16
Wing soñaba en Daisy. En el sueño, él era humano de nuevo. Él y su esposa estaban tendidos juntos, desnudos, cerca del jardín en la casa Piscataqua. Las flores les asentían al compás del viento, y podía oler el aroma de la nocotiana y la especiada fragancia de los claveles. Una cálida brisa susurraba descendiendo por el vientre de Wing; acarició lentamente con la yema de los dedos la sedosa parte inferior de los pechos de Daisy. Me gustaría hacer el amor contigo, dijo, y cuando ella sonrió como respuesta pudo ver todos sus dientes. Ella se inclinó sobre él y se besaron. Él deseaba retenerla pero sus brazos eran demasiado pesados. Finalmente ella se apartó del beso. El sol colgaba sobre su hombro, incendiando su pelo. A Wing le dolían los ojos de mirarla y se sentó. Fue entonces cuando se dio cuenta de que en cada ventana de la casa Piscataqua había un rostro chani, crispado de asombro ante la visión de unos humanos haciendo el amor. Sus cabezas eran tan grandes como barriles. Harumen salió por la puerta de atrás, con el aspecto de un efecto especial estropeado. Se detuvo al lado de ellos y exhibió un esquema que él creyó que debería reconocer. Su sombra le trajo frío.
—Arriba.
Se sobresaltó. Una chani desconocida estaba de pie al lado de su cama. Llevaba una chaqueta azul y un taparrabos gris del cual colgaba un cuchillo en una funda de cuero. Cuando Daisy le informó de que se trataba de una sacerdotisa, Wing se sintió totalmente desorientado. Ya tenía bastantes problemas en distinguir la Daisy de su sueño de la Daisy de la interface. Ahora tenía que enfrentarse a una invitada no deseada. No parecía particularmente amistosa.
Parpadeó y se sentó.
—¿No cerré la puerta con llave? —dijo. Empezaba a acostumbrarse a las sorpresas, pero ésta era la primera vez que la locura había empezado tan pronto.
—Es usted del tipo vergonzoso, ¿verdad? —Le miró directamente, una clara infracción de la cortesía.
Las sacerdotisas raras veces se aventuraban al palacio de los eruditos. Wing se dio cuenta de quién debía ser y por qué estaba allí.
—Teaqua la ha enviado. —Tendió la mano hacia sus ropas—. Ella está aquí.
La chani le dirigió una dura mirada.
—¿Cuánto sabe sobre esto?
—Acabo de despertarme.
—Entonces venga conmigo. —Le hizo una seña—. Mi nombre es Chiskat.
En realidad, Teaqua no había honrado la ciudad de los eruditos con su visita. En vez de ello se había alojado al otro lado del río, en el templo Quaquonikeesak. Wequassin había construido Quaquonikeesak cerca de la granja donde él y Teaqua habían vivido de cachorros. Desde su percha en la cima de la colina Chemish, el templo dominaba toda la ciudad. Estaba delimitado por un muro triangular, un enorme rompecabezas de piedras unidas sin mortero, lo bastante encajadas como para pasar la inspección de un inca. A cada esquina del triángulo había una torre con troneras para los arqueros. Para Wing, Quaquonikeesak parecía más una fortaleza que un lugar religioso.
Al final de las Eras Cálidas, aquellos que quedaron en Aseneshesh intentaron conservar todo lo posible de su mundo. La colina Chemish no era el resultado de un proceso geológico; era un enorme museo subterráneo. Su auténtica naturaleza había sido olvidada hacía mucho..., hasta que el cachorro de un granjero llamado Wequassin había descubierto la entrada mientras cavaba para colocar los postes de una nueva cerca. El y su hermana, Teaqua, fueron los primeros en siglos en entrar en la bóveda. Dieciséis años más tarde gobernaban Aseneshesh. Mantuvieron en secreto la existencia de la bóveda durante su ascensión al poder; sólo después de separarse fue revelada. Los eruditos afirmaban que había sido saqueada de toda la tecnología de la Era Cálida que había creado los milagros sobre los cuales había edificado Teaqua su teocracia.
Aunque la bóveda en sí seguía prohibida, Teaqua había traído algunos de los tesoros que contenía al templo que custodiaba su entrada. Allá era exhibida la blasfema colección, a fin de que la gente pudiera ver por sí misma la maldad de las Eras Cálidas. Nadie excepto la diosa sabía la extensión total de lo que había enterrado debajo de la colina Chemish.
Chiskat dejó a Wing, Harumen y Ndavu en la puerta de entrada, donde ella siguió para informar de su llegada. Regresó con la noticia de que Teaqua había ido a la bóveda y no podía ser molestada. El profeta había ordenado que se encargara de hacer que Wing y su grupo se sintieran cómodos.
Les condujo a un destartalado claustro oculto detrás de una columnata. Normalmente servía de alojamiento a los sacerdotes residentes, renacidos, penitentes ocasionales, eruditos de visita y las grandes bandadas de peregrinos que acudían a mostrarse piadosamente horrorizados por los excesos de las Eras Cálidas. Casi todos ellos, sin embargo, se habían trasladado a Kikineas, para dejar sitio a Teaqua y su séquito. Las habitaciones tenían apenas el tamaño de un armario y estaban someramente amuebladas con un colchón de plumas, orinales y algún espejo ocasional.
—Usted dormirá aquí. —Chiskat apartó la cortina que servía como puerta y reveló un armario con una ventana acristalada que daba a los establos. Tres cajas de vitabulk ocupaban la mayor parte del espacio del suelo—. Ella ahí, el mensajero ahí. Yo estoy al otro lado del pasillo. —Wing se dio cuenta de que sus posibilidades de ver pronto a Teaqua no eran muy buenas. Apresúrate y espera: el clásico desaire del poder.
Harumen le preguntó a Wing si estaba interesado en ver la colección de las Eras Cálidas. El dijo que lo estaba, con la esperanza de poder escapar así de la hosca Chiskat. Sin embargo, ésta se unió al grupo sin esperar ninguna invitación.
Así como el claustro era cuadrado y carente de inspiración, el templo más allá rendía homenaje a la curva con ventanas en forma de lágrima y sinuosos contrafuertes en las paredes. Seis puertas en arco se abrían a un amplio y penumbroso recinto, atestado con los fieles de Kikineas que habían acudido a participar en la primera acción de gracias de la visita de Teaqua. Para cada persona allí parecía haber una lámpara parpadeando en su nicho. Aunque se sintió agradecido por la luz extra, el aire humoso y viciado hizo que a Wing le escocieran los ojos. Mientras se ajustaba a la atmósfera vio que tres tapices, aproximadamente de unos cinco por nueve metros, colgaban de la bóveda del techo encima de la entrada a la exposición al fondo del recinto. Chiskat chocó contra él, intentando mantenerle apartado de Harumen y Ndavu mientras avanzaban por entre la multitud hacia los tapices.
Como fondo del primero había la absurda e impotente silueta de una ciudad, la pesadilla de un ingeniero estructural. Parte de la ciudad estaba en llamas. Varios chani gordos estaban sentados con las piernas cruzadas en una playa en primer término y contemplaban cómo dos de ellos luchaban con cuchillos. La playa estaba sembrada de restos. Chiskat explicó que reflejaba la maldad de las Eras Cálidas.
El segundo mostraba un enorme y desolado paisaje invernal. Una delgada hoz de Chan brillaba apenas tras una oscura nube. Un conjunto de temerosas criaturas parecidas a dinosaurios de bolsillo habían acorralado a un chani solitario en un rincón del tapiz. El pelaje del superviviente estaba helado; su única arma era un bastón. —El arreglo de cuentas —dijo Chiskat.
En el último, dos figuras acuclilladas junto a un helado precipicio miraban hacia abajo, a un valle edénico. Una de ellas era un chani esquelético, la otra una criatura surrealista de luz. Su melena y pelaje estaban trenzados del mismo hilo de oro utilizado para representar a Chan, ahora completamente visible. Según Chiskat, Kautama el Recto fue rescatado de la muerte por Hanu, la hija de Chan. Se convirtieron en los padres de una nueva raza.
Wing tenía tortícolis; contemplaba los tapices como si fueran un mensaje de casa. Ndavu había hablado de similitudes entre humanos y chani, pero Wing no había esperado oír variaciones sobre el tema de Adán y Eva. Por primera vez tuvo la sensación de que comprendía algo importante respecto a aquella gente. Intentó decírselo a Chiskat.
—Entonces, ¿Chan ha apartado su rostro de los humanos? —le interrumpió ella.
—No, Chan no ha... No conocemos a Chan.
—Pero tienen un sol —dijo ella—. Todos los soles son formas de Chan. —Wing nunca había oído aquella doctrina antes; ni Daisy—. Entonces, ¿su raza nunca ha pecado? —Chiskat sonó escéptica.
—Muchos creen que ha habido pecado. Algunos creen también que hubo un castigo. —Wing no pudo resistirse a volver la lógica de su propia doctrina contra su inquisidora—. Pero, Chiskat, si todos los soles son Chan, entonces, ¿no significa eso que todas las cosas que viven bajo los soles tienen que ser sus criaturas? ¿Incluso los mensajeros?
—Cuando uno aparta la vista de Chan, Chan también aparta la vista de uno. —Los labios de Chiskat se crisparon desdeñosamente—. ¿Qué es un mensajero? Alguien que sube tiempoarriba. Alguien que olvida su sol.
—Phillip —dijo Ndavu—, venga por aquí.
Wing le hizo un gesto.
—¿Y así, sólo por el hecho de estar aquí, eso me hace un mensajero? —Descansó una mano sobre el hombro de Chiskat: un gesto amistoso—. Pero está equivocada, ¿sabe? Yo nunca me he unido a ellos.
Chiskat pellizcó el pelaje del antebrazo de Wing, no lo suficientemente fuerte como para que le doliera.
—¿Ha sido éste siempre su aspecto?
—No.
Chiskat apartó la mano de Wing de su hombro. Le empujó en silencio hacia delante, como si no fuera necesario decir nada más.
La colección de las Eras Cálidas era exhibida en una serie de galerías interconectadas en torno a la periferia del gran recinto. Las habitaciones estaban vacías ahora, puesto que todos los peregrinos estaban atareados peleándose por los mejores sitios para la acción de gracias. Esta zona del templo no tenía calefacción; la parte interior de muchas ventanas mostraban signos de escarcha. Wing reconoció el frío como un nada sutil recordatorio de los frutos del pecaminoso orgullo.
Pudo comprender de inmediato cómo una parte de la colección ofendía las creencias actuales. La sonda espacial, por ejemplo, picoteada y medio quemada después de su misión; los antiguos la habían utilizado para estudiar su sol. Con otros artefactos, el sacrilegio era más sutil. Había cajas de cristal llenas con utensilios de mesa, tazas adornadas con hilo de oro y soperas ornamentadas con reptiles repujados, cajas de perfumes con flores de filigrana de oro, joyas de oro y candelabros dorados. Wing se dio cuenta de que los modernos orfebres no tenían permitido rebajar el metal de Chan utilizándolo para artes profanas.
—¿Por qué sigue preguntando, cuando ya se ha hecho su opinión? —dijo Ndavu con voz tranquila. Él y Chiskat habían estado lanzándose escaramuzas desde que habían entrado en las galerías. Ella murmuró algo que Wing no pudo oír—. No sabe usted lo suficiente para tener una opinión. —Se alejaron más allá del alcance de su oído, a la siguiente estancia.
Parte de la colección de las Eras Cálidas era alarmante. Al fondo de una estancia brillaba una pared de color globular. Diminutos planetas polícromos y sus girantes lunas colgaban suspendidos en una luz blanca. A Wing le recordaron la obra de Jim McCauley, excepto que esta escultura de luz estaba hecha para ser alterada. Harumen cruzó la pared, desencadenando una reacción en cadena de colisiones que produjeron una cacofonía de repentinas y violentas discordancias: explosiones, crujir de rocas y resonar de truenos, el chirriar de metales al ceder, y algo muy parecido a gritos. Como si todo aquello no fuera ya inquietante, la siguiente estancia estaba llena con imágenes de chani moribundos. Cada uno de ellos había sido envuelto con algún material ligero como gasa: una censura posterior exigida por el tabú de la muerte. Sin embargo, entrecerrando los ojos por entre la moderna envoltura, Wing pudo ver las antiguas imágenes, un inquietante cruce entre retratos y vídeo. En cada una de ellas, los detalles más reveladores —a menudo los más grotescos— se movían; todo lo demás permanecía detenido en el tiempo. Un chani mortalmente herido se derrumbaba contra una pared; la sangre goteaba del extremo de sus dedos y formaba un charco en el suelo de piedra. Otro caía como una estatua en una horrible caída contra un cielo tempestuoso. El pecho de otro había sido aplastado por una roca; su pierna en escorzo se crispaba contra un macizo de flores azules. Wing se apartó de las imágenes, enfermo.
—¿No puede mirar? ¿Se siente trastornado? —Chiskat se le acercó por detrás; parecía complacida por su reacción—. Se dice que ésas fueron las imágenes que condujeron a Wequassin a la locura.
—Tonterías —dijo Ndavu—. El hambre volvió a Wequassin loco.
—Sí —dijo Chiskat—. Ustedes estaban allí, ¿verdad? Ustedes conocieron al Perverso Wequassin.
—Yo no lo llamaría perverso.
—Por supuesto que no. Hizo exactamente lo que ustedes deseaban.
Harumen intervino.
—Vamos, nos están aburriendo —dijo, y enlazó su brazo con el de Wing—. A Phillip no le importa en absoluto Wequassin, y a mí tampoco. Creía que estaba usted encargada de vigilarnos, no de darnos lecciones de historia. —Alejó a Wing de la discusión.
Harumen había estado actuando extrañamente durante todo el día. Parecía deprimida; Wing tuvo la sensación de que estaba siendo cautelosa con los sacerdotes. Le molestaba saber tan poco acerca de ella: ¿por qué debería mostrarse tan cautelosa? ¿Cuál era exactamente su lugar en la teocracia? Se concentró intensamente en aquellas cuestiones, pero no le llegó nada de Daisy. No por primera vez, se sintió frustrado con su control del implante. Gracias a los mensajeros, Wing sabía probablemente más que ningún humano que hubiera vivido nunca. Sin embargo, no comprendía más que una infinitésima parte de aquella información. ¿De qué servía una memoria expandida cuando no tenía la menor idea de las dimensiones de su conocimiento, cuando algo que «conocía» podía tomarle por sorpresa?
El templo resonó con el sonido de las campanas. Era el momento de dar las gracias.
Wing, Ndavu y Harumen aguardaron mientras Chiskat abría la puerta cerrada con llave. No hacía mucho, pensó Wing desconsoladamente, un día como aquél le hubiera dejado catatònico. Tenía una imagen del interior de su cabeza como un cuadro de conmutadores en el que todas las líneas estuvieran zumbando. No hacía mucho, la única forma en que hubiera podido enfrentarse a eso hubiera sido desconectarse por completo, sentarse a solas con los ojos fuertemente cerrados y escucharse a sí mismo respirar. Pero estaba haciendo algunos progresos: estaba aprendiendo a vivir con el estrépito. La puerta se abrió y Chiskat les condujo al otro lado.
En medio del patio pavimentado, una escalera descendía bajo tierra. Hubiera resultado difícil darse cuenta de su existencia de no ser por los dos espadas de pie montando guardia junto a ella. Uno de los espadas dedicó a Wing un bostezo amenazador que mostró unos dientes rosados. No miraron educadamente hacia un lado; no había nada educado en ellos. Chiskat se detuvo en el primer escalón; parecía estar aguardando a alguien. Los espadas no dijeron nada. Luego, el profeta en persona apareció saliendo del edificio opuesto a ellos.
—¡Phillip Wing! ¡Por fin! ¡Me alegra conocerle! —Ammagon apenas podía hablar—. En un lugar tan grande, resulta fácil perderse. —Apoyó una mano en su pecho, como para retener su respiración—. Una espléndida acción de gracias, ¿verdad? Sí, muy hermosa. Sé lo que dicen acerca de Kikineas, pero... —Agitó una mano para desechar aquellas calumnias—. ¿No sintió el amor de todos ellos hacia Teaqua? ¿Bañándonos a todos como olas?
Wing dejó oír un educado gruñido que no comprometía a nada.
Entonces Ammagon empujó al espada más cercano hacia la escalera.
—Bueno, adelante, déjales entrar. No me culpen a mí: ella les mandó llamar.
Al fondo del tramo había una pesada puerta de madera revestida de hierro. El espada la empujó con el hombro. Una oleada de aire cálido ascendió girando por las escaleras.
—Vamos, adelante. —Ammagon empujó a Harumen hacia abajo—. Pero intenten recordar que se cansa fácilmente—. Hizo un gesto a Wing de que siguiera—. Es estupendo conocerle, Phillip Wing. —Pronunció el nombre como si fuera una sola palabra—. Tendremos que conocernos un poco mejor más tarde. —Cuando el mensajero intentó seguirles, le sujetó por sus ropas—. No, me temo que no, Ndavu. Ella no quiere verle.
—¿Qué quiere decir? —exclamó Ndavu, mientras Chiskat y el otro espada se cerraban en torno a él. Wing dudó un momento en las escaleras, pero Harumen tiró de él y le hizo entrar en la bóveda.
—Además —dijo Ammagon, rodeando el hombro del mensajero con un brazo—, usted y yo tenemos cosas de las que hablar. —La puerta se cerró, dejando al profeta al otro lado.
El vestíbulo olía a cemento húmedo. La única luz brotaba de detrás de dos enormes puertas rojas que permanecían abiertas ante ellos. Las cruzaron a una resplandeciente rampa que descendía en espiral por un pozo. Wing se arrodilló y raspó la superficie de la rampa. Parecía plástico texturado: duro como la roca pero cálido al tacto..., no muy buen conductor del calor. Miró por el borde: unos treinta metros hasta el fondo del pozo.
Mientras descendían, Daisy orientó a Wing. Los conservadores siempre construyen sus bóvedas en cinco niveles; contando de arriba a abajo están los aposentos donde vivir, un nivel de acceso de información/utilidades/almacenaje, y tres pisos que contienen la colección. Daisy esperaba que Teaqua les recibiera en el piso superior; la diosa era muy reservada acerca de los tesoros de su bóveda.
Solon Petropolus había advertido en una ocasión a Wing de que nunca creyera en nada que no hubiera visto por sí mismo. Ahora quedó demostrada la sabiduría de aquel consejo. La diosa no se parecía en nada al luminoso fantasma que veía su gente. Wing y Harumen la hallaron tendida sobre un montón de almohadones en una cama baja, con una capa de plumas azules echada por encima como un edredón. Su pelaje era tan fino que Wing podía ver casi la suelta carne debajo. Un peso invisible parecía clavarla a los almohadones, y allá aferraba sobre ella el apergaminado olor de la lenta corrupción, el olor de un ático donde algo había muerto hacía mucho tiempo. Le miró con ojos ardientes y reumáticos, y él y Harumen se arrodillaron y extendieron los brazos en súplica. Wing no pudo impedir el pensar que había llegado demasiado tarde, que tenía pocas posibilidades de terminar su tumba antes de que aquella arrugada criatura tuviera necesidad de ella. Mientras se sentaba sobre sus talones, Wing mantuvo los ojos bajos para que ella no leyera su desánimo.
—Espera fuera, Harumen. —La voz de Teaqua era pequeña e indistinta. Harumen se retiró sin decir una palabra.
La diosa guardó un largo e incómodo silencio. Era como si hubiera olvidado que Wing estaba todavía con ella. Éste no sabía qué esperar; todo lo que sabía era que él no iba a hacer el primer movimiento. Mientras aguardaba, miró a su alrededor, a la habitación que ella había elegido para recibirle.
El cielo brillaba, llenando el espacio con una luz blanca y dura. Él estaba arrodillado en el centro de una enorme casa de muñecas, de diez por siete metros. La cama baja de Teaqua estaba en su patio. Las pequeñas habitaciones que le rodeaban estaban llenas con centenares de figurillas de piedra, todas ellas postradas ante la diosa. Había una hilera de diminutos adoradores en el suelo a su alrededor, polvorientas hileras en cada compartimiento. Las estatuas tenían el tamaño de ardillas y estaban exquisitamente detalladas. Aunque todas llevaban ropas chani, muchas eran claramente alienígenas. Algunas tenían cabezas reptilianas; otras parecían flores flageliformes. Había algunas sin brazos, y criaturas de muchos miembros cuyos atuendos habían sido cortados de acuerdo con su multiforme anatomía.
—Chan y Teaqua, uno y lo mismo —murmuró la diosa.
Wing parpadeó y se inclinó hacia ella. Resultaba difícil de oír.
—Te hablamos sólo a ti. —La cabeza de Teaqua se alzó de los almohadones—. Secretos, ¿comprendes?
El pelaje a lo largo de la espina dorsal de Wing hormigueó.
—Los mantendré.
Ella apretó una mano contra su garganta.
—Este cuerpo está terminando.
—Lo siento. —Vaciló, preguntándose si sería apropiado ofrecer sus condolencias. Pero estaba demasiado aturdido para seguir un rumbo diplomático. Lo mejor que podía hacer era decir lo que le viniera a la mente—. ¿De cuánto tiempo dispondré? ¿Para hacer la obra?
—El tiempo suficiente; ésa es la voluntad de Chan. —Su mano cayó a su costado—. Pero debes apresurarte. Es sólo porque la gente ama y teme a Teaqua que nuestra paz se mantiene. Algunos piensan que el fin de este cuerpo significa el fin de Teaqua. Los mensajeros creen eso. Aquellos que se han vuelto hacia los mensajeros lo creen también. Niegan que Chan y Teaqua se han convertido en una única cosa. Desean poner fin a nuestra paz a fin de poder cambiar el mundo.
—¿Quiénes?
—Dicen que Teaqua es un cuerpo y que Chan es un sol. Eso es una mentira.
—¿Puede detenerlos?
La voz de Teaqua se alzó.
—Una mentira. Dilo.
—Una mentira —dijo Wing—. Por supuesto.
—Hubo una vez, hace mucho tiempo, en que Teaqua era como los otros chani; es por eso por lo que se difunde la mentira. —Sus ojos eran brillantes, casi febriles—. Tenía anhelos. Poseía los mismos sentimientos que cualquiera podía tener. Pero ya no, no..., renunció a todo por su pueblo.
Teaqua se echó de nuevo hacia atrás. Durante un tiempo no hubo ningún sonido en absoluto excepto su respiración. El silencio se prolongó. Wing se preguntó exactamente cuánto tiempo iba a tomar aquella entrevista. Quizá hubiera debido traerse consigo algo de comer.
—El pasado —dijo finalmente Teaqua—. Frío, tan profundo. A veces..., da la impresión como si nos estuviéramos ahogando. —Se agitó incómoda en el montón de almohadones y pareció darse cuenta de nuevo de la presencia de Wing. Este tuvo la sensación de que no sabía quién era.
—¿Se encuentra bien? —preguntó—. Ammagon dijo que no debíamos cansarla.
—¿Ammagon? —Se sobresaltó, como si él la hubiera abofeteado—. Ven aquí. —Wing se levantó con dificultad: sus rodillas estaban rígidas de permanecer arrodillado en el suelo de piedra. Ella adelantó una mano, sujetó su brazo y lo olió—. El olor de la auténtica carne. Eres real. Eso es bueno. —La presa de Teaqua se hizo más fuerte—. Ammagon no tiene nada que ver con esto. —Retorció el brazo de Wing lo suficiente como para hacerle daño—. Dejemos que busque por sí mismo. —Entonces le soltó. Él permaneció frente a ella, frotándose el lugar donde ella había apretado, perplejo.
—¿Te gusta esta habitación? —gorjeó Teaqua, un sonido pequeño y húmedo como de agua hirviendo—. Pero no sabes lo que estás viendo. Un capricho, con muchos años de antigüedad. Queríamos dejar algo detrás nuestro en este lugar. Añadir la historia de Teaqua a todas las demás historias enterradas aquí. Míralos. —Inclinó la cabeza, aguardó. Wing se dio cuenta de que no era una invitación, sino una orden. Para complacerla miró en redondo y revisó su estimación anterior. Había al menos mil estatuas, quizá cincuenta habitaciones.
—Estás viendo piedra modelada. Vemos las vidas que hemos modelado. Podemos cambiar nuestros pensamientos en piedra, podemos cambiar las vidas de la gente. Esas piedras te hablan, Phillip Wing. Escúchalas. Están diciendo: «Somos aquellos que Teaqua sostuvo en sus manos».
Cuanto más hablaba de sí misma, más fuerte parecía hacerse.
—Cuando los mensajeros llegaron por primera vez a este mundo —prosiguió—, nos trataron como animales. Se burlaron de nuestras costumbres. Ahora están de rodillas ante Teaqua. Aquí y en todas partes. ¿Cómo es esto posible? Porque Chan es grande. Temen a Teaqua porque Chan es grande.
Hizo una pausa, y Wing ya no pudo contener su impaciencia.
—¿Qué es lo que quiere que yo haga? —preguntó.
—Algún día tal vez Chan encuentre una nueva voz. Otro cuerpo, una mente fresca. —Exhibió irritación, y él se dio cuenta de que no había terminado de alardear—. Entonces el final de este cuerpo no importará. Pero Chan no elige a menudo convertirse en una sola cosa con la carne. Con una cosa hecha. Es un honor vivir en una época así, servir a una diosa. La era de la buena voluntad termina con nosotros. El que gobierne después será chani, pero no será Chan.
Aquello fue nuevo no sólo para Wing, sino también para Daisy. Los mensajeros habían supuesto siempre que al sucesor de Teaqua se le permitiría autoproclamarse divino. Ahora la diosa deseaba llevarse su divinidad consigo a la tumba. Wing pudo sentir a Daisy sopesando las posibilidades.
—No puede ser lo mismo, el cambio llegará. Pero nuestra paz debe mantenerse pese a todo. Cambio y paz, ¿entiendes? Así que Teaqua debe seguir adelante. No por nuestro bien sino por el bien de aquellos que pueden creer la mentira. Necesitan un signo..., tú lo crearás. Como un cuerpo, algo que sea del mundo. Una casa de piedra tan dura como una montaña. Que dure para siempre. Un signo de que Teaqua aún sigue.
—Pero usted, el cuerpo..., ¿no vivirá realmente en ella? Sólo deseo comprender.
Teaqua gruñó.
—Siéntate, Phillip Wing.
Se sentó.
—El cuerpo termina —dijo ella—, sólo el cuerpo. Chan y Teaqua, uno y lo mismo, siguen para siempre. El dios no muere. Es eso lo que el sepulcro de Teaqua debe decir a la gente. Si Teaqua sigue adelante, las leyes siguen adelante. Dejemos que la ley de Chan dirija el cambio, y nuestra paz se mantendrá. Lo que tú creas no importa, pero cuando los demás digan que Teaqua ha muerto, lo que tú construyas deberá responderles.
—¿Dónde desea construir?
—Allá donde Chan pueda verlo.
—¿Qué aspecto quiere que tenga?
—Tú hazlo.
Wing no pudo evitar un gorjeo. De modo que así eran las cosas: el proverbial cheque en blanco. El sueño de cualquier arquitecto. Sin embargo, se dio cuenta de que deseaba alguna directriz..., un indicio al menos, de la visión que iluminaba aquellos fieros ojos. Teaqua no deseaba un edificio, deseaba propaganda arquitectónica. Como Solon Petropolus. De pronto se sorprendió ante las similitudes entre ellos dos. Esta era, después de todo, la idea que había motivado la Fundación de las Siete Maravillas. ¿Era ésa la auténtica razón de que Ndavu le hubiera elegido a él? ¿Porque había demostrado ya que podía diseñar un edificio que un megalomaníaco pudiera amar? Excepto que él había diseñado la Nube de Cristal para sí mismo; Petropolus sólo había entrado después en el proyecto. Y la presunción de Teaqua era mucho más grandiosa aún que la de Petropolus. Ella esperaba que él le construyera una estructura que elevara no sólo su ego sino a toda su cultura. No estaba seguro de que unas meras piedras superpuestas pudieran sostener tanto peso. Como tampoco estaba seguro de comprender lo suficiente a esa raza como para hacer el trabajo.
—Necesitaré salir de Kikineas —dijo, asomando las puntas de sus garras—. Ver otras ciudades, visitar sus canteras, buscar un emplazamiento, hablar con los artesanos...
—Pide, y Harumen te llevará allá donde desees.
Hizo un movimiento con la mano, y la puerta a la galería se abrió.
—¡No, espere! —Wing alzó las manos para detenerla—. Todavía no he terminado. —Tenía tantas preguntas que no sabía cuál formular primero—. Quiero saber... Ndavu dijo que había tenido usted una visión. Indicó que Chan le dijo que un humano debía hacer esto. ¿Por qué un humano? ¿Por qué no podía hacerlo uno de sus constructores?
—Ndavu, sí. —Teaqua hizo una pausa, como si considerara aquella pregunta—. Es algo terrible ser un mensajero. Vivir con el mensaje, hacer las cosas que deben hacerse. Tú no deseabas este trabajo, ¿verdad, Phillip Wing? Tú no deseabas venir aquí.
—No, al principio no. El me persuadió.
—Los mensajeros intentaron vencernos, ¿sabes? Sometiendo a nuestra gente al hambre. En vez de ello, los pusimos de rodillas —Teaqua inclinó la cabeza hacia las estatuas—, pero a costa de un precio. Un precio muy alto.
De nuevo el silencio; Teaqua se estaba deslizando hacia atrás en sus recuerdos.
Daisy empujó a Wing.
—¿Un precio? —dijo éste—. ¿Se refiere a la Guerra del Hambre?
—Alguien tenía que aprender de ellos —dijo Teaqua—. Descubrir todos los secretos. Oír el mensaje. Pero no había nadie en quien confiar. Sólo nosotros podíamos aceptar ese peso. —Miró las estatuas con ojos brillantes, como acusándolas—. Ahora olvidaríamos fácilmente, pero ésa no es la voluntad de Chan. En vez de ello tomó a Teaqua para sí mismo y nos convertimos en uno y lo mismo. El dios no puede ser absuelto; nunca podemos olvidar.
Wing no tenía idea de qué podía hacer con el divagante discurso de Teaqua hasta que se dio cuenta de que ella estaba gimoteando pesarosa. Entonces tuvo miedo. Ella no era un mensajero pero conocía el mensaje, o al menos parte de él. Wing se dio cuenta de que él también deseaba conocerlo. Por supuesto que deseaba conocerlo.
—Preguntamos si los chani estaban solos —dijo ella—. Fue entonces cuando los mensajeros nos hablaron de la siembra. Tuvimos una visión de flores. Chani y humanos son flores en el mismo jardín. Perennes y anuales. Vivir una sola estación te hace sentir infeliz. Furioso. Porque tus vidas son cortas, creas muchas flores hermosas y brillantes, una furiosa floración artística. Los chani viven muchas veces; sus flores son raras. No hacen cosas para pelearse con la muerte. No tienen necesidad. Sus vidas son largas y plenas; la gente da la bienvenida al final cuando llega. Trepan a la montaña de Hanu y construyen un refugio en el hielo de Primeraluz y llaman a Chan para que se los lleve. Pero no Teaqua. Nosotros ya no somos del pueblo, el mensaje nos cambió. Somos como tú. Ven aquí.
Una vez más Wing se acercó a la cama baja donde estaba echada Teaqua, y una vez más ella sujetó su brazo. Esta vez tiró de él hasta que estuvo muy cerca de ella y escupió en el dorso de su muñeca. Él resistió el impulso de echarse atrás. Ella frotó el escupitajo en su pelaje con su pulgar y luego le soltó.
—Ammagon conocerá mi olor —dijo—, tendrás lo que necesitas. —Harumen apareció tras él—. Ven a nuestro encuentro cuando tengas algo que mostrar.
—Vámonos. —Harumen tocó su brazo—. Está cansada.