CAPÍTULO IV
De Cerasunte salieron en los navíos los antes embarcados; los otros marcharon por tierra. Llegados a los límites de los mesinecos les enviaron como embajador a Timesíteo, de Trapezunte, próxeno[32] de aquella gente, para preguntarles si al atravesar los griegos la comarca consideraríanlos como amigos o como enemigos. Ellos respondieron que no les dejarían pasar; confiaban en sus plazas. Entonces dijo Timesíteo que los mesinecos que habitan más lejos eran enemigos de éstos. Acordóse, pues, llamarlos y proponerles una alianza contra los otros. Enviado Timesíteo, vino con los jefes. Cuando éstos hubieron llegado reuniéronse ellos y los generales de los griegos, y dijo Jenofonte, sirviéndole de intérprete Timesíteo: «Mesinecos: nosotros queremos regresar a Grecia por tierra; no tenemos naves y nos lo impiden estos que, según hemos oído son enemigos vuestros. Si os parece podéis aliaros con nosotros, vengaros de las ofensas que os hayan hecho y sujetarlos a vuestro dominio para lo sucesivo. Si dejáis escapar esta ocasión será difícil que encontréis otra vez una fuerza tan considerable que se alíe con vosotros». A esto respondió el jefe de los mesinecos que ellos también deseaban y aceptaban la alianza. «Veamos, pues —dijo Jenofonte—, en qué nos utilizaréis si entramos en alianza con vosotros y si estaréis en situación de ayudarnos a seguir nuestro camino». «Podemos —respondieron ellos— atacar a los enemigos por el otro lado y enviaros de aquí hombres que combatan con vosotros y os guíen».
Después de dar y recibir prendas sobre esto, los jefes se marcharon. Al día siguiente volvieron con trescientas barcas hechas de una sola pieza. En cada una de ellas iban tres hombres, de los cuales desembarcaron dos y se pusieron en formación; el otro quedó en la barca. Los de las barcas se fueron en ellas. Los otros formaron de este modo: se pusieron en dos filas de ciento puestas una enfrente de la otra como en los coros. Llevaban escudos de mimbre recubiertos de pieles blancas de buey con su pelo, de forma semejante a una hoja de hiedra, y en la diestra jabalinas de unos seis pies terminadas por delante en una punta de hierro y por detrás en una bola. Iban vestidos con túnicas cortas que no les llegaban a la rodilla, pero muy gruesas, como la tela de lino con que se envuelve la ropa de cama. Cubrían la cabeza con cascos de cuero parecidos a los paflagónicos, con un penacho en el medio, y que en conjunto se parecía a una tiara. Iban también armados con hachas de hierro. Uno de ellos preludió y todos los demás se pusieron en marcha cantando a compás. Así atravesaron las filas de los griegos formados en armas y se dirigieron derechos contra el enemigo en dirección a un lugar que parecía el más a propósito para el ataque. Este punto estaba situado delante de la ciudad que ellos denominaban su metrópoli, construida en el punto más elevado del país de los mesinecos. Por la posesión de esta ciudad era la guerra, pues los que la ocupaban parecían dominar a los demás mesinecos. Ellos decían que los otros no la tenían con justicia, pues siendo posesión común de todos se habían apoderado de ella por ambición.
Les seguían también algunos griegos, no por orden de los generales, sino simplemente en busca del botín. El enemigo les dejó avanzar sin moverse. Pero, cuando llegaron cerca de la posición a que se dirigían, se les echó encima corriendo, los puso en fuga y matando a muchos de los bárbaros y a algunos griegos de los que les acompañaban fue persiguiéndoles hasta que descubrió al ejército de los griegos que acudía en ayuda. Entonces dieron vuelta y se retiraron. Y cortando las cabezas de los cadáveres se las mostraban a los griegos y a sus compatriotas enemigos, mientras danzaban al compás de un cierto canto. Los griegos se apesadumbraron mucho, pues sus aliados habían envalentonado al enemigo y los griegos que en gran número les acompañaron también habían huido, cosa no ocurrida en toda la expedición.
Jenofonte entonces reunió a todos los griegos y les dijo: «Soldados: no os desaniméis por lo ocurrido. Las ventajas que de ello obtenemos no son menores que el daño. En primer lugar habéis visto que los mesinecos que deben guiarnos están realmente en guerra con los que son nuestros enemigos. Por otra parte, los griegos que abandonaron nuestras filas y creyeron que con los bárbaros podrían conseguir lo mismo que con nosotros, han pagado su engaño. Así que, en adelante, se apartaran menos de nuestro ejército. Ahora es menester que vosotros hagáis de suerte que los bárbaros amigos nuestros vean que sois superiores a ellos y a los enemigos; que no combaten ya con gente desorganizada, sino con hombres muy diferentes».
Así permanecieron durante aquel día. Al siguiente hicieron sacrificios, y las señales de las víctimas resultaron favorables. Después de haber comido formóse el ejército en columnas de compañía. Los bárbaros fueron puestos del mismo modo a la izquierda. Y en este orden avanzaron llevando a los arqueros en el intervalo de las compañías y un poco adelantados del frente de los hoplitas, pues los más ligeros de los enemigos se adelantaban corriendo y arrojando piedras. Y los arqueros y peltastas se encargaban de rechazarlos. Los demás siguieron al paso, primero con dirección al lugar desde el cual los bárbaros y los griegos que les acompañaban habían sido puestos en fuga el día anterior: en él se hallaban formados los enemigos. A los peltastas les hicieron frente los bárbaros y vinieron a las manos con ellos. Pero al acercarse los hoplitas echaron a correr. Los peltastas fueron persiguiéndoles cuesta arriba en dirección a la metrópoli, mientras los hoplitas les seguían formados en batalla. Cuando llegaron arriba, junto a las casas de la metrópoli, los enemigos, reunidos, volvieron a entablar combate, lanzando sus jabalinas y tratando de rechazar a los griegos con unas picas largas y gruesas como apenas podría sostenerlas un hombre. Pero al ver que los griegos no cedían, sino que avanzaban contra ellos, huyeron todos, abandonando el lugar. Sólo el rey, que habitaba una torre de madera edificada en la cima donde vive, y es guardado a expensas de la comunidad, se negó a salir, como había hecho el del primer puesto tomado, y ambos perecieron quemados en las torres.
Los griegos saquearon el lugar y encontraron en las casas grandes depósitos de panes amontonados como allí era costumbre tradicional, según los mesinecos, y trigo guardado con la espiga. La mayor parte de este grano era espelta. También hallaron ánforas con lonchas de delfín salado y vasos llenos de grasa de delfín, que usan los mesinecos como los griegos el aceite. En los graneros había muchas nueces muy grandes sin intersticio. Estas nueces cocidas les servían de pan. Encontróse también vino que puro parecía agrio por su aspereza, pero que mezclado con agua resultaba fragante y agradable.
Después de comer los griegos continuaron su marcha, abandonando el lugar a los mesinecos, sus aliados. De todos los demás lugares enemigos que encontraron, los más accesibles fueron abandonados y los otros se entregaron voluntariamente. La mayoría de estos lugares estaba dispuesto en esta forma: distaban las ciudades entre sí como ochenta estadios, y de una a otra podían oírse los mesinecos cuando gritaban. De tal modo alternan en el país valles profundos y alturas elevadas. Cuando llegaron en su marcha a las tierras de los mesinecos, les mostraron niños de familias ricas cebados con nueces cocidas. Estaban tan gordos que poco les faltaba para igualar el grueso con el alto, y eran de carnes tiernas y muy blancas. Tenían las espaldas pintadas y por delante unos tatuajes en forma de flores. Querían cohabitar a la vista de todos con las cortesanas que iban en el ejército: tal es la costumbre entre ellos. Todos los hombres y las mujeres son allí blancos. Los griegos decían que éste era el pueblo más bárbaro que habían encontrado, aquel cuyas costumbres diferían más de las griegas. Hacían en público lo que otros en secreto y a solas se conducían como si estuviesen entre gente; hablaban consigo mismos, reían y se ponían a bailar en cualquier sitio que se encontrasen como si alguien pudiese verlos.