Capítulo 30
El suelo de la furgoneta de la AFI estaba sorprendentemente limpio. Había un ligero olor a humo de pipa que me recordó a mi padre. El capitán Edden y el conductor, al que nos presentaron como Clayton, iban delante. Nick, Jenks y yo íbamos en el asiento de en medio. Las ventanas estaban entreabiertas para diluir mi perfume. Si hubiera sabido que no iban a soltar a Ivy hasta que el trato estuviese completado, no me lo habría puesto y no apestaría como lo hacía.
Jenks estaba completamente alborotado. Su vocecita me taladraba el cráneo mientras despotricaba, elevando mi ansiedad hasta nuevos límites.
—¡Cierra el pico, Jenks! —susurré mientras rebañaba con la punta del dedo la sal que quedaba en mi bolsita de celofán de frutos secos. Cuando la aspirina mitigó el dolor me volvió a entrar hambre. Casi hubiera preferido no haber tomado la aspirina si eso hubiese significado no estar muerta de hambre.
—Vete al cuerno —saltó Jenks desde el posavasos donde lo había colocado—. Me han metido en un dispensador de agua ¡como si fuese un monstruo de feria! Me han roto un ala. ¡Mírala! Me han partido la vena central. Tengo manchas minerales en la camisa. ¡Está destrozada! ¿Y has visto mis botas? ¡Las manchas de café no van a salir nunca!
—Te han pedido disculpas —dije, consciente de que era una causa perdida. Estaba en plena diatriba.
—Voy a necesitar toda una semana para que me crezca de nuevo la maldita ala. Matalina me va a matar. Todo el mundo se esconde de mí cuando no puedo volar. ¿Lo sabías? ¡Incluso mis hijos!
Dejé de escucharlo. La diatriba había comenzado en el mismo momento en el que lo soltaron y no había parado ni un instante. Aunque Jenks no había sido acusado de un delito por haberse quedado en el techo jaleando a Ivy mientras les daba una paliza a los agentes de la AFI, había insistido en fisgonear donde no debía hasta que lo habían metido en una garrafa vacía de agua.
Empezaba a comprender de qué había estado hablando Edden. Sus agentes y él no tenían ni idea de cómo tratar con inframundanos. Lo podían haber encerrado en un armario o en un cajón mientras curioseaba. Sus alas no se habrían humedecido y no se habrían vuelto tan frágiles como un pañuelo de papel. La caza de diez minutos con una red no habría tenido lugar y la mitad de los agentes de la planta no habrían resultado afectados por el polvo de pixie. Ivy y Jenks habían venido a la AFI por voluntad propia y aun así habían terminado dejando un rastro de caos. Pensar en lo que un inframundano violento y poco cooperativo podía llegar a hacer daba miedo.
—No tiene sentido —dijo Nick lo suficientemente alto como para que Edden lo escuchase—. ¿Para qué tiene que forrarse los bolsillos Kalamack con asuntos ilegales cuando él ya es rico?
Edden se medio giró en su asiento deslizando su chaqueta caqui de nailon. Llevaba un sombrero amarillo de la AFI como único símbolo de su autoridad.
—Debe de estar financiándose un proyecto del que no quiere que se sepa nada. El dinero es difícil de rastrear cuando proviene de asuntos ilegales y se invierte en algo también ilegal —contestó el capitán.
Me preguntaba qué podría ser. ¿Algo más que se cociera en el laboratorio de Faris, quizá?
El capitán de la AFI se llevó su fornida mano a la barbilla. Su cara redonda estaba iluminada por los coches que venían detrás.
—Señor Sparagmos, ¿ha cogido alguna vez el ferry a lo largo del río?
Nick se quedó blanco.
—¿Perdón, señor?
Edden sacudió la cabeza.
—Es de lo más frustrante. Estoy seguro de haberlo visto antes.
—No —dijo Nick, reclinándose en el rincón de su asiento—, no me gustan los barcos.
Con un pequeño ruido, Edden se volvió hacia delante de nuevo. Intercambié una mirada de complicidad con Jenks. El pequeño pixie puso una expresión astuta, pillándolo antes que yo. Arrugué con estrépito mi bolsa vacía de cacahuetes y me la guardé en el bolso, ni se me ocurría tirarla al limpio suelo. Nick estaba arrinconado en las sombras y parecía retraído. La débil luz de los coches con los que nos cruzábamos desdibujaba su afilada nariz y delgada cara.
—¿Qué es lo que hiciste? —le susurré acercándome a él. Sus ojos permanecieron fijos mirando por la ventana y su pecho subía y bajaba con el ritmo de su respiración.
—Nada —contestó.
Miré a la nuca de Edden. Sí claro, y yo soy la chica de calendario de la SI.
—Mira, siento haberte metido en esto. Si quieres marcharte cuando lleguemos al aeropuerto lo entenderé.
Pensándolo bien, no quería saber qué era lo que había hecho. Nick negó con la cabeza dedicándome una rápida sonrisa.
—No pasa nada —dijo—, te acompañaré toda la noche. Te lo debo por sacarme de aquel foso de ratas. Una semana más y me habría vuelto loco.
Simplemente de imaginarlo me dieron escalofríos. Había destinos peores que estar en la lista negra de la SI. Le toqué en el hombro brevemente y me recliné en mi asiento, observando furtivamente cómo se relajaba y su respiración volvía a la normalidad. Cuanto más sabía de él, más fuertes me parecían sus contrastes con la mayoría de los humanos. Pero en lugar de preocuparme, me hacía sentirme más segura. Volvía a mi síndrome de damisela en apuros. Había leído demasiados cuentos de hadas de niña y era demasiado realista como para no disfrutar de que me rescatasen de vez en cuando.
Se hizo un silencio incómodo y mi ansiedad fue en aumento. ¿Y si llegábamos tarde? ¿Y si Trent había cambiado el vuelo? ¿Y si todo había sido una elaborada trampa? Qué Dios me ayude entonces, pensé. Lo había apostado todo por lo que sucedería en las próximas horas y si esto no salía bien no tenía nada.
—¡Bruja! —gritó Jenks captando mi atención. Me di cuenta de que llevaba intentando llamar mi atención un rato—. Súbeme —me pidió—, no veo ni torta desde aquí.
Le ofrecí la mano y trepó a ella.
—No tengo ni idea de por qué todo el mundo te evita cuando no puedes volar.
—Esto nunca habría pasado si alguien no me hubiese roto la maldita ala —dijo Jenks en voz alta.
Lo dejé en mi hombro, desde donde podía ver el tráfico hacia el Aeropuerto Internacional de Cincinnati-Northen Kentucky. La mayoría de la gente simplemente lo llamaba el Hollows Internacional o incluso más corto: «el gran HI». Los coches con los que nos cruzábamos se iluminaban brevemente bajo las dispersas farolas. Las luces aumentaron en número conforme nos acercábamos a las terminales. Una oleada de emoción me recorrió y me puse recta en mi asiento. Nada iba a salir mal. Iba a pillarle. Fuese lo que fuese Trent, iba a atraparle.
—¿Qué hora es? —pregunté.
—Las once y cuarto —musitó Jenks.
—Las once y veinte —le corrigió Edden señalando el reloj de la furgoneta.
—Son y cuarto —saltó el pixie—. Sé dónde está el sol mejor que vosotros por qué agujero mear.
—¡Jenks! —dije horrorizada. Nick seguía sin descruzar los brazos y parecía haber recuperado una pizca de su confianza.
Edden hizo un gesto apaciguador con la mano.
—No importa, señorita Morgan.
Clayton, un poli nervioso que no parecía confiar mucho en mí, me miró a los ojos a través del espejo retrovisor.
—En realidad, señor —dijo de mala gana—, el reloj va cinco minutos adelantado.
—¿Lo ves? —exclamó Jenks.
Edden alcanzó el teléfono del coche y puso el manos libres para que todos pudiésemos escuchar.
—Asegurémonos de que el avión sigue en tierra y que todo el mundo está es su puesto —dijo.
Ansiosa, me ajusté el cabestrillo mientras Edden marcaba tres números en el teléfono.
—Rubén —gruñó hacia el aparato, sujetándolo como si fuese un micrófono—, háblame.
Hubo una breve pausa y luego una voz masculina con interferencias sonó a través de los altavoces.
—Capitán, estamos esperando en la puerta de embarque, pero el avión no está aquí.
—¡Que no está! —grité con un gesto de dolor, y di un salto hacia el borde del asiento—. Ya deberían estar embarcando.
—No ha llegado al túnel de embarque, señor —continuó Rubén—. Todo el mundo está esperando en la terminal. Dicen que es por una pequeña reparación y que solo tardará una hora. ¿No es cosa suya?
Miré del altavoz a Edden. Casi podía ver sus ideas circulando tras su especulativa expresión.
—No —contestó finalmente—. Quédate ahí.
Cortó la conexión y el débil siseo desapareció.
—¿Qué pasa? —le grité al oído y me puso mala cara.
—Vuelva a sentar su culo en el asiento, Morgan —dijo—. Probablemente se trate de las restricciones por la luz diurna de su amiga. La aerolínea no va a dejar a todo el mundo esperando en la pista cuando la terminal está vacía.
Miré a Nick, cuyos dedos tamborileaban nerviosamente al ritmo de una melodía desconocida. Sintiéndome aún inquieta, me eché hacia atrás. El radiofaro de aterrizaje del aeropuerto describía un arco bajo las nubes. Casi habíamos llegado.
Edden pulsó un número de la memoria del teléfono mientras una sonrisa se abría paso en su rostro al quitar el manos libres.
—Hola, ¿Chris? —dijo y se oyó responder en la lejanía la voz de una mujer—. Tengo una preguntita para ti. Al parecer hay un vuelo de la Southwest retrasado en la pista. ¿El de las once cuarenta y cinco a Los Ángeles? ¿Qué le pasa? —Escuchó la respuesta en silencio y yo me mordía las uñas—. Gracias, Chris —dijo con una risita—. ¿Qué te parece si te invito al chuletón más jugoso de toda la ciudad? —De nuevo soltó una risita y juro que se le pusieron las orejas rojas.
Jenks se rio por lo bajo de algo que yo no había podido oír. Miré hacia Nick pero me seguía ignorando.
—Chrissy —dijo Edden alargando la ese—, puede que eso no le guste demasiado a mi mujer. —Jenks se rio a la vez que Edden y mientras yo me tiraba de un rizo, nerviosa—. Hablamos luego —dijo, y colgó el teléfono.
—¿Y bien? —le pregunté desde el borde de mi asiento.
Los vestigios de su sonrisa se negaban a desaparecer.
—El avión está en tierra. Parece que la SI tiene un chivatazo sobre una maleta con azufre a bordo.
—¡Maldita sea! —juré. La estación de autobuses era el señuelo, no el aeropuerto. ¿Qué estaba haciendo Trent?
Los ojos de Edden brillaron.
—La SI tardará unos quince minutos. Podemos robárselo en las narices.
Desde mi hombro, Jenks empezó a maldecir.
—No hemos venido a por el azufre —protesté al ver que todo se venía abajo—. ¡Hemos venido a por los biofármacos!
Estaba que echaba humo. Me quedé en silencio cuando un coche ruidoso se aproximó a nosotros en dirección de vuelta a la ciudad.
—Ese supera los límites permitidos en la ciudad —dijo Edden—, Clayton, mira a ver si puedes anotar la matrícula.
La cabeza me daba vueltas. Esperé a que el coche pasara para hablar de nuevo. El motor rugía como si el conductor fuese a treinta por encima del límite de velocidad, pero el coche apenas se movía. Las marchas chirriaron con un sonido familiar. Francis, pensé, conteniendo la respiración.
—¡Es Francis! —gritamos a la vez Jenks y yo mientras me giraba para comprobar que tenía el faro trasero roto. Se me nubló la vista por la repentina punzada al girarme, pero casi me encaramé al asiento trasero con Jenks aún en mi hombro—. ¡Ese es Francis! —volví a gritar con el corazón en la boca—. Da la vuelta. ¡Para! Es Francis.
Edden dio un puñetazo sobre el salpicadero.
—¡Maldita sea! —dijo—, llegamos tarde.
—¡No! —grité yo—, ¿no lo entiende? Trent solo ha cambiado el azufre por los biofármacos. La SI no ha llegado todavía, ¡Francis los está cambiando!
Edden se me quedó mirando. En su cara se alternaban las luces y sombras del acceso hacia el aeropuerto.
—¡Francis tiene los fármacos! ¡Da la vuelta! —grité.
La furgoneta se detuvo en un semáforo.
—¿Capitán? —interpeló el conductor.
—Morgan —dijo Edden—, está loca si piensa que voy a dejar escapar la oportunidad de robarles un alijo de azufre justo de delante de sus narices a los de la SI. Ni siquiera sabe seguro si era él o no.
Jenks se rio.
—Ese era Francis. Rachel le quemó el embrague a conciencia.
Esbocé una mueca.
—Francis tiene los biofármacos. Los van a transportar en autobús. Me apuesto lo que sea.
Edden entornó los ojos y apretó la mandíbula.
—Está bien —dijo—. Clayton, da la vuelta.
Me hundí en el asiento, dejando escapar el aliento que había estado conteniendo sin darme cuenta.
—¿Capitán?
—Ya me has oído —dijo, obviamente no muy contento—, da la vuelta. Haz lo que dice la bruja. —Se giró hacia mí con la cara tensa—. Más le vale llevar razón, Morgan —dijo casi en un gruñido.
—La tengo —dije y noté que se me revolvía el estómago. Me apoyé en el respaldo preparándome ante el repentino giro de la situación. Más me valía tener razón, pensé, mirando a Nick.
Un camión de la si pasó junto a nosotros en sentido al aeropuerto, silencioso pero con las luces parpadeantes. Edden golpeó el salpicadero con tanta fuerza que me sorprendió que el airbag no saltase. Arrancó la radio de su soporte.
—¡Rose! —bramó—, ¿ha encontrado la brigada canina algo en la estación de autobuses?
—No, capitán. Están de vuelta.
—Mándalos de nuevo allí —dijo—. ¿A quién tenemos de paisano en los Hollows?
—¿Señor? —dijo confusa.
—¿Quién está en los Hollows que no hayamos mandado al aeropuerto? —gritó.
—La agente Briston está en el centro comercial de Newport de paisano —dijo Rose. El lejano timbre de un teléfono se inmiscuyó en la conversación—. ¡Qué alguien lo coja! —gritó y hubo un instante de silencio—. Gerry está de apoyo, pero va de uniforme.
—Gerry —masculló Edden no muy emocionado—, mándalos a la estación de autobuses.
—Briston y Gerry a la estación de autobuses —repitió lenta mente Rose.
—Diles que usen sus EAH —añadió Edden, lanzándome una mirada.
—¿EAH? —preguntó Nick.
—Equipo antihechizos —dije y él asintió.
—Buscamos a un hombre blanco de unos treinta años. Brujo. De nombre Francis Percy. Cazarrecompensas de la SI.
—No es más que un simple hechicero —interpelé agarrándome ante un repentino frenazo en un semáforo.
—El sospechoso puede llevar hechizos —continuó diciendo Edden.
—Es inofensivo —musité.
—Que no se aproximen a él a no ser que intente marcharse —dij o Edden algo tenso.
—Sí —bufé cuando nos poníamos de nuevo en marcha—, puede que les mate de aburrimiento.
Edden se giró hacia mí.
—¿Por qué no se calla?
Me encogí de hombros y luego deseé no haberlo hecho pues me empezó a palpitar el hombro herido.
—¿Lo tienes todo, Rose? —dijo hablándole al teléfono.
—Armado, peligroso, no aproximarse a menos que intente marcharse. Lo tengo.
Edden gruñó.
—Gracias, Rose —concluyó y apagó la radio con su grueso dedo. Jenks me dio un tirón en la oreja y dejé escapar un gritito.
—¡Allí está! —chilló el pixie—. Mirad, allí, justo delante de nosotros.
Nick y yo nos inclinamos hacia delante para ver. La luz rota era como una baliza. Observamos como indicaba un giro y sus ruedas chirriaban al dirigirse hacia la estación. Sonó un claxon y no pude evitar una risita. Un autobús casi choca contra Francis.
—Bueno —dijo Edden en voz baja cuando dábamos la vuelta para dejar el coche al fondo del aparcamiento—, tenemos cinco minutos hasta que la brigada canina llegue, quince para Briston y Gerry. Tendrá que facturar el equipaje en el mostrador. Eso será una buena prueba de que es suyo. —Edden se soltó el cinturón de seguridad y giró su asiento cuando la furgoneta se detuvo. Sonrió mostrando todos los dientes. Parecía más ansioso que un vampiro con esa sonrisa suya—. Que nadie lo mire siquiera hasta que llegue todo el mundo, ¿entendido?
—Sí, entendido —dije temblorosa. No me gustaba estar bajo las órdenes de nadie, pero lo que decía tenía sentido. Nerviosa, me deslicé en el asiento para pegar la cara a la ventana de Nick y ver como Francis acarreaba con grandes dificultades tres cajas planas.
—¿Es él? —dijo Edden con voz impasible.
Asentí. Jenks bajó por mi brazo y se quedó de pie en el borde de la ventana. Sus alas se agitaban al usarlas para mantener el equilibrio.
—Sí —saltó el pixie— ese es el pastelito.
Levantando la vista me di cuenta de que casi estaba en el regazo de Nick. Avergonzada, me volví a mi sitio. El efecto de la aspirina empezaba a desaparecer y aunque el amuleto que me quedaba aún valdría para varios días, el dolor comenzaba a superarlo con una inquietante frecuencia. Pero era el cansancio lo que realmente me preocupaba. El corazón me martilleaba en el pecho como si acabara de correr una carrera. Y no creía que fuese solo por la emoción del momento.
Francis cerró de una patada la puerta de su coche y comenzó a andar torpemente. Era la viva imagen de la presunción al entrar pavoneándose en la estación con su camisa chillona con el cuello levantado. Sonreí al ver que una mujer lo miró con desdén cuando le sonrió, pero al acordarme de lo asustado que había estado sentado en la oficina de Trent sentí pena por un hombre tan inseguro.
—Está bien chicos y chicas —dijo Edden reclamando mi atención de nuevo—. Clayton, quédate aquí. Envía a Briston adentro cuando llegue. No quiero que se vea a nadie con uniforme por las ventanas. —Observó cómo Francis entraba por las puertas dobles—. Que Rose saque a todo el mundo del aeropuerto. Parece que la bruja, emm, la señorita Morgan tenía razón.
—Sí, señor.
Clayton cogió el teléfono de mala gana.
Las puertas empezaron a abrirse. Era obvio que no formábamos el grupo típico de viajeros de autobús, pero Francis probablemente era demasiado estúpido como para darse cuenta. Edden se guardó su sombrero amarillo de la AFI en el bolsillo. Nick pasaba desapercibido, parecía uno de ellos. Sin embargo mi cabestrillo y mis moratones llamaban más la atención que si tuviese una campana y un cartel que dijese: «Trabajo por hechizos».
—¿Capitán Edden? —dije cuando salía y se detenía fuera a esperar—. Deme un minuto.
Edden y Nick miraron extrañados como rebuscaba en mi bolso.
—Rachel —dijo Jenks desde el hombro de Nick—, debes de estar de broma. Ni con diez hechizos de maquillaje tendrías mejor aspecto ahora mismo.
—¡Vete al cuerno! —musité—. Francis me reconocerá. Necesito un amuleto.
Edden observaba con interés. Sintiendo la presión de la adrenalina rebusqué incómoda con mi mano buena en el bolso en pos del hechizo para envejecer. Finalmente volqué todo el contenido del bolso en el asiento, encontré el hechizo adecuado y lo invoqué. Al colocármelo alrededor del cuello Edden soltó un bufido de incredulidad y admiración. Su aceptación, no, su aprobación, fue gratificante. El hecho de que antes hubiese aceptado mi amuleto contra el dolor tenía mucho que ver con que hubiese accedido a deberle un favor o dos. Siempre que algún humano demostraba su apreciación por mis habilidades, me ponía tontorrona. Qué idiota.
Volví a meterlo todo en el bolso y trabajosamente salí de la furgoneta.
—¿Lista? —dijo Jenks sarcásticamente—. ¿Seguro que no quieres cepillarte el pelo?
—¡Qué te den, Jenks! —dije y Nick me ofreció la mano—. Puedo bajar sola —añadí.
Jenks saltó desde el hombro de Nick al mío.
—Pareces una anciana, actúa como tal —dijo el pixie.
—Ya lo está haciendo. —Edden me sujetó del hombro para evitar que me cayese al pisar el suelo con mis botas de vampiresa—. Me recuerda a mi madre. —Arrugó los ojos haciendo una mueca y agitó la mano delante de su nariz—. Incluso huele como ella.
—Callaos todos —dije titubeando al notar un mareo al respirar hondo. El molesto dolor que había sentido al bajar se había disparado por mi columna hasta la cabeza, donde parecía querer quedarse indefinidamente. Decidida a no dejar que el cansancio me detuviese, me aparté de Edden y me dirigí renqueante hacia la entrada. Los dos hombres me siguieron tres pasos más atrás. Me sentía una mendiga con mis pantalones anchos y la horrible camisa de cuadros. Saber que aparentaba ser una anciana tampoco ayudaba. Tiré de la puerta y no pude abrirla.
—¡Qué alguien me abra la puerta! —exclamé, y Jenks se moría de risa.
Nick me cogió del brazo mientras Edden abría la puerta y una ráfaga de aire recalentado nos envolvió.
—Toma —dijo Nick ofreciéndome el brazo—, agárrate. Así parecerás más una anciana.
Podía soportar el dolor. Era el cansancio lo que superó mi orgullo y me obligó a aceptar la oferta de Nick. Era eso o entrar a gatas a la estación.
Entré arrastrando los pies con un hormigueo de emoción que me aceleraba el pulso mientras escrutaba el largo mostrador buscando a Francis.
—Allí está —susurré.
Casi oculto tras un árbol artificial, Francis estaba hablando con una joven de uniforme. Los encantos de Percy estaban surtiendo los efectos habituales y la mujer parecía molesta. Había tres cajas en el mostrador junto a él. La continuidad de mi existencia dependía del contenido de esas cajas.
Nick tiró de mi codo con suavidad.
—Siéntese aquí, madre —dijo.
—Vuelve a llamarme así y ya me encargaré yo de tu planificación familiar —le amenacé.
—Madre —dijo Jenks abanicándome el cuello con las alas a rachas intermitentes.
—Ya basta —dijo Edden bajito pero con un tono de severidad nuevo hasta ahora. Sus ojos no se habían apartado de Francis ni un segundo—. Vosotros tres os vais a sentar allí a esperar. Que no se mueva nadie a no ser que Percy intente marcharse. Voy a asegurarme de que esas cajas no lleguen a ningún autobús. —Con la vista aún sobre Francis, se llevó la mano al arma que tenía oculta bajo la chaqueta y discretamente se dirigió al mostrador. Edden le sonrió abiertamente a otro de los empleados incluso antes de acercarse siquiera.
¿Que nos sentáramos a esperar? Sí, eso sonaba bien.
Cedí a la suave presión de Nick y me acerqué a la fila de sillas. Eran naranjas, lo mismo que las de la AFI y parecían igualmente incómodas. Nick me ayudó a sentarme en una de ellas y se sentó junto a mí. Se estiró y fingió echarse una siesta con los ojos entrecerrados mientras observaba a Francis. Yo me senté muy derecha con el bolso en el regazo, apretándolo como había visto hacer a las viejecitas. Ahora sabía por qué. Me dolía todo y parecía que me fuese a romper en pedazos si me relajaba. Un niño chilló y di un respingo. Aparté la vista de Francis, que seguía ocupado poniéndose en ridículo él solo y observé al resto de usuarios. Había una madre cansada con tres niños, uno de ellos aún con pañales, que discutía con un empleado acerca de la interpretación de un vale. Un puñado de hombres de negocios absortos en sus asuntos avanzaban a grandes zancadas como si esto fuese únicamente una pesadilla y no la realidad de su existencia. Una pareja de enamorados se apretujaban peligrosamente cerca, probablemente huyendo de sus padres. Unos vagabundos. Un andrajoso anciano llamó mi atención y me guiñó un ojo.
Me asusté. Este lugar no era seguro. La SI podía estar en cualquier sitio lista para cazarme.
—Relájate, Rachel —susurró Jenks a mi oído como si me leyese la mente—. La SI no te va a cazar con el capitán de la AFI en la misma sala.
—¿Cómo estás tan seguro? —dije.
Sentí el aire en mi cuello cuando agitó sus inútiles alas.
—No lo estoy.
Nick abrió los ojos y se sentó.
—¿Cómo estás? —me preguntó en voz baja.
—Estoy bien —dijo Jenks—, gracias por preguntar. ¿Te he dicho ya que un merluzo de la AFI me ha roto una maldita ala? Mi mujer me va a matar.
—Hambrienta y exhausta —contesté con una sonrisa.
Nick me miró un instante antes de volver a fijar los ojos en Francis.
—¿Quieres algo de comer? —Hizo sonar las monedas de su bolsillo. Era el cambio de la carrera en taxi a la AFI—. Tienes bastante para algo de la máquina de allí.
Dejé que mis labios se curvaran en una sonrisa cansada. Era agradable que alguien se preocupase por mí.
—Sí, gracias. Algo con chocolate.
—Chocolate —afirmó Nick levantándose.
Desde las máquinas expendedoras podía seguir mirando a Francis al otro lado de la sala. El muy cargante estaba echado encima del mostrador, probablemente intentando conseguir el número de teléfono de la chica. Contemplé a Nick alejándose. Para estar tan delgado la verdad es que se movía con gracia. Me pregunté qué habría hecho para caer en una redada de la AFI.
—Algo con chocolate —dijo Jenks imitándome con voz aguda—. Ooohh, Nick, ¡eres mi héroe!
—¡Que te den! —repliqué más por costumbre que por otra cosa.
—¿Sabes una cosa, Rachel? —dijo Jenks acomodándose aún más en mi hombro—. Vas a ser una abuelita verdaderamente rara.
Estaba demasiado cansada para pensar una respuesta. Respiré hondo y muy despacio para que no me doliese nada. Mis ojos pasaban de Francis a Nick y notaba la tensión en el estómago por la anticipación del momento.
—Jenks —dije, contemplando la alta figura de Nick frente a la máquina de chocolatinas con la cabeza inclinada sobre las monedas de su mano—, ¿qué piensas de Nick?
El pixie bufó, y al ver que hablaba en serio se lo pensó.
—No está mal —dijo—. No haría nada que te hiciese daño. Tiene complejo de héroe y tú pareces necesitar que te rescaten. Tenías que haber visto su cara cuando estabas tumbada en el sofá de Ivy. Creía que se iba a criar malvas. Pero no esperes que comparta tus ideas acerca del bien y del mal.
Arrugué las cejas haciéndome daño en la cara.
—¿Magia negra? —susurré—. ¡Oh, Dios!, Jenks, ¿no me digas que es practicante?
Jenks soltó una carcajada que sonó como unas campanitas.
—No, quiero decir que no tiene problemas para robar libros de la biblioteca.
—Oh.
Me vino de nuevo a la cabeza lo inquieto que estaba en la AFI y en la furgoneta. ¿Era todo por eso? No creo, pero los pixies eran famosos por saber juzgar bien el carácter de las personas, por muy frívolos, excéntricos o bocazas que fuesen. Me preguntaba si la opinión de Jenks cambiaría si supiese lo de la marca del demonio. Tenía miedo de preguntarle. Joder, me daba miedo siquiera pensar en enseñársela.
Levanté la vista al escuchar la risa de Francis. Escribió algo en un papel se lo entregó a la mujer del mostrador. Se pasó la mano bajo su estrecha nariz y le dedicó una despreciable sonrisa.
—Buena chica —susurré cuando la vi arrugar el papel y lanzarlo por encima de su hombro cuando Francis se dirigió hacia la puerta. El corazón me dio un vuelco. ¡Se dirigía hacia la salida! Maldición. Me levanté para buscar ayuda. Nick se estaba peleando con la máquina de espaldas a mí. Edden estaba enfrascado en una conversación con un hombre con aspecto de funcionario y uniforme de la compañía de autobuses. La cara del capitán estaba roja y tenía los ojos fijos en las cajas que ahora estaban detrás del mostrador.
—Jenks —dije lacónicamente—, llama a Edden.
—¿Qué? ¿Cómo quieres que vaya, gateando?
Francis estaba a medio camino de la salida. No confiaba en que Clayton fuese capaz de detener ni la meada de un perro. Me levanté rezando para que Edden se girase. No lo hizo.
—Ve a buscarlo —mascullé ignorando los tacos que soltaba Jenks cuando lo arranqué de mi hombro y lo dejé en el suelo.
—¡Rachel! —gritó Jenks pero yo ya me dirigía renqueando tan rápido como podía a interponerme entre Francis y la salida. Iba demasiado lenta y él me llevaba ventaja.
—Disculpe, joven —lo llamé con el pulso acelerado, acercando me a él—, ¿podría decirme dónde está la sala de recogida de equipaje?
Francis giró sobre sus talones. Me esforcé por no dejar entrever mi miedo a que me reconociese ni mi odio por lo que estaba haciendo.
—Señora, esto es una estación de autobuses —dijo torciendo el labio con gesto de desagrado—. No hay sala de recogida de equipaje. Sus cosas están fuera, en la acera.
—¿Qué? —dije en voz alta maldiciendo mentalmente a Edden. ¿Dónde demonios estaba? Me agarré fuerte del brazo de Francis y él miró hacia abajo a mi mano arrugada por efecto del hechizó.
—¡Está fuera! —gritó intentando soltarse y tambaleándose al golpearle de lleno mi perfume.
Pero yo no lo solté. Con el rabillo del ojo vi a Nick junto a la máquina de chocolatinas mirando desconcertado mi asiento vacío. Con la vista buscó rápidamente entre la gente hasta que nuestras miradas se cruzaron. Sus ojos se abrieron de par en par y salió disparado en busca de Edden.
Francis se había guardado sus papeles bajo el brazo y usaba la otra mano para intentar soltar mis dedos aferrados a su brazo.
—Suélteme, señora —dijo—, no hay sala de equipaje.
Me dio un calambre en los dedos y se soltó. Presa del pánico vi como se recolocaba la camisa.
—Vieja loca decrépita —dijo en un ataque de rabia—. ¿Qué hacéis todas las brujas arpías, bañaros en perfume? —Entonces se quedó con la boca abierta—. ¿Morgan? —dijo entre dientes al reconocerme—, me dijeron que estabas muerta.
—Y lo estoy —dije. Mis rodillas amenazaban con doblarse. Me mantenía en pie gracias únicamente a la adrenalina. Su estúpida sonrisa me confirmó que no tenía ni idea de lo que se cocía.
—Te vas a venir conmigo. Denon me ascenderá cuando te vea.
Negué con la cabeza. Tenía que hacer esto según las normas o Edden se la cargaría.
—Francis Percy, bajo la autoridad de la AFI, te acuso de conspiración para traficar intencionadamente con biofármacos.
Su sonrisa se evaporó y su cara se quedó pálida bajo su desagradable barba. Miró hacia el mostrador por encima de mi hombro.
—Mierda —maldijo echando a correr.
—¡Quieto! —gritó Edden, demasiado lejos como para servir de algo.
Yo me abalancé sobre Francis agarrándolo por las rodillas. Ambos caímos con un doloroso golpe seco. Francis se retorció y me dio una patada en el pecho intentando escapar. El dolor me cortó la respiración.
Una ráfaga de aire pasó como un rayo justo por donde había estado mi cabeza hacía un segundo. Levanté la vista sobresaltada. Unas estrellas me nublaban la vista mientras Francis se debatía por escapar. No, pensé al ver una bola azul de fuego estrellarse contra la pared contraria y explotar, estas estrellas son de verdad. El suelo tembló por la fuerza de la explosión. Las mujeres y los niños gritaban cayendo contra las paredes.
—¿Qué ha sido eso? —tartamudeó Francis. Se retorcía bajo mi peso y durante un instante nos quedamos mirando fascinados cómo la destellante llama azul se convertía en un estallido de luz sobre la fea pared amarilla hasta que se replegó sobre sí misma y desapareció con una pequeña explosión.
Asustada por primera vez, me giré para mirar a mi espalda. Allí de pie junto al pasillo que iba a las oficinas había un hombre bajito, vestido de negro y seguro de sí mismo con una bola roja de siempre jamás entre las manos. Una mujer delgadísima vestida igual que él bloqueaba la entrada principal. El tercer hombre estaba junto a la ventanilla de billetes y era un tipo musculoso del tamaño de un Volkswagen escarabajo. Al parecer, el congreso de brujas de la costa había terminado. Estupendo.