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A principio ella pareció asustada. Él la había asustado otras veces antes, pero nunca de aquella manera. Parecía abrumado por la alegría, pero había un asomo de locura en su actitud; apenas se hallaba al control de sí mismo. Sus susurros calificaban de maníaco este comportamiento. Todo lo que sabía Harumen era que Wing estaba poseído por algo que ella no comprendía.
Acudió a ella justo después de amanecer, desvariando sobre un sueño que había tenido acerca de Hanu y las estrellas y la tumba de Teaqua. Le preguntó al respecto, y él la cogió en brazos y danzó con ella por toda la habitación. La depositó en la cama, volvió a la puerta y la cerró por dentro con llave. Gorjeando, le dijo que podía ver, al fin podía ver, y luego le dijo que quizá la amara. Cuando le preguntó si quería compartir placer con él, ella pensó en decirle no durante casi tres segundos. Había sido duro dejar a Wing solo; lo había deseado durante días, pero él había estado demasiado preocupado para acercársele. Ndavu no dejaba de decir lo frágil que era, el cuidado que tenían que tener con él. Ella había temido ser ella la que finalmente lo quebrantara. Ahora era la pasión de él la que la abrumaba a ella. La elevó a un nuevo nivel de excitación, y ella se perdió por completo en la sensación. Todos los problemas y éxitos, ambiciones y temores, desaparecieron mientras se libraban de sus ropas. Sólo quedó el abrazo de él, la respuesta de ella —en una especie de realimentación, ganando intensidad—, luego las caricias de ella, la temblorosa reacción de él. Los olores se enroscaron en la boca de Harumen y los engulló. Se compartieron el uno al otro en un frenesí de placer, alineando y realineando sus cuerpos con un solo propósito, abandonándose de buen grado a un comportamiento salvaje. Se acoplaron hasta que ambos temblaron de felicidad.
Después, mientras descansaban, él la miró directamente a los ojos como si no deseara atraerla de nuevo hacia sí. El calor de sus ojos la calentó; acarició el pelaje de su cadera. El cerró los ojos por un momento y, de pronto, se puso a gorjear.
—¿Te encuentras bien?
—Sólo estaba pensando —dijo él—. En realidad, sintiéndome bien conmigo mismo. ¿Sabes?, rompieron mi matrimonio, me atrajeron al exilio, me convirtieron en un alienígena, me hicieron dudar de mí mismo y me condujeron directamente al borde de un colapso nervioso. Y aquí estoy, tendido en esta cama y preguntándome: ¿eso es todo? ¿Eso es lo peor que podéis hacer? Vamos, puedo asimilar todo eso y mucho más. No sólo he sobrevivido, sino que soy más fuerte.
—¿Ellos? ¿Quiénes?
—Todo el mundo. Ndavu. Daisy. Tú. Incluso yo. Sí, yo ayudé a convertir mi vida en un lío. Pero ahora he obtenido exactamente lo que deseo. —Tendió la mano hacia ella y ella volvió a abrazarle, y pronto estaban compartiendo de nuevo. Cuando se recobraron esta vez gorjearon ambos.
Entonces él le dijo a ella que tenía que trabajar. Ella salió para ir en busca de pergamino, tinta y plumas, y él pasó las siguientes horas dibujando. Ella le observó murmurar para sí mismo, cantar fragmentos de canciones que ella nunca antes había oído, palmearse la frente con la pluma mientras pensaba. Parecía absorto en su dibujo; había una nueva flexibilidad en el porte de su cuerpo. Muy a menudo alzaba la vista y le lanzaba una juguetona sonrisa. Ella ya no le tenía miedo.
—Pronto. —Wing mojó la pluma en la tinta y oscureció una línea dimensional.
—No es un agujero, ¿verdad?
—No —gorjeó Wing—. Lo opuesto de un agujero. —La tinta se secó con una fragancia jabonosa—. Lástima que el soporte no sea el ideal: lo emborrona todo.
—Es vitela hecha con la piel de hatchlings —le reconvino Harumen con burlón ultraje—. Y tú estás dibujando en ella como si fuese papel. —Deseaba ver lo que estaba haciendo—. Tú rompiste la unidad de trabajo. —Él no le dejó mirar.
—Lo sé. —Frunció los ojos, utilizando la vista para obtener una escala del dibujo—. En aquel momento pareció una buena idea.
—¿Por qué no puedo mirar?
—Porque no. —Wing borró una salpicadura de tinta—. Porque, querida, tú me ofrecerías tu opinión, y mi decisión ya está tomada. A la única que debo convencer ahora es a Teaqua, y un pequeño susurro me dice que le va a encantar. Y porque tener un secreto constituye una especie de poder, y si a ti no te importa tengo intención de mantener éste durante tanto tiempo como pueda.
—¡Phillip!
—Simplemente tendrás que confiar en mí. O mejor confía en Hanu; es idea de ella.