Capítulo 9

—Tiene que haber algo más —musitaba, pasando una página quebradiza que olía a gardenia y a éter. Un hechizo para pasar desapercibida sería estupendo, pero requería semillas de helecho y no solo no tenía tiempo para reunir las suficientes, sino que además no estábamos en la época adecuada. En el mercado de Findlay tendrían, pero no tenía tiempo.

—Sé realista, Rachel —suspiré, cerrando el libro y enderezando mi dolorida espalda—. No eres capaz de conjurar algo tan complicado.

Ivy estaba sentada frente a mí en la mesa de la cocina, rellenando los impresos de cambio de dirección que había recogido y mordisqueando un trozo de apio mojado en salsa. Era lo único que había tenido tiempo de cocinar para la cena. No pareció importarle. Quizá pensara salir luego a tomar algo. Mañana, si sobrevivía para verlo, prepararía una buena cena. Quizá pizza. La cocina no invitaba a elaborar comida hoy.

Estaba conjurando hechizos y la cocina era un desastre. Había plantas medio troceadas, tierra, cuencos manchados de verde, cocciones enfriándose y cacerolas de cobre sucias amontonadas en el fregadero. Parecía una mezcla entre la cocina de Yoda y un chef de la televisión. Pero ya tenía mis amuletos de detección, para hacer dormir e incluso algunos amuletos nuevos de disfraz que me hacían parecer más vieja en lugar de más joven. No podía evitar un sentimiento de satisfacción por haberlos hecho yo misma. En cuanto encontrase un hechizo lo suficientemente potente como para entrar en la sala de archivos de la SI, Jenks y yo saldríamos de nuevo.

Jenks había vuelto esa tarde con un lento y peludo hombre lobo arrastrándose tras él. Era su amigo, el que traía mis cosas. Le pagué por la cesta que apestaba a humedad que llevaba consigo y le agradecí que me hubiese traído la poca ropa que no había sido maldecida: mi chaqueta de invierno y un par de jerséis rosas que estaban metidos en una caja al fondo de mi armario. Le dije al hombre que no se molestase en traerme nada más que ropa, música y cacharros de cocina por ahora y se marchó con cien dólares en el puño, prometiéndome traerme al menos la ropa al día siguiente.

Suspiré y levanté la vista de mi libro, vi al señor Pez en el alféizar de la ventana y tras él el negro jardín. Me cubrí la ampolla de la nuca con la mano ahuecada y aparté el libro para hacer sitio al siguiente. Denon debía de estar muy cabreado para mandarme a los hombres zorro a plena luz del día, cuando estaban en clara desventaja. Si hubiese sido de noche, probablemente estaría muerta, hubiese luna llena o no. El hecho de que malgastase el dinero me decía que probablemente le había caído una buena por dejar que Ivy se marchase.

Después de escapar de los hombres zorro, había tenido que tirar la casa por la ventana y coger un taxi de vuelta a casa. Me lo justifiqué a mí misma diciéndome que era para evitar a un posible sicario en el autobús, pero la verdad es que no quería que nadie me viese temblando como una hoja. Los temblores empezaron unas tres manzanas después de entrar en el taxi y no pararon hasta que estuve tanto rato en la ducha que gasté toda el agua caliente. Nunca había estado al otro lado de la cacería. No me había gustado, pero lo que más me asustó fue pensar que quizá tuviera que usar un hechizo de magia negra para mantenerme con vida.

Gran parte de mi trabajo conllevaba detener a hechiceros y brujas de «hechizos grises», quienes podían coger un hechizo completamente bueno, como un amuleto de amor, y darle un uso malvado. Pero los verdaderos creadores de magia negra también andaban sueltos y yo también había detenido a los que se especializaban en las formas más oscuras de engaño: la gente que podía hacerte desaparecer… y por unos cuantos dólares más, hechizar a tu familia y amigos para que no recordasen tu existencia; y también al puñado de inframundanos que controlaban las luchas de poder de los bajos fondos de Cincinnati. A veces, lo mejor que había sido capaz de hacer era cubrir la fea realidad para que la humanidad nunca supiese lo difícil que era controlar a los inframundanos que consideraban a los humanos simple ganado. Pero nunca nadie me había perseguido así antes. No estaba segura de cómo debía protegerme y a la vez mantener el karma limpio.

Había empleado las últimas horas de luz del día en el jardín. Remover la tierra con un montón de niños pixie alborotando alrededor era una buena forma de poner los pies en el suelo y me di cuenta de que le debía a Jenks un enorme «gracias» por muchos motivos. Hasta que no entré, cargada con mis materias primas para los hechizos y la nariz quemada por el sol, no descubrí por qué gritaban y me llamaban con tanto alborozo. No estaban jugando al escondite, estaban interceptando bolas de líquido.

La pequeña pirámide de bolas ordenadamente amontonadas junto a la puerta trasera me dejó helada. Cada una de ellas llevaba escrita mi muerte. No tenía ni idea, ni puñetera idea. Verlas allí me puso frenética, cabreándome en lugar de asustándome. La próxima vez que los cazadores me encontrasen, me juré a mí misma, estaría preparada.

Tras mi arrebato de brujería, mi bolso estaba repleto de mis amuletos habituales. El palo de secuoya que me había traído de la oficina me había salvado la vida. Cualquier madera puede almacenar hechizos, pero en la secuoya duran mucho más. Los amuletos que no llevaba en el bolso colgaban de los ganchos para tazas del armario anteriormente vacío. Todos eran hechizos fantásticos, pero necesitaba algo más potente. Con un suspiro, abrí el siguiente libro.

—¿Transmutación? —dijo Ivy apartando los formularios y acercándose el teclado de su ordenador—. ¿Tan buena eres?

Me saqué un poco de tierra de una uña con la del pulgar.

—La necesidad es la madre del valor —mascullé sin mirarla a los ojos. Repasé el índice del libro: necesitaba algo pequeño, preferiblemente que pudiese defenderse por sí mismo.

Ivy volvió a navegar por Internet dándole un sonoro mordisco al apio. La había estado observando de cerca desde la puesta de sol. Era la compañera de piso perfecta. Obviamente estaba haciendo un esfuerzo para mantener sus habituales reacciones de vampiro bajo mínimo. Probablemente contribuyera el hecho de que yo había vuelto a lavar mi ropa. En cuanto empezase a ponerse seductora le pediría que se fuese.

—Aquí hay uno —dije bajito—. Un gato. Necesito veintiocho gramos de romero, media taza de menta, una cucharita de extracto de asclepia recogido tras la primera helada… bueno, descartado. No tengo extracto y no creo que pueda ir a la tienda ahora.

Ivy pareció atragantarse con una risita y volví al índice. Un murciélago tampoco, no tenía un fresno en el jardín y probablemente necesitase un poco de su corteza. Además, no pensaba pasar el resto de la noche aprendiendo a volar por ecolocalización. Lo mismo pasaba con los pájaros. La mayoría de los de la lista no volaban de noche. Un pez era bastante estúpido, pero quizá…

—Un ratón —dije buscando la página y leyendo la lista de ingredientes. Nada era demasiado exótico. Casi todo lo que necesitaba lo tenía ya en la cocina. Había una nota manuscrita al final y forcé la vista para leer la letra masculina casi borrada: «Se puede adaptar para cualquier tipo de roedor». Miré el reloj. Esto me valdría.

—¿Un ratón? —dijo Ivy—. ¿Te vas a transformar en ratón?

Me levanté, me dirigí a la isla de acero inoxidable del centro de la cocina y coloqué el libro encima.

—Claro, tengo todo lo necesario, menos el pelo de ratón. —Arqueé una ceja—. ¿Crees podría sacarlo de las egagrópilas de tus búhos? Tengo que colar la leche con pelo de ratón.

Ivy se echó hacia atrás su negra melena por encima del hombro con cara de sorpresa.

—Pues claro, te lo traigo ahora. —Sacudiendo la cabeza, cerró la página que estaba mirando y se levantó desperezándose tanto que dejó al descubierto media barriga. Parpadeé sorprendida al ver la joya roja que adornaba su ombligo y aparté la vista rápidamente—. Tengo que sacarlos de todas formas —dijo, volviendo a una postura más normal.

—Gracias. —Me concentré de nuevo en mi receta repasando lo que necesitaba exactamente y reuniéndolo todo en la isla. Para cuando Ivy volvió sigilosamente del campanario, todo estaba pesado y listo. Lo único que faltaba era hacer el hechizo.

—Todo tuyo —dijo Ivy, dejando el burujo en la encimera para ir a lavarse las manos.

—Gracias —susurré. Cogí un tenedor y lentamente rebusqué en la bola como de fieltro, separando tres pelos de entre unos huesecillos. Hice una mueca, pero me recordé a mí misma que la egagrópila no había pasado por toda la digestión del búho, solo la había regurgitado.

Tomando un puñado de sal, me volví hacia Ivy.

—Voy a hacer un círculo de sal. No intentes atravesarlo, ¿vale? —Se quedó mirándome y asintió—. Es un hechizo potencialmente peligroso. No quiero que entre nada en el caldero accidentalmente. Puedes quedarte en la cocina, pero no traspases el círculo —añadí.

Con aire de inseguridad Ivy asintió y dijo:

—Vale.

Creo que me gustaba verla confusa. Hice el círculo más grande de lo habitual, encerrando la isla con toda mi parafernalia dentro. Ivy se impulsó para sentarse en una esquina de la encimera. Tenía los ojos abiertos de par en par por la curiosidad. Si pensaba hacer esto muy a menudo quizá me mereciese la pena perder la fianza y grabar un surco en el linóleo. ¿De qué me servía la fianza si acababa muerta por culpa de un hechizo malogrado?

Mi corazón latía con rapidez. Hacía mucho que no cerraba un círculo y tener a Ivy observándome me ponía nerviosa.

—Está bien… —murmuré. Inspiré lentamente intentando vaciar mi mente y cerré los ojos. Paulatinamente mi segunda visión comenzó a enfocarse.

No solía hacer esto ya que resultaba confuso, como todas las salidas. Un viento que no era de este lado de la realidad levantó los mechones más finos de mi pelo. Arrugué la nariz por el olor a ámbar quemado. Inmediatamente sentí como si estuviese fuera. Las paredes que me rodeaban se desvanecían como sombras plateadas. Ivy, incluso más transitoria que la iglesia, había desaparecido. Solo quedaba el paisaje y las plantas cuyas siluetas oscilaban con el mismo brillo rojizo que espesaba el aire. Era como si estuviese de pie en el mismo punto pero antes de que la humanidad lo descubriese. Se me puso la piel de gallina al comprobar que las tumbas existían en ambos mundos, tan blancas y sólidas como la luna, si esta hubiese salido.

Con los ojos aún cerrados, alargué la mano con mi segunda visión, buscando la línea luminosa más cercana.

—Maldita sea —murmuré sorprendida al ver una corriente de poder rojiza que justo atravesaba el cementerio—. ¿Sabías que hay una línea luminosa atravesando el cementerio?

—Sí —contestó en voz baja Ivy. Su voz no provenía de ninguna parte.

Estiré mi voluntad y toqué la línea. Mi nariz se ensanchó al invadirme la fuerza, impulsando mis extremidades teóricas hacia atrás hasta que el poder se equilibró. La universidad estaba construida sobre una línea luminosa tan grande que podía ser alcanzada casi desde cualquier lugar de Cincinnati. La mayoría de las ciudades están construidas sobre al menos una. Manhattan tiene tres de un tamaño considerable. La línea luminosa más grande de la Costa Este atravesaba una granja a las afueras de Woodstock. ¿Coincidencia? Yo creo que no.

La línea luminosa de nuestro jardín trasero era diminuta, pero estaba tan cerca y tan poco explotada que me proporcionó más fuerza de la que me había proporcionado jamás la de la universidad. Aunque no me había rozado ninguna brisa de verdad, mi piel se erizó por el viento que soplaba en siempre jamás.

Tocar una línea luminosa era toda una experiencia, peligrosa además. A mí no me gustaba. Su poder me recorrió como si fuese agua, dejando aparentemente un creciente residuo. No podía mantener los ojos cerrados más tiempo y se abrieron de golpe.

La visión surrealista de siempre jamás fue reemplazada por mi cotidiana cocina. Miré a Ivy sentada en la encimera, viéndola con la sabiduría de la tierra. A veces una persona se veía completamente diferente. Fue un alivio comprobar que Ivy se veía igual. Su aura (su verdadera aura, no su aura vampírica) estaba tachonada de destellos. Qué extraño. Estaba buscando algo.

—¿Por qué no me habías dicho que había una línea luminosa tan cerca? —le pregunté.

Los ojos de Ivy me recorrieron de arriba abajo. Se encogió de hombros y cruzó las piernas para quitarse los zapatos y enviarlos bajo la mesa.

—¿Habría cambiado algo?

No, no habría cambiado nada. Cerré los ojos para reforzar mi segunda visión, que empezaba a desvanecerse y terminé de cerrar el círculo. La embriagadora corriente de poder latente me hacía sentirme incómoda. Con mi voluntad moví la fina línea de sal desde esta dimensión hasta la de siempre jamás, donde fue reemplazada por un círculo idéntico.

El círculo se cerró de golpe con una sacudida que me produjo un hormigueo en la piel y me hizo saltar.

—¡Vaya! —susurré—. Quizá he usado demasiada sal.

La mayoría del poder que había obtenido de siempre jamás fluía ahora por mi círculo. Lo poco que quedaba arremolinándose en mi interior me producía un hormigueo. La fuerza residual seguiría creciendo hasta que rompiese el círculo y me desconectase de la línea luminosa.

Podía sentir la barrera de realidad de siempre jamás rodeándome, ejerciendo una leve presión. Nada podía cruzar las bandas alternas de ambas realidades, que se intercalaban con rapidez. Con mi segunda visión podía ver la temblorosa y difusa onda roja que se elevaba desde el suelo y se arqueaba justo por encima de mi cabeza. La media esfera abarcaba la misma distancia por debajo de mí. Debía hacer una inspección más detallada después para asegurarme de no estar atravesando ninguna tubería o cables eléctricos que podrían hacer vulnerable el círculo a una rotura si algo intentaba pasar por allí.

Ivy me observaba aún cuando abrí los ojos. Le dedique una mirada seria y aparté la vista. Lentamente mi segunda visión se desvaneció hasta desaparecer, superada por mi visión normal.

—Ahora estoy totalmente encerrada —dije mientras el aura de Ivy desaparecía—. No intentes entrar, te harías daño.

Ella asintió con ademán solemne y gesto relajado.

—Eres… toda una bruja —dijo lentamente.

Sonreí complacida. ¿Por qué no demostrarle a la vampiresa que esta bruja también tenía dientes? Cogí el caldero de cobre más pequeño, más o menos con la capacidad de mis manos ahuecadas y lo puse sobre un hornillo de gas que Ivy me había traído antes. Había usado el horno para conjurar mis amuletos más sencillos, pero una tubería de gas en funcionamiento podría dejar una apertura en el círculo.

—Agua… —murmuré mientras llenaba mi pipeta graduada con agua de manantial y comprobaba detenidamente la cantidad. El caldero chisporroteó cuando vertí el agua y lo levanté del fuego.

—Ratón, ratón, ratón —musité, intentando que no se me notase lo nerviosa que estaba. Este era el hechizo más difícil que había intentado hacer fuera de clase.

Ivy se bajó de la encimera y me puse tensa. El pelo de la nuca se me erizó cuando se acercó por detrás para mirar por encima de mi hombro desde fuera del círculo. Dejé lo que tenía entre manos y le eché una mirada de reproche. Sonrió avergonzada y se fue a la mesa.

—No sabía que podías entrar en siempre jamás —dijo sentándose frente al monitor.

Levanté la vista de mi receta.

—Como bruja terrenal no suelo hacerlo. Pero este hechizo me cambiará físicamente, no solo producirá la ilusión de que soy un ratón. Si algo cae en el caldero por accidente, quizá no pueda romper el hechizo, o cambiaría solo a medias… o algo así.

Ivy hizo un ruidito incomprensible y yo coloqué el pelo de ratón en un colador para verter encima la leche. Existe toda una rama de la brujería que usa las líneas luminosas en lugar de pociones. Yo me había pasado dos cuatrimestres limpiando el laboratorio de uno de mis profesores para que no me obligase a hacer más que el curso básico. Tuve que explicarle a todo el mundo que era porque no tenía un espíritu familiar todavía, lo cual era un requisito por seguridad; pero la verdad era que en realidad no me gustaban. Había perdido a un buen amigo cuando decidió especializarse en líneas luminosas y fue arrastrado hacia malas compañías. Por no mencionar que la muerte de mi padre estuvo relacionada con ellas, y tampoco ayudaba el hecho de que las líneas luminosas fuesen puertas de entrada a siempre jamás.

Se decía que siempre jamás había sido un paraíso en el que habitaban los elfos, quienes saltaban a nuestra realidad el tiempo necesario para robar niños humanos. Pero cuando los demonios ocuparon y destrozaron el lugar, los elfos tuvieron que quedarse aquí para siempre. Por supuesto esto había sucedido incluso antes de que Grimm escribiese sus cuentos de hadas. Está todo recogido en las historias o crónicas más antiguas y violentas. Casi todas acaban con un «y vivieron felices en siempre jamás». Bueno, al menos así es como se suponía que acababan. Grimm cambió el «en» y puso «por» en algún momento. El hecho de que algunas brujas usasen las líneas luminosas probablemente contribuyó al antiguo malentendido de que las brujas se posicionaban del lado de los demonios. Me estremezco al pensar cuántas vidas había costado este error.

Yo era estrictamente una bruja terrenal y trabajaba exclusivamente con talismanes, pociones y amuletos. Los gestos y conjuros estaban en el ámbito de la magia de las líneas luminosas. Las brujas especializadas en esta rama de nuestro arte obtenían su fuerza directamente de las líneas luminosas. Era una magia más difícil y, en mi opinión, menos estructurada y bonita, ya que carecía de la mayoría de la disciplina de los encantamientos terrenales. El único beneficio que veía en la magia de las líneas luminosas era que podía ser invocada instantáneamente usando la palabra adecuada. La desventaja era que una tenía que cargar con un pedacito de siempre jamás en el chi. Me daba igual que hubiese varios métodos para aislarlo de los chakras; estaba convencida de que el tinte demoníaco de siempre jamás dejaba una especie de tizne acumulada en tu alma. Había visto a demasiados amigos perder la habilidad de distinguir en qué lado de la realidad estaba su magia.

La magia de las líneas luminosas era donde residía el mayor potencial para la magia negra. Si ya era difícil averiguar quién había fabricado un amuleto, descubrir quién había maldecido tu coche con magia de líneas luminosas era completamente imposible. Eso no quiere decir que todas las brujas de líneas luminosas fuesen malas; sus habilidades eran muy demandadas en el mundo del entretenimiento, el control meteorológico y la industria de la seguridad, pero con una asociación tan cercana con siempre jamás y un poder tan grande a su disposición, era fácil olvidarse de los principios.

Mi fracaso para ascender en la SI podía radicar en mi negativa a usar líneas luminosas para capturar a los peores peces gordos. Pero ¿qué diferencia había si los detenía con algún amuleto en lugar de con un conjuro? Me había hecho muy buena luchando contra la magia de líneas luminosas con magia terrenal, aunque no pudiera decirlo muy alto teniendo en cuenta mis estadísticas de éxito.

El recuerdo de aquella pirámide de bolas de líquido en la puerta trasera me produjo una punzada. Vertí la leche en el caldero a través del pelo de ratón. La mezcla estaba hirviendo y elevé un poco más la olla en su trípode, removiendo con una cuchara de madera. Usar madera para hacer hechizos no era una buena idea, pero todas mis cucharas de cerámica seguían malditas y usar un metal que no fuese cobre era una invitación para el desastre. Las cucharas de madera tendían a actuar como amuletos, absorbiendo los hechizos y produciendo errores muy embarazosos, pero si la sumergía en mi cubeta de agua salada cuando acabase no habría problema.

Con las manos en las caderas volví a leer el hechizo de nuevo y programé el temporizador. La burbujeante mezcla comenzaba a oler a almizcle. Esperaba haberlo hecho todo bien.

—Bueno —dijo Ivy, sin dejar de teclear en su ordenador—, entonces piensas colarte en la sala de archivos convertida en ratón. No vas a poder abrir el armario de los archivos.

—Jenks dice que ya tiene una copia de todo. Solo tenemos que ir a mirarla.

La silla de Ivy crujió cuando se echó hacia atrás y cruzó las piernas. Por la forma de inclinar la cabeza era obvio que dudaba que dos enanos como nosotros fuésemos capaces de manejar un teclado.

—¿Por qué no te vuelves a convertir en bruja una vez dentro?

Negué con la cabeza, volviendo a comprobar la receta.

—La transformación invocada con una poción dura hasta que te das un buen baño en agua salada. Si quisiera podría transformarme usando un amuleto, colarme en la sala, quitarme el amuleto, encontrar lo que necesito con mi forma humana y luego volver a ponerme el amuleto para salir, pero no voy a hacer eso.

—¿Por qué no?

Ivy no paraba de hacer preguntas. Levanté la vista tras añadir la pelusa de una planta de pie de gato.

—¿No has usado nunca un hechizo de transformación? —le pregunté yo—. Creía que los vampiros los usaban a menudo para convertirse en murciélagos y cosas así.

Ivy bajó la vista.

—Algunos sí los usan —dijo en voz baja.

Obviamente ella no se había transformado nunca y me pregunté por qué. Tenía dinero para hacerlo.

—No es muy buena idea usar un amuleto para transformarse —añadí—. Hay que atárselo o llevarlo colgado al cuello y todos mis amuletos son más grandes que un ratón. Resultaría un poco raro. Y además ¿qué pasa si estoy dentro de una pared y se me cae? Muchas brujas han muerto al volver a transformarse en humanos y solidificarse con elementos extraños como una pared o una jaula. —Me estremecí al pensarlo y removí ligeramente la cocción en el sentido de las agujas del reloj—. Además —añadí en voz baja—, no llevaría nada de ropa al volver a convertirme en persona.

—¡Ja! —exclamó Ivy y yo di un respingo—. Ahora me estás contando la verdadera razón, Rachel… ¡eres tímida!

¿Qué podía contestar a eso? Medio avergonzada, cerré el libro de hechizos y lo coloqué bajo la isla con el resto de mi nueva biblioteca. El temporizador sonó y apagué la llama. No quedaba mucho líquido. No tardaría en alcanzar la temperatura ambiente.

Me sequé las manos en los vaqueros y alargué el brazo por encima del desorden para alcanzar una aguja de punción digital. Antes de la Revelación, muchas brujas fingían tener una ligera diabetes para obtener estas joyitas gratis. Yo las odiaba, pero era mucho mejor que usar un cuchillo para abrirse una vena, como solían hacer en épocas menos ilustradas. Me preparé para pincharme y de pronto me entraron dudas. Ivy no podía cruzar el círculo, pero los hechos de la noche anterior estaban aún frescos en mi memoria. Dormiría en un círculo de sal si pudiese, pero la conexión continua con siempre jamas me volvería loca si no tenía un espíritu familiar que absorbiese las toxinas mentales que emitían las líneas.

—Yo, mmm, necesito tres gotas de mi sangre para activarlo —dije.

—¿Ah, sí? —Su expresión no se parecía en absoluto a la que normalmente precedía a la del aura de un vampiro a la caza. Aun así no me fiaba de ella.

Asentí y añadí:

—Quizá deberías salir.

Ivy se rio.

—Tres gotas de tu dedo no significan nada.

Aun así titubeé. Se me hizo un nudo en el estómago. ¿Cómo podía estar segura de que sabría controlarse? Ivy entornó los ojos y sus mejillas pálidas enrojecieron. Si insistía en que se marchase, se ofendería, estaba convencida. Y yo no quería que supiese que le tenía miedo. Dentro del círculo estaba a salvo. Si podía detener a un demonio, un vampiro era pan comido.

Respiré hondo y me pinché el dedo. Se me nubló la vista, me recorrió un escalofrío y luego nada. Relajé los hombros. Envalentonada, me apreté la yema del dedo para dejar caer tres gotas en la poción. El líquido marrón lechoso parecía igual, pero mi olfato me decía que ahora era diferente. Cerré los ojos, inspirando el olor a hierba y cereales hasta mis pulmones. Necesitaría tres gotas más de mi sangre para activar cada dosis antes de usarla.

—Huele diferente.

—¿Qué? —Salté, arrepintiéndome de mi reacción. Me había olvidado de que Ivy seguía allí.

—Tu sangre huele diferente —dijo Ivy—. Huele como a madera, a especias, como a tierra, pero tierra viva. La sangre humana no huele así, ni la de los vampiros.

—Ah —musité. No me gustaba que pudiese oler tres gotas de mi sangre desde el otro lado de la habitación y a través de una barrera de siempre jamás; pero era tranquilizador saber que nunca había desangrado a una bruja.

—¿Serviría mi sangre? —preguntó muy interesada.

Negué con la cabeza removiendo nerviosa la poción.

—No, tiene que ser la sangre de una bruja o hechicero. No es por la sangre sino por las enzimas que contiene. Actúan como catalizador.

Ivy asintió. Puso su ordenador en reposo y se acomodó en su silla para observarme.

Me froté la yema del dedo para limpiarme la sangre. Como la mayoría, esta receta producía siete hechizos. Los que no usase hoy, podía almacenarlos como pociones. Si las ponía en un amuleto, durarían un año. Pero no me transformaría con un amuleto por nada del mundo.

Los ojos de Ivy estaban fijos en mí mientras cuidadosamente dividía la poción en viales del tamaño de un pulgar y los cerraba bien. Listo. Lo único que me quedaba por hacer era romper el círculo y mi conexión con la línea luminosa. Lo primero era fácil, lo segundo era un poquito más complicado.

Le dediqué una breve sonrisa a Ivy y con mi zapatilla peluda rosa abrí un hueco en la sal. El entorno de poder de siempre jamás se onduló. Respiré haciendo ruido por la nariz cuando toda la fuerza que había estado fluyendo en el círculo ahora fluía a través de mí.

—¿Qué pasa? —preguntó Ivy preocupada y alerta desde su silla.

Hice un esfuerzo consciente para respirar con normalidad, pensando que podría estar hiperventilando. Me sentía como un globo demasiado hinchado. Con los ojos fijos en el suelo le hice un gesto con la mano para que no se acercase.

—El círculo está roto. No te acerques. No he terminado todavía —dije sintiéndome a la vez mareada e irreal.

Respirando hondo comencé a separarme de la línea. Era una batalla entre el deseo básico de poder y el conocimiento de que acabaría volviéndome loca. Tenía que expulsarla de mí, empujándola fuera de mí desde los pies a la cabeza hasta que el poder volviese a la tierra.

Finalmente dejé caer los hombros cuando me abandonó y tuve que apoyarme tambaleante en la encimera.

—¿Estás bien? —preguntó Ivy, cercana y atenta.

Jadeando levante la mirada. Estaba sujetándome por el codo para mantenerme en pie. No la había visto moverse. Me quedé helada. Notaba sus dedos cálidos a través de mi blusa.

—He usado demasiada sal. La conexión era demasiado fuerte. Estoy…, estoy bien. Suéltame.

La preocupación de su cara se desvaneció. Obviamente ofendida, me soltó. El ruido de la sal crujiendo bajo sus pies sonó con fuerza cuando se dirigió de vuelta a su rincón para sentarse en la silla con aire dolido. No pensaba disculparme. Yo no había hecho nada mal.

El silencio pesado e incómodo continuó mientras guardaba todos los viales menos uno en el armario junto con el resto de mis amuletos. Al mirarlos no pude evitar sentirme orgullosa. Los había hecho yo y aunque el seguro que necesitaría para poder venderlos era más de lo que ganaba en un año en la SI, podría usarlos para mí.

—¿Necesitas ayuda para esta noche? —preguntó Ivy—. No me importa cubrirte las espaldas.

—No —le solté, quizá demasiado cortante. Ella frunció el ceño. Sacudí la cabeza suavizando mi negativa con una sonrisa y deseando poder decir «Sí, por favor». Pero seguía sin confiar en ella. No quería ponerme en la situación de tener que confiar en nadie. Mi padre había muerto por confiar en alguien para guardarle las espaldas. «Trabaja sola, Rachel», me dijo en la cama del hospital y yo le sujeté su temblorosa mano mientras su sangre perdía la capacidad de transportar oxígeno. «Trabaja siempre sola».

Se me hizo un nudo en la garganta al cruzarme con la mirada de Ivy.

—Si no soy capaz de librarme de un par de zorros yo sola, merezco que me pillen —dije evitando el fondo de la cuestión. Puse mi cuenco plegable y una botella de agua salada en mi bolso, añadiendo uno de mis nuevos amuletos de disfraz que nadie en la SI había visto antes.

—¿No vas a probarlo antes? —preguntó Ivy cuando estaba claro que me marchaba ya.

Nerviosamente me coloqué un mechón de pelo.

—Se hace tarde. Seguro que todo sale bien.

Ivy no parecía muy convencida.

—Si no has vuelto por la mañana saldré a buscarte.

—Me parece bien. —Si no había regresado por la mañana sería que estaba muerta. Cogí mi abrigo de invierno, que colgaba de una silla, y me acurruqué dentro de él. Le dediqué a Ivy una rápida e incómoda sonrisa antes de salir por la puerta de atrás. Atravesaría el cementerio para coger el autobús en la otra calle.

El aire de la noche primaveral era frío y me estremecí al cerrar la puerta. El montón de bolas cargadas en el suelo era un recordatorio que no me hizo ninguna gracia. Sintiéndome vulnerable, me adentré en la sombra de un roble para esperar a que mis ojos se acostumbrasen a la oscuridad de una noche sin luna. Acababa de ser luna nueva y no saldría hasta casi el alba. Gracias, Dios.

—¡Eh, señorita Rachel! —Oí a lo lejos y me giré pensando por un momento que era Jenks. Pero era Jax, su hijo mayor. El pixie preadolescente me había hecho compañía durante toda la larde. Casi lo corto por la mitad más de una vez cuando su curiosidad y sentido del «deber» lo acercaban peligrosamente a mis tijeras mientras su padre dormía.

—Hola, Jax, ¿está tu padre despierto? —le pregunté, ofreciéndole la mano para que se posase.

—Señorita Rachel —dijo con la respiración acelerada—. La están esperando.

Me corazón dio un vuelco.

—¿Cuántos? ¿Dónde?

—Tres. —Brillaba con un verde pálido por la excitación—. Delante. Tipos grandes. De su tamaño. Apestan a zorro. Los he visto cuando el viejo Keasley los echó de su acera. Se lo habría dicho antes —dijo nervioso—, pero no habían cruzado la calle y ya les habíamos robado el resto de las bolas. Papá nos dijo que no la molestásemos a menos que alguien saltase el muro.

—Está bien. Has hecho lo correcto. —Jax echó a volar de nuevo cuando empecé a moverme—. Pensaba atajar por el jardín y coger el autobús en la otra manzana de todas formas.

Entorné los ojos en la penumbra y le di al tronco de Jenks un golpecito.

—Jenks —llamé bajito y sonreí al oír el gruñido irritado que surgía del tronco del viejo fresno—. Vamos a trabajar.