Capítulo 4
—Raaaaacheel —canturreaba una vocecita irritante que se dejaba oír claramente por encima del traqueteo y el rugido del motor diesel del autobús. La voz de Jenks, que chirriaba en mi oído interno, era peor que si arañasen una pizarra y mi mano tembló con el impulso de aplastarlo. Aunque nunca lo rozaría. El pequeño soplagaitas era demasiado rápido.
—No estoy dormida —dije antes de que lo hiciese de nuevo—. Solo estoy descansando la vista.
—Pues descansando la vista estás a punto de pasarte tu parada, guapetona —dijo con retintín, usando el piropo del taxista de la noche anterior. Levanté un párpado para mirarlo.
—No me llames así. —El autobús dobló una esquina y me agarré con fuerza a la caja que llevaba en el regazo—. Aún quedan dos manzanas —dije entre dientes. Se me habían pasado las náuseas, pero seguía doliéndome la cabeza y además, ya sabía que quedaban dos manzanas por el sonido del entrenamiento de la Liga Infantil de Béisbol en el parque de más abajo de mi apartamento. Habría otro entrenamiento después del anochecer para las criaturas nocturnas.
Oí un revoloteo de alas cuando Jenks pasó de mi pendiente a la caja.
—¡Por el amor de Campanilla! ¿Esto es todo lo que te pagan? —exclamó.
Abrí los ojos de golpe.
—¡Deja mis cosas! —dije arrebatándole el cheque húmedo y metiéndolo en el bolsillo de mi chaqueta. Jenks hizo una mueca y yo hice un gesto con la mano como si aplastase un bicho. Captó la indirecta y llevándose sus pantalones de payaso fuera de mi alcance se posó en el respaldo del asiento de delante.
—¿No tienes nada mejor que hacer? Como por ejemplo ayudar a tu familia a mudarse.
Jenks tuvo un ataque de risa.
—¿Ayudarles a mudarse? Ni hablar. Además, debería ir a olfatear tu casa y asegurarme de que todo está en orden antes de que saltes por los aires por usar el baño —dijo justo antes de emitir una risa histérica. Varias personas se volvieron hacia mí. Yo me encogí de hombros como diciendo «pixies».
—Gracias —dije sarcásticamente. Un pixie de guardaespaldas. Denon se moriría de risa si se enteraba. Estaba en deuda con Jenks por descubrir la maldición en mi cheque, pero la SI no habría tenido tiempo de tramar nada más. Imaginaba que tendría unos días antes de que se pusieran manos a la obra. Más bien sería cuestión de tener cuidado de que no me matase ningún hechizo en la calle.
Me puse de pie cuando el autobús se detuvo. Bajé trabajosamente los escalones y aterricé en la acera bajo el sol de media tarde. Jenks continuó haciendo molestos círculos a mi alrededor. Era peor que un mosquito.
—Bonito sitio —dijo con sarcasmo mientras esperaba a que hubiese un hueco en el tráfico para cruzar hasta mi edificio. Le di la razón en silencio. Vivía en una zona residencial de Cincinnati que hacía veinte años había sido un buen barrio. El edificio de cuatro plantas tenía la fachada de ladrillo y originariamente fue construido para universitarios de clase alta. Hacía años que sus tiempos de fiestas pasaron y ahora se reducía a esto.
Los buzones negros en la entrada estaban estropeados y desconchados, algunos habían sido evidentemente forzados. Mi correo lo guardaba la casera. Sospechaba que era ella la que forzaba los buzones para curiosear el correo de sus inquilinos a sus anchas. Había un estrecho trocito de césped y dos desangelados arbustos a cada lado de la escalera. El año pasado planté las semillas de aquilea que venían con la revista Hechizos, pero el señor Dinky, el chihuahua de la casera, las había desenterrado escarbando por todo el jardín. Había dejado hoyos por todas partes, dándole el aspecto de un campo de batallas en miniatura.
—Y yo que creía que mi casa era cutre —susurró Jenks al verme esquivar un escalón con la madera podrida.
Mis llaves tintinearon al abrir la puerta mientras hacía equilibrios con la caja sobre una sola mano. Una vocecita en mi cabeza me había estado repitiendo lo mismo durante años. El olor a fritanga me golpeó en la cara al entrar en el vestíbulo y tuve que arrugar la nariz. La moqueta verde para exterior e interior subía por la escalera, raída y deshilachada. La señora Baker había vuelto a desenroscar la bombilla de las escaleras otra vez, pero afortunada mente el sol que se colaba por la ventana del descansillo y se reflejaba en el papel pintado con rosas de la pared era suficiente para orientarme.
—Mira —dijo Jenks cuando subíamos—, esa mancha del techo tiene la forma de una pizza.
Miré hacia arriba. Tenía razón. La verdad es que no la había visto antes.
—¿Y ese agujero de la pared? —dijo al llegar a la primera planta—. Tiene justo el tamaño de la cabeza de alguien. Tío, si las paredes hablasen…
Descubrí que aún era capaz de sonreír. Espera a que entres en mi apartamento. Había una marca en el suelo del salón donde alguien había carbonizado la chimenea. Se me heló la sonrisa cuando llegamos a la segunda planta. Todas mis cosas estaban en el pasillo.
—¿Pero qué coño pasa? —mascullé. Consternada dejé la caja en el suelo y grité hacia la puerta de la señora Talbu—: ¡Ya he pagado el alquiler!
—Oye, Rachel —dijo Jenks desde el techo—, ¿dónde está tu gato?
Cada vez más furiosa, me quedé mirando mis muebles. Parecían abultar más allí revueltos en el pasillo sobre la horrible moqueta sintética.
—¿Dónde coño se ha metido?
—¡Rachel! —gritó Jenks—. ¿Dónde está tu gato?
—Yo no tengo gato —le solté. Estaba muy pesadito.
—Creía que todas las brujas tenían gato.
Con los labios apretados caminé hasta el fondo del pasillo.
—El señor Dinky estornuda con los gatos.
Jenks voló hasta mi oreja.
—¿Quién es el señor Dinky?
—Él —contesté señalando a la enorme foto enmarcada de un chihuahua blanco que colgaba frente a la puerta de mi casera. El feo chucho de ojos saltones llevaba uno de esos lacitos que los padres les ponen a sus bebés para que se sepa que son niñas. Aporreé la puerta.
—¡Señora Talbu! ¿Señora Talbu?
Se oyeron los ahogados ladridos del señor Dinky y los arañazos de sus uñas contra la puerta, seguidos por los chillidos de la casera intentando que el perro se callase. El señor Dinky redobló sus esfuerzos, escarbando en el suelo para salir.
—¡Señora Talbu! —volví a gritar—. ¿Por qué están mis cosas en el pasillo?
—Se ha debido de correr la voz, guapetona —dijo Jenks desde el techo—. Eres una manzana podrida.
—¡Te he dicho que no me llames así! —le espeté golpeando la puerta.
Oí un portazo en el interior y los ladridos del señor Dinky sonaron más lejos y más frenéticos.
—Vete —dijo una débil y aguda voz—. Ya no puedes seguir viviendo aquí.
Me dolía la mano y me la masajeé.
—¿Cree que ya no voy a poder pagar mi alquiler? —dije, sin importarme que toda la planta me oyese—. Tengo dinero, señora Talbu. No puede echarme. Tengo el alquiler del mes que viene aquí mismo. —Saqué el cheque mojado y lo agité frente a la puerta.
—He cambiado la cerradura —dijo la señora Talbu con voz temblorosa—. Vete antes de que acaben contigo.
Me quedé mirando a la puerta, boquiabierta. ¿Cómo se había enterado de la amenaza de la SI? Y lo de la voz de anciana era puro teatro. Bien que chillaba a través de la pared cuando consideraba que yo tenía la música demasiado alta.
—No puede desahuciarme —dije desesperada—. Tengo derechos.
—Las brujas muertas no tienen derechos —dijo Jenks desde la lámpara.
—¡Maldita sea, señora Talbu! —le grité a la puerta—. ¡Todavía no estoy muerta!
No obtuve respuesta. Me quedé allí de pie, pensando. No tenía muchos recursos y ella lo sabía. Supuse que podía quedarme en mi nueva oficina hasta que encontrase algo. Volver a casa de mi madre no era una opción y no había hablado con mi hermano desde que entré en la SI.
—¿Qué pasa con mi fianza? —pregunté. Tras la puerta siguió el silencio. Me estaba cabreando mucho. Una llama lenta y firme me ardía dentro y me duraría días—. Señora Talbu —dije pausadamente—, si no me devuelve el resto de mi alquiler de este mes y mi fianza voy a sentarme delante de su puerta. —Hice una pausa para escuchar—. Me voy a quedar aquí sentada hasta que me manden una maldición. Probablemente explotaré aquí mismo, dejando una enorme mancha de sangre en su moqueta que no podrá limpiar y tendrá que ver esa gran mancha de sangre todos los días, ¿me oye, señora Talbu? —continué amenazando despacio—. Trocitos de mí se quedarán pegados al techo de su pasillo.
Se oyó un lamento ahogado.
—¡Ay, Dios mío, Dinky! —dijo trémula la señora Talbu—. ¿Dónde estará mi chequera?
Miré a Jenks y le dediqué una sonrisa amarga. Él me respondió levantando los pulgares.
Un garabateo seguido por un momento de silencio y luego el característico sonido del papel al rasgarse. Me preguntaba por qué seguía haciendo el teatrillo de la ancianita. Todo el mundo sabía que era más dura que una boñiga de dinosaurio petrificada y que probablemente nos enterraría a todos. Ni la muerte la quería.
—Voy a hacer correr la voz acerca de ti, golfa —dijo la señora Talbu desde el otro lado de la puerta—. No vas a encontrar ningún sitio para alquilar en toda la ciudad.
Jenks bajó en picado al ver aparecer un papel bajo la puerta. Tras sobrevolarlo un instante, dio su visto bueno. Lo recogí y leí la cantidad.
—¿Qué pasa con mi fianza? —pregunté—. ¿Quiere entrar conmigo en el apartamento para revisarlo y asegurarse de que no hay agujeros en las paredes ni runas bajo la moqueta?
La oí maldecir entre dientes y luego más garabateos; después apareció otro papel bajo la puerta.
—Sal de mi edificio —gritó la señora Talbu— antes de que te eche al señor Dinky encima.
—Yo también te quiero, vieja rata. —Saqué mi llave del llavero y la tiré, enfadada pero satisfecha por haber conseguido el segundo cheque.
Volví junto a mis cosas, deteniéndome en seco al percibir el olor a azufre que despedían. Noté una fuerte tensión en los hombros al ver toda mi vida amontonada contra la pared. Todo estaba maldito. No podía tocar nada. Que Dios se apiadase de mí, ¡estaba amenazada de muerte por la SI!
—No puedo bañarlo todo en sal —me lamenté, oyendo una puerta cerrarse.
—Conozco a un tío que tiene un almacén —dijo Jenks en un tono compasivo poco habitual en él—. Si se lo pido puede llevárselo todo y guardártelo. Ya disolverás la maldición más adelante —continuó sin mucho convencimiento mirando mis discos tirados sin contemplaciones dentro de mi caldero de cobre para hechizos.
Asentí apoyándome en la pared y dejándome caer hasta que mi trasero golpeó el suelo. Mi ropa, mis zapatos, mi música, mis libros… ¡mi vida!
—¡Oh, no! —dijo Jenks bajito—. Tu disco de Lo mejor de Takata también está maldito.
—Y está firmado —murmuré. El zumbido de sus alas se hizo menos intenso. El plástico aguantaría un baño en agua salada, pero el papel se estropearía. Me preguntaba si Takata me mandaría otro si se lo pedía. Quizá me recordaba. Pasamos una noche salvaje cazando sombras por las ruinas de los antiguos biolaboratorios de Cincinnati. Creo que escribió una canción sobre aquello: «Sale la luna nueva, sin examinar, las sombras de la fe crean una vacuna arriesgada». Estuvo en la lista de los veinte éxitos durante dieciséis semanas seguidas. Fruncí el ceño.
—¿Queda algo a lo que no hayan echado una maldición? —pregunté.
Jenks aterrizó sobre la guía de teléfonos y se encogió de hombros. La habían dejado abierta por la página de forenses.
—Estupendo. —Con un nudo en el estómago me puse en pie y mis pensamientos volvieron a lo que Ivy había dicho anoche acerca de León Bairn. Lo de sus trocitos repartidos por todo el porche. Tragué saliva. No podía irme a casa. ¿Cómo iba a saldar mi cuenta con Denon?
La cabeza volvía a dolerme. Jenks se posó en mi pendiente sin abrir su bocaza, recogí mi caja del suelo y bajé las escaleras. Lo primero era lo primero.
—¿Cómo se llama el tío ese que conoces? —pregunté al llegar a la entrada del edificio—, el del almacén. Si le doy una propina, ¿le echará la disolución a mis cosas?
—Si le explicas cómo hacerlo… él no es brujo.
Volví a concentrarme, intentando pensar con claridad. Mi teléfono estaba en mi bolso, pero la batería estaba descargada. El cargador estaba entre el montón de cosas malditas.
—Lo llamaré desde la oficina —dije.
—No tiene teléfono —dijo Jenks descolgándose de mi pendiente y volando a la altura de mis ojos. Se le había despegado el vendaje del ala y me preguntaba si debía ofrecerme a arreglárselo.
—Vive en los Hollows —añadió Jenks—. Hablaré con él por ti, es que es tímido.
Estaba a punto de abrir la puerta cuando me detuve. Pegando la espalda a la pared aparté con cuidado la cortina amarilla raída por el sol para poder mirar por la ventana. El triste jardín estaba tranquilo a esta hora de la tarde, vacío y en calma. El zumbido de un cortacésped y el ruido de los coches al pasar quedaban amortiguados por el cristal. Con los labios apretados decidí quedarme allí hasta oír acercarse el autobús.
—Prefiere que le paguen en metálico —dijo Jenks descendiendo y sentándose en el alféizar—. Lo llevaré a la oficina una vez haya echado un ojo a tus cosas.
—Te refieres a lo que quede cuando venga —dije, aunque sabía que mis cosas estaban relativamente seguras. Se suponía que las maldiciones, especialmente las de magia negra, estaban dirigidas a una persona en particular, pero nunca se sabe. Nadie se arriesgaría por mis baratijas—. Gracias, Jenks. —Ya era la segunda vez que me salvaba el culo. Me sentía incómoda y un poquito culpable.
—Bueno, para eso están los socios —dijo, poniéndomelo aún peor. Sonreí vagamente ante su entusiasmo y dejé mi caja en el suelo mientras esperábamos.