17

Wing cambió de opinión.

—Mejor —dijo—. Mucho mejor. —Retuvo el último sorbo de vino caliente en su boca. Era denso, sí, como jarabe, pero se volatizaba igual que el coñac, y tenía un sabor residual a madera que le recordaba las nueces. Ipposkenick volvió a llenar su jarra, aunque no tenía prisa para empezar otra. Este era el primer alcohol que bebía desde..., desde... Resultaba difícil recordar. La Tierra. No había sentido la necesidad. Quizás a causa de que este mundo era en sí mismo como una droga. Y ciertamente había tomado una dosis masiva, pensó. Cerró los ojos y Daisy gravitó fuera de la oscuridad, riendo ante su chiste. ¿Había hecho un chiste? Muy extraño, en todo caso; los dos estaban borrachos. Cuando Wing agitó la cabeza para aclararla, el pelo de Daisy danzó.

Ipposkenick le dijo que visitara de nuevo el templo Weekan cuando estuviera en Mateag.

—Tiene que ver la mampostería.

Aquella fiesta improvisada había sido idea de Ndavu. Esa gente no daba fiestas. Se reunían en posadas y tabernas, acudían a festivales para bailar y cantar y contar historias, se reunían en lugares públicos para dar gracias a Chan y decidir qué hacer y quejarse del gobierno. Todas eran ocasiones sociales, pero con una finalidad. Esa gente esperaba que hubiera algún acontecimiento en el centro de cualquier reunión: una diversión, algunas noticias, compartir un placer o —en último caso— una comida caliente. La noción de pasar unas cuantas horas en persecución de alguna tenue experiencia de buen compañerismo era algo extraño para ellos. De hecho, sólo lo hacían para complacer al alienígena.

El vino había sido idea de Harumen. Ella comprendía bastante más las costumbres de la Tierra de lo que Wing había sospechado al principio, o quizá se había dado cuenta de que el vino lubricaría una situación difícil. Al principio los invitados de Wing habían parecido incómodos; resultaba claro que algunos no sabían exactamente lo que estaban haciendo, y no les hacía ninguna gracia hacerlo en presencia de los demás. La mayoría habían acudido porque Teaqua había ungido a Wing. Sin embargo, a medida que transcurría la tarde y fluía el vino, la incomodidad se desvanecía. Ndavu había tenido razón. Wing se lo estaba pasando bien. Derivaba una curiosa satisfacción del hecho de que todas aquellas criaturas —gente— que se odiaban más o menos entre sí se habían reunido en su habitación en su honor. Wing se echó hacia atrás en el colchón de gel, apoyó la cabeza contra la pared y dejó que el sonsonete de las voces resbalara sobre él. Menzere charlaba con Chiskat. Ndavu y Ammagon estaban sentados en el suelo; sus cabezas estaban muy juntas. Formaban una extraña pareja. Ndavu estaba intentando todavía conseguir que el profeta arreglara una audiencia con Teaqua, y no parecía estar muy lejos de utilizar los halagos para conseguirlo. ¡Y el mensajero estaba bebiendo vino! Harumen intentaba escuchar su conversación al tiempo que mostraba a Osh, Uttaro y Arinash la unidad de trabajo de Wing. Seguía evocando escenas de la Tierra, pero su audiencia parecía más interesada en juguetear con la tapa corredera del escritorio. Wing se sentía impresionado por la forma como Harumen había dominado la unidad de trabajo: sólo había necesitado una hora de aprendizaje.

—Me gustaría ir con usted —dijo Ipposkenick—. No he estado en Mateag desde hace..., déjeme ver... —La voz del historiador de la arquitectura se arrastró y murió.

Ammagon empezó a peinar el pelaje del hombro de Ndavu. El mensajero gorjeó como si le gustaran las caricias del profeta. Sorprendido y ligeramente azarado, Wing inspeccionó el oscuro vino en su jarra.

—Me gustaría ir...

Wing sabía aquello, pero Ipposkenick sentía una tendencia erudita hacia las conferencias. Ya era suficiente que Wing hubiera permitido que su amigo preparara el itinerario para el viaje. Wing deseaba ver la arquitectura local por sí mismo, hallar su propia inspiración. Estaba a punto de explicar esto cuando Ipposkenick empezó a roncar. Se había quedado dormido en la cama al lado de Wing.

Chiskat se levantó para observar la demostración de Harumen, y el fantasma de Menzere ocupó su lugar. Wing se sintió vagamente culpable de no haber aceptado nunca la invitación de la mensajera de visitar sus aposentos, pero había estado ocupado.

—¿Seguro que quiere hablar conmigo? —dijo Wing, al tiempo que señalaba con el hombro al dormido Ipposkenick—. Le hago esto a la gente.

Menzere gorjeó educadamente. —Correré el riesgo, Phillip.

—Le ofrecería algo de beber..., si estuviera usted realmente aquí.

—El etanol no es compatible conmigo. —La mensajera se encogió de hombros—. De todos modos, debo advertirle que me estoy emborrachando también de una manera análoga, para entrar en el espíritu de su fiesta.

—Muy bien. —Wing la saludó con la jarra y luego dio un sorbo—. Muy bien. Excepto que, ¿cómo es que Ndavu puede beber vino y usted no?

—Ndavu es capaz de muchas cosas que yo no osaría intentar —dijo Menzere.

Wing miró hacia el otro lado de la habitación a tiempo para ver a Ammagon lamer los erizados pelos de la mejilla de Ndavu.

—Entonces, ¿no todos los mensajeros han sido creados iguales? —preguntó.

—Todas las esencias son iguales.

—¿La de usted y la mía?

Menzere cerró la mano en un puño.

—¿Chani y mensajero?

—Esto creemos. Por supuesto, nunca ha sido plenamente comprobado.

—¿Pero ha sido probado en los humanos? Menzere inclinó la cabeza hacia un lado e hizo un gesto que invitaba a Wing a considerar su propio caso. Eso era precisamente lo que temía.

—Chiskat sostiene que soy un mensajero —dijo con ebria impaciencia—. ¿Me está diciendo usted que ella tiene razón?

—Tal como ellos definen la palabra, lo es. Tal como la definimos nosotros, todavía no es usted un mensajero. Hay potenciales que todavía no han sido realizados.

—¿Y quién decide si han sido realizados?

—Usted lo hace. Difícilmente podría ser de otro modo.

—Gracias —interrumpió Ammagon— por invitarme a su fiesta. —Llevaba a Ndavu a remolque. En este punto hubiera sido necesaria una antorcha láser para separarles.

—Me alegra que viniera —dijo Wing bruscamente, aún provocado por el hecho de que él pudiera convertirse en un mensajero. Ya era bastante malo aquello en lo que se había convertido..., fuera lo que fuese.

Ammagon retorció el brazo de Ndavu.

—Ahora nos vamos. —El mensajero parecía ligeramente inclinado hacia un lado; Ammagon lo enderezó—. Ya es tarde. Sí, nos vamos. —Ndavu olisqueó el aire como si acabara de captar un aroma interesante; fuera lo que fuese lo que había olido, pareció complacerle—. A otro lugar, él conoce algún lugar. A...

El mensajero se tambaleó, y Wing tuvo un inesperado atisbo de Harumen tras ellos. Miraba a Ndavu y Ammagon con el ceño fruncido; su repentina intimidad parecía haber agitado intensas emociones en su interior. Entonces se dio cuenta de que él la miraba y desvió la vista. Wing sintió un brevísimo hormigueo de... algo. No sabía qué. Se alegró de estar borracho; al menos ahora tenía una excusa para sentirse confundido. Una barriga llena de vino hacía más fácil ser un alienígena.

—Muy agradable, muy agradable —seguía diciendo Ammagon, como si recitara un encantamiento, mientras empujaba al otro rumbo a la puerta—. Muy, muy agradable.

Sin pensarlo, Wing intentó darle al fantasma un ligero codazo de entendimiento en las costillas.

—Ooops, disculpe. —El abdomen de Menzere rieló cuando el codo de Wing lo atravesó.

El fantasma se encogió benévolamente de hombros.

—Ocurre constantemente.

Wing decidió que le caía bien Menzere.

—En la Tierra tenemos un dicho: «La política crea extraños compañeros de cama».

—Es una verdad —dijo solemnemente la mensajera. Como un espejismo provocado por el calor, la imagen de Menzere siguió oscilando—. Disculpará mi apariencia —dijo—, pero me temo que me he estimulado en exceso.

Wing sintió deseos de darle una palmada en el hombro pero se lo pensó mejor.

—Está bien. Yo también me siento un poco desenfocado.

Los invitados del templo le dieron a Ammagon una ventaja de cinco minutos antes de irse. Wing se alegró de ver marcharse a Chiskat; parecía como si deseara romper algo. Los eruditos les siguieron poco después. Harumen sacudió a Ipposkenick y lo despertó; gruñendo, el historiador se marchó tambaleándose. Finalmente el brillante holofantasma de Menzere se puso en pie, hizo una mueca como si se sintiera enferma de pronto, y luego su ventana se cerró bruscamente con un audible chasquear de estática. Después de que todo el mundo se hubiera ido, Harumen ayudó a Wing a limpiar.

—Creo que fue bien. ¿Ha quedado satisfecho con ella? ¿Era eso lo que deseaba? —Aquella peculiar intensidad regresó de nuevo a ella; Wing la leyó ahora como una especie de desesperación. Le aseguró que la fiesta había sido un gran éxito—. Me alegro —dijo ella—. Quiero que se sienta feliz aquí. —Se detuvo unos instantes en la puerta, como si aguardara a que él dijese algo. Pero Wing estaba demasiado cansado para pensar en qué podía ser.

—Buenas noches, Harumen —murmuró—. Y gracias. —Adelantó una mano y, sin mirarle directamente, intentó tocar el lado de su rostro. Wing se dio cuenta de que ella deseaba quedarse aquella noche con él, había estado aguardando toda la velada una invitación. Wing no pudo impedirlo: retrocedió ligeramente. Al instante la expresión de ella se endureció. Se volvió, echó a andar, luego a correr, por el pasillo.

Wing cerró la puerta, se dejó caer en su cama. Se sintió furioso, no exactamente con ella. No deseaba hacerle ningún daño; le caía muy bien Harumen. Pero sólo porque Ndavu se hubiera encaminado al lecho común con Ammagon no quería decir que él..., no era nada personal..., no podía ser... Wing cerró los ojos. Riendo borracha, Daisy le envolvió con sus piernas.

Wing miró a través del fuselaje transparente de la cápsula de transporte al valle del río Chowhesu, que los chani llamaban la Ribera. Cuando cerró los ojos aún pudo ver la zona, o al menos la versión de ella almacenada en el implante. Se sintió intrigado por las diferencias. Las imágenes que producía Daisy eran tan idealizadas como una maqueta arquitectónica, e igual de estáticas. Aquí había un bote solitario con una resplandeciente vela blanca, allí un carro cargado parado en medio de verdes campos. Pero hoy el valle estaba cubierto por una masa de nubes altas y delgadas; los colores eran más opacos. El río Chowhesu era marrón sucio, con negras orillas lodosas; desde arriba parecía como una gran carretera sin pavimentar. Todo tipo de tráfico recorría el río: canoas, toscas balsas, ferrys yendo de orilla a orilla y estrechas barcas abiertas con velas latinas apenas visible en el despiadado resplandor de Chan. El Chowhesu se hallaba en su estación más baja, y los pantanos de cañas a lo largo de sus orillas habían retrocedido. La mayoría de los campos de la Ribera estaban en barbecho, pero unos pocos granjeros intentaban exprimir una última cosecha de la rica tierra del fondo. Wing pudo ver algunas hileras de color jade que brotaban de la oscura tierra.

Desde el aire pudo observar que el retorcido esquema cuadriculado de la Ribera no venía definido por sus carreteras —poco más que polvorientos caminos—, sino más bien por canales de irrigación cortados entre campos. Tras la más lejana esclusa aguardaba el desierto: dunas color paja fruncidas por el viento, riscos carcomidos por la intemperie que asomaban como huesos. Había poca lluvia allí al socaire de las montañas de Aseneshesh, y el desierto estrujaba constantemente la Ribera. Ni siquiera en su parte más ancha el valle tenía más de veinte kilómetros de amplitud. Sin embargo, la mayoría de la gente vivía en esta larga cinta de lodosa agua y fértil tierra. Si el Chowhesu dejara alguna vez de arrastrar agua, la Ribera se secaría y desaparecería por completo. Sin embargo, mientras siguiera cayendo nieve en las montañas, el deshielo debería hallar su camino hasta el mar.

—Acabamos de pasar por encima del ferry de Hush —dijo Ndavu, señalando—. Al otro lado está Keekaysak.

El mensajero estudiaba la Ribera con la misma intensidad que Wing. Harumen, por su parte, se había echado una manta sobre la cabeza y había empujado su asiento hacia atrás. No había emitido ningún sonido desde que habían empezado a volar por encima de las tierras altas; cambios esporádicos en los contornos de la manta eran los únicos indicios de que aún había vida debajo. A Harumen le traía sin cuidado volar en una pecera pilotada por un ordenador.

Ndavu señaló.

—Eso es Mateag.

Algunos la llamaban la isla ciudad, otros la ciudad de los templos. Según las verdades, fue en la fértil isla de Mateag donde la hija de Chan, Hanu, había tomado a Kautama, el último chani, como su compañero. En Mateag ella le había enseñado los secretos de la absolución. Habían compartido placer y habían prosperado allí, y habían dado nacimiento a una nueva raza. Ahora la mayoría de la gente en esta la más histórica de las ciudades se ajetreaba con el éxtasis y el terror de la absolución. Mateag importaba a los viejos, los débiles, los pecadores, y exportaba inocencia renacida. Aunque la gente podía ser absuelta en cualquier lugar en la teocracia, muchos pensaban en Mateag cuando se iniciaban los temblores. Se decía que Chan derramaba favores especiales sobre aquellos que decidían olvidar e iniciaban una nueva vida en la ciudad de los templos.

Mateag había ardido durante la Guerra del Hambre. Después se había convertido en la pieza central del programa de reconstrucción de Teaqua. Los viejos templos fueron restaurados, se inició la construcción de otros nuevos y más ostentosos. La isla en sí fue dedicada ahora a lo espiritual; las funciones seculares se habían trasladado a través de los ramales del río a las orillas norte y sur. La vieja ciudad había sido despiadadamente despojada de toda arquitectura ordinaria hasta que sólo quedaron los monumentos, himnos triunfales de ladrillo y piedra a la grandeza de Teaqua.

La isla le recordó a Wing el campus de alguna universidad agrícola extravagantemente dotada. Templos, claustros y edificios anexos estaban emplazados en grupos exactos, rodeados por jardines y huertos y plantas en espalderas. Cada centímetro de tierra se hallaba en producción. Una cosecha de raíces de pan invernaba para ser cosechada después del deshielo, endulzándose en el frío suelo. Había lodosos campos de durmiente trigo mensajero; una gran variedad de resistentes legumbres medraban en hileras cuidadosamente tendidas. Los desnudos setos vivos albergarían sus frutos cuando llegara la estación; entre otras cosas, Mateag era conocida por sus conservas y mermeladas. Wing nunca había estado en un lugar tan inflexiblemente ordenado. Lo que veía se parecía más a Versalles —o a los parques Disney— que a granjas. Ciertamente, ninguna granja había tenido nunca aquellos edificios; ¡incluso los establos eran palacios! Sin embargo, sorprendentemente, nadie parecía estar trabajando. El grupo de Wing tenía los senderos para ellos solos. Los campos estaban vacíos.

Pese al visionario alcance de la planificación y la belleza del paisaje, era la arquitectura lo que más asombraba a Wing. Por lo que Daisy le había mostrado, por lo que Ipposkenick le había dicho, y por lo que él mismo había leído en el palacio de los eruditos, había acudido a la ciudad de los templos con la idea de que podría construir allí la tumba. Ahora que veía realmente Mateag por sí mismo, tenía sus dudas. No podía evitar el recordar lo que había sentido la primera vez que había visitado Roma. Había tomado el levmag hasta la esbelta estación término modernista de Montuori, un hito en sí misma, e inmediatamente había echado a andar, efectuando un peregrinaje arquitectónico a través de las estrechas calles. A San Cario alle Quattro Fontane, la pequeña joya del barroco de Borromini. Había contemplado con desdén el ampuloso monumento neoclásico kitsch a Vittorio Emanuele, y pasó rápidamente al sereno panteón de Marco Agripa. Y luego al extraño pero hermosamente mutado castillo de Sant'Angelo..., que hacía que la iglesia del Espíritu Santo en Portsmouth pareciera un modelo de buena planificación y ordenado diseño. Finalmente había ido a San Pedro, donde Bramante, Miguel Ángel y Bernini habían creado la obra maestra más grande del Renacimiento. Su recorrido le había dejado a la vez abrumado y deprimido. Se había medido a sí mismo frente a las obras maestras de Roma, y había descubierto que era un estudiante graduado poco prometedor, apenas apto para contemplar a los genios. Ahora estaba de vuelta de nuevo, en un mundo diferente pero en el mismo estado mental. ¿Cómo podía construir en Mateag? Le tomaría toda una vida tan sólo dominar un único idioma, y no digamos captar toda la historia de la arquitectura chani mostrada aquí. Sabía exactamente lo que ocurriría si lo intentaba. Pensó de nuevo en el embarazador Vittoriano, el monumento que proclamaba a las eras la mediocridad de su constructor. Al menos el pobre Sacconi había sido italiano..., y humano. Wing ni siquiera tenía la ventaja de pertenecer a la misma especie. La idea de intentar competir allí le pareció irremediablemente arrogante.

Una sacerdotisa les recibió en el patio del templo Weekan. Las ventanas abiertas respiraban el cálido y exuberante aroma del pan al patio. Wing se sintió instantáneamente hambriento.

—Soy Timmin. —La sacerdotisa hizo el signo de súplica a Harumen.

—Harumen. —Devolvió el signo—. Este es Wing; ya has oído hablar de él. Y éste es Ndavu..., el mensajero.

Timmin no repitió el signo, sino que dirigió a Wing una mirada más bien desaprobadora. Su único reconocimiento de la presencia de Ndavu fue un resoplido, como si estuviera intentando eliminar un hedor que hubiera penetrado en sus fosas nasales.

—Entrad. —Timmin se dirigió al espacio entre Harumen y Wing.

Wing comprendió de inmediato por qué Ipposkenick había deseado que viera el templo Weekan. Había sido construido en honor a la hija de Kautama Weekan, conocida como la Panadera. El complejo estaba situado en un canal cerca del río, y le recordó a Wing un molino de Nueva Inglaterra..., excepto que ningún molino había tenido nunca este aspecto. Los fabricantes de ladrillos habían añadido pigmentos a la arcilla, produciendo media docena de colores mutados: marrón, rojo oscuro, morado, gris verdoso, paja y terracota. El albañil había utilizado esta limitada paleta para convertir cada pared en un mosaico. Los dibujos eran a la vez abstractos y representativos, una especie de puntillismo sobre ladrillo. Había estilizadas imágenes de guadañas y carromatos, las espigas de varias gramíneas, engranajes y piedras de molino. Timmin les condujo rápidamente a través de la sala principal del templo, un húmedo y oscuro lugar lleno con el sonido del agua corriendo. Un canal interior pasaba a través de un extremo, y el altar sólo podía ser alcanzado por un puente. Los refectorios eran más brillantes, y los claustros aireados y brillantes también. Todos estaban desiertos.

—¿Dónde está todo el mundo? —Aquello había empezado finalmente a preocupar a Wing.

Timmin le miró parpadeando, como si no hubiera comprendido. Harumen repitió secamente la pregunta.

—Te mostramos nuestros templos porque así lo ha pedido Teaqua. —La ferocidad del desagrado de Timmin sorprendió a Wing—. Pero no vas a corromper la absolución, ¿comprendes? Hemos reunido a todos los renacidos en pequeños grupos para que recen y digan las verdades. Si quieres verlos a toda costa..., sólo un grupo. Así, sólo unos pocos sufrirán. Y nada de tembladores.

—No importa. —Ahora Wing estaba seguro de que había cometido un error viniendo a Mateag—. Vámonos —dijo a Harumen.

—Nunca aprendéis, ¿verdad? —Harumen le ignoró; avanzó furiosa y agarró a Timmin por la melena—. No corresponde a los sacerdotes decidir si Wing es corrupto. El sirve a la diosa; ella lo ha bendecido. ¿O quizá tienes algún problema con eso?

Timmin le dirigió una sonrisa conspiradora, como si la invitara a considerar la condición de Teaqua. De inmediato Harumen tiró más fuerte de su melena, retorciendo su cabeza hasta que la sonrisa se convirtió en una mueca.

—¡Habla!

—P-puede ver lo que desee.

—¿Y si desea convocar una asamblea? ¿Ver a todo el mundo en la isla?

—Si... él lo quiere.

—Sirves aquí por la voluntad de Teaqua. —Harumen la soltó—. Asegúrate de que tus amigos comprenden eso.

Los tembladores vivían en un pabellón que Piranesi hubiera reconocido. La oscura sala olía a humo y a ropa sucia. Wing contó como unos veinte camastros; siete estaban ocupados. Un incesante zumbido de voces llenaba la estancia, pero no había ninguna conversación. Muchos de los tembladores zumbaban o canturreaban a un ritmo entrecortado. Uno se mecía hacia delante y hacia atrás en su camastro, con las rodillas aferradas al pecho. Otra simplemente permanecía sentada al borde de la cama, miraba al suelo y se estremecía. Había perdido buena parte de su pelaje; Wing se sorprendió del grotesco aspecto que presentaba para él ahora la piel desnuda.

—Pero-pero-pero... —repetía a nadie.

—Estás equivocado. —El temblador en el camastro al lado del de ella tenía un tic. Su cabeza no dejaba de sacudirse hacia su hombro izquierdo mientras intentaba enfocar su mirada en Wing—. Tu cuerpo no encaja. —Dejó escapar un alarmado ulular; otros recogieron la llamada.

Wing no sabía qué hacer, y tampoco Daisy; los mensajeros todavía tenían que comprender a los tembladores. Sospechaban que el proceso se iniciaba cuando los mecanismos de control en la corteza motora se veían cortados. Algunos argumentaban que la absolución producía una disrupción progresiva de las funciones integradoras del cerebro chani hasta que los tembladores se volvían tan incontrolablemente impotentes como recién nacidos, con su comportamiento reducido a reflejos e instinto. Pero no había ninguna teoría que explicara por qué o cómo podía ocurrir esto.

Ndavu adelantó una mano y rozó un lado de la cabeza del temblador. Éste dejó de ulular y sus crispaciones disminuyeron. Wing tuvo la impresión de que Timmin iba a dar una palmada a la mano de Ndavu para retirarla, pero se contuvo, sin duda por miedo a Harumen.

—Tienes razón —dijo Ndavu—. Él no pertenece aquí. Simplemente estamos haciendo una pequeña visita, y luego nos marcharemos.

—Tengo pesadillas —dijo el temblador—. Ellas también están equivocadas.

—Pasarán. Pídele a Chan que las queme.

—Chan es grande —dijo fervientemente el temblador—. ¡Que sea alabado!

—Mira a Chan —dijo Ndavu—. Mira dentro del sol.

El sacerdote de guardia avanzó apresuradamente desde el otro lado del pabellón con una pequeña taza dorada.

—Es una mala época —dijo. Ndavu retiró la mano, y el sacerdote tendió la taza a los labios del temblador—. Da un sorbo. Sólo un sorbo.

—Deberíamos irnos. —Timmin sonaba ultrajada—. Ahora.

—Ahora-ahora-ahora... —hizo eco el temblador calvo del camastro contiguo.

El temblador al que Ndavu había confortado sujetó al mensajero.

—¿Pronto, señor?

—No tardará mucho —dijo Ndavu.

—Timmin tiene razón —indicó Wing. Aquel lugar le estaba produciendo dolor de cabeza—. Vámonos.

El sacerdote de los tembladores hizo una inclinación de cabeza a Ndavu en gratitud por su ayuda. Timmin, mientras tanto, parecía a punto de estallar. Mientras abandonaban la penumbrosa sala, Wing se dio cuenta de que el sacerdote había confundido al mensajero por un chani.

Timmin cruzó a largas zancadas una arcada al aire libre y entró en un sombrío vestíbulo. Explicó que conducía al retiro donde eran llevados los tembladores para los actos finales de la absolución. Wing pudo oír dentro lo que sonaba como ladridos; una voz baja y tranquila repetía las palabras: «El olor de la luz, el contacto de Chan». Timmin dijo que Wing podía mirar si lo deseaba, pero le advirtió que no hablara. Wing dudó. En realidad no deseaba entrar, pero por alguna razón se sentía obligado.

(¡Ve, ve dentro! ¡Ningún habitante de otro mundo lo ha visto nunca!)

Wing dejó escapar un grito de alarma; fue casi como si algo le hubiera pinchado desde las sombras. A menudo había intentado animar a Daisy a establecer una conversación directa, pero ahora que oyó su claro susurro se sintió asustado. Se apartó del vestíbulo y se alejó tambaleándose ciegamente, abrumado por el conocimiento de que había sido Daisy quien lo había retenido, aunque fuera brevemente, a la entrada del retiro. Ella..., ello..., algo alienígena estaba influenciando su comportamiento. Quizás hubiera debido esperarlo; después de todo, se le había permitido crear fantasías sexuales en las que ella actuaba independientemente, como una persona real. Pero siempre había creído que él estaba al control, había creído que cuando no estaba prestando atención a ella Daisy permanecía encerrada dentro. Se dio cuenta —¡por sí mismo!— de que en realidad nunca había pensado lo suficiente en ella, no más de lo que se hubiera molestado en analizar sus intuiciones o consciencia. Simplemente la había experimentado sin contemplar lo que ella estaba haciendo en él. A él. Porque, si Daisy era curiosa, entonces era algo más que sólo una interface extravagante a un banco de datos; era una inteligencia. No una construcción de su propia imaginación, sino un parásito cibernético. Había sido violado; el propio pensamiento le hizo sentir mareado y enfermo. Incluso ahora imaginó que podía sentirla intentando atravesar la pared de miedo en que la había encerrado. O quizás era tan sólo la sangre golpeando en su cabeza.

—¡Phillip, tranquilícese!

—¿Qué ocurre?

Unas manos le sujetaron y tiraron de él hacia un banco. La piedra disparó su frialdad a lo largo de su espina dorsal. Luchó ciegamente contra lo que fuera que estaba intentando reprimirle. Sabía que solamente deseaban convertirle en su muñeco, despojarle de su libertad.

—¿Qué le pasa?

Wing sintió que algo pinchaba su antebrazo e intentó arrojarse al suelo para escapar.

—Desconéctenla —aulló una voz. Wing pensó que podía ser muy bien la suya—. Ella está equivocada. —¿O estaba alucinando? ¿Y cómo podía esperar decirlo alguna vez?