Capítulo 28

Las burbujas, pensé, deberían anunciarse como un inductor medicinal del bienestar. Suspiré y me incorporé un poco antes de que el agua me cubriese el cuello. Amortiguados por los amuletos y el agua templada, mis moratones se habían reducido a un dolor sordo y lejano. Incluso la muñeca, que mantenía seca y en alto fuera de la bañera, no me molestaba demasiado. A través de las paredes oía débilmente a Nick hablando con su madre por teléfono; le contaba que había tenido muchísimo trabajo estos tres últimos meses y que sentía no haberla llamado. Por lo demás, la iglesia estaba en silencio. Jenks e Ivy se habían ido.

—Se han ido a hacer mi trabajo —mascullé y mi estado de ánimo complaciente se tornó agrio.

—¿Qué ha dicho, señorita Rachel? —dijo Matalina levantando la voz. La pequeña mujer pixie estaba posada en el toallero y parecía un ángel con su vestido vaporoso de seda blanca mientras bordaba capullos de cornejo en un exquisito chal para su hija mayor. Me había hecho compañía desde que me había metido en la bañera, vigilando que no me desmayase y me ahogase.

—Nada.

Trabajosamente levanté mi amoratado brazo y me acerqué una montaña de burbujas. El agua se estaba enfriando y me rugía el estómago. El cuarto de baño de Ivy se parecía espeluznantemente al de mi madre, con diminutos jabones en forma de conchas y cortinas de encaje sobre las vidrieras de las ventanas. Un jarrón con violetas descansaba encima de una cómoda. Me sorprendía que una vampiresa se fijase en esas cosas. La bañera era negra y hacía un bonito contraste con el tono pastel de las paredes y el papel pintado con rosas.

Matalina dejó su costura a un lado y revoloteó hacia mí para quedarse suspendida en el aire sobre la negra porcelana.

—¿No importa que los amuletos se mojen así?

Me miré los amuletos contra el dolor que me colgaban del cuello y pensé que parecía una prostituta borracha en Mardi Gras.

—No pasa nada —dije con un suspiro—, el agua y el jabón no los disuelven como haría el agua con sal.

—La señorita Tamwood no me ha querido decir qué le ha puesto al baño —insistió—, puede haber sal.

Ivy tampoco me lo había dicho a mí y, para ser sincera, no quería saberlo.

—No hay sal. Se lo he preguntado.

Con un pequeño carraspeo, Matalina aterrizó en mi dedo gordo y se inclinó hacia el agua. Sus alas se agitaron hasta hacerse un borrón y despejar un punto al fundirse las burbujas. Recogiéndose la falda se agachó con mucho cuidado y se mojó una mano para llevarse una gota hasta la nariz. Diminutas ondas se expandieron allí donde había tocado el agua.

—Verbena —dijo con su vocecita aguda—, mi Jenks tenía razón. También tiene sanguinaria e hidrastis. —Me miró a los ojos—. Eso se usa para cubrir algo potente, ¿qué intenta esconder?

Miré al techo. Si me aliviaba el dolor la verdad es que no me importaba. Crujieron las tablas de madera del pasillo y me quedé inmóvil.

—¿Nick? —pregunté, mirando hacia la toalla que quedaba justo fuera de mi alcance—. Sigo en la bañera, ¡no entres!

Se detuvo. Solo había una fina madera entre ambos.

—Eh, hola, Rachel. Solo estaba, eh, comprobando que estás bien. —Hubo un titubeo—. Yo, eh, necesito hablar contigo.

Se me hizo un nudo en el estómago y mi atención se dirigió hacia mi muñeca. Seguía sangrando a través de un montón de gasa de cinco centímetros de espesor. El riachuelo de sangre sobre la porcelana negra parecía un ribete. Quizá por eso Ivy tenía la bañera negra. La sangre no resaltaba tanto sobre el negro como sobre el blanco.

—¿Rachel? —me llamó rompiendo el silencio.

—Estoy bien —dije en alto y mi voz retumbó en las paredes rosas—, dame un minuto para salir de la bañera, ¿vale? Yo también quiero hablar contigo, pequeño mago.

Dije esto último con tono sarcástico y oí cómo movía los pies.

—No soy mago —dijo con tono débil. Titubeó—. ¿Tienes hambre? ¿Te preparo algo de comer? —Sonaba culpable.

—Sí, gracias —respondí, deseando que se fuese de la puerta. Tenía un hambre canina. Tanto apetito probablemente estuviese relacionado con la galleta blandita que Ivy me había obligado a comer antes de irse. Era tan apetitosa como una tortita de arroz y únicamente después de que me la tragase se tomó la molestia de explicarme que aumentaría mi metabolismo, especialmente la producción de sangre. Aún notaba su sabor en el fondo de la garganta, una especie de mezcla entre almendras, plátano y cuero de zapatos.

Nick se fue arrastrando los pies y alargué el pie para abrir el grifo del agua caliente. El calentador probablemente ya la habría calentado.

—No lo calientes, querida —me advirtió Matalina—, Ivy dijo que salieses cuando se quedase fría.

Me asaltó una oleada de irritación. Ya sabía lo que había dicho Ivy, pero me abstuve de hacer comentarios. Lentamente, me incorporé y me levanté para sentarme en el borde de la bañera. La habitación pareció oscurecerse en la periferia de mi visión y rápidamente me envolví con una suave toalla rosa por si me desmayaba. Cuando la habitación dejó de verse gris tiré del tapón de la bañera y me puse de pie lentamente. El agua se vació ruidosamente y limpié el vapor del espejo, apoyándome en el lavabo para mirarme.

Un suspiro agitó mis hombros. Matalina se posó en uno de ellos y me miró con ojos tristes. Parecía que me hubiese caído de un camión. La mitad de mi cara estaba hinchada con un cardenal que se extendía hasta el ojo. El vendaje de Keasley se había caído y se podía ver un profundo corte que dibujaba el arco de la ceja y me dejaba la cara torcida. Ni siquiera recuerdo haberme cortado. Me acerqué más y la víctima del espejo me imitó. Reuniendo todo mi valor me aparté el pelo húmedo del cuello.

Se me escapó un suspiro de resignación. El demonio no me había dejado dos agujeros limpios, sino tres pares de lágrimas que se fundían las unas en las otras como ríos y afluentes. Los diminutos puntos de Matalina parecían pequeñas traviesas de ferrocarril descendiendo hasta la clavícula.

El recuerdo del demonio me hizo estremecer. Había estado a punto de matarme. Simplemente ese pensamiento bastaba para asustarme, pero lo que de verdad me iba a mantener en vela por las noches era saber que a pesar de todo el terror y el dolor, la saliva de vampiro que me había inoculado me había hecho sentir bien. Fuese verdadera o falsa, me había sentido… asombrosamente de maravilla. Me ajusté la toalla alrededor del cuerpo y me aparté del espejo.

—Gracias, Matalina —susurré—, no creo que se noten demasiado las cicatrices.

—De nada, querida. Era lo mínimo que podía hacer. ¿Quieres que me quede para asegurarme que estás bien mientras te vistes?

—No. —El sonido de la batidora se oía proveniente de la cocina. Abrí la puerta y me asomé al pasillo. Olía a huevos—. Creo que me las puedo arreglar sola, gracias.

La pequeña pixie asintió y salió volando con su costura produciendo un leve zumbido con las alas. Escuché un momento y decidí que Nick estaba ocupado en la cocina. Fui andando con dificultad hasta mi cuarto y suspiré al llegar allí sin ser vista.

Me goteaba el pelo cuando me senté en el borde de la cama para recuperar el aliento. La idea de ponerme un pantalón me horrorizaba, pero tampoco pensaba ponerme una falda y medias. Finalmente opté por mis vaqueros anchos y una camisa azul de cuadros que podía ponerme sin que me doliese demasiado el brazo y el hombro. No me habría puesto esa ropa para salir a la calle ni muerta, pero no pretendía impresionar a Nick.

El suelo seguía moviéndose bajo mis pies mientras me vestía y las paredes oscilaban si me movía rápido, pero finalmente salí del cuarto con mis amuletos empapados entrechocando en mi cuello. Me deslicé por el pasillo con mis zapatillas mientras me preguntaba si debería intentar ocultar mis cardenales con un hechizo de complexión. El maquillaje normal no iba a taparlos.

Nick salió de la cocina y casi me atropello. Tenía un sandwich en la mano.

—Aquí tienes —dijo con los ojos muy abiertos al mirar hacia abajo a mis zapatillas rosas y arriba de nuevo—, ¿quieres un sandwich de huevo?

—No, gracias —dije a la vez que me rugía de nuevo el estómago—, demasiado sulfuro. —Me vino el recuerdo de su mirada sujetando aquel libro negro entre las manos cuando detuvo en seco al demonio en su ataque: asustado, atemorizado… y poderoso. Nunca había visto a un humano que pareciese poderoso. Había sido sorprendente—. Pero me vendría bien algo de ayuda para cambiarme el vendaje de la muñeca —concluí con tono mordaz.

Se encogió y destruyó por completo la imagen de mi cabeza.

—Rachel, lo siento…

Pasé a la cocina, rozándolo. Oía sus pasos silenciosos tras de mí y me apoyé en el fregadero mientras le echaba algo de comer al señor Pez. Era completamente de noche fuera. Veía las diminutas lucecitas de la familia de Jenks, que estaba patrullando el jardín. Me quedé helada al comprobar que el tomate había vuelto al alféizar. Me invadió una oleada de preocupación y mentalmente maldije a Ivy… luego fruncí el ceño. ¿Por qué debía importarme lo que pensase Nick? Era mi casa. Era inframundana. Si no le gustaba, que se fastidiase. Podía sentir a Nick detrás de mí en la mesa.

—Rachel, de verdad lo siento —dijo y me giré cruzando los brazos. Mi enfado perdería todo su efecto si me desmayaba—. No sabía que te pediría un pago a ti, de verdad.

Enfadada, me aparté el pelo húmedo de los ojos y me quedé allí de pie cruzada de brazos.

—Es la marca de un demonio, Nick, la puñetera marca del demonio.

Nick replegó su desgarbada figura en una de las sillas de respaldo rígido y apoyó los codos en la mesa hundiendo la cara entre sus manos.

—La demonología es un arte muerto. No esperaba poner mis conocimientos en práctica. Se suponía que era una forma sencilla de completar mi expediente en lenguas antiguas —dijo, con la mirada fija en la mesa.

Levantó la vista y nuestras miradas se cruzaron. Su preocupación, su necesidad de que le escuchase y entendiese reprimieron mi siguiente comentario cáustico.

—Lo siento mucho, muchísimo —dijo—. Si pudiese quedarme con tu marca de demonio, lo haría. Pensaba que te morías. No podía dejar simplemente que te desangrases en el asiento de atrás de un taxi.

Mi rabia se desvanecía. Estaba dispuesto a tener una marca de demonio para salvarme. Nadie lo obligaba. Era tonto. Nick se retiró el pelo de la sien izquierda.

—Mira, ¿lo ves? —dijo esperanzado—. Se ha detenido.

Miré su cabeza. Justo donde el demonio le había golpeado había una herida recientemente cerrada, con los bordes rojizos y apariencia dolorosa. El medio círculo tenía una línea que lo atravesaba. Me dio un vuelco el estómago. Una marca de demonio. Maldita sea, iba a tener que llevar una marca de demonio. Las brujas negras de líneas luminosas tenían marcas de demonio, no las brujas blancas terrenales. No yo.

Nick dejó caer su mata de pelo negro.

—Se borrará cuando pague mi favor. No es para siempre.

—¿Un favor? —pregunté.

Entornó sus ojos marrones suplicando comprensión.

—Probablemente se trate de información, o algo así. Al menos eso es lo que dicen los textos.

Con una mano aferrada al estómago me apreté las yemas de los dedos contra la frente. En realidad no tenía elección. Evax no fabricaba precisamente compresas especiales para estas cosas.

—Entonces, ¿cómo le hago saber a este demonio que acepto deberle un favor?

—¿En serio?

—Sí.

—Entonces ya lo has hecho.

Me entraron náuseas. No me gustaba que un demonio estuviese tan ligado a mí como para saberlo en el mismo momento en el que aceptaba sus condiciones.

—¿Sin papeleo? —pregunté—, ¿sin contrato? No me gustan los acuerdos verbales.

—¿Prefieres que venga aquí a rellenar unos papeles? —me preguntó—. Piénsalo con la suficiente intensidad y vendrá.

—No. —Mis ojos recayeron en mi muñeca. Noté un ligero cosquilleo. Me quedé pálida al comprobar que aumentaba hasta un picor y luego una ligera quemazón—. ¿Dónde están las tijeras? —dije nerviosa.

Nick miró a su alrededor con cara inexpresiva y entonces mi muñeca empezó a arder.

—¡Me quema! —grité. El dolor de mi muñeca seguía aumentando y tiré de la gasa, intentando quitármela frenéticamente.

—¡Quítamela, quítamela! —grité. Me di la vuelta y abrí el grifo al máximo para meter la muñeca bajo el chorro. El agua fría empapó el vendaje sofocando la sensación de quemazón. Me incliné sobre el fregadero con el pulso acelerado mientras el agua seguía corriendo y llevándose el dolor.

La húmeda brisa nocturna soplaba a través de las cortinas y me quedé mirando el oscuro jardín y el cementerio al fondo, esperando a que las manchas negras desapareciesen. Me temblaban las rodillas y lo único que me mantenía en pie era la adrenalina. Oí el leve roce de las tijeras que Nick deslizó hacia mí desde el otro lado de la encimera. Cerré el grifo.

—Gracias por avisarme —dije con tono agrio.

—La mía no me dolió —dijo. Parecía preocupado, confundido y completamente desconcertado. Cogí un paño de cocina y las tijeras y me dirigí a mi sitio en la mesa. Inserté una punta en las gasas y corté el vendaje empapado. Le eché una mirada a Nick, quien, alto y desmañado, seguía de pie junto al fregadero. La culpa parecía pesarle en los hombros. Bajé la vista.

—Siento haber sido tan gruñona, Nick —dije dejando de cortar y empezando a desenrollar la venda—. Habría muerto si no llega a ser por ti. He tenido suerte de que estuvieses allí para detenerlo. Te debo la vida y te estoy verdaderamente agradecida por lo que hiciste. Lo único que quiero es olvidarlo todo y ahora no podré. No sé cómo reaccionar y resulta más fácil gritarte a ti.

Una sonrisa curvó la comisura de sus labios. Cogió una silla para sentarse frente a mí.

—Déjame que te quite eso —dijo, haciendo el gesto de cogerme la mano.

Vacilé un instante y luego le dejé poner mi muñeca en su regazo. Inclinó la cabeza sobre la muñeca y sus rodillas casi rozaban las mías. En realidad le debía más que un simple agradecimiento.

—¿Nick? Lo digo de corazón. Gracias. Me has salvado la vida dos veces. Superaremos esto del demonio. Siento que tengas una marca por ayudarme.

Nick levantó la vista y sus ojos marrones buscaron los míos. De pronto fui realmente consciente de lo cerca que estaba. Mi memoria retrocedió a la sensación de estar en sus brazos cuando me traía a la iglesia. Me preguntaba si me habría llevado en brazos todo el trayecto a través de siempre jamás.

—Me alegro de haber estado allí para ayudarte —dijo en voz baja—. En cierto modo fue culpa mía.

—No, me habría encontrado en cualquier sitio —dije.

Finalmente, la última vuelta del vendaje cayó. Tragué saliva y miré fijamente mi muñeca. Se me hizo un nudo en el estómago. Estaba completamente curada. Incluso los puntos verdes habían desaparecido. La cicatriz blanca y en relieve parecía antigua. La mía tenía forma de círculo completo con la misma línea atravesándolo.

—Oh —musitó Nick reclinándose hacia atrás—, debes de gustarle al demonio. La mía no sanó, solo dejó de sangrar.

—Estupendo.

Me froté la cicatriz. Era mejor que el vendaje… supongo. No era como si todo el mundo supiese cómo me la había hecho. Nadie tenía trato con los demonios desde la Revelación.

—Entonces, ¿ahora solo tengo que esperar a que me pida algo?

—Sí.

Nick arrastró la silla al levantarse y dirigirse hacia el hornillo. Apoyé los codos en la mesa y noté el aire entrar y salir de mis pulmones. Nick estaba frente a los fogones dándome la espalda, removiendo en una cacerola. Se hizo un silencio incómodo.

—¿Te gusta la comida de estudiantes? —dijo de pronto.

—¿Cómo dices? —pregunté incorporándome.

—Comida de estudiantes. —Sus ojos se posaron en el tomate del alféizar—. Lo que haya en la nevera con pasta.

Comprensiblemente inquieta me levanté y me acerqué tambaleante a ver que había en el fuego. Unos macarrones giraban en la olla. Había una cuchara de madera junto a ella y arqueé las cejas.

—¿Has usado esa cuchara?

—Sí, ¿por qué? —asintió Nick.

Alcancé la sal y eché todo el bote.

—¡Eh! —exclamó Nick—. Ya le había echado sal al agua. No hacía falta tanta.

Le ignoré y eché la cuchara de madera en mi cuba de disolución y saqué una metálica.

—Hasta que recupere mis cucharas de cerámica la norma es de metal para cocinar y de madera para los hechizos. Enjuaga bien los macarrones y no debería haber problemas.

—Pensaba que se usaba metal para los hechizos y madera para cocinar, teniendo en cuenta que los hechizos no se adhieren al metal —dijo Nick sorprendido.

Me dirigí lentamente hacia el frigorífico notando que me latía con fuerza el corazón ante el mínimo esfuerzo.

—¿Y por qué has supuesto que los hechizos no se adhieren al metal? A menos que sea cobre, el metal lo fastidia todo. Yo me encargaré de los hechizos si no te importa y tú de la cena.

Para mi sorpresa Nick no se enfadó ni hizo una demostración de testosterona, simplemente me dedicó una de sus medias sonrisas.

Una punzada de dolor atravesó la barrera de los amuletos al abrir la puerta de la nevera.

—No puedo creer lo hambrienta que estoy —dije, buscando algo que no estuviese envuelto en papel o plástico—, creo que Ivy me ha dado algo.

Oí el chorro de agua al enjuagar los macarrones.

—¿Algo parecido a un pastelito?

Saqué la cabeza de la nevera y parpadeé. ¿Ivy le había dado uno a él también?

—Sí.

—Lo he visto. —Los ojos de Nick estaban clavados en el tomate a través del vapor que lo rodeaba mientras escurría los macarrones—. Cuando estaba haciendo mi tesis tenía acceso a la cámara de los libros raros —dijo arrugando la frente—, que está junto a la de libros antiguos. Bueno, en resumidas cuentas, la arquitectura de las catedrales preindustriales es aburrida y una noche encontré el diario de un cura británico del siglo diecisiete. Había sido juzgado y condenado por asesinar a tres de sus feligresas más bonitas. —Nick volvió a echar la pasta en la olla y abrió un tarro de salsa Alfredo—. Hacía referencia a ese pastelito. Decía que hacía posibles las orgías de sangre y lujuria de los vampiros cada noche. Imagino que rara vez se ofrece a alguien que no está bajo su dominio y obligado a mantener la boca cerrada.

Fruncí el ceño, incómoda. ¿Qué demonios me había dado Ivy?

Sus ojos seguían fijos en el tomate mientras vertía la salsa sobre la pasta. Un sabroso aroma llenó la cocina y me rugió el estómago. Nick lo removió todo y observé cómo seguía mirando el tomate. Empezaba a tener aspecto de ponerse enfermo. Exasperada por la infundada repulsión que sentían los humanos hacia el tomate, cerré la nevera y fui renqueando hasta la ventana.

—¿Cómo ha llegado esto aquí? —musité, y lo empujé a través del agujero para pixies hacia la oscuridad de la noche. Cayó con un suave ruido sordo.

—Gracias —dijo, y respiró aliviado.

Volví a mi silla con un fuerte suspiro. Parecía que Ivy y yo tuviésemos la cabeza podrida de una oveja en la encimera, pero por otro lado, era bueno saber que al menos tenía un complejo humano.

Nick se distrajo añadiendo unos champiñones, salsa Worcestershire y pepperoni a la receta. Sonreí al darme cuenta de que eran los ingredientes sobrantes de mi pizza. Olía de maravilla, y cuando alcanzó el cucharón del colgador de la isla central, le pregunté:

—¿Hay suficiente para dos?

—Hay para un regimiento. —Nick empujó un plato frente a mí y se sentó, colocando un brazo protector delante del suyo—. Comida de estudiante —dijo con la boca llena—, pruébalo.

Miré el reloj sobre el fregadero y hundí la cuchara. Probablemente ahora Ivy y Jenks estarían en la AFI intentando convencer al tipo de la entrada de que no estaban locos y aquí estaba yo, comiendo macarrones Alfredo con un humano. La cosa no tenía buena pinta. Me refiero a la comida. Habría estado mejor con salsa de tomate. Con muchas reservas probé un poco.

—Eh —dije agradablemente sorprendida—, está bueno.

—Ya te lo había dicho.

Durante unos momentos solo se oyó el entrechocar de las cucharas y el sonido de los grillos en el jardín. Nick aflojó su ritmo y miró el reloj sobre el fregadero.

—Oye, mmm, tengo que pedirte un gran favor —dijo titubeante.

Tragué y levanté la vista, sabiendo qué iba a decir.

—Puedes quedarte a pasar la noche, si quieres —dije—. Aunque no te garantizo que despiertes con todos tus fluidos intactos o si quiera que te despiertes. La SI sigue enviándome maldiciones. Ahora podría ser simplemente una de esas tenaces hadas, pero en cuanto se sepa que sigo viva, esto se puede llenar de asesinos. Estarías más seguro en un banco en el parque —concluí sarcásticamente.

Su sonrisa era de alivio.

—Gracias, creo que me arriesgaré. Me quitaré de en medio mañana. Iré a ver si mi casero me ha guardado algo. Iré a visitar a mi madre. —Su alargado rostro se contrajo, y parecía tan preocupado como cuando pensaba que iba a morir desangrada—. Le contaré que lo he perdido todo en un incendio. Va a ser duro.

Sentí una punzada de lástima. Sabía qué se sentía al verse en la calle con una caja como único recuerdo de toda tu vida.

—¿Seguro que no quieres quedarte con ella esta noche? —le pregunté—, sería más seguro.

—Puedo cuidar de mí mismo —dijo, y siguió comiendo.

No lo dudo, pensé recordando el libro de demonios que había cogido de la biblioteca. Ya no estaba en mi bolso. Tan solo una pequeña mancha de sangre indicaba que había estado allí. Quería ser directa y preguntarle si practicaba magia negra, pero cabía la posibilidad de que dijese que sí y entonces tendría que decidir qué hacer al respecto. Y no quería hacerlo justo ahora. Me gustaba su tranquila confianza en sí mismo y la novedad de verla en un humano resultaba decididamente… intrigante. Una parte de mí sabía y despreciaba el hecho de que la atracción probablemente partiera de mi síndrome de «damisela en peligro rescatada por su héroe», pero necesitaba contar con algo seguro y sólido en mi vida en este momento y un humano que hacía magia para evitar que un demonio me rajase el cuello reunía todos los requisitos. Especialmente si parecía tan inofensivo como él.

—Además —dijo Nick arruinando mi fantasía—, Jenks me mataría si me voy antes de que vuelva.

Resoplé molesta. Estaba haciendo de canguro. Qué bien.

El sonido del teléfono resonó a través de las paredes. Miré a Nick y este no se movió. Me dolía todo, ¡jolín! Me dedicó su media sonrisa y se levantó.

—Yo lo cojo.

Comí otra cucharada mientras observaba su trasero desaparecer por el pasillo y pensé que quizá me ofreciera a acompañarlo de tiendas cuando fuese a comprarse ropa nueva. Esos vaqueros que llevaba le quedaban demasiado sueltos.

—Hola —dijo Nick adoptando un tono sorprendentemente profesional—, Morgan, Tamwood y Jenks, servicio de cazarrecompensas Encantamientos Vampíricos.

¿Servicio de cazarrecompensas Encantamientos Vampíricos?, pensé. Un poco de Ivy y un poco de mí. Era tan válido como cualquier otro nombre, supongo. Tomé otra cucharada, pensando que su comida tampoco estaba nada mal.

—¿Jenks? —dijo Nick apareciendo en el pasillo con el teléfono en la mano—. Está comiendo. ¿Ya estáis en el aeropuerto?

Hubo una larga pausa y suspiré. La AFI tenía la mente más abierta y estaba deseando cazar a Trent con más ganas de lo que había creído.

—¿La AFI? —El tono de Nick se volvió preocupado y me puse rígida mientras le escuchaba añadir—: ¿Que ha hecho qué? ¿Hay alguien muerto?

Cerré los ojos en una larga pausa y dejé la cuchara a un lado. La receta de Nick se me agrió en el estómago y tragué saliva.

—Sí, claro —dijo Nick arrugando la piel alrededor de sus expresivos ojos al cruzarse con mi mirada—. Danos media hora. —El pitido del teléfono sonó fuerte cuando colgó. Se giró hacia mí y resopló—. Tenemos un problema.