Capítulo 6
Me senté en la antigua mesa de la cocina de Ivy con los tobillos entrecruzados y balanceando los pies enfundados en mis peludas zapatillas rosas. Las verduras cortadas en tiras estaban cocinadas a la perfección, crujientes y sabrosas. Las aparté dentro de la cajita blanca de cartón buscando más trocitos de pollo.
—Esto está buenísimo —mascullé con la boca llena. Las especias picantes me ardían en la lengua y se me saltaron las lágrimas. Me lancé a por el vaso de leche que tenía reservado para luego y apagué mi sed—. Pica —dije, mientras Ivy levantaba la vista de la cajita que tenía entre sus alargadas manos—. Jolín, pica un montón.
Ivy arqueó una delgada ceja negra.
—Me alegro de que te guste. —Estaba sentada en la mesa en un espacio que había despejado delante de su ordenador. Cuando agachaba la cabeza sobre su cajita de comida para llevar, su pelo negro caía como una cortina sobre su cara. Se lo retiró tras la oreja y observé la línea de su mandíbula moverse lentamente mientras comía.
Tengo la experiencia justa con los palillos como para no parecer idiota, pero Ivy movía los suyos con lenta precisión, introduciendo los trocitos de comida en su boca con una cadencia rítmica, casi erótica. Aparté la mirada sintiéndome repentinamente incómoda.
—¿Qué es? —pregunté, hurgando en mi cajita.
—Pollo con curry rojo.
—¿Ah, sí? —repliqué y ella asintió. Hice un ruidito de aprobación. Ese nombre podía recordarlo. Encontré otro pedacito de carne. El curry picante explotó en mi boca y tuve que apagarlo con un trago de leche—. ¿Dónde lo has comprado?
—En Piscary’s.
Abrí los ojos de par en par. Piscary’s era una combinación de pizzería y lugar de moda para vampiros. Muy buena comida en un ambiente especial.
—¿Esto es de Piscary’s? —dije mordiendo un brote de bambú—. Creía que solo entregaban pizzas a domicilio.
—Sí, normalmente sí.
El tono gutural de su voz me llamó la atención y advertí que estaba completamente absorta en su comida. Ivy levantó la cabeza al notar que me había quedado quieta y me dedicó un pestañeo de sus ojos almendrados.
—Mi madre le dio la receta —dijo— y Piscary lo cocina especialmente para mí, no es nada del otro mundo.
Volvió a concentrarse en su cena. Una sensación incómoda me invadió y escuché cantar a los grillos por encima del sonido de nuestros palillos. El señor Pez nadaba en su pecera colocada en el alféizar de la ventana. Los suaves y apagados ruidos de los Hollows por la noche se hacían casi imperceptibles debido las rítmicas sacudidas de mi ropa en la secadora.
No podía soportar la idea de llevar la misma ropa otra vez mañana, pero Jenks me había dicho que su amigo no podría deshacer la maldición de mis cosas hasta el domingo. Lo único que podía hacer era lavar la que había llevado hoy y desear no encontrarme con nadie a quien conociese. Ahora mismo llevaba puestos el camisón y la bata que Ivy me había prestado. Eran negros, por supuesto, pero ella decía que el color me sentaba bien. El ligero olor a ceniza de madera no resultaba desagradable, pero parecía que se me pegaba a la piel.
Miré al espacio vacío sobre el fregadero donde debería haber un reloj.
—¿Qué hora debe de ser ya?
—Pasadas las tres —dijo Ivy sin mirar su reloj.
Rebusqué en mi comida y suspiré al comprobar que me había comido toda la piña.
—Ojalá mi ropa estuviese seca ya. Estoy hecha polvo.
Ivy se cruzó de piernas y se inclinó hacia delante.
—Acuéstate. Yo te saco la ropa. Voy a estar despierta hasta las cinco o así.
—No, me quedo —dije bostezando y cubriéndome la boca con el dorso de la mano—. No es que tenga que madrugar para ir a trabajar mañana —continué con tono agrio. Ivy emitió un gruñido de asentimiento. Dejé de hurgar en mi comida un instante.
—Ivy, puedes decirme que me calle si crees que no es asunto mió pero ¿por qué ingresaste en la SI si no querías trabajar para ellos?
Pareció sorprendida cuando levantó la mirada. Con un tono inexpresivo que lo decía todo dijo:
—Lo hice para fastidiar a mi madre. —Una sombra de lo que me pareció un recuerdo doloroso se cruzó en su mirada desvaneciéndose antes de que pudiera decir qué era de verdad—. Mi padre no está muy contento de que lo haya dejado —añadió—. Me dijo que debía haberme quedado o haber matado a Denon.
Olvidándome por completo de la cena, me quedé mirándola fijamente sin saber si estaba más sorprendida al oír que su padre seguía vivo o por su creativo consejo de cómo ascender en la oficina.
—Jenks me había dicho que eras el último miembro vivo de tu familia —dije finalmente.
La cabeza de Ivy asintió con movimientos pausados. Sus ojos marrones me observaban. Los palillos viajaban de la caja a sus labios en una lenta danza. La sutil demostración de sensualidad me pilló desprevenida y me revolví incómoda encima de la mesa. Nunca había sido tan mala cuando habíamos trabajado juntas en el pasado, claro que solíamos terminar antes de la medianoche.
—Mi padre entró en la familia por matrimonio —dijo mientras comía y me preguntaba si sabría lo provocativa que resultaba—. Yo soy el último miembro de sangre de mi linaje. Gracias a los acuerdos prematrimoniales todo el dinero de mi madre es mío, o lo era. Está completamente desquiciada. Quiere que encuentre a un buen vampiro vivo de clase alta, que siente la cabeza y que tenga tantos niños como pueda para garantizar que su estirpe no desaparece. Me mata si me muero antes de tener un hijo.
Asentí como si comprendiera, pero no era verdad.
—Yo entré por mi padre —admití. Avergonzada hundí la vista en mi cena—. Trabajaba para la SI en la división de los arcanos. Por las mañanas llegaba contando historias increíbles de la gente a la que había ayudado o detenido. Hacia que pareciese muy emocionante. —Me reí por lo bajo—. Nunca mencionó todo el papeleo. Cuando murió, creí que sería una forma de estar más cerca de él, de recordarlo. Qué tontería, ¿no?
—No.
Levanté la vista, mordiendo una zanahoria.
—Tenía que hacer algo. Pasé un año entero viendo cómo se le iba la pinza a mi madre. No está loca, pero es como si se negase a creer que él se ha ido. Es imposible hablar con ella sin que te diga cosas como: «Hoy he hecho pudin de plátano. Era el favorito de tu padre». Sabe que está muerto, pero se niega a pasar página.
Ivy miraba a través de la oscura ventana de la cocina, perdida en sus recuerdos.
—Mi padre es igual. Se pasa la vida hablando de mi madre. Lo odio.
Dejé de masticar. No había muchos vampiros que pudieran permitirse seguir vivos tras la muerte. Las elaboradas precauciones contra el sol y los seguros de responsabilidad civil ya ponían en apuros a muchas familias. Por no mencionar el constante suministro de sangre fresca.
—Casi nunca lo veo —añadió en un susurro—. No lo entiendo, Rachel. Tiene toda una vida por delante, pero no la deja obtener la sangre que necesita de nadie más. Si no está con ella, está desmayado en el suelo por la pérdida de sangre. Evitar que ella se muera del todo está acabando con él. Una persona sola no puede alimentar a un vampiro muerto y ambos lo saben.
La conversación había tomado un cariz incómodo, pero no podía irme sin más.
—Quizá lo hace porque la quiere —apunté en voz baja. Ivy frunció el ceño.
—¿Qué clase de amor es ese? —Se levantó descruzando sus largas piernas en un grácil movimiento. Con la caja de cartón aún en la mano desapareció por el pasillo.
El repentino silencio me martilleó los oídos. Me quedé mirando perpleja su silla vacía. Se había largado. ¿Cómo se atrevía? Estábamos hablando. La conversación se había puesto demasiado interesante para dejarla a medias, así que bajé de la mesa y la seguí hacia la salita con mi cena en la mano.
Ivy se había tirado en uno de los sillones de ante gris, estirada, aparentando total indiferencia, con la cabeza sobre el ancho reposabrazos y los pies colgando sobre el otro. Dudé un momento en el umbral de la puerta, desconcertada por la imagen que ofrecía.
Como una leona en su guarida saciada tras la caza. Bueno, al fin y al cabo era una vampiresa, ¿qué pinta esperaba que tuviese?
Me recordé a mí misma que no era una vampiresa practicante y que no tenía nada que temer. Con cautela me acomodé en el sillón frente a ella, con la mesita de café entre ambas. Solo una de las lámparas de sobremesa estaba encendida y los rincones más alejados de la habitación resultaban poco definidos y ocultos en las sombras. Las luces del equipo de música brillaban.
—Entonces, ¿fue idea de tu padre que te unieses a la SI? —apunté.
Ivy se había colocado su cajita blanca sobre el estómago. Sin mirarme seguía tumbada mordisqueando un brote de bambú, mirando al techo mientras masticaba.
—En un principio fue idea de mi madre. Quería que estuviese en un cargo directivo. —Ivy se metió en la boca otro trocito de comida—. Se suponía que estaría a salvo y tranquila. Creía que sería bueno para mí ejercitar las habilidades de mi gente. —Se encogió de hombros—. Pero yo quería ser cazarrecompensas.
Me quité las zapatillas y me senté sobre los pies, acurrucada junto a mi comida para llevar. Miré furtivamente a Ivy mientras deslizaba lentamente los palillos entre sus labios. La mayoría de los altos cargos de la SI eran no muertos. Siempre creí que era porque el trabajo resultaba más fácil si uno no tenía alma.
—No tenía derecho a impedírmelo —continuó contando Ivy, hablándole al techo—. Así que para castigarme por hacer lo que deseaba yo en lugar de lo que quería ella se aseguró de que Denon fuese mi jefe. —Se le escapó una risita—. Ella creía que me molestaría tanto que pasaría a un cargo directivo en cuanto hubiese una vacante. Nunca se imaginó que cambiaría toda mi herencia por romper mi contrato. Supongo que se lo he dejado bien claro ahora —dijo con sarcasmo.
Esquivé una diminuta mazorquita de maíz para coger un trozo de tomate.
—¿Has dilapidado tu dinero porque no te gustaba tu jefe? A mí tampoco me gustaba pero…
Ivy se incorporó. La fuerza de su mirada me dejó helada. Las palabras se me congelaron en la garganta ante el odio que despedía su expresión.
—Denon es un gul —dijo Ivy acabando con toda la calidez de la habitación con sus palabras—. Si hubiera tenido que aguantar sus críticas un día más, creo que le hubiera rajado la garganta.
Titubeé un instante.
—¿Un gul?, creía que era un vampiro —dije confusa.
—Lo es. —Como no dije nada más, Ivy se giró para poner las botas en el suelo—. A ver —dijo molesta—, seguro que te has fijado que Denon no tiene aspecto de vampiro. Sus dientes son humanos, ¿no? No puede proyectar su aura de día y hace tanto ruido al moverse que se le oye venir a un kilómetro.
—No estoy ciega, Ivy.
Se aferró a su cajita de cartón y me miró fijamente. El aire de la noche era fresco para estar a finales de primavera y tuve que acurrucarme aún más en la bata de Ivy.
—A Denon lo mordió un no muerto, por eso tiene el virus vampírico —continuó Ivy—. Eso le permite hacer algún truco y resultar más atractivo, e imagino que puede llegar a dar bastante miedo si dejas que te intimide, pero es el lacayo de alguien, Rachel. No es más que un juguete y siempre lo será.
Algo crujió cuando se estiró para colocar la cajita en la mesita de café.
—Incluso si se muere y alguien se toma la molestia de convertirlo en no muerto, seguirá siendo de segunda clase —continuó diciendo—. Míralo a los ojos la próxima vez que lo veas. Tiene miedo. Cada vez que deja que un vampiro se alimente de él tiene que fiarse de que lo convertirá en no muerto si pierde el control y accidentalmente lo mata. —Tomó aire profundamente—. No me extraña que tenga miedo.
El curry rojo se quedó insípido. Me latía fuerte el corazón y la miré a los ojos rezando por encontrar allí únicamente a Ivy. Sus ojos seguían estando marrones, pero había algo en ellos. Algo antiguo que yo no comprendía. Se me cerró el estómago y de pronto me sentía insegura.
—No tengas miedo de un gul como Denon —me susurró. Pensé que su intención era calmarme, pero se me tensaron los nervios—. Hay cosas mucho más peligrosas a las que temer.
¿Tú, por ejemplo?, pensé pero no lo dije en voz alta. Su repentino aire de depredador reprimido desató todas las alarmas de mi cabeza. Pensé que era momento de levantarme e irme, sacar mi culo de bruja de allí y volver a la cocina, donde debería estar. Pero Ivy había vuelto a recostarse en el sillón con su cena y no quería que se diese cuenta de que me estaba asustando. No era la primera vez que la veía actuar como la vampiresa que era, pero nunca antes la había visto después de media noche, en su salita y sola.
—¿Cosas como tu madre, por ejemplo? —dije deseando no haberme pasado.
—Cosas como mi madre —repitió susurrando—. Por eso voy a vivir en una iglesia.
Me acordé de mi diminuta cruz colgada de mi nueva pulsera junto al resto de amuletos. Nunca dejaba de impresionarme que algo tan pequeño pudiese detener a una fuerza tan poderosa. No servía de nada contra un vampiro vivo, solo servía con los no muertos, pero no escatimaría en cualquier protección que pudiese encontrar.
Ivy apoyó los tacones de sus botas en la mesita.
—Mi madre lleva siendo una verdadera no muerta los últimos diez años, más o menos —dijo sacándome de mis oscuros pensamientos—. La odio.
Sorprendida no pude evitar preguntar:
—¿Por qué?
Apartó su cena en lo que obviamente era un gesto de desazón. Su expresión se quedó aterradoramente vacía y evitaba mi mirada.
—Yo tenía dieciocho cuando mi madre murió —dijo en un susurro. Su voz sonaba lejana como si no fuese consciente de estar hablándole a alguien—. Perdió algo, Rachel. Cuando no puedes caminar bajo el sol, pierdes algo tan nebuloso que no puedes decir con seguridad qué es, pero lo pierdes. Es como si estuviese atrapada en un modelo de conducta pero no pudiese recordar por qué. Aún me quiere, pero no recuerda por qué me quiere. Lo único que le devuelve algo de vida es beber sangre y es terriblemente salvaje haciéndolo. Cuando está saciada casi puedo reconocer en lo que queda de ella a mi madre, pero no le dura mucho. Nunca es suficiente.
Ivy me miró sombríamente.
—Tienes un crucifijo, ¿no?
—Aquí mismo —dije con forzada vivacidad. No dejaría que supiese que me estaba poniendo los nervios de punta, no señor. Levantando la mano sacudí el brazo para que bajase la manga de la bata hasta el codo y dejase ver mi nueva pulsera con mis amuletos.
Ivy puso las botas en el suelo. Me relajé frente a la postura menos provocativa que adoptaba hasta que se apoyó sobre la mesita. Alargó la mano con increíble rapidez y atrapó mi muñeca antes de que yo supiese que se había movido. Me paralicé, advirtiendo la calidez de sus dedos. Estudió el amuleto de madera con incrustaciones de metal con interés mientras yo reprimía el instinto por soltarme.
—¿Está bendecido? —preguntó.
Pálida, asentí y me soltó, retirándose de nuevo con espeluznante lentitud. Aún podía sentir su mano aferrada a mi muñeca con una firmeza que no aumentaría a menos que intentase soltarme.
—El mío también —dijo sacando su cruz de debajo de la blusa.
Impresionada de nuevo por su crucifijo, dejé a un lado mi cena y me incliné hacia delante sin poder evitar alargar la mano para tocarla. La plata repujada me suplicaba que la acariciase y ella se inclinó sobre la mesa para acercármela. La cruz tenía antiguas runas gravadas junto a bendiciones más tradicionales. Era preciosa y me pregunté si sería muy antigua.
De pronto noté el cálido aliento de Ivy en mi mejilla. Me retiré con la cruz aún en la mano. Sus ojos estaban oscuros y su cara impávida. No trasmitía nada. Asustada, desvié la mirada hacia la cruz. No podía soltarla sin más, le golpearía en el pecho, pero tampoco podía colocársela delicadamente.
—Toma —dije terriblemente incómoda ante su inexpresiva mirada—. Cógela. —Ivy alargó la mano rozando con sus finos dedos los míos al coger la antigua joya. Tragando saliva, me volví a acurrucar en el sillón estirando la bata de Ivy hasta cubrirme las piernas.
Moviéndose con provocativa lentitud, Ivy se quitó la cruz. La cadena de plata se enganchó con su brillante y negra cabellera. Ella se desenganchó el pelo, dejándolo caer en cascada. Dejó la cruz en la mesa entre ambas. El sonido del metal contra la madera rompió el silencio. Sin parpadear, se acurrucó en su sillón frente al mío con los pies bajo su cuerpo y se quedó mirándome. Dios santo, pensé en un ataque de pánico al comprenderlo todo. Está ligando conmigo. Eso era exactamente lo que sucedía, ¿cómo podía haber estado tan ciega? Mi mandíbula se tensó mientras mi mente se afanaba por encontrar una salida. Yo era hetero, nunca lo había dudado. Me gustaban los hombres más altos que yo y no demasiado fuertes, para poder dejarlos clavados al suelo en un arrebato de pasión si me apetecía.
—Mmm, Ivy —comencé a decir.
—Yo nací siendo vampiro —dijo ella en voz baja.
Su voz profunda me produjo un escalofrío por la espalda, bloqueándome la garganta. Conteniendo la respiración, la miré a los negros ojos. No dije nada por miedo a provocar en ella algún movimiento y no quería que se moviese en absoluto. Algo había cambiado y ya no estaba segura de hacia dónde iba la situación.
—Mis padres son ambos vampiros —continuó Ivy y aunque no se movió, noté que la tensión en la habitación aumentaba de tal manera que ya ni oía a los grillos—. Yo fui concebida y nací antes de que mi madre se convirtiera en una verdadera no muerta. ¿Sabes lo que eso significa, Rachel? —Sus palabras eran lentas y precisas. Caían de sus labios con la suave cadencia de susurrantes salmos.
—No —dije casi sin respiración.
Ivy inclinó la cabeza de forma que su pelo formó una onda color obsidiana brillante bajo la tenue luz. Me miró a través de ella.
—El virus no tuvo que esperar a que estuviese muerta para moldearme —dijo—. Me fue dando forma mientras crecía en el útero de mi madre, proporcionándome un poco de ambos mundos, el de los vivos y el de los muertos.
Entreabrió los labios y me estremecí ante la visión de sus afilados dientes. No era mi intención. Rompí a sudar por la espalda y a modo de respuesta Ivy inspiró profundamente, conteniendo la respiración.
—Me resulta fácil proyectar mi aura —dijo exhalando el aire—. En realidad, lo difícil es mantenerla bajo control.
Se estiró en su sillón y no pude evitar hacer un ruido con la nariz al respirar. Ivy hizo un movimiento brusco ante el ruido. Lenta y metódica, volvió a poner las botas en el suelo.
—Y aunque mis reflejos y mi fuerza no son tan buenos como los de un verdadero no muerto, son mucho mejores que los tuyos —dijo.
Yo ya sabía todo esto y la pregunta de por qué me lo contaba incrementaba mi miedo. Luchando por no dejar entrever mi ansiedad, me negué a achicarme cuando apoyó las manos en la mesa a ambos lados de la cruz y se inclinó hacia mí.
—Además, tengo asegurado convertirme en una no muerta, aunque muera en un campo sola y conservando hasta la última gota de sangre en mi cuerpo. No hay por qué preocuparse, Rachel, ya soy eterna. La muerte únicamente me hará más fuerte.
El corazón me saltaba en el pecho. No podía apartar la vista de sus ojos. Maldita sea. Eso era más de lo que quería saber.
—¿Y sabes lo mejor? —preguntó.
Negué con la cabeza por miedo a que no me saliese la voz. Estaba pendiente de un hilo, quería saber en qué clase de mundo vivía, pero me resistía a entrar en él.
Sus ojos cobraron vida. Sin mover el torso levantó una de sus rodillas hasta la mesita y luego la otra. Dios mío, se iba a lanzar sobre mí.
—Los vampiros vivos pueden seducir a la gente, si ellos lo desean —susurró. La suavidad de su voz me acarició la piel hasta hacerme cosquillas. Doble maldición.
—¿De qué te sirve si solo funciona con los que se dejan? —pregunté con voz áspera en comparación con la líquida esencia de la suya.
Ivy entreabrió los labios dejando ver el borde de sus dientes. No podía apartar la mirada.
—Sirve para tener un sexo fantástico, Rachel.
—Ah —fue lo único que pude balbucear. Sus ojos estaban inundados por la lujuria.
—Y tengo el gusto por la sangre de mi madre —dijo arrodillándose sobre la mesa—. Es como el ansia de azúcar que tienen algunos. No es una buena comparación pero es la mejor que he podido encontrar, a menos que quieras… probar.
Ivy exhaló, estremeciéndose entera. Su aliento envió una onda que reverberó a través de mí. Mis ojos se abrieron como platos, sorprendidos y desconcertados al identificar en mí el deseo. ¿Qué coño estaba pasando? Yo era hetero. ¿Por qué de repente quería descubrir lo suave que era su pelo?
Lo único que tenía que hacer era alargar la mano. Estaba a pocos centímetros de mí. Preparada, esperando, en silencio, podía oír los latidos de mi corazón haciendo eco en mis oídos. Aterrorizada vi como Ivy rompía el contacto visual para bajar los ojos por mi garganta hacia donde me palpitaba el pulso.
—¡No! —grité presa del pánico.
Pataleé, jadeando aterrorizada al notar su peso sobre mí, atrapándome contra el sillón.
—¡Ivy, no! —chillé. Tenía que quitármela de encima. Traté de moverme. Llené los pulmones soltándolo todo en un grito de impotencia. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? ¡Era una vampiresa!
—Rachel, para.
Su voz era calmada y suave. Con una sola mano sujetaba mi pelo, forzando mi cabeza hacia atrás para dejar al descubierto todo mi cuello. Me hacía daño y me oí a mí misma gimotear.
—Estás complicando las cosas —dijo y yo me revolví jadeando. Su presión contra mi muñeca se hizo más firme hasta hacerme daño.
—Deja que me vaya… —dije sin resuello como si hubiese estado corriendo—. Dios, ayúdame, Ivy. Déjame, por favor. No quiero que me hagas esto —le supliqué. No podía evitarlo. Estaba aterrorizada. Había visto lo que pasaba en las películas. Dolía. Dios, me iba a doler mucho.
—Para —dijo de nuevo. Su voz sonaba tensa—. Rachel. Estoy intentando soltarte, pero tienes que parar. Estás empeorando las cosas. Tienes que creerme.
Tomé aire entrecortadamente. La miré. Su boca estaba a pocos centímetros de mi oreja. Sus ojos estaban negros, el hambre que podía ver en ellos contrastaba terriblemente con el tranquilo sonido de su voz. Sus ojos estaban fijos en mi cuello. Una gota de cálida saliva cayó en mi piel.
—Dios mío, no —murmuré estremeciéndome.
Ivy tembló, estremeciéndose allí donde su cuerpo tocaba el mío.
—Rachel, para —volvió a decir y el pánico se apoderó de nuevo de mí en su máximo esplendor. Mi respiración se hacía cada vez más ahogada. Realmente intentaba apartarse de mí, y por lo que parecía estaba perdiendo la batalla.
—¿Qué hago? —murmuré.
—Cierra los ojos —dijo—, necesito tu colaboración. No sabía que sería tan difícil.
Se me secó la boca al oír el tono de niña perdida de su voz. Necesité reunir toda mi voluntad para cerrar los ojos.
—No te muevas.
Su voz era suave como la seda. Me recorrió un latigazo. Sentía náuseas. Notaba el pulso golpeando contra mi piel. En lo que me pareció un minuto entero, me quedé tumbada bajo su peso, con todos mis instintos gritándome que saliese corriendo. Los grillos cantaban fuera y yo notaba cómo las lágrimas resbalaban entre mis párpados temblorosos. Notaba el aliento de Ivy acercarse y alejarse de mi desprotegido cuello.
Grité cuando me soltó el pelo. Seguía respirando con dificultad cuando me liberó de su peso. Ya no la olía. Seguí inmóvil.
—¿Puedo abrir los ojos ya? —musité.
No hubo respuesta.
Me incorporé en el sillón y estaba sola. Sonó el lejano ruido de la puerta del santuario cerrándose y la rápida cadencia de sus botas en la acera y luego nada. Aturdida y conmocionada me sequé los ojos con la mano y luego me toqué el cuello, notando su gota fría de saliva. Recorrí la habitación con la vista sin encontrar nada de calidez en el gris. Se había ido.
Agotada, me levanté sin saber qué hacer. Me rodeé con los brazos tan fuerte que me hice daño. Mis pensamientos volvieron al horror y, antes de aquello, al sentimiento de deseo que me había invadido, potente y denso. Había dicho que solo podía seducir a quienes lo deseaban. ¿Me había mentido o acaso en el fondo yo deseaba que me inmovilizase en el sillón y me abriera la garganta?