CAPÍTULO IV

Al día siguiente Seutes quemó todas las aldeas, sin dejar una sola casa, para que los demás, al ver esto, tomasen miedo y no hicieran con ellos lo mismo si continuaban resistiendo. En seguida se marchó de allí y envió a Heraclides a Perinto para vender el botín y con ello pagar a los soldados. Él y los griegos establecieron su campamento en la llanura de los tinos; éstos abandonaron sus habitaciones y se refugiaron en las montañas.

Había mucha nieve, y el frío era tal que el agua que traían para la comida se helaba, lo mismo que el vino en las vasijas, y a muchos de los griegos se les quemaron las narices y las orejas. Entonces comprendieron por qué los tracios usan pieles de zorra para cubrirse la cabeza y las orejas; por qué se envuelven con los sayos no sólo el pecho, sino también los muslos, y por qué llevan a caballo no clámides, sino mantos largos que les llegan hasta los pies. Seutes dio libertad a algunos prisioneros y los envió a las montañas, diciéndoles que si los habitantes no bajaban a sus casas y se sometían les quemaría también sus aldeas y el trigo y morirían de hambre. Entonces bajaron las mujeres, los niños y los ancianos. Pero los jóvenes acamparon en las aldeas al pie de la montaña, y Seutes, al saberlo, mandó a Jenofonte que tomase los más jóvenes de los hoplitas y le siguiese con ellos. Se pusieron en marcha de noche, y al rayar el día se presentaron en las aldeas. La mayor parte de los habitantes huyeron; pero a cuantos pudo coger Seutes los hizo matar implacablemente, con dardos.

Había en el ejército un tal Epístenes que era pederasta. Este hombre, viendo a un muchacho muy joven y bello con un escudo en la mano y condenado a morir, corrió a Jenofonte y le suplicó acudiese en socorro de un bello muchacho. Jenofonte acercóse a Seutes y le rogó que no matase al muchacho, explicándose los gustos de Epístenes, que tiempo atrás había formado una compañía, eligiendo para componerla a muchachos guapos, y que con ellos se había portado valientemente. Seutes preguntó: «¿Querrías, Epístenes, morir en lugar de éste?». Y Epístenes, tendiendo el cuello, contestó: «Hiere, si este muchacho lo desea y puede serle agradable». Preguntó Seutes al muchacho si quería que hiriese al otro en lugar suyo. Pero el muchacho no quiso consentirlo, sino que le suplicó no matase a ninguno de los dos. Entonces Epístenes se abrazó al muchacho y dijo: «Ahora, Seutes, puedes venir a luchar conmigo para quitármelo. Y no lo entregaré». Y Seutes, riendo, pasó a otra cosa. Le pareció conveniente acampar en aquel sitio a fin de que los refugiados en las montañas no se alimentasen de aquellas aldeas. Él, descendiendo un poco, puso en el llano sus tiendas. Pero Jenofonte, con sus soldados escogidos, se alojó en la aldea más alta, y los demás griegos a poca distancia, en tierras de los tracios llamados montañeses.

Al cabo de no muchos días los tracios que estaban en la montaña bajaron a verse con Seutes, y concertaron con él una tregua mediante entrega de rehenes. Jenofonte se presentó también a Seutes y le dijo que estaban alojados en sitios muy desfavorables; que los enemigos se encontraban cerca; que sería preferible acampar en lugares fuertes en vez de permanecer en las casas de las aldeas con peligro de ser aniquilados. Seutes le dio seguridades y le mostró los rehenes que le habían entregado. También habían bajado algunos de la montaña para verse con Jenofonte y pedirle que hiciese igualmente treguas con ellos. Él se mostró conforme, y les dijo que estuvieran tranquilos, pues les daba seguridad de que no les había de ocurrir nada malo si se entregaban a Seutes. Pero ellos no habían ido con otro objeto que espiar.

Esto ocurrió durante el día. La noche inmediata bajaron los tinos de la montaña y atacaron a los griegos, guiados por el dueño de cada casa; de otro modo hubiese sido difícil reconocer en la oscuridad las casas de las aldeas; estas casas estaban, además, rodeadas de cercas hechas con grandes estacas a causa del ganado. Cuando llegaban a la puerta de cada casa, unos lanzaban sus dardos, otros golpeaban con sus mazas, que, según decían, llevaban para romper los astiles de las lanzas; otros prendían fuego. Y llamaban a Jenofonte por su nombre, diciéndole que saliese a morir o le quemarían allí vivo.

Ya aparecía el fuego por el techo; Jenofonte y los suyos estaban dentro revestidos de corazas y con sus escudos, espadas y cascos. En esto, Silano, de Macisto, de unos dieciocho años, dio la señal, e inmediatamente todos se precipitaron fuera con las espadas desenvainadas, al mismo tiempo que los de las otras casas. Los tracios huyeron, echándose a la espalda sus peltas, según tenían costumbre. Y al saltar las estacas algunos se quedaron colgados de ellas por los escudos y así fueron cogidos; otros perecieron también porque no acertaron a encontrar salida. Los griegos fueron persiguiéndoles fuera de la aldea.

Mientras tanto algunos tinos se volvieron en la oscuridad y desde allí dispararon sus dardos sobre unos griegos que corrían junto a una casa incendiada y que, al resplandor del fuego, se destacaban perfectamente. Hirieron a Hierónimo, al capitán Epitalico y al locrio Teógenes, también capitán; pero no murió nadie; sólo se quemaron la ropa y el bagaje de algunos. En esto Seutes vino en socorro con siete caballos y el trompeta tracio. Porque Seutes, apenas supo el ataque de los tinos, mandó tocar a cuerno, y el trompeta no dejó de tocar hasta que llegaron donde estaban los griegos. Esto también infundió miedo a los enemigos. Cuando llegó a la aldea tendió la mano a los griegos y dijo que había pensado encontrar muchos muertos.

Jenofonte le rogó que le entregase los rehenes; que marchase con él contra los de la montaña o, si no quería, que le dejase ir a él. Al día siguiente Seutes le entregó los rehenes, unos ancianos que, según decían, eran los más principales entre los montañeses, y al mismo tiempo trajo sus fuerzas.

Estas fuerzas de Seutes habían ya triplicado su número, pues muchos de los odrisios, al oír lo que Seutes estaba haciendo, habían bajado para ayudarle en la guerra. Los tinos, cuando vieron desde la montaña tantos hoplitas, tantos peltastas, tantos caballos, bajaron también pidiendo paz. Decían que estaban dispuestos a hacer todo y rogaban que se les admitiesen prendas; Seutes llamó a Jenofonte y le hizo saber lo que decían los tinos, añadiendo que no les concedería la paz si Jenofonte deseaba vengarse de su ataque. Jenofonte respondió: «Yo, por mi parte, pienso que ya están suficientemente castigados si de libres se convierten en esclavos». Pero les aconsejó que en adelante tomasen en rehenes a los que pudiesen hacer más daño, dejando a los viejos en sus casas. Todos los habitantes del país consintieron en esto.