CAPÍTULO I

Entonces Farnabazo, temiendo que el ejército llevase la guerra a su territorio, mandó un enviado a Anaxibio, que se encontraba en Bizancio, para suplicarle transportase aquellas tropas fuera de Asia, prometiéndole en cambio hacer todo lo que pidiera. Anaxibio convocó en Bizancio a los generales y a los capitanes y les prometió que si pasaban se les daría a las tropas soldada. Los otros jefes dijeron que después de haber deliberado le darían la respuesta; Jenofonte le dijo que quería ya separarse del ejército y embarcarse. Pero Anaxibio le persuadió de que no se marchase hasta después de haber pasado con los otros. Él accedió a ello.

Mientras tanto Seutes, el tracio, mandó a Medosales para suplicar a Jenofonte que pusiera su empeño en que pasase el ejército y que si así lo hacía no le pesaría. Jenofonte respondió: «El ejército pasará; pero que Seutes no pague nada ni a mí ni a ningún otro. Cuando las tropas hayan pasado yo me retiraré; que él se dirija a los que se quedan; ellos pueden mejor tratar con él como les parezca más seguro».

Entonces pasaron todos los soldados a Bizancio. Anaxibio no les dio paga, sino que hizo publicar por un heraldo que saliesen con armas y bagajes, pues iba a pasarles revista y a despedirlos. Los soldados, molestos porque no tenían dinero para comprar víveres para el camino, hacían sus preparativos de mala gana. Jenofonte, que había establecido con Cleandro el harmosta relaciones de hospitalidad, fue a saludarlo como para embarcarse en seguida. Pero Cleandro le dijo: «No hagas eso; si te marchas te van a echar la culpa de lo que ocurra; ya algunos te hacen responsable de que el ejército no se retira». Jenofonte respondió: «No soy yo el culpable de ello; pero los soldados carecen de víveres y por eso sienten repugnancia en partir». «De todas maneras —replicó Cleandro—, yo te aconsejo que salgas como si fueses a seguir con ellos, y cuando ya esté fuera el ejército entonces te separes». «Vamos, pues, a ver a Anaxibio y a tratar con él de esto», dijo Jenofonte. Fueron, pues, y hablaron del asunto.

Anaxibio dijo que eso debía hacerse, que los soldados preparasen sus cosas y saliesen cuanto antes. Y añadió que a todo el que faltase a la revista y al recuento lo consideraría culpable. Ya estaban todos fuera, excepto unos pocos, y Eteónico se encontraba junto a las puertas con intención de cerrarlas y echarles las barras en cuanto todo el mundo estuviese fuera. Y Anaxibio, llamando a los generales y a los capitanes, les dijo: «Los víveres tomadlos de las aldeas de los tracios; en ellas hay mucha cebada, mucho trigo y de todo lo demás. Así abastecidos, marchad a Quersoneso, donde Cinisco os tomará a sueldo». Oyendo esto, algunos soldados, o acaso un capitán, se lo comunicaron al ejército. Los generales se informaron acerca de Seutes si era amigo o enemigo, si había que atravesar el Monte Sagrado o dar un rodeo atravesando la Tracia. Mientras se hablaba de esto, los soldados cogen sus armas y se lanzan corriendo hacia las puertas para entrar de nuevo en los navíos. Eteónico y los que con él estaban, al ver que los hoplitas venían corriendo, cierran las puertas y echan la barra. Los soldados se pusieron a golpear las puertas diciendo que era la mayor injusticia arrojarlos a los enemigos. Y decían que romperían las puertas si no se las abrían de buen grado. Otros corrieron al mar y por el rompeolas de la muralla entraron en la ciudad, mientras los soldados que aún se encontraban dentro, al ver lo que pasaba en las puertas, rompen los cerrojos a hachazos y las abren de par en par, y los soldados se precipitan en la ciudad.

Jenofonte, al ver lo ocurrido, temiendo se entregase el ejército al saqueo y de ello resultaran males irreparables para la ciudad, para él mismo y para los soldados, echó a correr y se precipitó dentro de las puertas con la masa. Los bizantinos, cuando vieron al ejército penetrar por la fuerza, huyeron del mercado, unos a sus barcos y otros a sus casas; los que se encontraban en las suyas se echaron fuera; otros echaban al mar los trirremes para salvarse en ellos; todos creían que, tomada la ciudad por el ejército, estaban perdidos. Eteónico huyó a la ciudadela, y Anaxibio corrió hacia el mar, se embarcó en un barco de pesca y se dirigió por la costa a la acrópolis. En seguida mandó a buscar tropas de la guarnición de Calcedonia, pues las que había en la acrópolis no parecían suficientes para contener a los amotinados.

Los soldados, al ver a Jenofonte, se precipitaron hacia él y le dicen: «Ahora, Jenofonte, puedes mostrarte un hombre. Tienes una ciudad, tienes trirremes, tienes dinero, tienes hombres en gran número. Ahora, si quisieras, podrías sernos útil y nosotros te haríamos grande». Jenofonte responde: «Bien decís; así lo haré. Pero, si esto deseáis, poned en tierra las armas y formad en seguida». Da esta orden y ruega a los demás recomienden lo mismo: que pusieran en tierra las armas. Los soldados se formaron ellos mismos en poco tiempo; los hoplitas quedaron de a ocho en fondo, y los peltastas se colocaron corriendo en las dos alas. El terreno era el más a propósito para una revista; el llamado campo tracio, sin casas y completamente llano. Cuando hubieron puesto las armas en tierra y estuvieron calmados, Jenofonte convoca el ejército y dice: «Que vosotros, soldados, estéis furiosos e irritados por el engaño de que se os ha hecho víctimas, es cosa que no me extraña. Pero si nos abandonamos a nuestra cólera; si castigamos a los lacedemonios aquí presentes por su engaño y entramos a saco en la ciudad, que no es culpable de nada, considerad lo que resultará de ello. Seremos enemigos de los lacedemonios y de sus aliados, y qué clase de guerra nos traerá esto lo podemos conjeturar por lo ocurrido no ha mucho. Nosotros los atenienses entramos en guerra con los lacedemonios teniendo no menos de trescientos trirremes, unos en el mar y otros en los astilleros; disponiendo de grandes tesoros en la ciudad y de un tributo anual, tanto del país mismo como de fuera, que no bajaba de mil talentos; dueños de todas las islas y de muchas ciudades de Asia, de otras muchas de Europa; entre ellas esta de Bizancio, donde ahora estamos, y, sin embargo, como todos sabéis, llevamos en esta guerra la peor parte. ¿Y cuál podremos pensar que sea nuestra suerte ahora, cuando los lacedemonios disponen no sólo de sus antiguos aliados, sino también de los atenienses y de todos los que entonces eran aliados de éstos; cuando Tisafernes y todos los demás bárbaros de la costa son enemigos nuestros, y más enemigo que todos el rey de Asia superior, contra el cual fuimos con intención de quitarle el reino y matarle si pudiéramos? Y si todo esto es así, ¿quién hay tan insensato que crea que nosotros podemos salir vencedores? ¡Por los dioses!, no perdamos el juicio y vayamos a perdernos miserablemente haciendo la guerra a nuestras patrias y a nuestros propios amigos y parientes. Porque ellos se encuentran todos en las ciudades, que se armarán contra nosotros, y con razón, si nosotros, que no hemos querido conservar ninguna ciudad bárbara, y eso cuando éramos los más fuertes; llegados a la primera ciudad griega la ponemos a saco. Yo, por mi parte, ruego a los dioses que antes de veros hacer tales cosas me hunda mil brazas bajo tierra. Y os aconsejo que, pues sois griegos, procuréis, obedeciendo a los principales de los griegos, conseguir se os haga justicia. Si no lo podéis, es preciso, aun a pesar de esta injusticia, que no nos veamos impedidos de volver a Grecia. Por el momento creo que debéis enviar emisarios a Anaxibio para decirle que no hemos entrado en la ciudad con intención de cometer en ella ninguna violencia. “Sólo deseamos obtener de vosotros, si podemos —dirán—, alguna condición favorable, si es posible, y si no, mostrar que salimos, no por engaños, sino por obediencia”.»

Se acordó esto, y enviaron a Hierónimo, de Elea, para hablar en nombre de todos y con él a Euríloco, de Arcadia, y a Filesio, de Acaya. Ellos partieron a cumplir su misión.

Estaban sentados los soldados cuando se presentó Ceratades, de Tebas, el cual no había salido de Grecia por destierro, sino buscando mandar tropas, y si alguna ciudad o pueblo necesitaba un general, él ofrecía sus servicios. Y entonces acercándose a los griegos, les dijo que estaba dispuesto a conducirlo al llamado Delta de Tracia, donde cogerían rico botín, y hasta que llegasen allí les prometió darles vino y víveres en abundancia.

Mientras los soldados oían esto llegó la respuesta de Anaxibio. Este contestaba que si eran obedientes no les pesaría; pero que él daría cuenta del asunto a las autoridades de su patria, y que, por su parte, procuraría favorecerles en lo que pudiese. Entonces los soldados aceptaron a Ceratades por general y salieron de las murallas. Ceratades convino con ellos que al día siguiente vendría al campamento con víctimas, un adivino, víveres y vino para el ejército. Cuando las tropas hubieron salido, Anaxibio cerró las puertas y pregonó que todo soldado que fuese cogido dentro sería vendido. Al día siguiente vino Ceratades con las víctimas y el adivino; le seguían veinte hombres cargados de harina de cebada, otros veinte que llevaban vino, tres con aceitunas; otro hombre traía una carga de ajos que apenas podía con ella, y otro con una de cebollas. Ceratades puso en tierra todo esto como para distribuirlo y comenzó los sacrificios.

Jenofonte, mientras tanto, mandó llamar a Cleandro y le rogó le consiguiese el permiso de entrar en la ciudad para embarcarse en el puerto de Bizancio. Cleandro volvió y le dijo que le había costado mucho trabajo conseguir el permiso, pues Anaxibio decía no ser cosa conveniente que los soldados estuviesen cerca de la muralla y Jenofonte dentro, que los bizantinos estaban divididos en facciones llenas de saña unas contra otras. «Sin embargo —dijo—, te permite entrar si piensas embarcarte con él». Jenofonte se despidió entonces de los soldados y entró en la ciudad con Cleandro.

Ceratades no obtuvo el primer día presagios favorables y no distribuyó nada a los soldados. Al día siguiente las víctimas estaban cerca del altar, y Ceratades, coronado, se disponía a sacrificar, cuando Timasión el dardanio, Neón el asineo y Cleanor el orcomenio se acercaron a él y le dijeron que no sacrificase, porque no sería el jefe del ejército si no les daba víveres. Ceratades ordena el reparto. Pero como le faltaba mucho para aprovisionar para un día a cada soldado, se retiró llevándose las víctimas y renunciando al cargo de general.