CAPÍTULO I
Hacia la última vela, cuando aún quedaba bastante noche para poder cruzar la llanura sin ser vistos, levantaron el campo a una señal dada y poniéndose en marcha llegaron junto a las montañas al rayar el día. Quirísofo marchaba a la cabeza de la columna con su cuerpo y todas las tropas ligeras, y Jenofonte seguía con los hoplitas de retaguardia sin ningún gimneta, pues no parecía haber peligro de que el enemigo atacase por detrás mientras subían. Quirísofo ganó la cima antes que los enemigos se diesen cuenta y continuó adelante, mientras el resto del ejército le seguía, penetrando en las aldeas situadas en los valles y repliegues de las montañas. Los carducos, al verlos, abandonaron sus habitaciones y huyeron con sus mujeres e hijos a las montañas. Había allí víveres en abundancia y se encontraron en las casas muchos utensilios de bronce. Pero los griegos no se llevaron nada ni persiguieron a los habitantes, con la esperanza de que al ver esto los carducos les dejarían pasar como por tierra amiga, puesto que eran enemigos del rey. En cuanto a los víveres, cogieron todo lo que hallaron; la necesidad les obligaba. A pesar de todo, los carducos no quisieron oírles y no dieron ninguna señal de disposición amistosa. Y cuando ya de noche los últimos griegos bajaron de las cimas a las aldeas (pues era tan estrecho el camino que habían empleado todo el día en subir y bajar la montaña hasta las aldeas) se reunió un grupo de carducos y atacaron a los rezagados, matando a algunos e hiriendo a otros con flechas y piedras, aunque eran en corto número, pues los griegos habían entrado en el país de improviso. De haber sido más, una gran parte de ejército hubiese acaso estado en peligro de ser aniquilada. Así acamparon esa noche en las aldeas. Los carducos encendieron numerosas hogueras y unos y otros se observaban.
Al rayar el día, reunidos los generales y capitanes de los griegos, decidieron no conservar de las acémilas más que las indispensables y que estuviesen en mejor estado, así como poner en libertad a todos los prisioneros hechos últimamente y que iban como esclavos en el ejército. El gran número de prisioneros y acémilas hacía más lenta la marcha, y su vigilancia y cuidado restaban muchos hombres a las fuerzas combatientes; además, era preciso buscar y llevar consigo doble cantidad de víveres para gente tan numerosa. Tomada esta decisión, los heraldos pregonaron que así se hiciera.
Después de almorzar el ejército se puso en marcha. Los generales se colocaron en un paso angosto, y si encontraban que un soldado llevaba algo de lo prohibido en el pregón, se lo quitaban. Todos obedecieron, salvo alguno que otro que consiguió pasar de oculto la bella mujer o el muchacho objeto de sus deseos. Durante todo este día marcharon unas veces combatiendo y otras descansando. Al día siguiente sobrevino una gran tormenta. Pero no por eso se detuvieron, pues estaban escasos de víveres. Quirísofo iba a la cabeza y Jenofonte en la retaguardia. Los enemigos atacaron vigorosamente, y como el camino era estrecho podían acercarse y arrojar flechas y piedras. De suerte que los griegos, obligados a perseguirlos y a retirarse después, marcharon lentamente. Y Jenofonte hubo de enviar a menudo recado que se detuviese la columna cuando los enemigos atacaban vivamente. Quirísofo, al recibir el recado, unas veces se detenía, pero otras, lejos de hacerlo, marchaba con toda rapidez y daba orden de que le siguiesen. Esto parecía denotar que algo ocurría. Pero, como no había tiempo para llegarse y ver cuál era la causa de tal apresuramiento, a los de retaguardia la marcha les parecía más bien una fuga. En esta ocasión murió un valiente soldado, el lacedemonio Cleónimo, herido por una flecha que, traspasando su escudo y su casaca, le penetró en el costado, y también Basias, de Arcadia, con la cabeza atravesada de parte a parte. Cuando llegaron al punto en que debían acampar, Jenofonte marchó inmediatamente como estaba a ver a Quirísofo y le reprochó que no se hubiese detenido, obligándoles a combatir mientras iban huyendo. «Y ya ves —dijo—, han muerto dos buenos soldados, cuyos cadáveres no hemos podido recoger ni enterrar». Quirísofo le respondió: «Mira esas montañas; como ves, son inaccesibles. No hay más que un camino: ese tan escarpado que desde aquí se divisa. Y en él puedes ver la multitud de hombres que lo han ocupado para cerrarnos la salida. Por esto me apresuraba y por esto no te aguardé; esperaba poder llegar al paso antes de que los enemigos lo ocupasen. Y los guías que tenemos dicen que no hay otro camino». Jenofonte le dijo: «Pues yo tengo dos prisioneros. Como los enemigos nos iban molestando decidimos tenderles una emboscada, lo que nos permitió al mismo tiempo tomar un poco de descanso. Matamos algunos y deseábamos coger algunos vivos, precisamente con este objeto, para tener guías conocedores del país.».
Inmediatamente trajeron a los dos hombres y poniéndolos aparte el uno del otro les preguntaron si conocían otro camino que no fuese el que se veía. Uno de ellos dijo que no, a pesar de que le hicieron muchas amenazas; y como no dijera nada útil lo degollaron a la vista de su compañero. Entonces dijo éste que el otro se había negado a decir nada porque tenía una hija casada con uno de aquel sitio. Por su parte prometió que guiaría por un camino por donde podrían ir también las acémilas. Le preguntaron también si había en este camino algún sitio difícil, y él dijo que había una altura que era necesario tomar de antemano para poder pasar.
Entonces decidieron convocar a los capitanes, a los peltastas y a parte de los hoplitas para decirles lo que pasaba y preguntarles si alguno de ellos quería mostrarse hombre valiente y ofrecerse a marchar voluntario. Entre los hoplitas se ofrecieron Aristónimo, de Metidrio, y Agasias, de Estinfalia, uno y otro de Arcadia. Frente a éstos se levantó Calímaco, de Parrasia, ofreciéndose a marchar con voluntarios que sacaría de todo el ejército. «Estoy seguro —dijo— de que si yo dirijo la expedición me seguirán muchos de los jóvenes». En seguida preguntaron si había entre los gimnetas algún taxiarco que quisiera tomar parte en la empresa. Y se presento Aristeas, de Quíos, que en muchas ocasiones semejantes había prestado grandes servicios al ejército.