Capítulo 5
El autobús estaba casi vacío, ya que la mayoría de la gente salía de los Hollows a esta hora del día. Jenks había salido volando por la ventana poco después de cruzar el río, cuando entrábamos en Kentucky. En su opinión la SI no me atacaría en un autobús con testigos. Yo no estaba tan segura, pero tampoco pensaba pedirle que se quedase conmigo.
Le había dicho al chófer la dirección y quedó en avisarme cuando llegásemos allí. Era un humano delgaducho a pesar de las galletas de vainilla que se iba metiendo en la boca como si fuesen gominolas. El uniforme azul desvaído le quedaba muy holgado.
La mayoría de los conductores de transportes públicos de Cincinnati se sentían cómodos en presencia de inframundanos, pero no todos. Las reacciones de los humanos hacia nosotros variaban mucho. Algunos sentían miedo, otros no. Algunos deseaban ser como nosotros, otros querían matarnos. Algunos se aprovechaban de la reducción de impuestos y se mudaban a los Hollows, pero la mayoría no se atrevía.
Poco después de la Revelación, sucedió una inesperada migración. Casi todos los humanos que se lo podían permitir se fueron al centro de las ciudades. Los psicólogos de la época lo llamaron «síndrome del nido» y, viéndolo en perspectiva, el fenómeno a escala nacional era algo comprensible. Los inframundanos estaban más que dispuestos a quedarse con las propiedades de los barrios periféricos, atraídos por la perspectiva de poseer un pedazo más de tierra al que llamar suyo, por no mencionar la drástica bajada de los precios de la vivienda en esas zonas.
La demografía no había comenzado a equilibrarse hasta hacía poco, cuando los inframundanos adinerados se mudaron de nuevo a las ciudades y los humanos menos afortunados y mejor informa dos preferían vivir en un bonito barrio inframundanos que en un mal barrio humano. En general, sin embargo, aparte de una pequeña zona alrededor de la universidad, los humanos vivían en Cincinnati y los inframundanos al otro lado del río, en los Hollows. No nos importaba que la mayoría de los humanos evitasen nuestros barrios como si fuesen guetos de la época anterior a la Revelación.
Los Hollows se había convertido en el bastión de la vida inframundana, un lugar cómodo y despreocupado en apariencia con sus potenciales problemas escondidos cuidadosamente. La mayoría de los humanos se sorprendían de lo normal que parecía los Hollows, algo que, si te parabas a pensar, era muy lógico. Nuestra historia es la misma que la de los humanos. No caímos del cielo en el 66. Nosotros también emigramos a este país y desembarcamos en la isla de Ellis. Luchamos en la Guerra de Secesión, en la Primera y la Segunda Guerra Mundial (algunos incluso en las tres). Sufrimos la Gran Depresión y esperamos, como todos, para saber quién había disparado a J. R. Pero existían peligrosas diferencias y muchos inframundanos mayores de cincuenta pasaron sus primeros años ocultándose, una tradición que aún permanece en nuestros días.
Las casas eran modestas, pintadas de blanco, amarillo y ocasionalmente de rosa. No había mansiones encantadas, excepto el castillo Loveland en octubre, cuando lo convertían en la más terrorífica mansión encantada a ambas orillas del río. Había columpios, piscinas inflables, bicicletas en el jardín y coches aparcados en la acera. Había que fijarse mucho para darse cuenta de que las flores eran antimaldiciones y que las ventanas de los sótanos estaban tapiadas. La realidad más salvaje y peligrosa florecía únicamente en las profundidades de la ciudad, donde se reunía la gente para dar rienda suelta a sus emociones: parques de atracciones, clubes nocturnos, bares, iglesias… nunca en nuestros propios hogares.
Y era una zona tranquila, incluso de noche, cuando todos sus moradores están despiertos. Los humanos siempre destacaban la tranquilidad en primer lugar. Era lo que les ponía nerviosos y disparaba sus instintos.
Yo, sin embargo, notaba cómo desaparecía mi tensión mirando por la ventana y contando las persianas negras completamente opacas. La tranquilidad del barrio parecía infiltrarse en el autobús. Hasta los pocos viajeros que aún llevaba estaban más relajados. Había algo en el ambiente de los Hollows que recordaba al hogar.
Mi pelo se movió hacia delante cuando el autobús paró de golpe. Con los nervios de punta, di un respingo cuando el hombre de detrás me golpeó en el hombro al salir de su asiento. Con un repiqueteo de sus botas bajó corriendo los escalones y salió a la calle. El chófer me dijo que mi parada era la siguiente y me puse en pie mientras el buen hombre giraba lentamente en una calle lateral para dejarme en la acera. Bajé en una zona umbría y me quedé allí de pie, abrazando mi caja e intentando no respirar los humos del tubo de escape del autobús, que pronto desapareció por una esquina, llevándose su ruido y los últimos vestigios de humanidad consigo.
Poco a poco se fue haciendo el silencio. El sonido de los pájaros se hizo entonces audible. En algún lugar cercano había niños hablando, no, niños chillando, y un perro ladraba. Las aceras estaban decoradas con runas hechas con tizas multicolores y una muñeca olvidada con colmillos dibujados en la boca me miraba con los ojos en blanco. Había una pequeña iglesia de piedra al otro lado de la calle cuyo campanario se elevaba por encima de los árboles.
Me di la vuelta para contemplar lo que Ivy había alquilado para nosotros: una casa de una planta que podía convertirse fácilmente en una oficina. El tejado parecía nuevo, pero la chimenea parecía estar desmoronándose. Tenía césped delante y parecía que lo habían cortado la semana pasada. Incluso tenía un garaje con la puerta abierta que dejaba entrever un cortacésped oxidado.
Nos serviría, pensé abriendo la puerta en la verja metálica que cerraba el jardín. Había un anciano negro sentado en el porche, meciéndose mientras veía pasar la tarde. ¿Será el casero?, pensé sonriéndole. Me preguntaba si sería un vampiro, puesto que llevaba gafas oscuras cuando apenas quedaba ya sol. Tenía un aspecto desaliñado a pesar de ir bien afeitado. Empezaban a salirle canas en las sienes de su rizada cabellera. Tenía barro en los zapatos y también en las rodillas de sus vaqueros azules. Parecía cansado y debilitado, descartado como un viejo caballo de labranza que aún deseaba seguir siendo útil otra temporada más.
Cuando me acercaba por el camino, apoyó su vaso largo de cristal en la barandilla del porche.
—No lo quiero —dijo quitándose las gafas y guardándolas en el bolsillo de la camisa. Su voz era áspera.
Titubeé un momento y me quedé mirándolo desde el pie de la escalera.
—¿Cómo dice?
Tosió aclarándose la garganta.
—Sea lo que sea lo que me quieras vender de esa caja no lo quiero. Ya tengo suficientes velas para conjuros, caramelos y revistas y no tengo dinero para un nuevo porche, un purificador de agua o un solárium.
—Yo no vendo nada —le dije—, soy la nueva inquilina.
Se incorporó en su asiento, lo que le daba un aspecto aún más desaliñado.
—¿Inquilina? Ah, debe de ser enfrente.
Confundida, me cambié la caja a la otra cadera.
—¿No es aquí el 1597 de la calle Oakstaff?
—Es en el otro lado de la calle —dijo entre risas.
—Siento haberle molestado. —Me di la vuelta para marcharme, subiéndome la caja un poco más.
—Sí —dijo el hombre y me detuve para no parecer mal educada—, los números en esta calle están al revés. Los impares en el lado de los pares. —Sonrió haciendo aparecer más arrugas alrededor de sus ojos—. Pero a mí no me preguntaron cuando pusieron los números. —Extendió la mano—. Soy Keasley —continuó, esperando a que yo subiese la escalera para estrechársela.
Vecinos, pensé levantando la vista mientras subía las escaleras. Lo mejor era ser amable.
—Rachel Morgan —dije sacudiéndole el brazo una vez. Él sonrió ampliamente, dándome paternalistas palmaditas en el hombro. La fuerza de su mano me sorprendió, casi tanto como el aroma a secuoya que despedía. Era un brujo, o al menos un hechicero. No me sentía cómoda con estas demostraciones de familiaridad, así que di un paso atrás y me soltó. Hacía más fresco bajo el porche y el techo bajo me hacía parecer más alta.
—¿Eres amiga de la vampiresa? —dijo, haciendo un gesto con la barbilla hacia el otro lado de la calle.
—¿Quién, Ivy? Sí.
Asintió lentamente, como si fuese algo importante.
—¿Las dos lo dejasteis a la vez?
—Las noticias vuelan —dije algo extrañada.
Soltó una carcajada.
—Sí, y las de ese tipo más —dijo.
—¿No le da miedo que me maldigan estando en su porche y que lo arrastre conmigo?
—No. —Se reclinó en su mecedora y tomó su vaso—. Te acabo de quitar esto de encima —dijo, sujetando entre los dedos un diminuto amuleto con forma de palillo. Dejándome boquiabierta, lo echó dentro de su vaso. Lo que yo creía que era limonada comenzó a burbujear disolviendo la maldición. Un humo amarillo ascendió desde el vaso y él agitó la mano teatralmente.
—¡Madre mía! Este era bastante fuerte —dijo el anciano.
¿Agua salada?, pensé. Hizo una mueca ante mi evidente asombro.
—Ese hombre del autobús… —balbuceé retrocediendo en el porche. El azufre amarillo formó un remolino por la escalera, como si me persiguiese.
—Me alegro de conocerla, señorita Morgan —dijo el hombre mientras yo salía tambaleante a la acera bajo el sol de la tarde—. Puede que una vampiresa y un pixie le salven la vida unos días, pero debe tener más cuidado.
Me giré para mirar a la calle, hacia donde había desaparecido el autobús hacía ya rato.
—El tío del autobús…
Keasley asintió.
—Tiene razón en eso de que no intentarán nada mientras haya testigos, al menos al principio, pero debe tener cuidado con los amuletos que no se activan hasta que uno está solo —dijo.
No me había acordado de las maldiciones de efecto retardado. ¿De dónde sacaría Denon todo este dinero? Se me torció el gesto al imaginarme la respuesta: el dinero del soborno de Ivy estaba pagando mis amenazas de muerte. Estupendo.
—Estoy en casa todo el día —continuó diciendo Keasley—, venga a verme si necesita hablar. No salgo mucho últimamente por la artritis —dijo dando una palmada en su rodilla.
—Gracias —dije—, por encontrar ese amuleto.
—Un placer —replicó dirigiendo la mirada al techo, al ventilador que giraba lentamente.
Tenía un nudo en el estómago mientras caminaba hacia la acera. ¿Es que acaso toda la ciudad sabía ya que lo había dejado? Quizá Ivy había hablado antes con él. Me sentía vulnerable en la calle desierta. Crucé la calzada buscando los números de las casas.
—Mil quinientos noventa y tres —murmuré frente a una casita amarilla con dos bicicletas tiradas en el césped—. Mil seiscientos uno —dije leyendo el número sobre una bonita casa de ladrillo. Fruncí los labios. Lo único que había entre ambas era la iglesia de piedra. Me quedé helada… ¿una iglesia?
Un zumbido inesperado me pasó junto a la oreja e instintivamente me agache.
—¡Hola, Rachel! —dijo Jenks frenando en seco justo fuera de mi alcance.
—¡Maldita sea, Jenks! —grité enfadándome aún más al oír la risa del anciano desde el otro lado de la calle—. ¡No hagas eso!
—Ya he solucionado lo de tus cosas —dijo Jenks—, le he pedido que lo ponga todo en cajas.
—Es una iglesia —dije.
—No me digas, Sherlock. Espera a ver el jardín.
Me quedé allí plantada.
—Es una iglesia —repetí. Jenks revoloteó, esperándome.
—Tiene un jardín enorme detrás, genial para hacer fiestas.
—Jenks —dije con los dientes apretados—, es una iglesia, el jardín suele ser el cementerio.
—No todo entero —dijo impacientándose—, y además, ya no es una iglesia. Ha sido una guardería los dos últimos años. No han enterrado a nadie aquí desde la Revelación.
Me quedé parada mirándolo.
—¿Han trasladado los cadáveres?
Su revoloteo cesó y se quedó suspendido en el aire sin moverse.
—Por supuesto que han trasladado los cadáveres. ¿Te crees que soy idiota? ¿Crees que viviría en un sitio donde hubiera humanos muertos? Por Dios bendito. Con la de bichos que salen, las enfermedades, los virus y la porquería filtrándose por la tierra y por todas partes.
Apreté con fuerza mi caja, adentrándome por la sombría calle hacia los anchos escalones de la iglesia. Jenks no tenía ni idea de si los cuerpos habían sido trasladados o no.
Los escalones de piedra gris estaban desgastados por el centro tras décadas de uso y eran resbaladizos. Llegué a una puerta doble más alta que yo, hecha de madera rojiza remachada con metal. Una de las hojas tenía una placa atornillada en la que pude leer: «Guardería Donna». Abrí la puerta sorprendida por la fuerza que había que ejercer para sujetarla. No había ni siquiera una cerradura, simplemente un cerrojo por dentro.
—Por supuesto que han trasladado los cuerpos —seguía diciendo Jenks revoloteando ahora dentro de la iglesia. Me apostaba cualquier cosa a que iba directo al jardín a investigarlo.
—¿Ivy? —grité intentando dar un portazo tras de mí—. Ivy, ¿estás ahí? —El eco de mi voz rebotó en el santuario con un sonido amortiguado por las vidrieras. Lo más cerca que había estado de una iglesia desde que murió mi padre había sido para leer las frases cursis que todas ponen en esos carteles iluminados en sus jardines delanteros. El vestíbulo estaba oscuro al no tener ventanas y estar forrado de paneles de madera oscura. Estaba en calma y era cálido, cargado con la presencia de las antiguas liturgias. Dejé la caja en el suelo de madera y escuché el silencio verde y ámbar que se desprendía del santuario.
—¡Voy enseguida! —Me llegó la voz de Ivy en la distancia. Sonaba casi contenta, pero ¿dónde diablos se había metido? Su voz provenía de todas partes y de ninguna.
Se oyó el suave sonido metálico de un pestillo e Ivy apareció de detrás de un panel. Una estrecha escalera de caracol se abría tras ella.
—He instalado a mis búhos en el campanario —dijo. Sus ojos marrones estaban más vivos de lo que los había visto nunca—. Es un sitio perfecto como almacén. Hay un montón de estanterías y rejillas de secado. Pero alguien se ha dejado sus cosas allí, ¿quieres que las revisemos juntas luego?
—Es una iglesia, Ivy.
Ivy se quedó quieta en el sitio, se cruzó de brazos y su mirada se volvió inexpresiva de repente.
—Hay gente muerta en el jardín trasero —añadí. Ivy se descruzó de brazos y se adentró en el santuario—. Se ven las lápidas desde la calle —añadí siguiéndola.
Habían quitado los bancos y también el altar, dejando únicamente un espacio vacío y una tarima ligeramente elevada. De la misma madera negra, había un friso bajo las ventanas con vidrieras que no se abrían. Una marca en la pared recordaba la enorme cruz que una vez había colgado sobre el altar. El techo tenía la altura de tres pisos y observé toda la carpintería abierta pensando lo difícil que sería mantener aquello caliente en invierno. No era más que un espacio abierto despojado de todo… pero esa misma desnudez contribuía a la sensación de paz.
—¿Cuánto nos va a costar esto? —pregunté recordando que se suponía que estaba enfadada.
—Setecientos al mes, gastos… mmm… incluidos —dijo Ivy en voz baja.
—¿Setecientos? —repetí sorprendida. Eso eran trescientos cincuenta por mi parte. Estaba pagando cuatrocientos cincuenta en el centro por mi palacio de una habitación. No estaba mal, nada mal, especialmente si tenía un buen jardín. No, me corregí, recordando mi enfado, es un cementerio.
—¿A dónde vas? —le pregunté a Ivy mientras se alejaba—. Te estoy hablando.
—A por una taza de café, ¿quieres? —desapareció por la puerta al fondo de la tarima.
—Vale, el alquiler es barato y eso fue lo único que te pedí, pero ¡es una iglesia! No se puede llevar un negocio desde una iglesia —refunfuñé.
Echando chispas la seguí, pasando por delante de los servicios para señoras y caballeros. Después había una puerta a la derecha. Me asomé para descubrir una habitación grande y vacía, con el suelo y las paredes lisas que me devolvieron el eco de mi propia respiración. Una vidriera con santos se mantenía abierta sujeta con un palo para airear la habitación, y podía oír a los gorriones discutir fuera. La habitación parecía haber sido antes una oficina para luego transformarse en la sala de siesta para los niños. El suelo tenía una capa de polvo, pero la madera, salvo por unos leves arañazos, estaba bien conservada.
Satisfecha, eché un vistazo a la habitación al otro lado del pasillo. Allí había una cama y cajas abiertas. Antes de que pudiera fijarme en nada más, Ivy se me adelantó y cerró la puerta de golpe.
—Esas son tus cosas —dije mirándola perpleja.
El rostro de Ivy era impenetrable, dejándome más helada que si hubiese intentado proyectar su aura sobre mí.
—Voy a tener que quedarme aquí hasta que pueda alquilar una habitación en otro sitio —dijo dubitativa colocándose su pelo negro detrás de la oreja—. No es un problema, ¿verdad?
—No —dije suavemente, cerrando los ojos en un largo parpadeo. Por el amor de santa Filomena. Iba a tener que vivir en la oficina hasta que me organizase. Abrí los ojos y me sorprendí ante la mirada extrañada de Ivy, entre miedo y ¿anticipación?
—Yo voy a tener que quedarme aquí también —dije, sin hacerme ninguna gracia la idea, pero no tenía otra opción—. Mi casera me ha echado. La caja de la entrada es lo único que tengo hasta que logre disolver la maldición de mis cosas. La SI ha hecho magia negra con todas las cosas de mi apartamento y casi me mata a mí en el autobús. Y gracias a mi casera, nadie más en toda la ciudad me alquilará nada. Denon me quiere ver muerta, exactamente como me advertiste —dije intentando que mi voz no sonase llorosa, pero no lo logré.
Una extraña luminosidad seguía brillando en los ojos de Ivy y me preguntaba si me habría mentido al decir que era un vampiro no practicante.
—Puedes quedarte en la habitación vacía —dijo con el tono de voz forzadamente neutro.
Asentí lacónicamente. Vale, pensé respirando profundamente. Vivo en una iglesia con cadáveres en el jardín, una amenaza de muerte de la SI pende sobre mí y una vampiresa es mi compañera de piso. Me preguntaba si se daría cuenta si ponía un pestillo por dentro de mi puerta. Me preguntaba si serviría de algo.
—La cocina está por aquí —dijo Ivy. La seguí a ella y el olor a café. Volví a quedarme boquiabierta al traspasar el arco de entrada y de nuevo olvidé lo enfadada que estaba.
La cocina ocupaba la mitad del santuario y estaba tan bien equipada y era tan moderna como medieval y vacío resultaba el santuario. Era todo de brillante metal, con relucientes cromados y luminosos fluorescentes. La nevera era enorme. Había un hornillo de gas con horno al fondo, y al otro lado, una placa eléctrica. En el centro había una isla de acero inoxidable con estantes vacíos debajo. La rejilla que tenía colgada encima estaba cargada de utensilios metálicos como sartenes y cazos. Era la cocina de los sueños de una bruja: no tendría que cocinar mis hechizos y la cena en el mismo fogón.
Aparte de la usada mesa de madera y las sillas que había en un rincón, la cocina se parecía a la que uno se encontraría en un programa de la tele. Un lado de la mesa estaba ocupado por un ordenador. El monitor de pantalla plana parpadeaba furiosamente revisando las líneas abiertas en busca del mejor enlace a la red. Era un programa caro que me hizo arquear las cejas.
Ivy se aclaró la garganta y abrió un armario junto al fregadero. Allí, al fondo de la repisa, había tres tazas diferentes. Aparte de eso, estaba vacío.
—Pusieron la cocina nueva hace cinco años a petición del departamento de Sanidad —dijo, atrayendo mi atención de nuevo hacia ella—. La congregación no era muy grande, así que cuando terminaron todo no se lo podían permitir y por eso lo alquilan, para pagar la deuda al banco.
El sonido del café al verterse en las tazas llenó la habitación, mientras yo acariciaba con el dedo la lisa superficie metálica de la encimera de la isla. La pobre no había llegado a ver nunca un pastel de manzana o unas galletitas para los domingos.
—Quieren recuperar la iglesia —continuó Ivy. Parecía muy delgada apoyada en la encimera con su taza aferrada entre sus pálidas manos—. Pero se está muriendo. La congregación, me refiero —añadió cuando la miré a los ojos—. No hay nuevos miembros. Es triste en el fondo. La salita está por aquí.
No sabía qué decir, así que mantuve la boca cerrada y la seguí por el vestíbulo y a través de una estrecha puerta al final del pasillo. La salita era acogedora y estaba amueblada con tanto gusto que no tenía ninguna duda de que se trataba de las cosas de Ivy. Era el primer signo de calidez y dulzura que había visto en toda la iglesia; aunque todo fuese en tonos grises y las ventanas estuviesen desnudas. Divino. Noté que me liberaba de toda la tensión. Ivy alcanzó un mando a distancia y se escuchó música de jazz. Puede que esto no estuviese tan mal.
—¿Dices que casi te matan? —preguntó Ivy a la vez que tiraba el mando en la mesita de café y se acomodaba en uno de los voluptuosos sillones de ante gris junto a la chimenea apagada—. ¿Estás bien?
—Sí —admití agriamente. Parecía que fuese a hundirme hasta los tobillos en la espesa alfombra—. ¿Son todas estas tus cosas? Un tipo chocó conmigo y me colocó un amuleto que no se invocaría hasta que no hubiese ningún testigo o víctima a su alrededor, aparte de mí, claro. No puedo creer que Denon vaya en serio con esto. Tenías toda la razón. —Hice un gran esfuerzo por mantener un tono relajado para que Ivy no se diese cuenta de lo afectada que estaba. ¡Joder!, ni yo misma quería saber lo temblorosa que estaba. Conseguiría el dinero para pagar mi contrato como fuese—. Ha sido una suerte que el anciano de enfrente me lo quitase. —Alcancé una foto de Ivy con un golden retriever. Sonreía y se le veían los dientes. Intenté reprimir un escalofrío.
—¿Qué anciano? —dijo cortante Ivy.
—Al otro lado de la calle. Te ha estado observando. —Dejé el marco de metal en su sitio y coloqué bien el cojín del sillón frente al suyo antes de sentarme. Muebles coordinados, que bonito. Un reloj antiguo hacía tictac sobre la chimenea, suave y tranquilizador. Había una tele de pantalla plana con cd incorporado en una esquina. El aparato de música tenía todos los botones necesarios. Ivy entendía de electrónica.
—Me traeré mis cosas cuando les hayan echado la disolución —dije, arrepintiéndome al pensar en lo baratas que parecerían mis cosas junto a las suyas—. Lo que sobreviva a la inmersión —añadí.
¿Lo que sobreviva a la inmersión?, repetí mentalmente cerrando los ojos y rascándome la frente.
—Oh, no —dije muy bajito—. No puedo echar disolución a mis amuletos.
Ivy hizo equilibrios con su taza sobre la rodilla mientras hojeaba una revista.
—¿Umm?
—Amuletos —dije lastimosamente—. La SI ha cubierto con magia negra mis amuletos. Si los baño en agua salada para deshacer la maldición, los estropearé y no puedo comprar más. —Hice una mueca ante su mirada inexpresiva. Si la SI ha ido a mi apartamento seguro que también han ido a la tienda. Tenía que haber buscado unos cuantos ayer, antes de dimitir, pero no creía que les importase un pimiento que lo hiciese. Ajusté desganadamente la pantalla de la lámpara de mesa. No les había importado nada hasta que Ivy se vino conmigo. Deprimida, eche hacia atrás la cabeza y me quedé mirando al techo.
—Creía que sabías cómo hacer hechizos —dijo Ivy con tono receloso.
—Sí sé, pero es un coñazo, y además, ¿de dónde voy a sacar los materiales? —Cerré los ojos hundiéndome en mi miseria. Iba a tener que fabricar yo misma todos mis amuletos.
Oí un murmullo de papeles y levanté la vista para ver a Ivy hojeando la revista. Había una manzana y una Blancanieves en la portada. El corsé de cuero de Blancanieves dejaba ver su ombligo. Una gota de sangre brillaba como una joya en la comisura de sus labios. Le daba un giro completamente diferente al cuento. Walt Disney estaría horrorizado, a menos que él también hubiera sido un inframundano. Eso explicaría muchas cosas.
—¿No puedes simplemente ir a comprar lo que necesites? —preguntó Ivy.
Me puse tensa ante el tono sarcástico de su voz.
—Sí, claro, pero tendría que meterlo todo en agua salada para asegurarme de que no está maldito. Sería casi imposible librarse luego de toda la sal y así se estropean las mezclas.
Jenks salió zumbando de la chimenea entre una nube de hollín y un irritante gimoteo. Me preguntaba cuánto tiempo llevaría escuchando en el tiro de la chimenea. Aterrizó en una caja de pañuelos de papel y se limpió una mota de su ala; parecía una mezcla entre una libélula y un gato en miniatura.
—Madre mía, andamos un poquito obsesionadas, ¿no? —dijo contestando a mi pregunta de si había estado escuchando a hurtadillas.
—Cuando tengas a la SI intentando liquidarte con magia negra ya me contarás si te pones o no paranoico. —Nerviosa, di golpecitos a la caja en la que se sentaba hasta que salió volando. Se quedó revoloteando entre Ivy y yo.
—No has visto el jardín todavía, ¿a que no, Sherlock?
Le tiré un cojín, que él esquivó con toda facilidad, pero este golpeó la lámpara que estaba junto a Ivy. Ella la cogió en el aire como si nada. Ni siquiera levantó la vista de la revista, ni derramó una gota del café que seguía sobre su rodilla. Se me erizó el pelo de la nuca.
—Tampoco me llames así —dije para disimular mi inquietud. Jenks se pavoneó delante de mí—. ¿Qué? —dije insidiosamente—. ¿Acaso el jardín tiene algo más que malas hierbas y gente muerta?
—Puede.
—¿De verdad? —Esa podría ser la primera cosa buena que me pasaba hoy, así que me levanté para mirar por la puerta de atrás—. ¿Vienes? —le pregunté a Ivy accionando el picaporte. Ella miraba enfrascada una página con cortinas de cuero.
—No —dijo, obviamente indiferente a mi invitación.
Así que fue Jenks quien me acompañó al jardín trasero. El sol se estaba poniendo haciendo que los aromas fuesen más embriagadores y fuertes al evaporarse la humedad del suelo. Había un serbal de los cazadores en alguna parte. Podía oler su intenso aroma. Y también un abedul y un roble. Oía lo que parecían ser los niños de Jenks jugando, cazando una mariposa amarilla por encima de los montículos de vegetación. Había muchas plantas forrando las paredes de la iglesia y rodeando el muro de piedra que cercaba por completo la parcela con una altura de un hombre, aislándola conveniente mente del resto de vecinos.
Otro murete lo suficientemente bajo como para pasar por encima separaba el jardín del pequeño cementerio. Entorné los ojos para distinguir algunas plantas entre la alta hierba y las lápidas, pero solo crecían allí las que se hacían más fuertes entre los muertos. Mientras más me fijaba, más sobrecogida me sentía. Al jardín no le faltaba detalle, ni los menos comunes.
—Es perfecto —musité, pasando la mano por encima de una citronela—. Tiene todo lo que pudiera desear. ¿Cómo ha llegado todo esto hasta aquí?
La voz de Ivy sonó justo detrás de mí:
—Según la anciana…
—¡Ivy! —dije dándome la vuelta de un salto para verla allí parada y callada en el camino bajo los rayos ámbar del sol poniente—. No hagas eso.
Menudo repelús de vampiro, pensé, voy a tener que colgarle un cascabel. Ivy entornaba los ojos protegiéndoselos con la mano del sol.
—La anciana decía que el último pastor era brujo y plantó este jardín. Nos rebajan cincuenta del alquiler si alguien lo mantiene cómo está.
—Yo me encargo —dije sin pensarlo dos veces.
Jenks subió volando desde unas violetas. Sus pantalones morados estaban manchados de polen, a juego con su camisa amarilla.
—¿Trabajos manuales? —dijo extrañado—, ¿con esas uñas que llevas?
Eché un vistazo a mis perfectamente ovaladas uñas rojas.
—No es trabajo, es… terapia.
—Lo que tú digas. —Su atención se centró en sus niños, y se lanzó atravesando el jardín para rescatar a la mariposa con la que se peleaban.
—¿Crees que encontrarás aquí todo lo que necesitas? —me preguntó Ivy girándose para volver dentro.
—Casi, casi. No se puede maldecir la sal, así que probablemente mis reservas estén bien, pero necesito mi caldero para los hechizos buenos y todos mis libros.
Ivy se detuvo en el camino.
—Creía que tenías que saber cómo hacer pociones de memoria para obtener la licencia de bruja.
Ahora había logrado abochornarme y, disimulando, me agaché para arrancar una mala hierba junto al romero. Nadie se hacía sus propios amuletos si podía permitirse comprarlos.
—Sí —dije, tirando al suelo la hierba y limpiándome la tierra de debajo de las uñas—, pero estoy un poco falta de práctica. —Suspiré. Esto iba a ser más difícil de lo que parecía.
Ivy se encogió de hombros.
—¿No puedes bajarte la información de Internet? Me refiero a las recetas.
La miré con recelo. ¿Fiarme yo de algo bajado de Internet? Menuda idea.
—Hay algunos libros en el desván.
—Sí, claro —dije con cierto sarcasmo—. Ciento un hechizos para principiantes, todas las iglesias tienen uno.
Ivy se puso tensa.
—No seas infantil —dijo haciendo desaparecer el marrón de sus ojos tras sus dilatadas pupilas—. Simplemente he pensado que si uno de los sacerdotes era brujo y había plantado las plantas adecuadas en el jardín, quizá hubiese dejado también sus libros. La anciana me dijo que se había fugado con una de las feligresas jóvenes. Probablemente por eso están sus cosas en el desván, por si acaso tenía el valor de volver.
Lo último que deseaba era una vampiresa enfadada durmiendo al otro lado del pasillo.
—Lo siento —me disculpé—. Iré a echar un vistazo y si tengo suerte cuando vaya al cobertizo a buscar una sierra para cortar mis amuletos, encontraré también el saco de sal que deben usar para cuando los escalones se cubren de hielo.
Ivy hizo un leve movimiento, girándose para mirar hacia el pequeño cobertizo. Pasé por delante de ella, deteniéndome en el umbral.
—¿Vienes? —dije, decidida a no dejar que pensase que entrar y salir del modo vampiro iba a amedrentarme—. ¿O me dejarán entrar tus búhos a mí sola?
—No, quiero decir, sí. —Ivy se mordió el labio inferior. Ese era sin duda un gesto humano que me sorprendió—. Te dejarán entrar allí arriba, pero no hagas mucho ruido. Enseguida subo yo.
—Como quieras… —murmuré dándome la vuelta y yéndome hacia el campanario.
Como Ivy había asegurado, los búhos me dejaron tranquila. Resultó que en el desván había un ejemplar de todos los libros que había perdido en mi apartamento y más. Algunos de ellos eran tan antiguos que se caían a pedazos. En la cocina había un montón de calderos de cobre, probablemente, como aseguraba Ivy, únicamente usados para hacer chili. Eran perfectos para hacer hechizos, ya que no habían sido sellados para evitar que se deslustrasen. El hecho de encontrar todo lo que necesitaba tan fácilmente era inquietante, tanto que cuando entré en el cobertizo para buscar una sierra sentí alivio al no encontrar allí la sal. No, no estaba allí, sino en el suelo de la despensa. Todo estaba saliendo demasiado bien. Algo malo vendría después.