olla con la cuchara.

—No seas modesta. Rachel conectó con la línea luminosa sobre la que estaba construido el campamento y lo elevó más de nueve metros.

Jenks silbó y Nick abrió los ojos como platos. Me serví el café, sintiéndome avergonzada. No había sido un buen día. El mocoso tenía unos quince años y estaba fastidiando a la niña sobre la que pasaba yo el brazo en la foto. Le dije que la dejase en paz y cuando me empujó perdí los nervios. Ni siquiera sabía cómo conectar con una línea luminosa, simplemente sucedió. El niño aterrizó en un árbol, se cayó y se cortó en un brazo. Había mucha sangre y me asusté. Tuvieron que llevarse a los jóvenes vampiros del campamento a una excursión especial durante toda la noche por el lago hasta que recogieron toda la tierra empapada de sangre y la quemaron.

Mi padre tuvo que venir en avión y solucionarlo todo. Era la primera vez que usaba las líneas luminosas, y la única hasta que fui a la escuela universitaria, ya que mi padre me echó una buena bronca. Tuve suerte de que no me echasen en aquel mismo momento. Regresé a la mesa y miré a mi padre sonreírme desde la foto.

—Mamá, ¿puedo quedarme esa foto? Perdí mi copia la primavera pasada cuando… un hechizo me salió mal y perdí mis fotos. —Miré a Nick a los ojos y comprobé que no iba a decir nada sobre mis amenazas de muerte. Mi madre se acercó sigilosamente.

—Esa es una foto muy bonita de tu padre —dijo sacándola y entregándomela antes de volver a la hornilla.

Me senté en la silla y miré las caras intentando acordarme del nombre de alguno de ellos. No podía acordarme de ninguno y eso me molestaba.

Mmm, ¿Rachel? —dijo Nick mirando el álbum.

—¿Qué? —¿Amanda?, pregunté en silencio a la niña del pelo negro. ¿Era ese tu nombre?

Las alas de Jenks se movieron rápidamente, levantando una brisa hacia mi cara.

—¡Joder! —exclamó.

Miré la foto que estaba debajo de la que ahora tenía en la mano y noté que se me quedaba la cara blanca. Era del mismo día ya que en el fondo estaba el mismo autobús; pero aquí, en lugar de estar rodeado de niñas preadolescentes, mi padre estaba junto a un hombre clavado a un Trent Kalamack envejecido. Me quedé sin respiración. Ambos hombres sonreían y entornaban los ojos por el sol. Se pasaban los brazos sobre los hombros el uno al otro en un gesto de compañerismo y estaban obviamente contentos. Intercambié una mirada asustada con Jenks.

—¿Mamá? —Logré decir finalmente—. ¿Quién es este?

Ella se acercó e hizo un pequeño sonido de sorpresa.

—Oh, había olvidado que tenía esa foto. Era el dueño del campamento. Tu padre y él eran muy buenos amigos. Cuando murió, a tu padre se le partió el corazón. Y además fue algo muy trágico, no habían pasado ni seis años desde que había muerto su mujer. Creo que eso influyó en que tu padre perdiese las ganas de seguir luchando. Murieron con solo una semana de diferencia, ¿sabes?

—No, no lo sabía —susurré mirando fijamente la foto. No era Trent, pero el parecido era espeluznante. Tenía que ser su padre. ¿Mi padre conocía al padre de Trent? Me llevé una mano al estómago al ocurrírseme una cosa. Había acudido a un campamento con una rara enfermedad en la sangre y cada año volvía sintiéndome mejor. Trent trajinaba con la investigación genética. Puede que su padre hiciese lo mismo. Mi recuperación se había considerado un milagro. Quizá se debía a la manipulación genética ilegal e inmoral.

—Que Dios me ayude —susurré. Tres campamentos de verano. Meses de no poder levantarme casi hasta el anochecer. El inexplicable dolor en mi cadera. Las pesadillas de un asfixiante vapor que ocasionalmente aún me despertaban. ¿Cuánto?, me pregunté. ¿Qué le había exigido el padre de Trent al mío en pago por la vida de su hija? ¿La había intercambiado por su propia vida?

—¿Rachel? —dijo Nick—. ¿Estás bien?

—No. —Me concentré en mi respiración mientras miraba la foto—. ¿Puedo quedarme con esta también, mamá? —le pregunté y oí mi voz como si no fuese la mía.

—Oh, yo no la quiero —dijo y la saqué del álbum con los dedos temblorosos—. Por eso estaba debajo. Ya sabes que no puedo tirar nada de tu padre.

—Gracias —susurré.