Capítulo 14

Jenks resultó ser un profesor aceptable que me gritaba con entusiasmo los consejos a través de la ventana mientras trataba de salir desde punto muerto hasta que le cogí el tranquillo. Mi confianza, sin embargo, se evaporó cuando me detuve frente a la verja del camino de acceso a la mansión de Kalamack. Era impresionante, del tamaño de una pequeña cárcel. Plantas elegidas con gusto y muretes escondían un sistema de seguridad que evitaba que cualquiera anduviese por allí.

—¿Y cómo habías pensado superar esto? —preguntó Jenks revoloteando para esconderse sobre la visera.

—No hay problema —dije. La cabeza me daba vueltas. Me asaltó la visión de Francis en el maletero y dedicándole mi mejor sonrisa al guarda, paré frente a la barrera blanca. El amuleto junto a la garita del guarda permaneció verde. Era un comprobador de hechizos, mucho más barato que las gafas con montura de madera para ver a través de los encantamientos. Había tenido cuidado de no usar más magia para mi disfraz de la necesaria para cualquier encantamiento de tocador. Mientras el amuleto permaneciese verde, el guarda asumiría que llevaba un hechizo normal de maquillaje, y no un disfraz.

—Soy Francine —dije sin pensar. Puse una voz aguda y sonreí como si fuera tonta; parecía que había estado fumando azufre toda la noche—. ¿Tengo una cita con el señor Kalamack? —dije intentando parecer bobalicona mientras me rizaba un mechón de pelo con el dedo. Hoy iba de morena, pero seguramente funcionaría igual—. ¿Llego tarde? —pregunté liberando el dedo, que accidentalmente se había quedado enganchado en el nudo que me había hecho en el pelo—. No creí que se tardaría tanto, ¡qué lejos vive!

El guarda permaneció impasible. Quizá había perdido mi encanto. Quizá debí desabrocharme otro botón de la blusa. Quizá prefiriese a los hombres. Miró su carpeta sujetapapeles y luego me miró a mí.

—Soy de la SI —dije poniendo un tono entre petulante y de fastidio—. ¿Quiere ver mi identificación? —dije revolviendo en mi bolso en busca de la inexistente tarjeta.

—Su nombre no está en la lista, señora —dijo el guarda con rostro inexpresivo.

Me dejé caer hacia atrás en el asiento con un arrebato de rabia.

—¿El chico de consignación me ha vuelto a poner Francis? ¡Maldito sea! —exclamé golpeando el volante con un ineficaz, puñetazo—. Siempre me hace lo mismo desde que me negué a salir con él. De verdad, ¡ni siquiera tiene coche! Quería llevarme al cine en autobús. Por favoooor —me quejé—. ¿Me imagina usted a mí en un autobús?

—Un momento, señora.

Llamó por teléfono y habló con alguien. Yo esperé, intentando mantener la sonrisa de cabeza hueca y rezando para mis adentros. El guarda asintió con un gesto inconsciente de aprobación al teléfono aunque su cara permanecía totalmente inexpresiva cuando regresó.

—Suba por el camino —dijo y me costó mantener la respiración normal—. El tercer edificio a la derecha. Puede aparcar en el espacio reservado a visitantes justo junto a la escalera de entrada.

—Gracias —canturreé alegremente y salí dando tumbos con el coche cuando se levantó la barrera. Por el espejo retrovisor observé como el guarda regresaba a su garita—. Pan comido —murmuré.

—Salir puede que sea más difícil —dijo Jenks con tono serio.

El camino atravesaba cinco kilómetros de un bosque fantasma fantasmagórico. Mi humor se fue haciendo más apagado conforme el camino serpenteaba entre los silenciosos centinelas. A pesar del sobrecogedor sentimiento de antigüedad, tenía la impresión de que todo estaba perfectamente planificado, incluso las sorpresas, como la catarata que encontré tras un recodo del camino. Decepcionada en cierto modo, continué hasta que el bosque fue clareando y se convirtió en un ondulado prado. Un segundo camino más transitado y concurrido se unía al nuestro. Aparentemente, había entrado por la parte trasera. Seguí el tráfico, y me desvié donde había un cartel de aparcamiento para visitantes. Al doblar una curva en el camino vi la mansión de Kalamack.

La enorme fortaleza era una curiosa mezcla entre moderna institucionalidad y tradicional elegancia, con puertas de cristal y ángeles esculpidos en las bajantes. La piedra gris de la que estaba hecha se suavizaba con viejos árboles y coloristas arriates de flores. Había varios edificios más bajos adyacentes al principal de tres plantas. Aparqué en el espacio reservado para visitantes. El elegante vehículo junto al mío hacía parecer al coche de Francis el juguete de regalo de una caja de cereales.

Guardé el manojo de llaves de Francis en mi bolso y observé al jardinero que podaba el seto que rodeaba el aparcamiento.

—¿Sigues queriendo que vayamos por separado? —susurré mirándome en el espejo retrovisor buscando el nudo que me había hecho antes—. No me ha gustado nada lo que ha pasado en la entrada.

Jenks descendió hasta la palanca de cambio y adoptó su pose a lo Peter Pan con los brazos en jarras.

—¿La entrevista durará los habituales cuarenta minutos? —preguntó—. Yo habré terminado en veinte. Si no estoy aquí cuando vuelvas, espérame a un kilómetro de la entrada y te alcanzo allí.

—Está bien —dije cerrando el bolso. El jardinero llevaba zapatos, no botas y estaban demasiado limpios. ¿Qué clase de jardinero llevaba zapatos limpios?—. Pero ten cuidado —le dije asintiendo—. Aquí hay gato encerrado.

Jenks se rio por lo bajo.

—El día que no sea capaz de eludir a un jardinero será el día en el que me haga panadero.

—Bueno, deséame suerte.

Abrí un poco la ventana y Jenks salió volando. Mis tacones resonaron presurosos cuando fui a echar un vistazo a la parte trasera del coche de Francis. Como me había dicho Jenks, uno de los faros estaba roto. También tenía una fea abolladura. Me di la vuelta con un sentimiento de culpa. Adoptando un ritmo de respiración estable, subí los escalones hacia la puerta doble.

Un hombre apareció, saliendo de un recoveco oculto cuando me aproximé a la entrada y di un respingo, deteniéndome sobresaltada. Era lo suficientemente alto como para necesitar dos vistazos para verlo entero. Era muy delgado. Me recordaba a un refugiado famélico de la Europa pos Revelación: correcto, formal y estirado. El hombre incluso tenía la nariz aguileña y el ceño permanentemente fruncido pegado a un rostro ligeramente arrugado. Peinaba canas en la sien, que empañaban su pelo negro como el carbón. Su discreto atuendo de pantalón gris y camisa blanca le iba a la perfección. Me arreglé el cuello de la camisa.

—¿Señorita Francine Percy? —dijo con una sonrisa vacía y un tono ligeramente sarcástico.

—Sí, hola —dije ofreciéndole un apretón de manos deliberada mente blando. Casi noté como se tensaba de repulsión—. Tengo una reunión a las doce con el señor Kalamack.

—Soy Jonathan, el asesor de relaciones públicas del señor Kalamack —dijo el hombre. Aparte de su pronunciación cuidada, no pude distinguir ningún acento en particular—. ¿Me acompaña? El señor Kalamack la espera en su gabinete.

El hombre parpadeó para limpiar sus llorosos ojos. Imaginé que era por mi perfume. Quizá me hubiera pasado un poco, pero no pensaba arriesgarme a volver a despertar los instintos de Ivy.

Jonathan me abrió la puerta, haciendo un gesto para que pasase delante. Entré y me sorprendí al encontrar el edificio más luminoso dentro que fuera. Me había esperado una residencia privada y esto no lo era. La entrada parecía la de la sede central de una empresa de la lista de la revista Fortune, con la habitual decoración en cristal y mármol. Unas columnas blancas sujetaban el alto techo, un impresionante mostrador de caoba ocupaba el espacio entre las dos escaleras gemelas que ascendían al segundo y tercer piso. La luz lo inundaba todo. O bien entraba redirigida desde el tejado, o Trent se había gastado una fortuna en bombillas del luz natural. Una suave moqueta verde jaspeada amortiguaba cualquier eco. Había un murmullo de conversaciones en voz baja y un constante pero relajado flujo de gente inmersa en sus asuntos.

—Por aquí, señorita Percy —dijo mi acompañante con voz suave.

Paseé la vista por los macetones con arbolitos de cítricos del tamaño de un hombre y seguí los rítmicos pasos de Jonathan, quien atravesó la recepción y prosiguió por una serie de pasillos. Conforme nos adentrábamos, los techos se hacían más bajos y la luz más oscura. Las texturas y los colores también se tornaban más acogedores. Casi imperceptible, el sonido del gorgoteo del agua llegó a mis oídos. No nos habíamos cruzado con nadie desde que dejamos atrás la recepción y me sentía un poco incómoda.

Obviamente habíamos abandonado la zona pública y entrábamos en estancias más privadas. ¿Qué pasaba aquí?, me preguntaba. La adrenalina comenzó a bombear cuando Jonathan se detuvo y se llevó un dedo a la oreja.

—Disculpe —murmuró, alejándose unos pasos. Cuando levantó la mano advertí que en la muñeca llevaba un micrófono en la pulsera del reloj. Inquieta, me esforcé por oír sus palabras, pero se giró para evitar que le leyese los labios.

—Sí, Sa’han —susurró con tono respetuoso.

Esperé conteniendo la respiración para oír mejor.

—Conmigo —dijo—, me habían informado de que era de su interés, así que me he tomado la libertad de acompañarla hasta el porche trasero. —Jonathan se paseaba incómodo. Me lanzó una prolongada e incrédula mirada de reojo—. ¿Ella?

No estaba segura de si debía tomarme aquello como un cumplido o un insulto y fingí estar distraída arreglándome la parte trasera de las medias y sacándome otro mechón de pelo de mi recogido para dejarlo colgando junto a mi pendiente. Me preguntaba si alguien habría investigado el maletero del coche. Se me aceleró el pulso cuando pensé en lo rápido que se podía venir todo abajo.

Jonathan abrió los ojos de par en par.

Sa’han —dijo precipitadamente—, acepte mis disculpas. El guarda de la garita dijo… —Sus palabras se perdieron y vi cómo se ponía firme ante lo que parecía una reprimenda—. Sí, Sa’han —dijo inclinando la cabeza en un gesto inconsciente de deferencia—. En la recepción.

El hombre pareció recomponerse para dirigirse de nuevo hacia mí. Le dediqué una deslumbrante sonrisa. En sus ojos azules no había expresión alguna al mirarme como si fuese el regalito que hubiese dejado un cachorro sobre la alfombra nueva.

—¿Puede regresar por ahí? —dijo señalando y con un tono imparcial.

Sintiéndome más como una prisionera que como una invitada, acaté la sutil orden de Jonathan y deshicimos el camino hasta la recepción. Yo iba delante. Él se mantuvo detrás todo el tiempo. No me gustó nada. Tampoco ayudaba el hecho de sentirme bajita a su lado ni que mis pasos fuesen los únicos que se oían. Lentamente, los suaves colores y texturas dieron paso a las paredes corporativas y a la bulliciosa eficacia.

Manteniéndose siempre tres pasos por detrás de mí, Jonathan me dirigió hacia un pequeño pasillo justo junto al vestíbulo. Había puertas de cristal mate a cada lado. La mayoría estaban abiertas y había gente trabajando dentro, pero Jonathan me indicó que fuese a la oficina del fondo, con puertas de madera, y casi pareció dudar antes de adelantarme para abrirla.

—Si no le importa esperar aquí —dijo con un leve tono de amenaza en su precisa forma de hablar—. El señor Kalamack estará con usted en breve. Estaré en el despacho de su secretaria por si necesita algo.

Apuntó hacia un escritorio visiblemente vacío encajado en un hueco del pasillo. Me acordé de Yolin Bates, muerta en el calabozo de la SI hacía tres días. Mi sonrisa se volvió más forzada.

—Gracias, Jon —dije alegremente—. Ha sido muy amable.

—Me llamo Jonathan. —Cerró la puerta pero no oí ningún pestillo o llave.

Me giré para curiosear la oficina del señor Kalamack. Parecía bastante normal, dentro de un estilo de ejecutivo asquerosamente rico, claro. Había un panel de equipos electrónicos encastrados en la pared junto a la mesa, con tantos botones e interruptores que podría pasar por un estudio de grabación. En la pared opuesta había una ventana enorme por la que entraba el sol para iluminar la suave moqueta. Sabía que estaba en una zona demasiado interior del edificio como para que la ventana y sus rayos de sol fuesen reales, pero eran lo suficientemente buenos como para hacerme dudar.

Dejé mi bolso junto a la silla frente a la mesa y me acerqué a la «ventana». Con las manos en las caderas observé la foto de unos potros retozando. Elevé las cejas sorprendida. Los ingenieros habían metido la pata. Era mediodía y el sol no estaba lo suficientemente bajo como para que sus rayos llegasen tan inclinados.

Satisfecha tras descubrir su error, centré mi atención en el acuario colgado de la pared tras la mesa. Estrellas de mar, damiselas azules, cirujanos amarillos e incluso caballitos de mar coexistían pacíficamente, aparentemente ajenos a que el océano estaba a ochocientos kilómetros al este de allí. Me acordé de mi señor Pez, nadando feliz en su pequeña pecera de cristal. Fruncí el ceño, no por envidia, pero sí molesta por la volubilidad de la suerte en el mundo.

El escritorio de Trent tenía la parafernalia habitual completa, incluso había una pequeña fuente de piedra negra por la que repicaba el agua. El salvapantallas de su ordenador era una línea ondulante con tres números: veinte, cinco, uno. Un mensaje bastante enigmático. En la esquina, pegada al techo, había una cámara cuya luz roja intermitente me apuntaba. Me vigilaban.

Recordé la conversación de Jonathan con el misterioso Sa’han. Obviamente mi historia acerca de Francine se había descubierto, pero si quisieran arrestarme, ya lo habrían hecho. Daba la impresión de que yo tenía algo que el señor Kalamack quería, ¿mi silencio? Debía averiguarlo.

Sonriendo de oreja a oreja saludé a la cámara y me coloqué tras el escritorio de Trenton. Me imaginaba la consternación que se produciría al otro lado de la cámara al verme curiosearlo todo. Lo primero era su agenda de citas, que reposaba tentadoramente abierta sobre el escritorio. La cita con Francis tenía su nombre subrayado y un signo de interrogación detrás. Con un ligero estremecimiento fui al día en el que la secretaria de Trent había sido detenida por tráfico de azufre. No había nada fuera de lo normal. La frase «Huntington a Urlich» me llamó la atención. ¿Estaba sacando gente del país de forma ilegal? Yupi.

El cajón superior no contenía nada extraño: lápices, bolígrafos, notas adhesivas y una piedra de toque gris. Me pregunté qué podría preocuparle para guardar aquello. Los cajones laterales contenían archivos clasificados por colores acerca de sus intereses fuera del cargo. Mientras esperaba a que alguien viniese a detenerme, ojeé los papeles para descubrir que sus cultivos de pecan habían sufrido una helada tardía este año, pero que las fresas de la costa compensaron las pérdidas. Cerré el cajón, sorprendida de que nadie hubiese venido ya. ¿Quizá tenían curiosidad por saber qué andaba buscando? Yo al menos sí la tenía.

A Trent parecían gustarle mucho los caramelos de sirope de arce y el güisqui anterior a la Revelación, a juzgar por la cantidad que atesoraba en el cajón inferior. Estuve a punto de abrir la botella de casi cuarenta años para probarla, pero pensé que eso sí atraería a mis vigilantes más rápido que cualquier otra cosa.

El siguiente cajón estaba lleno de discos ordenados. ¡Bingo!, pensé abriéndolo del todo.

—Alzhéimer —susurré, repasando con el dedo la etiqueta escrita a mano—. Fibrosis quística, cáncer, cáncer… —Había en total ocho etiquetados con cáncer. Depresión, diabetes… continué leyendo hasta encontrar Huntington. Volví la vista hacia la agenda y cerré el cajón. Ahhh

Acomodándome en la lujosa silla de Trent, me puse la agenda de citas en el regazo. Empecé por enero, pasando las páginas lentamente. Cada cinco días más o menos salía un envío. Se me aceleró la respiración al descubrir un patrón. Huntington salía el mismo día de cada mes. Pasé las páginas adelante y atrás. Todos salían el mismo día de cada mes con pocos días de diferencia entre ellos. Respiré hondo y miré el cajón con los discos. Estaba segura de estar sobre la pista de algo. Introduje uno en el ordenador y moví el ratón. Maldición. Tenía contraseña.

Oí el leve ruido del picaporte. Poniéndome de pie de un salto, pulsé el botón de «Eject».

—Buenas tardes, señorita Morgan.

Era Trent Kalamack. Intenté no ruborizarme al meterme disimuladamente el pequeño disco en el bolsillo.

—¿Disculpe? —dije volviendo a mi papel de cabecita hueca. Sabían quién era, qué sorpresa.

Trent se ajustó el botón inferior de su chaqueta de lino gris y cerró la puerta tras de sí. Una cautivadora sonrisa se dibujada en su rostro bien afeitado, proporcionándole el aspecto de alguien de mi edad. Su pelo tenía un tono blanco casi transparente, como el de algunos niños, y lucía un favorecedor bronceado, parecía disfrutar de la piscina. Resultaba demasiado agradable para ser tan rico como se rumoreaba que era. No era justo tener ambas cosas, dinero y atractivo.

—¿Prefiere que la llame Francine Percy? —dijo Trent, mirándome fijamente a través de sus gafas metálicas.

Me coloqué un mechón de pelo tras la oreja intentando aparentar despreocupación.

—En realidad no —admití. Yo debía de tener algo con lo que negociar o no se habría molestado en aparecer.

Trent se situó tras su escritorio con un aire preocupado, obligándome a desplazarme al otro lado. Se sentó con la corbata azul oscuro en la mano y al mirarme de nuevo se sorprendió al ver que aún estaba de pie.

—Por favor, siéntese —dijo mostrándome sus dientes pequeños y alineados. Apuntó con un mando hacia la cámara. La luz roja se apagó y guardó el mando.

Yo seguía de pie. No me fiaba de su despreocupada aceptación. En mi cabeza habían saltado todas las alarmas, provocándome un nudo en el estómago. La revista Fortune lo había sacado en portada como el soltero de oro del año pasado. Aparecía casi de cuerpo entero, apoyado informalmente en una puerta con el nombre de su empresa en letras doradas. Su sonrisa era una atractiva mezcla de confianza y misterio. Algunas mujeres se sentían atraídas por una sonrisa así. A mí no me parecía de fiar. Me dedicó esa misma sonrisa ahora, sentado con las manos bajo la barbilla y los codos apoyados en su escritorio.

Observé que se le movía el pelo por encima de las orejas y pensé que debía de ser increíblemente suave y fino para que la corriente de la ventilación ondease así su cuidado peinado. Los labios de Trent se apretaron cuando observó mi atención hacia su pelo y luego volvió a sonreír.

—Permítame que me disculpe por el error en la entrada principal y luego con Jon —dijo—. No la esperaba hasta al menos dentro de una semana.

Me senté al notar que me flaqueaban las rodillas. ¿Me estaba esperando?

—Creo que no le entiendo —dije reuniendo el valor para hablar y aliviada de que no se me cascase la voz.

Él alargó el brazo para coger un lápiz con total naturalidad, pero sus ojos saltaron hacia los míos en cuanto moví un pie. Si lo hubiera conocido mejor, habría dicho que estaba más tenso que yo. Meticulosamente borró el signo de interrogación junto al nombre de Francis y escribió el mío. Dejando el lápiz a un lado se pasó la mano por el pelo para alisarlo.

—Soy un hombre muy ocupado, señorita Morgan —dijo elevando y bajando la voz con tono agradable—. He aprendido que es más rentable atraer a trabajadores clave de otras compañías que entrenarlos partiendo de cero. Y aunque me resisto a sugerir que compito con la SI, admito que sus métodos de entrenamiento y las habilidades que fomentan encajan con mis necesidades. Sinceramente, hubiera preferido esperar a ver si tenía el suficiente ingenio como para sobrevivir a la amenaza de muerte de la SI antes de entrevistarnos, pero supongo que el hecho de que casi haya logrado llegar hasta mi gabinete privado es suficiente.

Crucé las piernas y arqueé las cejas.

—¿Me está ofreciendo un trabajo, señor Kalamack? ¿Quiere que sea su secretaria, que escriba sus cartas y le traiga el café?

—No, por Dios, no —dijo ignorando mi sarcasmo—. Huele demasiado a magia para el puesto de secretaria, a pesar de intentar cubrirlo con ese… mmm ¿perfume?

Me ruboricé, pero estaba decidida a sostener su inquisidora mirada.

—No —continuó Trent con rotundidad—, es demasiado interesante para ser secretaria, incluso de las mías. No solo ha abandonado la SI, sino que va provocándolos. Se fue de compras, irrumpió en los archivos y destruyó el suyo. ¿Y ahora ha encerrado a un cazarrecompensas inconsciente en el maletero de su propio coche? —dijo con una cultivada risa—. Me gusta. Pero aún más interesante es su cruzada por mejorar. Aplaudo su iniciativa para expandir sus horizontes, aprender nuevas técnicas. La voluntad de explorar nuevas opciones que la mayoría rechaza es un pensamiento que intento inculcar en mis empleados. Aunque leer ese libro en el autobús también demuestra cierta falta de… criterio. —Un rayo de humor negro cruzó sus ojos—. A no ser que su interés por los vampiros tenga un origen más terrenal, señorita Morgan.

Se me hizo un nudo en el estómago y me pregunté si tendría suficientes amuletos para salir de allí. ¿Cómo había averiguado todo eso cuando la SI no ha podido controlarme? Me esforcé por permanecer en calma cuando me di cuenta del lío en el que estaba metida. ¿En qué estaría pensando cuando entré aquí? Su secretaria había muerto. Él traficaba con azufre, por muy generoso que fuese con las organizaciones caritativas o por mucho que jugase al golf con el marido de la alcaldesa. Era demasiado listo para conformarse con controlar un tercio de la industria de Cincinnati. Sus intereses ocultos se extendían por los bajos fondos y estaba segura de que quería que todo siguiese igual.

Trent se inclinó hacia delante con una expresión decidida y supe que había terminado con la cháchara.

—Mi pregunta, señorita Morgan —dijo en voz baja— es qué quiere de mí.

No dije nada. Mi confianza se desvanecía.

Trent hizo un gesto señalando su escritorio.

—¿Qué buscaba?

—¿Un chicle? —dije y él suspiró.

—Para evitar una gran cantidad de tiempo y esfuerzos perdidos le sugiero que seamos sinceros el uno con el otro. —Se quitó las gafas y las dejó a un lado—. Considero que ambos lo necesitamos. Dígame por qué ha arriesgado su vida para visitarme. Tiene mi palabra de que la cinta con sus acciones de hoy se… ¿traspapelará? Simplemente quiero saber en qué posición me encuentro. ¿Qué he hecho para atraer su atención?

—¿Y no me detendrán? —dije. Él se reclinó en su asiento asintiendo. Sus ojos tenían un tono de verde que no había visto nunca. No tenía ni una pincelada de azul, ni una mota.

—Todo el mundo quiere algo, señorita Morgan —dijo pronunciando con precisión cada palabra pero fluyendo hacia la siguiente como el agua—. ¿Qué es lo que quiere usted?

Mi corazón dio un vuelco ante su promesa de libertad. Seguí su mirada hacia mis manos y a la suciedad bajo mis uñas.

—Yo —dije escondiendo las uñas en mis palmas—, lo que quiero son las pruebas de que usted mató a su secretaria y de que trafica con azufre.

—Oh —dijo con un suspiro conmovedor—, quiere comprar su libertad. Debí imaginarlo. Usted, señorita Morgan, es más compleja de lo que suponía. —Movió la cabeza asintiendo. El forro de seda de su traje acompañaba sus movimientos con un suave murmullo—. Si me entrega a la SI sin duda se ganará su independencia, pero como comprenderá no puedo permitirlo. —Se puso recto, adoptando una actitud de hombre de negocios—. Estoy dispuesto a ofrecerle algo igual de bueno que la libertad. Quizá incluso mejor. Puedo hacer las gestiones pertinentes para que se pague su contrato con la SI. Un préstamo, si lo prefiere. Podrá pagarlo a lo largo de su carrera trabajando para mí. Puedo colocarla en una buena fundación, quizá con un pequeño grupo de empleados.

Me entró frío y después calor. Quería comprarme. Sin advertir mi creciente ira, Trent abrió una carpeta de su archivador. Sacó un par de gafas con montura de madera del bolsillo interior de la chaqueta y se las colocó sobre su pequeña nariz. Hice una mueca cuando me miró de arriba abajo, observándome bajo mi disfraz. Emitió un ruidito antes de inclinar su rubia cabeza para leer el contenido de la carpeta.

—¿Le gusta la playa? —preguntó con tono jovial, y me pregunté por qué fingía necesitar las gafas para leer—. Tengo una plantación de macadamias que quiero ampliar. Está en los Mares del Sur. Incluso podría elegir los colores de la casa principal.

—Puedes irte al cuerno, Trent —dije y él me miró por encima de las gafas aparentemente sorprendido. Tenía un aire encantador y tuve que desechar ese pensamiento de mi cabeza—. Si quisiese tener a alguien tirándome de la correa, me habría quedado en la SI. El azufre sale de esas islas, y para el caso, más me valdría ser humana estando tan cerca del mar: allí no podría hacer ni siquiera un hechizo de amor.

—El sol —dijo con tono persuasivo quitándose las gafas—, la arena cálida, sin horarios fijos. —Cerró la carpeta y puso una mano encima—. Puede llevarse a su nueva amiga, ¿Ivy se llama? Una vampiresa Tamwood, un buen partido. —Una sonrisa irónica apareció en su cara.

Estaba a punto de perder los estribos. Se creía que podía comprarme. El problema era que me sentía tentada y ahora estaba enfadada conmigo misma. Miré hacia abajo para verme las manos apretadas sobre el regazo.

—Sea sincera —dijo Trent haciendo girar el lápiz entre sus largos dedos con una destreza pasmosa—. Es una mujer de recursos, incluso hábil, pero nadie elude a la SI por mucho tiempo sin ayuda.

—Tengo opciones mejores —dije, esforzándome por permanecer sentada. No podía ir a ninguna parte hasta que él me dejase—. Voy a atarle a un poste en el centro de la ciudad y a demostrar que está implicado en la muerte de su secretaria y que trafica con azufre. Abandoné mi trabajo, señor Kalamack, no mis principios.

Vi la ira reflejada en el verde de sus ojos, pero su rostro permanecía tranquilo mientras dejaba el lápiz de nuevo en el cubilete con un ruido seco.

—Puede estar segura de que mantendré mi palabra. Siempre mantengo lo que digo, ya sean promesas o amenazas. —Su voz pareció derramarse por el suelo y tuve el estúpido impulso de levantar los pies de la moqueta—. Un hombre de negocios debe hacerlo así —continuó—, o no duraría mucho en el mundo de los negocios.

Tragué saliva, preguntándome qué demonios sería. Tenía la elegancia, la voz, la rapidez y la confianza de un vampiro y por mucho que me desagradase, no podía negar su atractivo, aumentado por su fuerza personal más que por una actitud provocativa o por indirectas sexuales. Pero no era un vampiro vivo. Aunque en la superficie parecía cercano y de naturaleza afable, mantenía un espacio personal muy amplio, al contrario que los vampiros. Mantenía a la gente a distancia, demasiado lejos para seducir mediante el contacto. No, no era un vampiro, pero ¿podría ser el delfín humano de un vampiro?

Elevé las cejas. Trent parpadeó al advertir que una idea me cruzaba por la mente sin saber de qué se trataba.

—¿Sí, señorita Morgan? —murmuró. Parecía incómodo por primera vez.

Me dio un vuelco el corazón.

—Su pelo se mueve de nuevo —dije intentando sorprenderlo. Entreabrió los labios y por un instante pareció no encontrar palabras.

Di un salto al oír que se abría la puerta. Jon entró, tieso y enfadado, con la actitud de un protector encadenado por aquel a quien había prometido defender. En sus manos llevaba una bola de cristal del tamaño de una cabeza. Dentro estaba Jenks. Asustada, me levanté, apretando mi bolso contra mí.

—Jon —dijo Trent atusándose el pelo a la vez que se levantaba—, gracias. ¿Te importaría acompañar a la señorita Morgan y a su socio hasta la salida?

Jenks estaba tan enfadado que sus alas eran un torbellino negro. Podía verlo moviendo la boca, pero no podía oír nada. Sus gestos sin embargo eran inconfundibles.

—¿Mi disco, señorita Morgan?

Me giré y me quedé sin respiración al comprobar que Trent había pasado al otro lado del escritorio y estaba justo detrás de mí. No lo había oído moverse.

—¿Su qué? —tartamudeé.

Extendió la mano derecha. Parecía suave, como si no hubiese trabajado nunca, pero se veía la tensión de su fuerza. Únicamente llevaba un anillo de oro en un dedo. No pude evitar fijarme en que apenas era unos centímetros más alto que yo.

—¿Mi disco? —repitió y yo tragué saliva.

Demasiado tensa para reaccionar, lo saqué de mi bolsillo con dos dedos y se lo entregué. Entonces noté que algo cambiaba en él. Fue tan sutil como una brisa y tan indistinguible como un copo de nieve entre miles, pero estaba allí. En aquel momento lo supe. No era el azufre lo que temía Trent, era algo que había en ese disco.

Mis pensamientos se centraron entonces en el cajón de ordenados discos y solo gracias a un gran esfuerzo mantuve la mirada en Trent en lugar de dejarla seguir mis sospechas hacia el cajón de su escritorio. ¡Que Dios me ayude! Trenton traficaba con biofármacos además de con azufre. Era el maldito amo del mercado de los biofármacos. El corazón me martilleaba en el pecho y se me secó la boca. Metían a la gente en la cárcel por traficar con azufre, pero los apaleaban, quemaban y descuartizaban por traficar con biofármacos… ¿y quería que trabajase para él?

—Ha demostrado una inesperada capacidad de planificación, señorita Morgan —dijo Trent, interrumpiendo mis desbocados pensamientos—. Los vampiros sicarios no la atacarán mientras esté bajo la protección de Tamwood, y que todo un clan de pixies la proteja de las hadas así como irse a vivir a una iglesia para mantener a los hombres lobo alejados conforma un plan bello por su simplicidad. No deje de comunicármelo si cambia de opinión acerca de trabajar para mí. Aquí encontrará satisfacción y reconocimiento, algo en lo que obviamente la SI no era pródiga.

Puse una cara inexpresiva, concentrándome en evitar que me temblase la voz. Yo no había planeado nada, lo había hecho Ivy, y no estaba segura de cuáles eran sus motivos.

—Con el debido respeto, señor Kalamack, por mí, puede irse al cuerno.

Jonathan se puso tenso, pero Trent simplemente asintió y volvió a su sitio tras el escritorio.

Una pesada mano se posó en mi hombro. Instintivamente la agarré, agachándome para lanzar por encima de mi hombro al suelo a quienquiera que me hubiese tocado. Jonathan cayó con un gruñido de sorpresa. Ya estaba arrodillada sobre su cuello antes de ser consciente siquiera de haberme movido. Asustada por lo que había hecho, me levanté y retrocedí. Trent me miraba completamente despreocupado tras volver a colocar el disco en su cajón.

Otras tres personas habían entrado al oír el fuerte golpe de Jonathan. Dos de ellos se pusieron a mi lado y el tercero se colocó delante de Trent.

—Dejad que se vaya —dijo Trent—, ha sido culpa de Jon. —Suspiró con cierta reprobación—. Jon —añadió con tono cansado—, no es la tontita que finge ser.

El hombretón se levantó despacio. Se estiró la camisa y se pasó la mano por el pelo. Me miró con odio. No solo lo había vencido delante de su jefe, sino que además este le había reprendido delante de mí. Muy enfadado, cogió la bola de cristal con Jenks con malos modos y se dirigió a la puerta.

Me habían dejado libre de nuevo en la calle, más asustada por lo que acababa de rechazar que por haber abandonado la SI.