CAPÍTULO II
Como ya no era posible conseguir víveres de manera que se pudiese volver en el mismo día al campamento, Jenofonte, tomando unos guías de los trapezuntios, condujo contra los drilas a la mitad del ejército, dejando a la otra mitad para guarda del campamento, pues los colcos, expulsados de sus viviendas, se habían reunido en gran número y estaban colocados sobre las alturas. Los trapezuntios, por su parte, no guiaban por donde hubiera sido fácil conseguir los víveres —en esos puntos eran amigos suyos—, sino que llevaron con gusto a los griegos contra los drilas, que les habían hecho daño, y a una comarca montañosa y áspera cuyos habitantes eran los más belicosos del Ponto. Cuando los griegos llegaron a las tierras altas, los drilas, según iban retirándose, quemaban todos los lugares fáciles de tomar. Así es que no se podía coger nada, como no fuese algún cerdo, buey o algún otro animal huido de las llamas. Pero había un lugar que era la metrópoli de aquellos pueblos y en él se concentraron todos. Rodeaba a este lugar un barranco muy profundo y los caminos para subir a él eran muy difíciles. Los peltastas, que se habían adelantado corriendo cinco o seis estadios de los hoplitas, atravesaron el barranco y, viendo numeroso ganado y otras muchas cosas, atacaron la posición. Con ellos iban también muchos doríferos[31] que habían salido en busca de víveres, de suerte que pasaron el barranco más de mil hombres. Pero como viesen que era inútil pretender tomar la posición combatiendo, pues la rodeaba un ancho foso con una empalizada sobre el borde elevado y muchas torres de madera, intentaron retirarse. Entonces los enemigos se les echaron encima. Y no pudiendo escapar, porque la bajada desde la posición al barranco tenía que hacerse uno a uno, mandaron aviso a Jenofonte, que iba al frente de los hoplitas. El enviado dijo: «El lugar está lleno de muchas cosas. Pero ni podemos tomarlo, pues es muy fuerte, ni nos es fácil retirarnos. Los contrarios salen y nos combaten, y el camino es muy dificultoso».
Al oír esto Jenofonte avanzó hasta el barranco y ordenando a los hoplitas que pusiesen las armas en tierra lo pasó él con los capitanes y examinó si sería mejor retirar a los que ya habían pasado o hacer que lo cruzasen los hoplitas para intentar el asalto de la posición. Parecía que la retirada habría de costar muchos hombres, y los capitanes pensaban que se podía tomar la posición. Jenofonte, animado por las señales favorables de las víctimas, fue también de este parecer: los adivinos habían declarado que habría combate, pero que tendría buen éxito. Entonces envió a los capitanes para que con los hoplitas pasasen el barranco, y él permaneció allí, haciendo que se retirasen todos los peltastas y sin dejar que nadie disparase. Cuando llegaron los hoplitas ordenó que cada capitán formase su compañía de la manera que creyese más conveniente para el combate. Allí estaban, en efecto, juntos los capitanes que durante toda la expedición habían rivalizado en arrojo. Ellos hicieron como se les mandaba y Jenofonte ordenó a los peltastas que avanzasen con la mano en la correa del dardo para lanzarlo a la primera señal y a los arqueros que llevaren dispuestos los arcos para dispararlos a la primer señal. Mandó también a los gimnetas que tuviesen sus sacos llenos de piedras, y encargó de todo esto a hombres de su confianza.
Cuando todo estuvo dispuesto, formados los capitanes, los tenientes y todos los que no se consideraban menos que éstos, viéndose los unos a los otros (pues para adaptarse al terreno formaban una especie de media luna), entonando el peán y al oír la señal de la trompeta, los hoplitas se lanzaron a la carrera entre gritos a Enialo, mientras llovían sobre la plaza flechas, dardos y piedras, disparadas unas con hondas y más aún con las manos. Algunos hasta lanzaron fuego. Bajo tal cantidad de proyectiles los enemigos abandonaron la empalizada y las torres. Tanto que Agasias de Estinfalia, dejando sus armas y quedándose sólo con la túnica, subió y ayudó a subir a otro, y en seguida se encaramó otro más; la plaza estaba, pues, tomada, al parecer.
Entonces los peltastas y los psilos entraron corriendo y se pusieron a saquear lo que cada cual pudo. Pero Jenofonte, poniéndose en la puerta cerraba el paso a todos los hoplitas que podía, pues en unas alturas fortificadas se veían más enemigos. No había pasado mucho tiempo cuando oyóse un gran vocerío en el interior y aparecieron huyendo los soldados, unos con lo que habían pillado y alguno también herido. Y empujándose todos para salir, se produjo una gran confusión en las puertas. Interrogados los fugitivos dijeron que había en el interior una ciudadela y numerosos enemigos que saliendo de ella estaban atacando a la tropa que se encontraba dentro. Entonces Jenofonte mandó al heraldo Tolmides proclamase que entraran todos los que quisieran coger algo. Muchos se arrojaron dentro y vencieron a los que habían salido, encerrándoles de nuevo en la ciudadela. Todo lo que estaba fuera de ésta fue pillado y se lo llevaron los griegos. Por su parte, los hoplitas formaron con las armas en tierra, unos cerca de la empalizada y otros en el camino que conducía a la ciudadela. Y Jenofonte examinaba con los capitanes si sería posible tomarla. Sólo así se podía estar seguro, pues en caso contrario la retirada parecía muy difícil. Pero de este examen sacaron el convencimiento de que la plaza era inexpugnable.
Entonces se pusieron a preparar la retirada. Cada soldado arrancaba los palos de la empalizada que tenía delante. Se envió por delante a toda la gente inútil y a los que iban cargados, dejando sólo el grueso de los hoplitas escogidos entre los que inspiraban más confianza. Pero apenas empezaron a retirarse se les echó encima corriendo una multitud de enemigos armados con escudos de mimbre, lanzas, grebas y cascos paflagonios. Otros subían a las casas de un lado y otro de la calle que conducía a la ciudadela. De suerte que ni siquiera había seguridad para perseguirlos por la puerta que conducía a la ciudadela. Y desde arriba arrojaban grandes maderos, de modo que era tan difícil estarse quieto como retirarse. Y la noche que se echaba encima se presentaba temerosa.
En este apuro se hallaban combatiendo cuando una divinidad vino a ofrecerles el medio de salvarse. De repente se incendió una de las casas de la derecha, sin que se sepa quién le prendió fuego. La casa se vino a tierra y en seguida huyeron los enemigos que ocupaban las de la derecha. Jenofonte, aprovechando esta lección que el azar le daba, dio orden de que prendiesen también fuego a las casas de la izquierda, y como eran de madera no tardaron en arder. Los enemigos que las ocupaban huyeron también. Sólo los que se hallaban enfrente seguían molestando y era evidente que atacarían a los griegos no bien éstos emprendiesen la retirada y el descenso. Entonces Jenofonte ordenó a todos los que se hallaban fuera del alcance de las flechas que trajesen leña y la arrojasen entre ellos y los enemigos. Cuando se hubo reunido bastante le prendieron fuego; también incendiaron las casas que se hallaban junto al foso para dar que hacer al enemigo. De este modo se retiraron con trabajo de la posición poniendo fuego entre ellos y los enemigos. Toda la ciudad ardió: las casas, las torres, la empalizada y todo lo demás, excepto la ciudadela.
Al día siguiente los griegos se retiraron llevando los víveres, y como temían la bajada a Trapezunte, que era por un camino pendiente y estrecho, hicieron una falsa emboscada. Un misio que tenía por nombre el mismo de su nación, escogiendo diez cretenses se colocó en una espesura y fingió que quería ocultarse de los enemigos; pero procurando que sus escudos, que eran de bronce, dejasen percibir sus destellos de cuando en cuando. Los enemigos, al ver esto, tomaron miedo como si fuese una emboscada. Y mientras tanto fue bajando el ejército. Cuando pareció que éste se había ya alejado bastante se dio señal al misio para que escapase con todas sus fuerzas: él se puso en pie y echó a correr con los demás. Los cretenses, temiendo, según dijeron, que los alcanzasen los enemigos, se arrojaron desde el camino a un bosque y rodando por los repliegues de éste consiguieron salvarse. Pero el misio, que siguió huyendo por el camino, pidió socorro. Acudieron en su auxilio y se lo llevaron herido. Los que habían venido en ayuda se retiraron dando cara al enemigo y bajo los disparos de éste, a los cuales respondían con sus flechas algunos cretenses. De este modo llegaron al campamento sanos y salvos.