CAPÍTULO III
Aquel día se alojaron en las aldeas situadas encima de la llanura regada por el río Centrites, que tiene de ancho unos dos pletros y sirve de límite entre la Armenia y el país de los carducos. Los griegos descansaron allí, viendo con gusto una llanura. Dista el río de las montañas de los carducos como unos seis o siete estadios. Se alojaron en estas aldeas llenos de contento, con abundantes víveres a su disposición y recordando muchos de los trabajos pasados. En efecto, durante los siete días que emplearon en atravesar el país de los carducos no dejaron de combatir un momento y pasaron más penalidades que todas las sufridas con el rey y Tisafernes. Libres, pues, de tales peligros, descansaron contentos.
Al rayar el día vieron al otro lado del río unos jinetes armados como con propósito de impedirles el paso, y más arriba de los caballos, tropa de infantería formada en batalla sobre la ribera escarpada del río como con intención de impedir que pasasen a Armenia. Eran mercenarios armenios, mardonios y caldeos a sueldo de Orontes y de Artucas. Decíase que los caldeos eran libres y bravos. Usaban como armas largos escudos de mimbre y lanzas. Las alturas en que se hallaban colocados distaban del río como unos tres o cuatro pletros y sólo se veía un camino que iba a este punto y parecía hecho por mano de hombre. Los griegos intentaron pasar el río por allí. Pero vieron que el agua les llegaba al cuello y que el fondo era áspero, lleno de grandes piedras resbaladizas. Además no podían conservar las armas en el agua, pues corrían peligro de que los arrastrase el río. Y si llevaban las armas encima de la cabeza se exponían desnudos a las flechas y a los demás proyectiles. En vista de esto se retiraron y acamparon junto al río. Y allí donde habían pasado la noche anterior, sobre las montañas, vieron gran número de carducos reunidos en armas. Esto produjo gran desaliento entre los griegos al considerar las dificultades de pasar el río, los enemigos que se opondrían al paso, y a la espalda los carducos, que no dejarían de atacarles cuando estuviesen pasando.
Durante todo el día y toda la noche los griegos estuvieron muy preocupados. Pero Jenofonte tuvo un sueño: le pareció que tenía trabas en los pies, pero que de repente éstas se rompían por sí mismas y quedaba en libertad de moverse como quería. Al llegar el día fue a ver a Quirísofo, le dijo sus esperanzas de que las cosas marchasen bien y le contó su sueño. Quirísofo se alegró al oírlo, y al rayar apenas la aurora sacrificaron todos los generales reunidos. Las señales fueron propicias desde el primer momento, y terminados los sacrificios los generales dieron al ejército la orden de almorzar.
Y almorzando estaba Jenofonte cuando se le acercaron corriendo dos muchachos: porque de todos era sabido que podían llegar a él aunque estuviese almorzando o comiendo y despertarle caso de estar dormido, si era preciso comunicarle algo relacionado con la guerra. Los muchachos le dijeron que se encontraban recogiendo leña para el fuego cuando vieron en la orilla opuesta, en unas rocas que llegaban hasta el lecho mismo del río, un anciano, una mujer y unas mozas que colocaban sacos con vestidos en una concavidad de la roca. Parecióles también a simple vista que podrían pasar sin peligro por aquel punto, pues el terreno hacía imposible la aproximación de la caballería enemiga. Y despojándose de sus ropas, dijeron, habían entrado en la corriente desnudos como dispuestos a nadar, llevando sólo sendos puñales en la mano. Pero que llegaron a la otra orilla sin haberse mojado sus partes y cogiendo los vestidos se habían vuelto del mismo modo.
Jenofonte se puso inmediatamente a hacer libaciones y ordenó a los muchachos que derramaran vino y rogasen a los dioses que les habían mostrado el sueño y al paso les concediesen un éxito favorable en lo demás. Hechas las libaciones, condujo en seguida a los muchachos a presencia de Quirísofo, al cual le refirieron lo ocurrido. Después de haberles oído, Quirísofo hizo también libaciones. Y en seguida dieron orden a todos de que plegaran los bagajes, y ellos, reuniendo a los generales, deliberaron sobre la mejor manera de pasar venciendo a los enemigos que tenían delante y evitando que les hiciesen daño los que estaban detrás. Decidieron que Quirísofo marchase a la cabeza y pasara el río con la mitad del ejército, mientras Jenofonte permanecía quieto con la otra mitad, y que las acémilas y la multitud pasarían entre los dos cuerpos.
Una vez que todo estuvo bien dispuesto pusiéronse en marcha guiados por los dos muchachos con el río a la izquierda; el camino hasta el vado era como de unos cuatro estadios. Y según marchaban, los escuadrones de caballería enemiga les iban siguiendo por la otra orilla. Llegados al sitio por donde debían pasar, pusieron las armas en tierra y Quirísofo el primero, con la cabeza coronada y despojándose de sus vestidos, cogió las armas, dio orden a los demás de que hiciesen lo mismo y mandó a los capitanes que condujesen de frente sus compañías, unas a su derecha y otras a su izquierda. Al mismo tiempo los adivinos inmolaban víctimas al río, mientras los enemigos lanzaban flechas y piedras que no llegaban. Como las señales de las víctimas resultasen favorables, todos los soldados se pusieron a entonar el peán y a lanzar el grito de guerra y todas las mujeres les acompañaban en sus clamores, pues había muchas cortesanas en el ejército.
Quirísofo entró en el río seguido por sus tropas. Y Jenofonte, con los más ligeros de la retaguardia, volvió corriendo con todas sus fuerzas al paso situado frente a las montañas de Armenia como si se propusiese atravesar el río por este punto y envolver a la caballería contraria. Los enemigos, al ver que el cuerpo de Quirísofo atravesaba la corriente sin dificultad y que los de Jenofonte se volvían atrás corriendo, temerosos de verse envueltos, huyeron con todas sus fuerzas con dirección hacia el camino que salía del río. Pero, llegados a él, tomaron el camino de la montaña. Licio, que mandaba el escuadrón de la caballería, y Esquines, que tenía a sus órdenes los peltastas de Quirísofo, al ver que los enemigos huían velozmente se pusieron a perseguirlos, y los soldados les daban voces que no se quedasen atrás, sino que los siguiesen hasta la montaña. Mientras tanto Quirísofo, después de haber pasado el río, sin cuidarse de perseguir a la caballería, se dirigió sin perder momento contra los enemigos que ocupaban más arriba las orillas escarpadas del río. Y ellos, al ver en fuga a la caballería y que los hoplitas avanzaban contra ellos, abandonaron las alturas que dominaban el río.
Por su parte, Jenofonte, viendo que todo iba bien al otro lado del río, se retiró a toda prisa hacia las tropas que estaban pasando el río, pues ya se veía a los carducos bajando a la llanura para caer sobre los últimos. Quirísofo ocupaba posiciones más arriba. Licio, que con algunos soldados se había puesto en persecución del enemigo, le cogió parte de la impedimenta que había quedado rezagada, entre otras cosas magníficos vestidos y vasos. Aún estaban pasando la impedimenta de los griegos y la multitud que les seguía, cuando Jenofonte hizo dar media vuelta a sus tropas y las formó dando frente a los carducos. Al mismo tiempo dio orden a los capitanes que formasen cada uno su compañía por enomotías, desenvolviendo la enomotía sobre un frente de falange por el lado del escudo, de tal suerte que los capitanes y los enomotarcas estuviesen por el lado de los carducos y la última fila del lado del río.
Los carducos, viendo la retaguardia separada del grueso del ejército y reducida a un corto número, se lanzaron sobre ella a toda prisa, entonando ciertos cantos de guerra. Quirísofo, por su parte, sintiéndose ya en lugar seguro, envió a Jenofonte los peltastas, los honderos y los arqueros con orden de que le obedeciesen en todo. Y Jenofonte, al ver que pasaban el río, les mandó por medio de un mensajero que se quedasen en el borde del río sin pasar y que, cuando los suyos principiasen a pasar, entrasen en el agua a su encuentro como si tuviesen intención de pasar, llevando los dardos cogidos por la correa y las flechas sobre los arcos, pero sin penetrar muy adentro en el río. Al mismo tiempo ordenó a su división que cuando las piedras llegasen a ellos e hiciesen ruido sobre los escudos cargasen sobre los carducos cantando el peán, y que una vez puestos en fuga, al tocar la trompeta la carga desde la orilla del río, diesen media vuelta por el lado de la lanza siguiendo a la última fila, corriesen con todas sus fuerzas y pasasen en el orden que llevaban para no estorbarse los unos a los otros. El mejor soldado sería el que llegase primero a la otra orilla.
Los carducos, viendo que ya quedaban pocos, pues muchos de los que debían formar en la retaguardia la habían abandonado, unos para cuidar de las acémilas, otros de la impedimenta y otros de sus queridas, cargaron con brío lanzando piedras y flechas. Los griegos, cantando el peán, se lanzaron a la carrera contra el enemigo. Pero éste no esperó el choque, pues estaban armados como gente de montaña, de manera propia para atacar corriendo y darse a la fuga, pero no suficiente para resistir. En esto dio la señal el trompeta, y al oírla los enemigos se pusieron a correr con mucha más fuerza, mientras los griegos, volviéndose en dirección contraria, atravesaron el río a toda prisa. Algunos de los enemigos, dándose cuenta de la maniobra, corrieron hacia el río y disparando sus arcos hicieron algunos heridos; pero a la mayoría de ellos se les veía seguir huyendo, aun cuando ya los griegos se encontraban en la otra orilla. Los que habían sido puestos para proteger la retirada, arrastrados por su bravura, avanzaron más de lo necesario y repasaron el río después de dos que marchaban con Jenofonte, no sin tener también algunos heridos.