Capítulo 20
—Toma, Ángel —me decía Sara Jane agitando una zanahoria entre los barrotes de la jaula. Me estiré para alcanzarla antes de que la dejase caer. Las virutas de madera del suelo no eran el mejor aderezo.
—Gracias —chillé. Sabía que no me entendería, pero seguía necesitando decir algo de todas formas. La mujer me sonrió y con cuidado introdujo el dedo en la jaula y yo lo rocé con mis bigotes porque sabía que le gustaría.
—¿Sara Jane? —la llamó Trent desde su mesa, y la mujercita se giró con rápida culpabilidad—. La he contratado para que se encargue de los asuntos de mi oficina, no como cuidadora de animales.
—Lo siento, señor. Intentaba aprovechar la oportunidad para superar mi miedo irracional a los roedores.
Se alisó su falda de algodón hasta la rodilla. No era tan elegante y profesional como el traje de la entrevista, pero también era nueva. Justo lo que yo hubiera esperado que una chica de granja vistiese para su primer día de trabajo.
Mordí vorazmente la zanahoria que le había sobrado a Sara Jane del almuerzo. Estaba muerta de hambre. Me negaba a comer el pienso rancio. ¿Qué pasa, Trent?, pensé entre bocados. ¿Celoso?
Trent se ajustó las gafas y volvió a concentrarse en sus papeles.
—Cuando acabe de librarse de sus miedos irracionales me gustaría que fuera a la biblioteca.
—Sí, señor.
—La bibliotecaria ha recopilado una información que le pedí, pero quiero que la revise usted por mí. Tráigase solo lo que estime pertinente.
—¿Señor?
Trent dejó la pluma en la mesa.
—Es información relativa a la industria de la remolacha azucarera. —Sonrió con genuina amabilidad. Me preguntaba si tendría esa sonrisa patentada—. Puede que ramifique mi negocio en esa dirección, y necesito aprender lo suficiente para tomar las decisiones correctas.
Sara Jane esbozó una amplia sonrisa, recogiéndose el pelo detrás de una oreja con tímida complacencia. Obviamente había supuesto que quizá Trent quisiese comprar la granja de la que sus padres eran esclavos. Eres una mujer lista, pensé luctuosamente. Piénsalo bien. Trent será dueño de tu familia. Serás suya en cuerpo, mente y alma.
Se giró hacia mi jaula y dejó caer dentro la última ramita de apio. Su sonrisa se desvaneció, y la preocupación la hizo fruncir el ceño. Hubiera resultado un gesto entrañable en su rostro infantil de no ser por el hecho de que su familia corría riesgo de verdad. Sara Jane cogió aire para decir algo, pero luego cerró la boca.
—Sí, señor —dijo finalmente, con la mirada perdida—. Le traeré la información enseguida.
Salió cerrando la puerta tras de sí, haciendo resonar sus pasos por el pasillo mientras se alejaba.
Trent miró con recelo la puerta al tiempo que alargaba el brazo para coger su taza de té: Earl Grey sin azúcar y sin leche. Si repetía el patrón de ayer haría algunas llamadas telefónicas y se encargaba del papeleo desde las tres hasta las siete, cuando los pocos empleados que se quedaban hasta tarde se marchaban. Me imaginé que le resultaría más fácil gestionar un negocio ilegal de medicamentos desde la oficina cuando no había nadie cerca que pudiese escucharle.
Trent había vuelto aquella tarde de su pausa para el almuerzo de tres horas con su fino pelo bien peinado y oliendo a campo. Parecía manifiestamente fresco. Si no lo conociese pensaría que había estado durmiendo la siesta en su gabinete privado. ¿Y por qué no?, pensé estirándome en la hamaca que había en mi celda. Era lo suficientemente rico como para establecer sus propios horarios.
Bostecé. Se me cerraban los ojos. Llevaba dos días encerrada y estaba casi segura de que este no sería el último. Me había pasado la noche investigando a conciencia la jaula para descubrir que estaba hecha a prueba de Rachel. La jaula metálica de dos plantas estaba diseñada para hurones y era sorprendentemente segura. Las horas dedicadas a curiosear las juntas me habían dejado molida. Era agradable no hacer nada. Mis esperanzas de que Jenks o Ivy viniesen a rescatarme se desvanecían. Estaba sola y quizá tardaría un poco en convencer a Sara Jane de que en realidad era una persona y de que me sacase de aquí.
Entreabrí un párpado cuando Trent se levantó de su mesa y se acercó hasta su colección de discos de música, ordenada en una hornacina junto al reproductor. Tenía buena pinta allí de pie frente a los discos. Estaba tan inmerso en su elección que ni se dio cuenta de que estaba puntuándole el trasero: nueve y medio sobre diez. Le había rebajado medio punto por llevar casi todo su físico escondido tras un traje que costaba más que muchos coches.
Le había dado otro buen repaso anoche, cuando se quitó la chaqueta después de que todos los empleados se hubiesen ido a casa. Tenía una espalda muy musculosa. Por qué la escondía siempre bajo la chaqueta era un misterio y un desperdicio. Su liso estómago era incluso mejor. Seguro que iba al gimnasio, aunque no sé de dónde sacaba el tiempo. Hubiese dado cualquier cosa por verlo en bañador, o sin él. Debía de tener las piernas igual de musculosas, no en vano estaba considerado un experto jinete. Y si sonaba como una ninfómana necesitada… bueno, no tenía nada que hacer salvo mirarlo todo el día.
Trent había trabajado hasta bien entrada la madrugada de la noche anterior, aparentemente solo en el silencioso edificio. La única luz encendida era la de la falsa ventana, que lentamente palidecía conforme descendía el sol, imitando la luz natural de fuera hasta que Trent encendió la lámpara de su escritorio. Me quedaba constantemente dormida y me despertaba ocasionalmente cuando pasaba una página u oía el runrún de la impresora. No se fue hasta que Jonathan vino a recordarle que debía comer algo. Supongo que se ganaba el pan igual que cualquiera. Aunque, claro, él tenía dos trabajos: el de reputado hombre de negocios y el de capo de las drogas. Probablemente eso bastaba para tenerlo ocupado todo el día.
Me mecí en la hamaca observando a Trent elegir un disco. La música empezó a sonar y la suave cadencia de la percusión llegó a mis oídos. Mirándome, Trent se ajustó su traje de lino gris y se alisó su fino pelo como si me retase a decirle algo. Le hice un gesto de aprobación somnoliento y frunció más el ceño. No era mi música favorita, pero no estaba mal. Era antigua, con un sonido olvidado de fuerte intensidad, de tristeza perdida compuesta para conmover el alma. No estaba nada mal.
Podría acostumbrarme a esto, musité estirando con cuidado mi convaleciente cuerpo. No había dormido tan bien desde que dejé la SI. Era irónico que aquí, en una jaula en la oficina de un capo de las drogas, estuviese a salvo de la amenaza de muerte de la SI.
Trent volvió a su trabajo acompañando ocasionalmente la música con la pluma cuando hacía un alto para pensar. Obviamente era una de sus favoritas. Estuve durmiendo y despertándome toda la tarde, arrullada por el ruido sordo de la percusión y el murmullo de la música. De vez en cuando una llamada de teléfono hacía que la dulce voz de Trent fluctuase arriba y abajo con un agradable tono. Estaba deseando que llegase la siguiente interrupción para poder escucharla de nuevo.
Entonces hubo un alboroto en el pasillo que me hizo despertar de un salto.
—Ya sé dónde está su oficina —retumbó una voz excesivamente segura de sí misma que me recordó a uno de mis profesores más arrogantes. Se oyó un medio reproche por parte de Sara Jane y Trent me devolvió a mi inquisidora mirada.
—¡Por todos los demonios! —masculló arrugando sus expresivos ojos—. Le había dicho que enviase a uno de sus ayudantes.
Rebuscó en uno de los cajones con excepcional prisa, despertándome por completo con el estrépito. Parpadeé varias veces saliendo de mi letargo y lo vi apuntar con el mando hacia el reproductor de música. Las gaitas y tambores cesaron. Volvió a tirar el mando al cajón con aire resignado. Casi se diría que a Trent le gustaba tener a alguien con quien compartir su jornada, alguien con quien no tenía que fingir ser otro, sino ser él mismo… fuese lo que fuese. Su enfado con Francis había hecho saltar a lo grande mis alarmas.
Sara Jane tocó en la puerta y entró.
—El señor Faris ha venido a verlo, señor Kalamack.
Trent inspiró lentamente. No parecía contento.
—Que pase.
—Sí, señor.
Dejó la puerta abierta y sus tacones se alejaron para regresar enseguida acompañando a un hombre grueso con una bata de laboratorio gris. El hombre parecía enorme junto a la bajita secretaria. Sara Jane se marchó con la preocupación patente en sus ojos.
—No puedo decir que me guste tu nueva secretaria —refunfuñó Faris mientras se cerraba la puerta—. Sarah, ¿verdad?
Trent se levantó y extendió el brazo ocultando su desagrado tras su aparentemente sincera sonrisa.
—Faris, gracias por venir tan pronto. Es solo un asunto menor, podría haber venido cualquiera de tus ayudantes. Espero no haber interrumpido demasiado tu investigación.
—En absoluto. Siempre me alegra poder salir y ver la luz del día —resopló como si le faltase el aire.
Faris estrujó las heridas que le había hecho a Trent ayer y la sonrisa de este desapareció. El hombretón se dejó caer en la silla frente a la mesa de Trent como si estuviese en su casa. Cruzó las piernas colocando el tobillo sobre la otra rodilla de modo que su bata de laboratorio se abrió para dejar entrever un pantalón de vestir y unos zapatos brillantes. Una mancha negra adornaba su solapa y emanaba un olor a desinfectante tan fuerte que casi lograba ocultar el olor a secuoya. Antiguas marcas de viruela marcaban sus mejillas y la piel visible de sus fornidas manos.
Trent regresó tras el escritorio y se reclinó en su asiento, escondiendo la mano vendada tras la otra. Se produjo un silencio.
—Bueno, ¿qué querías? —preguntó Faris haciendo resonar su voz.
Me pareció ver un atisbo de enfado en los ojos de Trent.
—Tan directo como siempre —dijo—. Dime lo que sepas de esto.
Me apuntaba a mí, y me quedé sin respiración. Ignorando mi persistente rigidez muscular me fui dando tumbos a esconderme en mi casita. Faris se puso en pie con un gruñido y el acre olor a secuoya me abofeteó al acercarse.
—Bueno, bueno —dijo—, menuda estúpida.
Enfadada, levanté la vista hasta sus ojos oscuros, casi escondidos entre los pliegues de piel. Trent volvió al frente de su escritorio y se sentó en el borde.
—¿La reconoces? —preguntó.
—¿Personalmente? No. —Dio un golpecito con los dedos en la jaula.
—¡Eh! —chillé desde mi casita—. Me estoy hartando de que la gente haga eso.
—Tú calla —dijo despectivamente—. Es una bruja —continuó Faris, ignorándome como si no estuviese allí—. Si la mantienes alejada de la pecera no podrá recuperar su forma. Es un hechizo potente. Debe tener el respaldo de una gran organización o no se lo habría podido permitir. Y es tonta.
Eso último lo dijo mirándome y me entraron ganas de tirarle las bolitas de pienso a la cara.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Trent, mientras rebuscaba en el último cajón. El sonido del cristal entrechocando precedió al gorgoteo del güisqui de cuarenta años.
—La transformación es un arte difícil. Hay que usar pociones en lugar de amuletos, lo que significa que hay que conjurar una cacerola completa para una sola ocasión. El resto se tira. Es muy caro. Podrías pagarle a la ayudante de tu bibliotecaria con lo que ha costado este hechizo y añadirle el sueldo de los empleados de una oficina pequeña para pagar el seguro de responsabilidad civil necesario para venderlo.
—¿Y dices que es difícil? —dijo Trent, ofreciéndole un vaso—. ¿Tú podrías hacer un hechizo así?
—Si tuviese la receta —dijo inflando su abultado pecho con el orgullo claramente herido—. Es antiguo. Puede que preindustrial. No sé quién pudo hacerlo. —Se acercó más a mí, respirando hondo—. Afortunadamente para él, o tendrías que hacerte cargo de su biblioteca.
La conversación, pensé, se estaba poniendo interesante.
—Entonces no crees que lo hiciese ella misma —dijo Trent. Volvía a estar sentado en el borde de la mesa con un aspecto increíblemente estilizado y en forma, en contraste con Faris.
El corpulento hombre negó con la cabeza y regresó a su asiento. El vaso desapareció completamente envuelto en su rechoncha mano.
—Me juego la vida a que no lo hizo ella. No se puede ser tan listo como para hacer un hechizo así y tan tonto como para dejar que te cacen, no tiene sentido.
—Quizá haya pecado de impaciencia —dijo Trent y Faris estalló en una carcajada. Di un respingo y me cubrí los oídos con las patas.
—Oh, sí —dijo Faris entre risotadas—. Sí, seguro que estaba impaciente, qué gracia.
Me pareció que la habitual fachada de Trent empezaba a desconcharse mientras regresaba detrás del escritorio y dejaba sobre él su bebida sin haberla probado.
—¿Y quién es entonces? —preguntó Faris, inclinándose hacia delante como un conspirador de película—. ¿Una periodista intentando conseguir la noticia de su vida?
—¿Existe algún hechizo para entender lo que dice? —preguntó Trent, ignorando la pregunta de Faris—. Lo único que hace es chillar.
Faris gruñó al inclinarse un poco más para dejar su vaso vacío sobre la mesa, pidiendo con un gesto otra ronda.
—No. Los roedores no tienen cuerdas vocales. ¿Piensas quedártela mucho tiempo?
Trent hacía girar su vaso entre los dedos. Estaba alarmantemente callado. Faris esbozó una sonrisa taimada.
—¿Qué se cuece en esa perversa cabecita tuya, Trent?
El crujido de la silla de Trent al inclinarse hacia delante sonó muy fuerte.
—Faris, si no necesitase tus habilidades desesperadamente, haría que te azotasen en tu propio laboratorio.
El hombretón sonrió abiertamente, amontonando los pliegues de su cara.
—Ya lo sé.
Trent guardó la botella.
—Puede que la inscriba en el torneo del viernes.
Faris parpadeó extrañado.
—¿En el torneo de la ciudad? —dijo en voz baja—. Los vi en una ocasión. Los combates no terminan hasta que uno de los dos acaba muerto.
—Eso he oído.
El miedo me hizo retroceder hasta los barrotes.
—¿Qué? ¡Espera un momento! —chillé—. ¿Qué quieres decir con «muerto»? ¡Eh! ¡Que alguien se lo explique al visón!
Le tiré una bolita de pienso a Trent. Describió un arco de medio metro antes de caer a la moqueta. Lo intenté de nuevo, esta vez dándole una patada en lugar de arrojándola. Chocó contra la mesa con un tac.
—¡Vete al diablo, Trent! —grité—. ¡Háblame!
Trent me miró a los ojos con las cejas arqueadas.
—Por supuesto, son peleas de ratas.
El corazón me latía con fuerza. Atónita, me tumbé sobre mis cuartos traseros. Peleas de ratas. Locales ilegales. Rumores. A muerte. Iba a estar en un ring… luchando contra una rata a muerte.
Me levanté, confusa. Agarré los barrotes de mi jaula con mis largas y blancas zarpas. Me sentí traicionada por encima de cual quier cosa. Faris tenía mala cara.
—No lo dices en serio —susurró con las mejillas pálidas—. ¿De verdad piensas obligarla a luchar? No puedes hacer eso.
—¿Y por qué no?
La papada de Faris temblaba mientras buscaba las palabras.
—¡Es una persona! —exclamó finalmente—. No durará ni tres minutos. La despedazarán.
Trent se encogió de hombros demostrando una indiferencia que yo sabía no era fingida.
—Sobrevivir es problema suyo, no mío. —Se colocó sus gafas metálicas y se inclinó sobre sus papeles—. Buenas tardes, Faris.
—Kalamack, te estás pasando. Ni siquiera tú estás por encima de la ley.
En cuanto terminó de hablar ambos supieron que había sido un error. Trent levantó la mirada en silencio y clavó sus ojos en Faris por encima de las gafas. Se inclinó hacia delante apoyando un codo en la pila de documentación de su mesa. Aguardé conteniendo la respiración. La tensión me había erizado el pelo.
—¿Cómo está tú hija pequeña, Faris? —preguntó Trent. Ni su bonita voz fue capaz de ocultar la monstruosidad de la pregunta.
Faris se quedó lívido.
—Está bien —susurró. Su arrogante confianza desapareció, dejando únicamente a un hombre gordo.
—¿Qué edad tiene ya?, ¿quince? —dijo Trent reclinándose en su asiento. Se quitó las gafas y entrecruzó sus largos dedos—. Es una edad maravillosa. Quería ser oceanógrafa, ¿no? Quería hablar con los delfines o algo así.
—Sí —contestó en un volumen apenas audible.
—No te imaginas lo encantado que estoy de que su tratamiento contra el cáncer de huesos funcionase.
Miré hacia los cajones del escritorio donde Trent guardaba sus incriminatorios discos. Mis ojos volvieron a Faris y entendí el porqué de su bata de laboratorio. Me recorrió un escalofrío y miré fijamente a Trent. No solo traficaba con biofármacos, sino que además los fabricaba. No estaba segura de qué me horrorizaba más, si el hecho de que Trent flirtease activamente con una tecnología que había aniquilado a media humanidad, o el hecho de que chantajease a la gente con ella, amenazando a sus seres queridos. Era un hombre tan agradable, tan encantador, tan asquerosamente seguro de sí mismo. ¿Cómo algo tan nauseabundo podía coexistir junto a algo tan atractivo? Trent sonrió.
—Su cáncer lleva remitiendo cinco años. Es difícil encontrar buenos médicos dispuestos a explorar técnicas ilegales… y resultan caros —continuó diciendo Trent.
Faris tragó saliva.
—Sí, señor.
Trent lo miró inquisitivamente.
—Bien, buenas tardes, Faris.
—Asqueroso —bufé sintiéndome ignorada en mi jaula—, no vales más que la porquería de la suela de mis botas.
Faris se acercó tembloroso hacia la puerta. Me puse nerviosa cuando detecté una repentina actitud desafiante. Trent lo había acorralado y el hombretón no tenía nada que perder.
Trent debió percibirlo también.
—Vas a abandonarme, ¿verdad? —le dijo cuando Faris abría la puerta dejando pasar el ajetreo de las otras oficinas—. Sabes que no puedo permitirlo.
Faris se giró con una mirada desesperada. Boquiabierta, observé como Trent desenroscaba su pluma e introducía en ella una especie de dardo. Con un fuerte y corto soplido disparó a Faris.
El corpulento hombre abrió los ojos como platos, dio un paso hacia Trent y luego se llevó las manos a la garganta con un leve gruñido. Su cara comenzó a hincharse. Yo miraba la escena demasiado conmocionada como para espantarme. Faris cayó de rodillas y se llevó la mano al bolsillo de su camisa. Revolvió en él con los dedos y una jeringa cayó al suelo. Faris intentó cogerla pero se desplomó. Trent se levantó con el rostro inexpresivo y apartó la jeringa de Faris con el pie.
—¿Qué le has hecho? —chillé mientras Trent volvía a enroscar su pluma. Faris se estaba poniendo morado. Dio una bocanada de aire y después nada.
Trent se guardó la pluma en un bolsillo y pasó por encima de Faris para acercarse a la puerta abierta.
—¡Sara Jane! —gritó—. Llama a una ambulancia. Algo le pasa al señor Faris.
—¡Se está muriendo! —chillé—. Eso es lo que le pasa. ¡Lo has matado tú!
Se levantó un murmullo de preocupación cuando todos salieron de sus oficinas. Reconocí los rápidos pasos de Jonathan, que se detuvieron de golpe en el umbral de la puerta. Hizo una mueca al ver a Faris en el suelo para luego fruncir el ceño con desaprobación en dirección a Trent.
Trent estaba agachado junto a Faris, buscándole el pulso. Se encogió de hombros en respuesta a la mirada de Jonathan y le inyectó a Faris el contenido de la jeringa en el muslo a través de los pantalones. Yo sabía que ya era demasiado tarde. Faris había dejado de emitir cualquier sonido. Estaba muerto y Trent lo sabía.
—Los paramédicos están de camino —dijo Sara Jane desde el pasillo, acercándose—. ¿Puedo…?
Se detuvo detrás de Jonathan y se llevó la mano a la boca al ver a Faris en el suelo.
Trent se puso en pie, dejando caer la jeringa teatralmente entre sus dedos.
—Oh, Sara Jane —dijo lentamente acompañándola de vuelta al pasillo—. Lo siento mucho. No mire, es demasiado tarde. Creo que ha sido una picadura de abeja. Faris es alérgico. Intenté darle su antitoxina, pero no ha actuado lo suficientemente rápido. Debió de traer la abeja en su ropa sin darse cuenta. Se dio una palmada en la pierna justo antes de desplomarse.
—Pero él… —tartamudeó Sara Jane echando la vista atrás mientras Trent la alejaba de allí.
Jonathan se agachó para arrancarle el dardo de la pierna derecha y guardarlo en un bolsillo. Luego me miró con una mueca sarcástica.
—Lo siento mucho. ¿Jon? —llamó Trent desde el pasillo y este se levantó—. Por favor, encárgate de que todo el mundo se vaya a casa más temprano hoy y despeja el edificio.
—Sí señor.
—Es horrible, ha sido tremendo —continuó diciendo Trent, dando la impresión de decirlo en serio—. Váyase a casa, Sara Jane, e intente no pensar en esto.
Oí como ella ahogaba un sollozo y luego escuché sus pasos alejarse.
Hacía tan solo unos minutos que Faris había estado ahí de pie, vivo. Conmocionada aún, observé a Trent pasar por encima del brazo de Faris. Tan frío como el hielo, se acercó a su mesa y pulsó el interfono.
—¿Quen? Siento molestarte, pero ¿podrías venir a mi oficina? Un equipo de paramédicos viene de camino y después probable mente alguien de la SI.
Hubo un silencio de unos segundos y luego la voz de Quen se oyó distorsionada a través del interfono.
—¿Señor Kalamack? Sí, voy enseguida.
Miré a Faris, allí hinchado tirado en el suelo.
—Lo has matado —dije acusando a Trent—, Dios mío. Lo has matado aquí, en tu oficina delante de todo el mundo.
—Jon —dijo Trent en voz baja mientras rebuscaba aparentemente despreocupado en un cajón—, asegúrate de que su familia recibe el paquete mejorado de prestaciones. Quiero que su hija pequeña pueda ir a la universidad que elija. Pero que sea de forma anónima, que le den una beca.
—Sí, Sa’han.
Su tono era despreocupado, como si todos los días tratase con cadáveres en la oficina.
—Qué generoso por tu parte, Trent —chillé—. Aunque supongo que ella preferiría tener a su padre.
Trent me miró. Tenía una gota de sudor en la línea de nacimiento del pelo.
—Quiero reunirme con el ayudante de Faris antes de que acabe su jornada —añadió—, ¿cómo se llama… Darby?
—Darby Donnelley, Sa’han.
Trent asintió, frotándose la frente como si estuviese preocupado. Cuando bajó las manos el sudor había desaparecido.
—Sí, eso es, Donnelley. No quiero que esto nos retrase.
—¿Qué quiere que le diga?
—La verdad. Faris era alérgico a las picaduras de abeja. Todo su equipo lo sabía.
Jonathan le dio un golpecito a Faris con el pie y se marchó. Sus pasos resonaron por el pasillo ahora que no había ningún otro ruido. La planta se había vaciado sorprendentemente rápido. Me preguntaba con qué frecuencia pasaría esto.
—¿Le gustaría reconsiderar mi oferta anterior? —dijo Trent dirigiéndose a mí. Sostenía su vaso de güisqui intacto en la mano. No estaba segura, pero me pareció que le temblaba el pulso. Se lo pensó un instante y luego volvió a desestimar la bebida con un suave movimiento. Depositó el vaso en la mesa con delicadeza—. Lo de la isla está descartado —señaló—. Es más prudente mantenerla cerca. Me impresionó la forma en la que se infiltró en mis instalaciones. Creo que puedo convencer a Quen para que permita que se una a nuestro equipo. Se moría de risa viéndola atar al señor Percy en su maletero y después casi la mata cuando le dije que había entrado en mi oficina. —La impresión me había dejado la mente en blanco. No podía decir nada. Faris seguía allí, muerto en el suelo ¿y Trent me estaba pidiendo que trabajase para él?—. Pero Faris sin embargo estaba bastante impresionado con su hechizo —continuó diciendo—. Descifrar las técnicas de escisión genética anteriores a la Revelación no puede ser mucho más complicado que conjurar hechizos complejos. Si no quiere explorar sus límites en el ruedo físico puede hacerlo en el intelectual. Tiene una extraordinaria combinación de habilidades, señorita Morgan. Eso la convierte en insólitamente valiosa.
Me senté sobre mis cuartos traseros, abrumada.
—¿Lo ve, señorita Morgan? —decía Trent—, no soy mala persona. Ofrezco a todos mis empleados un trato justo, una oportunidad para mejorar, para alcanzar su máximo potencial.
—¿Oportunidad para mejorar? —Escupí sin importarme que no me entendiese—. ¿Quién te has creído que eres, Kalamack? ¿Dios? ¡Por mí puedes irte al cuerno!
—Creo que he captado lo esencial de eso —me dijo con una sonrisa—. Al menos te he enseñado a ser sincera. —Acercó su silla a la mesa—. Voy a romper tu resistencia, Morgan, hasta que estés dispuesta a hacer lo que sea para salir de esa jaula. Espero sinceramente que tardes algún tiempo. Jon tardó quince años, no como rata sino como esclavo, pero es lo mismo. Imagino que tú te rendirás mucho antes.
—Maldito seas, Trent —dije furiosa.
—No seas obtusa. —Trent volvió a coger su pluma—. Estoy seguro de que tus principios morales son tan fuertes, si no más, que los de Jon; pero a él no lo amenazaban unas ratas con despedazarlo. Tuve el lujo del tiempo con Jon. Fui despacio y eso que entonces no sabía hacerlo tan bien. —Trent se quedó con la mirada perdida en sus pensamientos—. Aun así, él nunca supo que estaba minándole la moral. La mayoría no se da cuenta. Aún sigue sin saberlo. Y si se lo mencionas, te matará. —La mirada perdida de Trent se disipó—. Me gusta poner todas las cartas sobre la mesa. Contribuye a la satisfacción final, ¿no crees? No hace falta que sea delicado al respecto, ambos sabemos de qué estamos hablando. Y si no sobrevives, no será una gran pérdida. No he invertido mucho en ti salvo una jaula, pienso y virutas de madera.
La sensación de estar en una jaula me oprimió de pronto. Estaba atrapada.
—¡Sácame de aquí! —grité y tiré de los barrotes de mi celda—. ¡Sácame, Trent!
Tocaron en el marco de la puerta y di un respingo. Jonathan entró, esquivando a Faris.
—El equipo médico está aparcando la ambulancia. Se desharán de Faris. La SI solo necesita una declaración. —Me dedicó una mirada de desprecio—. ¿Qué le pasa a tu bruja?
—Sácame de aquí, Trent —repetí poniéndome frenética—. ¡Sácame!
Corrí al fondo de mi jaula. Con el corazón latiéndome con fuerza subí a la segunda planta y me arrojé contra los barrotes, intentando volcar la jaula. ¡Tenía que salir de allí!
Trent sonrió con expresión tranquila y serena.
—La señorita Morgan acaba de comprender lo persuasivo que puedo llegar a ser. Dale un golpe en la jaula.
Jonathan vaciló, confuso.
—Creía que no quería que la martirizase.
—En realidad te dije que no te dejaras llevar por la ira cuando no supieses cómo iba a reaccionar una persona. Yo no estoy actuando en un momento de ira. Le estoy enseñando a la señorita Morgan cuál es su nuevo lugar en la vida. Está en una jaula y puedo hacer con ella lo que quiera. —Sus fríos ojos se quedaron mirando fijamente a los míos—. Golpea la jaula.
Jonathan sonrió. Con la carpeta que llevaba en la mano golpeó la jaula. Me encogí por el fuerte ruido incluso a pesar de ver venir el golpe. La jaula se sacudió y tuve que aferrarme a la rejilla del suelo con las cuatro garras.
—Cállate, bruja —añadió Jonathan, con un brillo de regodeo en sus ojos. Me escabullí para esconderme en mi casita. Trent le acababa de dar permiso para atormentarme todo lo que quisiese. Si las ratas no me mataban, lo haría Jonathan.