Capítulo 33
Me incliné para recoger el periódico que había en el último escalón de la entrada de la iglesia. El olor a césped recién cortado y a humedad era casi un bálsamo que inundaba mis sentidos. Algo se movió rápidamente por la acera. Con el pulso acelerado me puse en cuclillas en posición defensiva. La risita de una niña pequeña subida a su bicicleta rosa haciendo sonar el timbre resultó algo embarazosa. Sus talones volaban al pedalear como si la persiguiese el diablo. Con una mueca sacudí el periódico en la palma de mi mano al verla desaparecer por la esquina. Juraría que me esperaba cada tarde.
Había pasado una semana desde que se anuló oficialmente la amenaza de muerte de la Si contra mí y aún seguía viendo asesinos por todas partes. Pero la verdad es que era posible que alguien más aparte de la SI quisiera verme muerta. Resoplé con fuerza e intenté eliminar la adrenalina de mi organismo cerrando de un golpe la puerta de la iglesia tras de mí. El reconfortante crujir de las hojas impresas hacía eco en las gruesas vigas de madera y en las desnudas paredes del santuario al hojear yo el periódico buscando la sección de clasificados. Me metí el resto del periódico bajo el brazo y me dirigí a la cocina, recorriendo con los ojos la sección de anuncios personales.
—Ya era hora de que te levantases, Rachel —dijo Jenks batiendo sus alas y revoloteando en molestos círculos a mi alrededor por el estrecho pasillo. Olía a jardín. Vestía su «ropa de faena» y parecía un Peter Pan con alas en miniatura—. ¿Vamos a por ese disco o qué?
—Hola, Jenks —dije notando una creciente punzada de ansiedad y anticipación—, sí, llamaron a un exterminador ayer.
Dejé el periódico en la mesa de la cocina, apartando los rotuladores de colores y los mapas de Ivy para hacer sitio.
—Mira —dije señalando—, tengo otro más.
—Déjame ver —exigió el pixie. Aterrizó directamente sobre el periódico con las manos en las caderas.
Señalando con el dedo el texto leí en voz alta:
—«T. K. desea reanudar la comunicación con R. M. con respecto a un posible negocio». —No había número de teléfono, pero era obvio quién lo había escrito. Trent Kalamack.
Una sensación desagradable me urgió a sentarme junto a la mesa y a mirar más allá de la nueva pecera del señor Pez, hacia el jardín. Aunque había pagado mi contrato y estaba razonablemente a salvo de la SI, aún tenía que lidiar con Trent. Sabía que estaba fabricando biofármacos. Era una amenaza para él. Por ahora estaba siendo paciente, pero si no accedía a entrar en su equipo, me metería bajo tierra.
A estas alturas ya no quería la cabeza de Trent, solo quería que me dejase tranquila. El chantaje era completamente aceptable y sin duda mucho más seguro que intentar librarme de Trent a través de los tribunales. Era un hombre de negocios por encima de todo y el deseo de evitar un juicio era probablemente mayor que el de tenerme trabajando para él o muerta. Pero necesitaba algo más que una página de su agenda. Y hoy iba a conseguirlo.
—Bonitas medias, Jenks —dijo Ivy con voz ronca desde el pasillo.
Sobresaltada, di un respingo y enseguida transformé el movimiento para atusarme un rizo del pelo. Ivy estaba apoyada en el quicio de la puerta y parecía una imagen apática de la muerte con su bata negra. Arrastrando los pies fue hasta la ventana para cerrar las cortinas y apoyarse contra la encimera en la penumbra. Mi silla crujió al recostarme en el respaldo.
—Te has levantado temprano hoy.
Ivy se sirvió una taza de café frío del día anterior y se dejó caer en la silla frente a mí. Tenía los ojos rojos y la bata atada descuidadamente en la cintura. Desganadamente manoseó el periódico por donde Jenks había dejado sus huellas sucias.
—Hay luna llena esta noche. ¿Lo hacemos?
Di un breve suspiro y me latió con fuerza el corazón. Me levanté para tirar el café y hacer más antes de que Ivy se bebiese el resto. Hasta yo era más exigente.
—Sí —respondí notando la tensión en la piel.
—¿Seguro que te sientes con fuerzas? —preguntó con los ojos fijos en mi cuello.
No fue más que mi imaginación, pero creí sentir una punzada justo donde se posaban sus ojos.
—Estoy bien —dije haciendo un esfuerzo por no taparme la cicatriz con la mano—. Mejor que bien, estoy genial.
Los insípidos pastelitos de Ivy me hacían sentirme alternativamente náuseas y hambre, pero había recuperado mi vigor sorprendentemente en tan solo tres días en lugar de en tres meses. Matalina ya me había quitado los puntos del cuello y no había quedado apenas cicatriz. Que hubiese sanado tan rápido era preocupante. Me preguntaba si lo pagaría más adelante. Y cómo.
—¿Ivy? —dije sacando el café de la nevera—, ¿qué había en esos pastelitos?
—Azufre.
Di un salto, conmocionada.
—¿Qué? —exclamé.
Jenks se rio por lo bajo e Ivy no apartó sus ojos de los míos al levantarse.
—Es broma —dijo sin inmutarse. Yo seguía mirándola con la expresión petrificada—. ¿No sabes aceptar una broma? —añadió dirigiéndose al pasillo—. Dame una hora. Llamaré a Carmen para que se ponga en marcha.
Jenks dio un salto en el aire.
—Genial —dijo haciendo zumbar sus alas—, voy a despedirme de Matalina. —Parecía que brillaba al reflejarse en él un rayo de luz que se coló en la cocina cuando salió volando entre las cortinas.
—¡Jenks! —lo llamé cuando se iba—, no nos iremos hasta dentro de por lo menos una hora. No se tarda tanto en decir adiós.
—¿Ah, sí? —Me llegó su lejana voz—, ¿y te piensas que mis niños han brotado solos de la tierra?
Con la cara roja, encendí la cafetera. Mis movimientos eran rápidos y ansiosos y una sensación de quemazón se instaló en mis entrañas. Me había pasado la semana planeando hasta el último detalle la excursión que Jenks y yo íbamos a hacer a la guarida de Trent. Tenía un plan. Tenía un plan de emergencia. Tenía tantos planes que me sorprendía que no me saliesen por las orejas cuando me sonaba la nariz.
Entre mi ansiedad y la neurótica adherencia de Ivy a su programación, en exactamente una hora estábamos en la calle. Ambas vestíamos con ropa motera de cuero, lo que nos daba tres metros y cincuenta y cinco centímetros de mala leche entre las dos, la mayor parte de Ivy. Una versión de los amuletos que llevaban los asesinos para controlar si su objetivo estaba vivo colgaba de nuestros cuellos, ocultos a la vista. Era mi plan de seguridad. Si me metía en líos, disolvería mi amuleto y el de Ivy se volvería rojo. Ivy había insistido en llevarlos, junto con un montón de otras cosas que yo creía innecesarias.
Me subí a la moto detrás de Ivy sin otra cosa que el amuleto de seguridad, un vial de agua salada para poder disolverlo, una poción de visón y Jenks. Nick llevaba el resto. Con el pelo recogido bajo el casco y la visera ahumada bajada atravesamos los Hollows y cruzamos el puente hacia Cincinnati. El sol del atardecer calentaba mis hombros y deseé que fuéramos solo dos moteras que iban a la ciudad a pasar una tarde de viernes de compras. En realidad nos dirigíamos a un garaje para encontrarnos con Nick y la amiga de Ivy, Carmen. Ella se haría pasar por mí el resto del día mientras nosotras conducíamos por el campo. En mi opinión era una exageración, pero si Ivy se quedaba más tranquila lo haríamos así.
Desde el garaje iba a colarme en el jardín de Trent con la ayuda de Nick, que haría de jardinero para acabar con la plaga con la que Jenks había infestado las rosas de competición de Trent el sábado anterior. Una vez dentro, sería fácil. Al menos eso era lo que me repetía a mí misma sin cesar. Había salido de la iglesia tranquila y serena, pero cada manzana que avanzábamos hacia la ciudad, me ponía más tensa. Mi cabeza seguía repasando el plan, encontrando los fallos y los «y si…». Todo lo que habíamos pensado parecía infalible desde la seguridad de nuestra cocina, pero dependía en gran parte de Ivy y Nick. Confiaba en ellos, pero aun así estaba preocupada.
—Relájate —dijo Ivy en voz alta cuando salimos de una calle transitada y entramos en el garaje junto a la plaza de la fuente—. Todo va a salir bien. Pasito a pasito. Eres una buena cazarrecompensas, Rachel.
Mi corazón comenzó a latir fuerte y asentí. No había sido capaz de ocultar la preocupación de su voz.
En el garaje hacía fresco. Zigzagueó en la entrada para evitar la máquina de tiques. Iba a entrar directamente como si el garaje fuese una calle más. Me quité el casco al ver una furgoneta blanca decorada con césped verde y cachorritos. No le había preguntado a Ivy de dónde había sacado una furgoneta de jardinero y no pensaba hacerlo ahora.
La puerta trasera se abrió cuando el ronroneo de la moto de Ivy se acercó y una delgada vampiresa vestida como yo saltó fuera alargando la mano para coger mi casco. Yo se lo entregué bajándome de la moto a la vez que ella ocupaba mi lugar. Ivy no aminoró la marcha en ningún momento. Dando un traspié me quedé mirando como Carmen se metía su pelo rubio bajo el casco y se agarraba a la cintura de Ivy. Me pregunté si realmente me parecía a ella. No, yo no estaba tan delgada.
—Nos vemos esta noche, ¿vale? —dijo Ivy por encima de su hombro y alejándose de allí.
—¡Sube! —dijo Nick en voz baja desde dentro de la furgoneta. Echándoles un último vistazo a Ivy y a Carmen salté dentro de la parte trasera cerrando la puerta cuando Jenks revoloteó hasta su interior.
—¡Madre mía! —exclamó Jenks saliendo disparado hacia la parte delantera—. ¿Qué te ha pasado?
Nick se giró en el asiento del conductor. Sus dientes blancos resaltaban en su cara oscurecida por el maquillaje.
—Marisco —dijo dándose una palmadita en su hinchado moflete. Había completado su disfraz sin necesidad de amuletos tiñéndose el pelo de un negro metálico. Con la piel oscura y la cara hinchada no parecía él en absoluto. Era un disfraz fantástico que no haría saltar las alarmas antihechizo.
—Hola, Rayray —dijo con ojos brillantes—. ¿Cómo te va?
—Genial —mentí nerviosa. No debí haberlo involucrado en esto—, ¿seguro que quieres hacerlo?
Metió marcha atrás.
—Tengo una coartada a prueba de bomba. Mi ficha dice que estoy en el trabajo.
Lo miré con recelo mientras me quitaba las botas.
—¿Estás haciendo esto en horas de trabajo?
—La verdad es que nadie me controla. Mientras se haga el trabajo, les da igual.
Torcí el gesto. Sentada sobre una lata de insecticida, guardé las botas. Nick había encontrado un trabajo limpiando piezas de exposición en el museo de Edén Park. Su adaptabilidad era una sorpresa continua. En una semana había encontrado apartamento, lo había amueblado, se había comprado una camioneta cutre, había conseguido trabajo y habíamos tenido una cita sorprendentemente agradable con un inesperado paseo en helicóptero de diez minutos sobre la ciudad. Me había dicho que su antigua cuenta bancaria tenía mucho que ver con lo rápido que había recuperado una vida normal. Debían de pagar a los bibliotecarios más de lo que yo creía.
—Será mejor que te cambies —dijo casi sin mover los labios mientras pagaba en la barrera automática y salíamos de nuevo a la calle—. Llegaremos en menos de una hora.
Estaba tensa por la expectación. Alcancé el petate blanco con el logotipo de la empresa de jardinería. Dentro estaban mis zapatos cómodos, mi amuleto de seguridad en una bolsita y mi nuevo mono ajustado de seda y nailon enrollado en un paquetito que cabía en la palma de la mano. Lo organicé todo para dejar espacio para un visón y un pixie pesado y coloqué un cobertor desechable de papel de Nick encima. Iba a entrar como un visón, pero ni en broma me iba a quedar así.
Llamaba la atención la ausencia de mis amuletos habituales. Me sentía desnuda sin ellos, pero si me pillaban, de lo único que la SI podría acusarme sería de allanamiento. Si tenía aunque fuese un solo amuleto que pudiese afectar a otra persona, incluso algo tan banal como un amuleto contra el mal aliento, me podrían acusar de lesiones en grado de tentativa. Y eso era un delito grave. Soy cazarrecompensas, conozco la ley.
Mientras Nick entretenía a Jenks en la parte delantera, rápidamente me desvestí del todo y guardé cualquier rastro de mi presencia en la furgoneta dentro de un bidón etiquetado como productos químicos tóxicos. Me bebí la poción de visón con rapidez y apreté los dientes por el dolor de la transformación. Jenks le armó una buena a Nick cuando se dio cuenta de que había estado desnuda en la parte trasera de la furgoneta. No quería ni pensar en el momento de volver a transformarme, tendría que sufrir las chanzas y chistes de Jenks hasta que pudiese enfundarme en mi mono.
A partir de ese momento todo fue saliendo como un reloj. Nick entró en la finca sin problemas ya que lo estaban esperando (la verdadera empresa de jardinería había recibido mi llamada para cancelar el servicio esa misma mañana). Los jardines estaban vacíos porque era luna llena y cerraban para realizar trabajos de mantenimiento. Convertida en visón, salí correteando entre los espesos rosales. Se suponía que Nick estaría fumigando con un insecticida tóxico, pero en realidad era agua salada para convertirme de nuevo en persona. Los golpes secos producidos al arrojar Nick mis zapatos, mi amuleto y mis ropas en los arbustos fueron más que bienvenidos, especialmente después de los morbosos comentarios de Jenks acerca de las hectáreas de piel de mujer desnuda y pálida mientras se columpiaba encantado en una ramita de rosal. Estaba segura de que el agua salada mataría a las rosas en lugar de a los agresivos insectos con los que Jenks las había infectado, pero eso también formaba parte del plan. Si por casualidad me pillaban, Ivy podría entrar de la misma forma con las nuevas plantas.
Jenks y yo nos pasamos la mayor parte de la tarde aplastando bichos, haciendo más que el agua salada para librar a las rosas de Trent de la plaga. Los jardines seguían en silencio y el resto de jardineros se mantuvieron alejados de las banderas de peligro que Nick había clavado alrededor de los rosales. Para cuando salió la luna estaba más nerviosa que una trol virgen en su noche de bodas. Y que hiciese tanto frío tampoco ayudaba.
—¿Ahora? —preguntó Jenks sarcásticamente, suspendido en el aire delante de mí con sus alas que eran casi invisibles salvo por un brillo plateado en la oscuridad.
—Ahora —dije apretando los dientes y abriéndome camino cuidadosamente entre las espinas.
Con Jenks volando delante, caminamos sigilosamente desde los arbustos bien podados hasta los majestuosos árboles y nos colamos por una puerta trasera en la despensa. Desde allí fue fácil llegar hasta el vestíbulo principal. A nuestro paso Jenks iba colocando todas las cámaras en un bucle de quince minutos.
La nueva cerradura en la puerta del despacho de Trent nos dio algunos problemas. Con el pulso acelerado paseé nerviosa delante de la puerta mientras Jenks tardaba, increíblemente, cinco minutos de reloj en forzarla. Maldiciendo como un cosaco, finalmente me pidió ayuda para sujetarle un clip sin doblar contra el interruptor. No se molestó en decirme que estaba cerrando un circuito hasta después de que una corriente eléctrica me sacudiese.
—¡Idiota! —bufé desde el suelo retorciéndome la mano en lugar de su cuello como me hubiese gustado—. ¿Qué demonios te crees que estás haciendo?
—No lo habrías hecho si te lo hubiese dicho —dijo desde la seguridad del techo.
Entornando los ojos ignoré sus sarcásticas y poco convincentes excusas y abrí la puerta empujándola. Casi esperaba que Trent estuviese allí aguardándome y respiré aliviada al encontrar la habitación vacía e iluminada por la tenue luz de la pecera detrás de la mesa. Encogida por la expectación, me dirigí directamente al cajón de abajo y esperé hasta que Jenks me confirmó que no había sido manipulado. Contuve la respiración y lo abrí para descubrir que… no había nada.
No me sorprendió y levanté la vista hacia Jenks y me encogí de hombros.
—Plan B —dijimos simultáneamente. Saqué un pañuelo del bolsillo y lo limpié todo—. A su oficina privada.
Jenks revoloteó saliendo del despacho para entrar de nuevo.
—Nos quedan cinco minutos en el bucle. Hay que darse prisa.
Asentí y eché un último vistazo a la oficina de Trent antes de seguir a Jenks, que zumbaba por el pasillo delante de mí a la altura del pecho. Con el corazón latiéndome con fuerza lo seguí a una distancia prudencial a través del edificio vacío sin hacer ruido sobre la moqueta. El amuleto de seguridad en mi cuello brillaba con un tranquilizador color verde.
Se me aceleró el pulso y sonreí al ver a Jenks en la puerta de la oficina secundaria de Trent. Esto era lo que echaba de menos, por lo que había dejado la SI: la emoción, la intriga de sortear las dificultades; demostrar que era más lista que los malos. En esta ocasión lograría mi objetivo.
—¿Cuánto tiempo nos queda? —susurré deteniéndome y sacándome un mechón de pelo de la boca.
—Tres minutos. —Revoloteó hasta el techo y luego bajó—. No hay cámaras en su oficina privada. No está dentro, ya lo he comprobado.
Satisfecha me deslicé dentro cerrando la puerta cuando Jenks entró tras de mí.
El olor del jardín era como un bálsamo. La luz de la luna llena iluminaba la habitación como si estuviese amaneciendo. Me acerqué hasta el escritorio con una sonrisa sarcástica al comprobar por el desorden que ahora sí se usaba. Tardé un momento en encontrar el maletín junto a la mesa. Jenks forzó la cerradura y lo abrí dejando escapar un suspiro al encontrar los discos ordenados en fila.
—¿Segura que son estos? —musitó Jenks desde mi hombro cuando elegí uno y me lo metí en el bolsillo.
Sabía que lo eran, pero al abrir la boca para contestarle una ramita chasqueó en el jardín.
Con el pulso acelerado hice con el pulgar el gesto para esconderse. Silenciosamente revoloteó hasta las luces del techo. Conteniendo la respiración me agazapé detrás del escritorio. Mi esperanza de que se tratase de un animal se esfumó. Las suaves y casi inaudibles pisadas se fueron acercando. Una sombra alargada se adentró con confiada rapidez desde el camino hasta el porche. Dio tres pasos hacia nosotros, moviéndose tranquilo y alegre. Se me doblaron las rodillas al reconocer la voz de Trent. Iba tarareando una canción que yo no reconocí y sus pies se movían siguiendo el ritmo. Mierda, pensé, intentando encogerme aún más detrás del escritorio.
Trent me dio la espalda y rebuscó algo en un armario. Un incómodo silencio sustituyó su tarareo cuando se sentó en el borde de una silla entre el porche y yo para ponerse lo que parecían botas de montar. La luna hacía que su camisa blanca brillase incluso a través de su chaqueta ajustada. Era difícil adivinarlo en la tenue luz, pero parecía que su equipo de equitación inglés fuese verde y no rojo. Trent cría caballos, pensé, y ¿los monta de noche?
Los tacones de sus botas hicieron un fuerte sonido cuando se levantó. Se me aceleró la respiración y miré como se ponía de pie. Parecía mucho más alto con los centímetros extra de las botas. La luz se hizo más tenue cuando una nube se interpuso delante de la luna. Casi no me enteré cuando Trent echó mano bajo la silla en la que había estado sentado. Con un suave y grácil movimiento sacó una pistola y la apuntó en mi dirección. Se me cortó la respiración de golpe.
—Te he oído —dijo sin alterarse, con su tono subiendo y bajando como el agua—. Sal de ahí. Ahora.
Me recorrieron escalofríos por los brazos y las piernas, dejándome un hormigueo en las yemas de los dedos. Me acurruqué junto al escritorio sin creer que de verdad me hubiera oído. Pero me estaba apuntando directamente con los pies separados y su sombra era formidable.
—Deja la pistola primero —susurré.
—¿Señorita Morgan? —dijo y su sombra se enderezó. Sonaba sorprendido. Me pregunté a quién esperaba—. ¿Por qué iba a hacerlo? —preguntó con su suave voz a pesar de la amenaza.
—Mi socio tiene un hechizo justo encima de tu cabeza —dije marcándome un farol.
La sombra de Trent se movió cuando miró hacia arriba.
—Luces, cuarenta y ocho por ciento —ordenó con tono seco. La habitación se iluminó pero no lo suficiente como para acabar con mi visión nocturna. Las rodillas me flojearon y salí de mi escondite. Intenté aparentar que había planeado todo esto y me levanté para apoyarme contra el escritorio enfundada en mi mono de seda y elastano y crucé los tobillos.
Con la pistola bien sujeta en la mano, Trent me recorrió de arriba abajo con la mirada. Estaba repugnantemente refinado y elegante en su traje de montar verde. Hice un esfuerzo por no mirar el arma que seguía apuntándome y sé me hizo un nudo en las tripas.
—¿La pistola? —dije mirando al techo, donde aguardaba Jenks.
—¡Déjala en el suelo, Kalamack! —chilló Jenks desde el foco, aleteando con un sonido agresivo.
La compostura de Trent pasó a parecerse a la mía, con una actitud tensa e informal. Con movimientos bruscos y abruptos sacó las balas de la pistola y tiró la pesada arma a mis pies. No la toqué, pero empecé a respirar con más facilidad. Las balas cayeron entrechocando en el bolsillo de su chaqueta. Con la luz más fuerte pude apreciar las heridas que sanaban del ataque del demonio. Un cardenal amarillento decoraba su mejilla, el final de un moratón asomaba debajo del puño de su chaqueta. Un arañazo cicatrizado decoraba su barbilla. Me sorprendí a mí misma pensando que aun así tenía buen aspecto. No era normal que pareciese tan seguro de sí mismo pensando que tenía un hechizo letal colgando sobre su cabeza.
—Solo necesito decir una palabra y Quen estará aquí en tres minutos —dijo tranquilamente.
—¿Cuánto tiempo tardas en morir? —volví a decir, de farol.
Su mandíbula se apretó de rabia, haciéndolo parecer más joven.
—¿Para eso ha venido?
—Si fuese para eso ya estarías muerto.
Asintió aceptándolo como cierto. Con los músculos tensos vio su maletín abierto.
—¿Qué disco ha cogido?
Fingiendo seguridad me aparté un mechón de pelo de los ojos.
—Huntington. Si algo me pasa lo enviaré a tres periódicos y a tres televisiones junto con la página que le falta a tu agenda. —Me aparté del escritorio—. Déjame en paz —dije amenazante.
Tenía los brazos colgando a los lados sin moverse, con el brazo roto haciendo ángulo. Me hormigueaba la piel a pesar de que no había hecho ningún movimiento y mi superficial confianza se esfumó.
—¿Magia negra? —dijo burlándose—. Los demonios mataron a su padre. Es una pena ver a la hija ir por el mismo camino. Inspiré con un silbido.
—¿Qué sabes de mi padre? —dije sorprendida.
Sus ojos se posaron en mi muñeca, la que tenía la marca de demonio, y me quedé pálida. Se me hizo un nudo en el estómago al recordar al demonio matándome lentamente.
—Ojalá te doliese —dije sin importarme que temblase la voz. Quizá pensara que era de rabia—. No sé cómo sobreviviste. Yo casi no lo consigo.
La cara de Trent se puso roja y me señaló con un dedo. Era agradable verlo reaccionar como una persona normal.
—Enviar a un demonio para atacarme fue un error —dijo con tono brusco—. Yo no trato con magia negra, ni dejo que lo hagan mis empleados.
—¡Grandísimo mentiroso! —exclamé sin importarme parecer infantil—. Tienes lo que te mereces. Yo no he empezado todo esto, pero te aseguro que pienso terminarlo.
—Yo no soy el que tiene la marca del demonio, señorita Morgan —dijo con frialdad—. ¿También miente? Qué decepción. Estoy considerando seriamente retirar mi oferta de trabajo. Rece por que no lo haga o ya no tendré ningún motivo para tolerar más sus acciones.
Enfadada cogí aire para decirle que era un idiota, pero me detuve. Trent pensaba que yo había invocado al demonio que lo atacó. Mis ojos se abrieron como platos al entenderlo. Alguien había invocado a dos demonios, uno para mí y otro para él y no había sido nadie de la SI. Apostaría mi vida. Con el corazón desbocado, abrí la boca para explicárselo y luego la cerré.
Trent empezó a sospechar.
—¿Señorita Morgan? —me preguntó bajito—. ¿Qué idea acaba de cruzarse por esa cabecita suya?
Sacudí la cabeza, me humedecí los labios y di un paso atrás. Si pensaba que trabajaba con magia negra me dejaría en paz y mientras tuviese una prueba de su culpabilidad, no se arriesgaría a matarme.
—No me pongas entre la espada y la pared —le amenacé— y no volveré a molestarte.
La expresión inquisitiva de Trent se tornó más dura.
—Salga de aquí —dijo apartándose del porche con un movimiento grácil. Moviéndonos como una sola persona intercambiamos posiciones—. Le concedo una generosa ventaja —dijo acercándose a su escritorio y cerrando de golpe el maletín. Su voz era profunda, tan rica y perdurable como el olor de las hojas de arce en descomposición—. Tardaré unos diez minutos en llegar hasta mi caballo.
—¿Cómo? —pregunté confusa.
—No he perseguido presas de dos piernas desde que murió mi padre. —Trent se ajustó su chaqueta verde de cazador con un movimiento enérgico—. Hay luna llena, señorita Morgan —dijo con un tono cargado de intención—. Los perros están sueltos, es una ladrona. La tradición dice que debe correr… rápido.
El corazón me latió con fuerza y me quedé helada. Tenía lo que había venido a buscar, pero no me serviría de nada si no lograba escapar. Había cincuenta kilómetros de bosque desde aquí hasta la ayuda más cercana. ¿A qué velocidad corría un caballo? ¿Cuánto podría recorrer antes de caer? Quizá debiera decirle que yo no había enviado al demonio.
El sonido distante de un cuerno se elevó en la oscuridad. Unos aullidos le respondieron. El miedo se apoderó de mí tan doloroso como un cuchillo. Era un miedo antiguo y arcaico, tan cerval que no podía apaciguarse con engaños autoinducidos. Ni siquiera sabía de dónde procedía.
—Jenks —susurré—, larguémonos.
—Voy detrás de ti, Rachel —dijo desde el techo.
Di tres pasos a la carrera y salí de un salto del porche de Trent. Aterricé rodando en los helechos. Oí un disparo. Las hojas junto a mi mano saltaron en pedazos. Lanzándome a la espesura de la vegetación salí corriendo a toda prisa. ¡Cabrón!, pensé. Casi me fallaban las rodillas. ¿Qué había pasado con mis diez minutos de ventaja? Seguí corriendo, busqué el vial de agua salada y eché una gota sobre el amuleto. Parpadeó y se apagó. El de Ivy se encendería y permanecería rojo. La carretera estaba a un kilómetro. La verja de entrada a cuatro, la ciudad a cincuenta. ¿Cuánto tardaría Ivy en llegar?
—¿A qué velocidad puedes volar, Jenks? —jadeé entre dos zancadas.
—Bastante rápido, Rachel.
Corrí por el sendero hasta llegar al muro del jardín. Un perro aulló cuando empecé a escalarlo. Otro le contestó. Mierda.
Respirando al compás de las zancadas corrí por el césped recortado hacia el fantasmagórico bosque. Oí a los perros tras de mí. El muro les planteó un problema. Tendrían que rodearlo. Quizá lo lograse. Jadeé cuando mis piernas empezaron a protestar.
—¿Cuánto tiempo llevo corriendo?
—Cinco minutos.
Qué Dios me ayude, rogué en silencio notando que me empezaban a doler las piernas. Parecía el doble.
Jenks me adelantó volando y fue dejando caer polvo pixie para indicarme el camino. Los silenciosos pilares de los oscuros árboles aparecían en la oscuridad y se esfumaban. Mis pies golpeaban el suelo rítmicamente. Me dolían los pulmones y el costado. Si sobrevivo a esto prometo correr ocho kilómetros todos los días.
Los ladridos de los perros cambiaron. Aunque débiles, sus aullidos sonaban más dulces, auténticos, como una promesa de que pronto estarían conmigo. Espoleada, seguí con ahínco, encontrando la fuerza de voluntad para mantener el ritmo. Corrí forzándome a tirar de mis pesadas piernas arriba y abajo. El pelo se me pegaba a la cara. Las espinas y zarzas rasgaban mis ropas y me arañaban las manos. Los cuernos y los perros se acercaban. Fijé la vista en Jenks, que seguía volando delante de mí. Un fuego comenzó a quemarme los pulmones, creciendo hasta consumirme todo el pecho. Detenerme significaría la muerte.
El riachuelo apareció como un inesperado oasis. Caí al agua y salí boqueando. Respirando aguadamente me aparté el agua de la cara para poder respirar mejor. Los fuertes latidos de mi corazón intentaban superar el sonido ronco de mi respiración. Los árboles permanecían en silencio. Era una presa y todos los ojos del bosque me observaba silenciosamente, aliviados de no ser ellos. Mi respiración sonó ronca ante el sonido de los perros. Estaban más cerca. Resonó el cuerno, llenándome de terror. No sabía cuál de los dos sonidos era peor.
—¡Levántate, Rachel! —me urgió Jenks, que brillaba como un fuego fatuo—. Sigue la corriente.
Me abrí paso con dificultad y me lancé a una trabajosa carrera por las aguas poco profundas. El agua me haría avanzar más lentamente, pero también a los perros. Sería solo cuestión de tiempo hasta que Trent decidiera dividir la manada para buscarme por ambas orillas. No iba a salir con vida de allí.
El ladrido de los perros cesó. Salí a la orilla presa del pánico. Habían perdido el rastro. Estaban justo detrás de mí. En mi mente surgieron imágenes de los perros despedazándome y apenas podía mover las piernas. Trent se pintaría la frente con mi sangre.
Jonathan guardaría un rizo de mi pelo en su mesita de noche. Tenía que haberle dicho a Trent que no fui yo quien envió a aquel demonio. ¿Me habría creído? Ahora no lo haría. El sonido de una moto me hizo gritar.
—¡Ivy! —gruñí levantando un brazo para apoyarme en un árbol. La carretera estaba justo allí delante. Debía de haber salido antes de llamarla—. Jenks, no dejes que pase de largo —dije entre bocanadas de aire—. Te sigo de cerca.
—¡Entendido! —Y ya se había ido.
Di unos pasos tambaleantes. Los perros aullaban buscándome. Podía oír voces e instrucciones. Eso me impulsó a volver a correr. Un perro ladró alto y claro. Otro le contestó. La adrenalina empezó a bombear con fuerza. Unas ramas me golpearon en la cara y caí en la carretera. Sentí un escozor en las palmas de las manos despellejadas. Me faltaba el aliento para poder gritar. Hice un esfuerzo y me puse de rodillas. Temblorosa, miré a lo lejos en la carretera. Una luz blanca me bañó. El rugido de una moto sonó como una bendición angelical. Ivy. Tenía que ser ella. Debía de haber salido antes de que yo rompiese el amuleto. Me levanté de lado con mis pulmones llenándose trabajosamente. Los perros se acercaban. Oía los cascos de los caballos. Inicié una carrera tambaleante hacia la luz que se aproximaba. Se acercó a toda prisa con un estruendo, deslizándose hasta detenerse junto a mí.
—¡Sube! —gritó Ivy.
Casi no podía levantar la pierna. Tiró de mí para subirme detrás de ella. El motor rugió. Me agarré a su cintura para no caer de nuevo entre las hojas secas. Jenks se enterró en mi pelo aunque casi no notaba sus tirones. La moto dio un bandazo, giró y saltó hacia delante.
El pelo de Ivy flotaba tras ella aguijoneándome en la cara.
—¿Lo tienes? —gritó por encima del viento.
No pude responder. Mi cuerpo temblaba por el maltrato recibido. La adrenalina se había agotado y lo iba a pagar con creces. La carretera zumbaba bajo nosotras. El viento se llevaba mi calor y hacía que mi sudor se enfriase. Reprimiendo las náuseas, palpé con los dedos entumecidos la reconfortante forma del disco en el bolsillo delantero. Le di una palmadita en el hombro a Ivy, incapaz de usar el aliento más que para respirar.
—¡Bien! —gritó por encima del viento.
Exhausta, apoyé la cabeza en la espalda de Ivy. Mañana me quedaría en la cama y temblaría hasta que llegase el periódico de la tarde. Mañana me dolería todo y sería incapaz de moverme. Mañana me pondría vendas en las heridas de las ramas y espinas. Esta noche… prefería no pensar en esta noche.
Me estremecí. Ivy lo notó y volvió la cabeza.
—¿Estás bien? —gritó.
—Sí —dije en su oído para que me oyese—, sí, estoy bien. Gracias por venir a buscarme.
Me saqué su pelo de la boca y volví la vista atrás. Me quedé mirando absorta. Había tres jinetes parados en el borde de la carretera iluminada por la luna. Los perros daban vueltas entre las patas de los caballos que brincaban nerviosos con los cuellos arqueados. Me había librado por los pelos. Helada hasta lo más profundo de mi alma observé que el jinete de en medio se llevaba la mano a la frente a modo de saludo. De pronto lo comprendí. Lo había vencido. Él lo sabía, lo aceptaba y tenía la nobleza de admitirlo. ¿Cómo no sentirme impresionada por alguien tan seguro de sí mismo?
—¿Qué demonios es? —susurré.
—No lo sé —dijo Jenks desde mi hombro—, la verdad es que no lo sé.