Capítulo 2

—¿Qué has dicho? —le pregunté a Ivy girándome en el asiento delantero para verla. Hacía gestos en vano allí atrás. El ritmo del limpiaparabrisas y la música pugnaban por sobreponerse el uno al otro en una extraña mezcla de solos de guitarra e intermitentes chirridos contra el cristal.

Rebel Yell sonaba a todo volumen en la radio. No podía competir con eso. La buenísima imitación de Jenks de Billy Idol dando vueltas con la bailarina hawaiana pegada al salpicadero tampoco ayudaba.

—¿Puedo bajar el volumen? —pregunté al taxista.

—¡No tocar! ¡No tocar! —gritó con un raro acento, ¿de los bosques de Europa, quizá? Su tufillo a almizcle lo clasificaba como un hombre lobo. Alargué la mano hacia el botón del volumen, pero él soltó su peluda mano del volante y me dio un rápido tortazo.

El taxi cambió bruscamente de carril haciendo que todos los amuletos del salpicadero, que parecían caducados por su aspecto, cayeran en mi regazo y en el suelo. La ristra de ajo que colgaba del espejo retrovisor me dio en todo el ojo. Me entraron arcadas al juntarse el hedor con el del ambientador de pino que también se balanceaba del espejo.

—Chica mala —me espetó el taxista, volviendo a su carril y arrojándome hacia él.

—Si soy buena chica —gruñí recolocándome en mi asiento—, ¿me dejas bajar la música?

El chófer hizo una mueca. Le faltaba un diente y le faltaría otro más si por mí fuese.

—Vale —dijo—, están hablando ahora.

La música había desaparecido reemplazada por un locutor que hablaba a toda velocidad y aún más alto que el guitarreo.

—Madre mía —dije entre dientes mientras bajaba el volumen. Mis labios hicieron una mueca de asco al tocar el grasiento botón. Me miré los dedos y me los limpié con los amuletos que aún estaban en mi regazo. Ya no valían para nada más. La sal del frecuente manoseo del taxista los había arruinado. Echándole una mirada de reproche arrojé los amuletos al desportillado posavasos.

Me volví hacia Ivy, desparramada en el asiento trasero. Con una mano intentaba evitar que su búho se cayese de la bandeja trasera con los tumbos, la otra la llevaba en la nuca. Los coches con los que nos cruzábamos y las pocas farolas que funcionaban iluminaban brevemente su negra silueta. Oscuros y abiertos, sus ojos se encontraron con los míos para luego virar hacia la ventana y la noche. Se me puso la piel de gallina por el aire de tragedia griega que emanaba. No era una pose forzada, Ivy siempre era así, pero seguía dándome yuyu. ¿Es que esta mujer no sonreía nunca?

Mi presa se había arrinconado al otro extremo, lo más lejos de Ivy que podía. Las botas verdes de la leprechaun apenas llegaban al borde del asiento y parecía una de esas muñecas que venden por la tele. «Tan solo tres pequeños plazos de cuarenta y nueve dólares con noventa y cinco para conseguir esta detallada reproducción de Becky, la camarera. Otras muñecas similares han triplicado e incluso cuadriplicado su valor». Pero esta muñeca tenía un brillo taimado en los ojos. Le hice un sigiloso gesto con la cabeza e Ivy me lanzó una mirada de sospecha.

El búho ululó de dolor al golpearse la cabeza y abrió las alas para mantener el equilibrio tras un gran bache, pero ese fue el último. Acabábamos de cruzar el río y estábamos de vuelta en Ohio. La carretera ahora era lisa como el cristal y el taxista redujo la velocidad como si se acabase de acordar de para qué servían las señales de tráfico.

Ivy soltó al búho y se pasó los dedos por su largo pelo.

—He dicho que es la primera vez que compartimos viaje, ¿qué pasa?

—Ah, sí —dije apoyando el brazo en el respaldo—, ¿sabes dónde puedo alquilar un piso barato en los Hollows?

Ivy me miró de frente dejándome ver su perfecto óvalo facial, pálido bajo la luz de las farolas. Aquí había luz en cada esquina y parecía casi de día. Estos humanos están paranoicos, aunque es comprensible.

—¿Te mudas a los Hollows? —me preguntó con expresión extrañada.

No pude evitar una sonrisa al verla.

—No, voy a dejar la SI.

Eso sí que llamó su atención, se notó por la forma de parpadear. Jenks dejó de bailar con la diminuta figurita del salpicadero y se me quedó mirando.

—No puedes romper tu contrato con la SI —dijo Ivy. Miró a la leprechaun, que a su vez no le quitaba ojo—. No estarás pensando…

—¿Yo?, ¿quebrantar la ley? —La corté enseguida—. Soy demasiado buena para incumplir la ley. Pero no puedo hacer nada si resulta que esta no es la leprechaun que buscaba —añadí sin una pizca de remordimiento. La SI había dejado más que claro que ya no requería mis servicios. ¿Qué debía hacer yo?, ¿ponerme patas arriba exponiendo la barriga y lamer el… hocico de alguien?

—Papeleo —dijo el taxista suavizando de pronto su acento, adaptando su voz y actitud para obtener y mantener su tarifa en este lado del río—. Extravía el papeleo. Pasa mucho. Creo que tengo la confesión de Rynn Cormel por ahí de cuando mi padre hacía los traslados de la cuarentena hasta los juzgados durante la Revelación.

—Sí, bueno —le contesté con una sonrisa—, un nombre erróneo en los papeles equivocados. Lo que he dicho.

Ivy seguía sin parpadear.

—Rachel, León Bairn no explotó espontáneamente.

Resoplé. No creía en esas historias. No eran más que eso, historias para evitar que el grueso de los cazarrecompensas de la SI rompiese su contrato una vez hubiesen aprendido todo lo que podían enseñarles.

—Eso fue hace más de diez años —dije—, y la SI no tuvo nada que ver. No van a matarme por romper mi contrato cuando quieren echarme —añadí frunciendo el ceño—. Además, puede que sufrir una persecución sea más divertido que lo que estoy haciendo ahora.

Ivy se inclinó hacia delante y yo me resistí a retirarme.

—Dicen que tardaron tres días en recuperar lo suficiente de él como para llenar una caja de zapatos —me dijo—. Tuvieron que raspar los últimos trocitos del techo del porche de su casa.

—¿Y qué se supone que debo hacer? —dije retirando el brazo del asiento—. No he tenido una misión decente desde hace meses. Mira esta —dije señalando—, una leprechaun que ha defraudado a Hacienda. Es insultante.

La mujercita se puso derecha.

—Oiga, usted perdone.

Jenks abandonó a su nueva amiga para sentarse en el borde trasero del sombrero del taxista.

—Sí, Rachel va a tener que arrastrar una escoba si yo tengo que coger una baja. —Movió lastimosamente su ala torcida y le dediqué una sonrisa compasiva.

—¿Maitake? —le ofrecí.

—Un cuarto —respondió y mentalmente lo aumenté a medio kilo. No estaba mal para ser un pixie.

Ivy fruncía el ceño manoseando la cadena de su crucifijo.

—Hay motivos de peso por los que nadie rompe su contrato. El último que lo hizo fue tragado por una turbina.

Apretando los dientes me giré para mirar por el parabrisas. Lo recordaba, había sido hacía casi un año. Se habría matado si no hubiera estado muerto ya. Volvería a la oficina dentro de poco.

—No te estoy pidiendo permiso —dije—. Te estoy preguntando si conoces a alguien que alquile un sitio barato. —Ivy permaneció en silencio y me volví para mirarla—. Tengo unos ahorrillos. Puedo poner un anuncio y ayudar a gente que lo necesite…

—Vamos, ¡por toda la sangre del mundo! —me interrumpió Ivy—. Dejarlo para abrir una tienda de amuletos lo entiendo, pero ¿abrir tu propia agencia? —Negó con la cabeza sacudiendo su negra cabellera—. No soy tu madre, pero si lo haces eres bruja muerta. Jenks, dile que es bruja muerta.

Jenks asintió solemnemente y yo me di la vuelta para mirar por la ventana. Me sentía estúpida por haberle pedido ayuda. El taxista asentía también.

—Muerta —decía—, muerta, muerta, muerta.

Esto se ponía cada vez mejor. Entre Jenks y el taxista toda la ciudad se enteraría de que lo dejaba antes de que lo anunciase oficialmente.

—Me da igual. Ya no quiero hablar más contigo de esto —dije entre dientes.

Ivy se agarró al asiento con el brazo.

—¿Se te ha ocurrido pensar que pueden estar tendiéndote una trampa? Todo el mundo sabe que los leprechaun intentan lo que sea para librarse. Si te pillan la has cagado.

—Sí —dije—, ya lo había pensado. —En realidad no lo había hecho, pero no pensaba confesarlo—. Mi primer deseo será que no me pillen.

—Siempre piden lo mismo —dijo la leprechaun solapadamente—. ¿Ese es tu primer deseo?

En un arrebato de rabia asentí y la leprechaun sonrió mostrando sus hoyuelos. Ya se veía en casa.

—Mira —le dije a Ivy—, no necesito tu ayuda. Gracias por nada. —Rebusque mi monedero en el bolso—. Me bajo aquí —le dije al taxista—. Necesito un café. Jenks, Ivy puede dejarte en la SI, ¿no te importa, verdad, Ivy? Por los viejos tiempos.

—Rachel —protestó ella—, no me estás escuchando.

El taxista puso el intermitente y paró.

—Cuídate, guapetona.

Salí del coche, abrí la puerta trasera y agarré a mi leprechaun por el uniforme. Mis esposas habían desecho por completo el hechizo de tamaño y ahora tenía la altura de un fornido niño de dos años.

—Toma —le dije al taxista soltándole un billete de veinte en el asiento—, eso debería bastar para mi parte.

—¡Todavía está lloviendo! —se quejó la leprechaun.

—Cállate. —Las gotas me caían encima estropeándome el moño y pegándome los mechones sueltos al cuello. Di un portazo antes de que Ivy pudiera decir algo. No tenía nada que perder. Mi vida era un montón de estiércol mágico y ni siquiera podía sacar abono de él.

—Me estoy mojando —seguía quejándose la leprechaun.

—¿Quieres volver al coche? —le dije con tono tranquilo aunque por dentro estaba furiosa—. Podemos olvidarnos de todo si quieres. Estoy segura de que Ivy podría encargarse de tu papeleo. Dos trabajos en una noche, seguro que le dan una prima.

—No —dijo con vocecita sumisa.

Aún enfadada vi al otro lado de la calle el Starbucks que servía a los pijos del centro que necesitaban poder elegir entre sesenta tipos de café, aunque les sacasen defectos a todos. En este lado del río la cafetería estaría vacía a esta hora. Era el lugar perfecto para enfadarse y reconciliarse. Arrastré a la leprechaun hasta la puerta intentando adivinar el precio de un café por la cantidad de cacharros anteriores a la Revelación del escaparate.

—Rachel, espera. —Ivy bajó la ventanilla y se escuchó la música del taxi a todo volumen de nuevo: A thousand years, de Sting. Me dieron ganas de subir otra vez.

Abrí la puerta de la cafetería. Se me escapó una mueca de desprecio al oír las alegres campanitas.

—Café. Solo. Y una trona para niños —le grité al chico tras el mostrador dirigiéndome hacia la esquina más oscura arrastrando a mi leprechaun. El chico era la viva imagen de la corrección, con su delantal de rayas rojas y blancas y el pelo perfecto. Probablemente fuese un estudiante universitario. Yo podría haber ido a la universidad en vez de hacer formación superior, al menos un cuatrimestre o dos. Incluso me habían aceptado.

Los bancos tenían cojines blanditos y la mesa tenía un mantel de verdad; además no se me pegaban los pies al suelo. El chico me miraba con superioridad, así que me quité las botas y me senté con las piernas cruzadas para fastidiarle. Seguía pareciendo una fulana con esta ropa. Creo que intentaba decidir si llamaba a la SI o a sus homólogos humanos de la AFI. Eso sería muy divertido.

Mi billete para salir de la SI estaba de pie en el asiento de enfrente, moviéndose nerviosa.

—¿Puedo pedir un café con leche? —Lloriqueó.

—No.

Las campanitas de la puerta sonaron de nuevo y vi a Ivy entrar con su búho en el brazo clavando sus garras en la gruesa muñequera que llevaba puesta. Jenks iba sentado en su hombro, lo más alejado del búho que podía. Me puse derecha y fingí mirar un cuadro de bebés disfrazados de fruta. Supongo que la intención era provocar ternura, pero a mí solo me daban hambre.

—Rachel, tengo que hablar contigo.

Esto ya era demasiado para Junior.

—Disculpe, señora —dijo con su voz perfecta—. No se permiten animales. El búho debe quedarse fuera.

¿Señora?, pensé intentando aguantarme la risa.

El chico se quedó pálido cuando Ivy lo miró a los ojos. Tambaleándose, casi se cae al retroceder disimuladamente. Ivy estaba proyectando su aura y eso no era nada bueno.

Ivy se volvió para mirarme. Se me cortó la respiración al echarme hacia atrás en el asiento. Sus ojos negros de predadora me dejaron clavada al respaldo de plástico. Se me encogió el estómago y se me crisparon los dedos. Su tensión era contagiosa. No podía apartar la vista. No se parecía en nada a la suave invitación que el vampiro muerto me había lanzado en el bar. Esto era más bien rabia y dominación. Gracias a Dios no estaba enfadada conmigo sino con Junior, el camarero.

En cuanto advirtió la expresión de mi cara la rabia de sus ojos desapareció. Sus pupilas se contrajeron devolviendo a sus ojos el habitual color marrón. En un segundo el aura de poder había desaparecido, regresando a las profundidades del infierno de donde provenía. No podía venir de otro sitio, esa pura dominación no era producto de un encantamiento. Mi enfado volvió de nuevo, pero, si estaba enfadada ya no podía estar asustada, ¿no?

Hacia años que Ivy no había proyectado su aura sobre mí. La última vez estábamos discutiendo cómo cazar a un vampiro hambriento sospechoso de incitar a niñas mediante un inocente juego de cartas. La dejé dormida con un hechizo y luego le pinté la palabra «idiota» con esmalte rojo en las uñas y la até a una silla antes de despertarla. Había sido la amiga perfecta desde entonces, aunque un poco fría a veces. Creo que apreció el hecho de que no se lo contase a nadie.

Junior logró aclararse la voz.

—Señora, esto… no puede quedarse si no pide algo —dijo débilmente.

Tiene agallas, pensé. Debe de ser un inframundano.

—Un zumo de naranja —dijo Ivy en voz alta de pie frente a mí—. Sin grumos.

Sorprendida, no pude evitar mirarla.

—¿Zumo de naranja? —pregunté extrañada. Descrucé los dedos y me puse el bolso lleno de amuletos en el regazo—. Mira, me da igual si León Bairn quedó hecho papilla en la acera. Yo lo dejo y nada de lo que me digas va a hacerme cambiar de idea.

Ivy se balanceaba de un pie a otro. Su nerviosismo disipó el poco enfado que me quedaba. ¿Ivy estaba preocupada? Nunca la había visto así.

—Quiero irme contigo —dijo finalmente.

Por un instante me quedé muda mirándola.

—¿Qué? —Logré decir por fin.

Se sentó frente a mí con un fingido aire de indiferencia y dejó a su búho vigilando a la leprechaun. Se soltó la muñequera con un fuerte crujido y la dejó en el banco junto a ella. Jenks había saltado a la mesa con los ojos abiertos de par en par y la boca cerrada, para variar. Júnior apareció con la trona y nuestras bebidas. Esperamos en silencio mientras colocaba cada cosa con manos temblorosas y regresaba a esconderse en la trastienda.

Mi taza estaba desconchada y solo llena hasta la mitad. Se me pasó por la cabeza volver para dejar bajo la mesa un hechizo que agriase la leche a dos metros a la redonda, pero decidí que tenía cosas más importantes de las que ocuparme. Como el hecho de que Ivy fuese a tirar su brillante carrera por el váter.

—¿Por qué? —pregunté, anonadada—. El jefe te adora. Eliges tus misiones, tuviste vacaciones pagadas el año pasado.

Ivy miraba el cuadro fijamente, evitándome.

—¿Y?

—¡Te fuiste un mes a Alaska, para ver el sol de medianoche!

Sus finas cejas negras se juntaron mientras alargaba la mano para recolocarle las plumas a su búho.

—Me hago cargo de la mitad del alquiler, la mitad de los gastos y la mitad de todo y tú de la otra mitad. Yo me dedico a mis asuntos y tú a los tuyos. Si me necesitas podemos trabajar juntas, como antes.

Me volví a echar hacia atrás, aunque mi gesto de enfado no fue tan evidente como yo hubiese deseado, al quedar amortiguado por la mullida tapicería.

—¿Por qué? —pregunté de nuevo.

Ivy dejó de acariciar a su búho.

—Soy muy buena en mi trabajo —dijo, sin contestar a mi pregunta. Su voz adquirió un tono de vulnerabilidad—. No seré una carga para ti, Rachel. Ningún vampiro se atreverá a mover un dedo contra mí y puedo ampliarlo a ti también. Mantendré alejados de ti a los vampiros mercenarios hasta que reúnas el dinero para pagar tu contrato. Con mis conexiones y tus hechizos, podemos sobrevivir el tiempo suficiente como para que la SI baje el precio por nuestras cabezas. Pero yo también quiero un deseo.

—Nadie le ha puesto precio a nuestras cabezas —dije sin pensar.

—Rachel… —dijo condescendientemente. Sus ojos marrones tenían una mirada preocupada que me asustaba—, ya lo harán. —Se inclinó hacia delante e hice un esfuerzo por no moverme. Respiré hondo buscando en ella el olor a sangre, pero solo encontré el ácido olor del zumo.

Se equivocaba. La SI no iba a ponerle precio a mi cabeza. Querían que me fuese. Era ella la que debería preocuparse.

—Yo también —dijo Jenks de pronto. Saltó al borde de mi taza despidiendo polvillo iridiscente de su ala doblada, creando una capa aceitosa en mi café—. Yo también me apunto. Quiero mi deseo. Dejaré la SI y seré vuestro ayudante. Necesitaréis uno. Rachel, iré contigo las cuatro horas antes de la medianoche y con Ivy las siguientes cuatro, o cómo os parezca mejor. Quiero un día libre cada cuatro, siete días de vacaciones pagadas y un deseo. Nos dejáis a mí y a mi familia vivir en la oficina sin molestaros y me pagáis lo mismo que gano ahora, en pagas quincenales.

Ivy asintió y bebió de su zumo.

—A mí me parece bien, ¿a ti que te parece?

Estaba boquiabierta. No podía creer lo que oía.

—No puedo daros mis deseos.

La leprechaun asintió con entusiasmo.

—Sí que puedes.

—No —repliqué nerviosa—. Quiero decir que los necesito para mí. —Sentía un pellizco de preocupación en el estómago al pensar que quizá Ivy tuviese razón—. Ya he usado uno para que no me pillen por dejarla escapar, y aún me queda desear librarme del contrato, para empezar.

Umm —interpuso la leprechaun meditabunda—, no puedo hacer nada con eso si está por escrito.

Jenks soltó un bufido de sorna.

—No eres tan buena, ¿verdad?

—¡Cierra el pico, bichejo! —Le soltó ella, poniéndose roja.

—¡Cállate tú, enana mohosa! —le contestó Jenks.

Esto no podía estar pasando, pensé. Lo único que yo quería era dejarlo, no iniciar una revuelta.

—No va en serio —dije—. Ivy, dime que esto es una muestra de tu retorcido sentido del humor hasta ahora desconocido.

Me miró de frente. Nunca he sabido interpretar qué hay detrás de la mirada de un vampiro.

—Por primera vez en mi carrera —dijo— vuelvo con las manos vacías. He dejado escapar a mis presas. —Hizo un gesto con la mano—. Abrí el maletero y las dejé escapar. He roto las reglas. —Por un instante sonrió con los labios apretados—. ¿Te parece eso lo suficientemente serio?

—Búscate tu propio leprechaun —dije, imponiéndome mientras cogía mi taza. Jenks seguía sentado en el asa.

Ivy soltó una carcajada. Fue heladora y esta vez sí que me estremecí entera.

—Yo elijo mis encargos —dijo—, ¿qué crees que pensarían si voy tras un leprechaun, lo dejo escapar y luego dejo la SI?

Frente a mí, la leprechaun suspiró.

—Ni un millón de deseos lograrían arreglarlo —reconoció—. Ya va a resultar difícil lograr que esto parezca una coincidencia.

—¿Y tú, Jenks? —dije con un hilo de voz. Jenks se encogió de hombros.

—Yo quiero un deseo. Puede conseguirme algo que la SI no puede darme. Quiero ser estéril para que mi mujer no me abandone. —Voló dando tumbos hacia la leprechaun—. ¿O es mucho pedir para ti, enanita verde? —Se mofó de ella de pie con los brazos en jarras.

—Bichejo —dijo esta entre dientes, sacudiendo mis amuletos en un gesto para aplastarlo. Las alas de Jenks se volvieron rojas de rabia y llegué a preguntarme si el polvillo que salía de ellas podría prenderse fuego.

—¿Esterilidad? —pregunté extrañada, intentando comprender su petición.

Jenks pasó de la leprechaun y vino pavoneándose por la mesa hasta donde yo estaba.

—Sí, ¿sabes cuántos críos tengo?

Hasta Ivy parecía sorprendida.

—¿Arriesgarías tu vida por eso? —preguntó.

Jenks soltó una risita cantarina.

—¿Quién dice que arriesgo mi vida? A la SI no le importa un comino que me vaya. Los pixies no firmamos ningún contrato. Se cansan de nosotros demasiado rápido. Soy un agente independiente, siempre lo he sido y siempre lo seré. —Hizo una mueca dándoselas de demasiado listo para lo pequeñito que era—. Supongo que mi esperanza de vida será algo más larga con solo dos merluzas como vosotras a las que cuidar.

Me dirigí a Ivy.

—Seque tú sí firmaste un contrato. Te adoran. Si alguien debe preocuparse de las amenazas de muerte esa eres tú y no yo. ¿Por qué ibas a arriesgarlo todo? ¿Por qué deseo valdría la pena?

La cara de Ivy se quedó sin expresión. Una sombra negra cruzó sus ojos.

—Creo que no tengo que explicártelo —dijo finalmente.

—No soy idiota —dije intentando ocultar mi desasosiego—. ¿Cómo sé que no vas a volver a ser practicante de nuevo?

Sintiéndose obviamente insultada, Ivy me miró fijamente hasta que bajé la mirada, helada hasta los huesos.

Definitivamente esto no está siendo una buena idea, pensé.

—No soy practicante —dijo—. Ni ahora ni nunca más.

Puse la mano en la mesa al darme cuenta que jugueteaba nerviosamente con mi pelo húmedo. Sus palabras me tranquilizaban solo a medias. Su vaso estaba por la mitad y solo recordaba haberla visto dar un sorbo.

—Entonces, ¿socias? —dijo Ivy ofreciéndome su mano abierta.

¿Socia con Ivy?, ¿y con Jenks? Ivy era la mejor cazarrecompensas que tenía la SI. Era mucho más que un cumplido que quisiese trabajar conmigo de forma continuada, aunque también un poco preocupante. Claro que tampoco tenía que vivir con ella. Lentamente alargué la mano para estrechar la suya. Mis uñas de perfecta manicura roja resaltaban junto a las suyas sin pintar. Había gastado todos mis deseos, aunque pensándolo bien, probablemente yo los habría malgastado.

—Socias —dije temblando por la frialdad de la mano de Ivy.

—¡De acuerdo! —Cacareó Jenks, revoloteando hasta aterrizar sobre nuestro apretón de manos. El polvillo que aún soltaba pareció templar el tacto de la mano de Ivy—. ¡Socios!