CAPÍTULO II

Terminada la elección, cuando ya comenzaba a rayar el día, los jefes fueron al centro del campamento y acordaron convocar a los soldados, poniendo centinelas en las avanzadas. Reunidos los demás soldados, se levantó primero Quirísofo, de Lacedemonia, y habló de este modo: «Soldados: no puede desconocerse que nuestra situación es difícil. Nos vemos privados de unos generales como eran los nuestros, de capitanes, de soldados, y, además de esto, Arieo y los suyos, que antes eran aliados nuestros, nos han hecho traición. Pero, con todo, es preciso salir de este apuro como hombres valientes y no abandonarse al desaliento; es preciso buscar la manera de salvarnos, si es posible, y si no, morir valientemente; pero jamás caer vivos en manos de nuestros enemigos. Creo sufriríamos las más terribles torturas que podríamos desear a los que nos quieren mal».

Después se levantó Cleanor, de Orcómeno, y dijo: «Ya estáis viendo, compañeros, el perjurio del rey y su impiedad; estáis viendo la perfidia de Tisafernes. Nos decía que era vecino de Grecia, que tenía el más vivo interés en salvarnos, y después de habernos prestado juramento sobre ello, después de habernos estrechado las manos, nos ha engañado cogiendo a los generales. Sin respetar siquiera a Zeus hospitalario y hasta sin tener en cuenta que Clearco se había sentado a su mesa, lo engañó como a los demás y los hizo perecer a todos. Por su parte Arieo, al cual queríamos hacer rey y con el cual cambiamos prendas de no hacernos traición los unos a los otros, sin temor a los dioses, sin respeto a Ciro muerto, que en vida le había honrado de un modo especial, se ha ido con los más fieros enemigos de su antiguo señor y está procurando hacernos daño a nosotros, los amigos de Ciro. Que los dioses le den su castigo. Nosotros, después de haber visto esto no debemos dejarnos engañar otra vez por ellos; combatamos como podamos, dispuestos a sufrir lo que los dioses quieran enviarnos».

Entonces se levantó Jenofonte, vestido de punta en blanco con sus mejores arreos de guerra, pues pensaba que, si los dioses concedían la victoria, las galas sentaban bien al vencedor, y si había de morir, justo era que quien se sentía digno de llevarlas fuese con ellas al encuentro de la muerte. Y principió a hablar de esta manera: «Cleanor acaba de hablaros del perjurio y la perfidia de los bárbaros, que, por lo demás conocéis también por vuestra parte. Si decidiéramos acercarnos de nuevo a ellos con intenciones amistosas es inevitable que nos sintamos desalentados al considerar lo ocurrido a los generales que se entregaron a ellos confiados en su buena fe. En cambio, si nos resolvemos imponerles, con las armas en la mano, el castigo que merecen sus crímenes y les hacemos la guerra por todos los medios, tenemos muchas y muy fundadas esperanzas de salvación». Mientras hablaba de esta manera, estornudó uno de ellos. Los soldados, al oírlo, adoraron todos al dios como por un solo impulso[21]. Y Jenofonte dijo: «Compañeros: puesto que cuando hablábamos de salvación se ha presentado un presagio de Zeus salvador, me parece que debemos hacer voto a este dios de ofrecerle sacrificios en acción de gracias por nuestra salvación no bien lleguemos a país amigo, y al mismo tiempo hacer también voto a los demás dioses de que les ofrecemos sacrificios en la medida de nuestras fuerzas. Quien esté conforme con esto que levante la mano». Todos se levantaron. En seguida hicieron el voto y cantaron el peán. Una vez arreglado lo que correspondía al culto de los dioses, siguió hablando de este modo: «Estaba diciendo que tenemos muchas y muy fundadas esperanzas de salvación. En primer lugar, nosotros hemos permanecido fieles a los juramentos hechos a los dioses, mientras que nuestros enemigos son unos perjuros, pues han violado los juramentos y las treguas. Y si esto es así, lo más probable es que los dioses se muestren contrarios a los enemigos y favorables a nuestras armas: ellos pueden rápidamente humillar a los poderosos y, cuando quieren, salvar con facilidad a los pequeños por muy grande que sea el apuro en que se encuentren. Os recordaré, además, los peligros que corrieron nuestros antepasados para que veáis cómo os corresponde ser valientes y cómo los valientes logran, con la ayuda de los dioses, salvarse de los mayores peligros. Cuando los persas y todos sus aliados marcharon con un ejército formidable para destruir a Atenas, los atenienses osaron resistirles y los vencieron. Y habiendo hecho voto a Ártemis de sacrificarle tantas cabras como enemigos matasen, no pudieron reunirlas en este número y acordaron sacrificarle quinientas todos los años, como aún continúan haciéndolo. Más tarde, cuando Jerjes, reuniendo un ejército innumerable, marchó contra Grecia, también vencieron nuestros antepasados a los de nuestros enemigos, lo mismo por tierra que por mar. Los trofeos recuerdan a la vista estos hechos; pero su mayor testimonio es la libertad de las ciudades en las cuales habéis nacido y os habéis criado: en efecto, no reverenciáis como señor a ningún hombre, sino tan sólo a los dioses. Tales son vuestros antepasados. No diré yo, ciertamente, que vosotros les hagáis avergonzarse. Aún no hace muchos días formados ante los descendientes de aquéllos, los vencíais con ayuda de los dioses, a pesar de ser muchísimo más numerosos que vosotros. Y entonces mostrasteis vuestro valor cuando se trataba de que reinase Ciro. Ahora que la lucha tiene por objeto vuestra salvación propia, muy justo es que os mostréis más bravos y animosos. Pero, además, ahora debéis sentiros más audaces frente a los enemigos. Entonces no habíais aún experimentado quiénes eran y, a pesar de ver ante vosotros una multitud inmensa, osasteis con vuestra nativa bravura marchar contra ellos. Ahora, pues, que habéis visto cómo no tienen ánimo para esperaros, aun siendo muy superiores en número, ¿cómo es posible que les podáis tener miedo? No consideréis desventaja el que las tropas de Ciro, antes de vuestra parte, se hayan pasado al enemigo. Son todavía más cobardes que los vencidos por vosotros, pues huyeron al campo de éstos abandonándonos a nosotros. Y a quienes están dispuestos a iniciar la fuga es mucho mejor tenerlos enfrente como enemigos que a nuestro lado. Y si alguno de vosotros está desalentado porque no disponemos de caballería y los enemigos la tienen numerosa, considerad que diez mil jinetes no son nada más que diez mil hombres: nadie murió jamás en una batalla a consecuencia de los mordiscos o de las coces de un caballo; son los hombres quienes deciden la suerte de las batallas. ¿Y puede negarse que nosotros marchamos sobre un vehículo mucho más seguro que los jinetes? Ellos van suspendidos sobre sus caballos, temerosos no sólo de nuestros ataques, sino también de caerse. Nosotros, en cambio, que marchamos por tierra, golpearemos con mucha más fuerza si alguno se acerca, daremos con más facilidad en el blanco que queremos. Sólo en una cosa nos llevan ventaja los jinetes: pueden huir con más seguridad que nosotros. Acaso también tenéis confianza en el resultado de los combates, pero estáis disgustados porque en adelante Tisafernes no nos servirá de guía ni el rey nos proporcionará mercado. Mas examinadlo bien: ¿es preferible llevar de guía a Tisafernes, cuyas maquinaciones vemos, que no a hombres cogidos por nosotros, a los cuales ordenaremos que nos guíen haciéndoles ver que si nos engañan se exponen a perder la vida? Y en cuanto a los víveres, ¿es preferible comprarlos en el mercado que nuestros enemigos nos proporcionasen, gastando en pequeñas cantidades mucho dinero, que ya no tenemos, a cogerlos, si somos los más fuertes, no usando de otra medida que la necesidad de cada uno? Reconoceréis, tal vez, que esto es preferible; pero pensáis que los ríos son obstáculo infranqueable y que hemos sido engañados grandemente al pasarlos; pero considerad si los bárbaros han podido cometer tal disparate. Todos los ríos, aunque fuesen invadeables lejos de las fuentes, se pueden pasar aun sin mojarse la rodilla cuando se aproxima uno a su origen. Pero aunque ni podamos pasar los ríos ni tengamos ningún guía, no por eso debemos desanimarnos. Sabemos que los misios, a los cuales no creemos más bravos que nosotros, habitan dentro de los estados del rey y contra la voluntad de éste, muchas ciudades prósperas y grandes, y sabemos que otro tanto ocurre con los pisidas. Nosotros mismos hemos visto que los licaones, apoderándose de los sitios fuertes que dominan las llanuras, recogen los frutos de estas tierras. Estaría casi por decir que no debemos dar la impresión de que nos volvemos a nuestro país sino hacer preparativos para quedarnos por aquí. Pues estoy seguro de que el rey daría a los misios muchos guías, muchos rehenes en prenda de conducirlos sin engaño; que les allanaría el camino aunque quisiesen retirarse en cuadrigas. Y estoy seguro también a que muy gustoso haría lo mismo con nosotros si viese que hacíamos preparativos para quedarnos. Sólo temo que, una vez acostumbrados a vivir en la ociosidad y en la abundancia y a gustar el amor de las mujeres y doncellas de los persas y los medos, que son tan hermosas y desarrolladas, nos olvidemos como los lotófagos del camino de la patria. Me parece, pues, justo y razonable que procuremos llegar primero a Grecia y al lado de nuestras familias para mostrar a los griegos que si pasan trabajos es porque quieren, pues podrían mandar aquí a los que viven mal en su patria y pronto los verían ricos. Pero todos estos bienes, compañeros, sólo están evidentemente en manos del vencedor. Y conviene hablar del modo como marcharíamos con la mayor seguridad posible, y si es preciso luchar, cómo lucharíamos con la mayor eficacia. Me parece, pues, que ante todo debemos quemar los carros que tenemos para que no sean nuestras bestias las que dirijan nuestra marcha sin que podamos ir por donde convenga al ejército. Después es preciso también quemar las tiendas. Su transporte nos estorba mucho y no tienen utilidad ninguna ni para combatir ni para obtener víveres. Desprendámonos, además, de todos los bagajes superfluos, quedándonos sólo con aquello que es necesario para la guerra o para comer y beber; de esta suerte, reducido el número de los dedicados a transportar los bagajes, podremos disponer de mayor número de hombres sobre las armas. Bien sabéis que si somos vencidos todo caerá en manos ajenas, y si vencemos podremos utilizar a nuestros mismos enemigos para llevar nuestras cosas. Me queda por decir lo que considero más importante. Ya veis que los enemigos no osaron hacernos la guerra hasta que cogieron a nuestros generales, pensando, sin duda, que mientras tuviéramos jefes y mientras nosotros les obedeciésemos éramos capaces de vencerles en la guerra, pero que una vez presos aquéllos la falta de mando y la indisciplina darían al traste con nosotros. Es preciso, pues, que los jefes ahora elegidos sean mucho más celosos que los anteriores, y los soldados mucho más disciplinados y obedientes a los jefes actuales que a los anteriores. Y si alguno desobedeciese, conviene acordar que quien se halle presente ayude al jefe para castigarle: de este modo se verán los enemigos engañados en sus esperanzas, pues hoy mismo verán diez mil Clearcos en lugar de uno solo, los cuales no consentirán a nadie que se porte cobardemente. Pero ya es hora de hacer las cosas; acaso los enemigos se presentarán en seguida; al que le parezca bien esto, que preste su aprobación cuanto antes, y si a cualquiera se le ocurre algo, que lo diga; se trata de la salvación de todos».

Después dijo Quirísofo: «Si algo hay que añadir a lo dicho por Jenofonte podremos estudiarlo en seguida. En cuanto a lo que acaba de decir, me parece lo mejor que lo votemos inmediatamente. El que esté conforme que levante la mano». La levantaron todos.

Y Jenofonte, alzándose de nuevo, dijo: «Escuchad, compañeros, lo que también me parece necesario. Es evidente que debemos marchar adonde podamos conseguir vituallas. Oigo decir que hay unas aldeas ricas que no distan más de veinte estadios. No me extrañaría que los enemigos, como los perros cobardes que persiguen y muerden si pueden a los transeúntes y huyen cuando éstos les persiguen; que los enemigos, repito, nos fuesen siguiendo en nuestra retirada. Por ese acaso sea lo más seguro formar un cuadrado con los hoplitas, a fin de que en medio de él puedan ir con más seguridad los bagajes y la multitud que nos acompaña. Y si se designase desde ahora quiénes deben guiar el frente del cuadro y poner en orden la vanguardia, quiénes irán a los dos lados y quiénes marcharán a retaguardia, no necesitaríamos deliberar nada cuando los enemigos se presentasen, sino que nos bastaría con utilizar las tropas tal como fuesen formadas. Si a alguno se le ocurre algo mejor, que se haga de ese modo; pero a mí me parece que Quirísofo podría mandar la vanguardia, puesto que es lacedemonio; de los lados se encargarían los dos generales de más edad, y a retaguardia podríamos ir por ahora nosotros, los más jóvenes, yo y Timasión. Y después, una vez que hayamos probado este orden, decidiremos lo que nos parezca ser más conveniente. Si alguno ve algo mejor, que lo diga».

Como nadie hablase, dijo: «El que esté conforme que levante la mano». Se acordó lo propuesto. «Ahora, pues —dijo—, separémonos y pongamos en obra lo acordado. Y que todo aquel que desee volver a ver de nuevo a su familia se acuerde de ser hombre valiente: es la única manera de conseguirlo; que quien desee vivir se esfuerce por vencer; los vencedores son los que matan y los vencidos los que mueren. Y si alguno siente deseos de riqueza, esfuércese por obtener la ventaja, pues los vencedores pueden salvar sus bienes y coger los de los vencidos».