13
La húmeda nieve caía girando del cielo. El carro de madera traqueteaba descendiendo por el helado camino, rompiendo la costra bajo sus ruedas. Iba cargado con cajas de madera llenas con las pertenencias personales de Wing. Wing iba montado entre su enlace chani y Ndavu en el pescante del conductor.
—Eso me recuerda... —lo que Wing deseaba decir era la Navidad, pero no había ninguna palabra para ello en chani— el Día de Kautama. —Un copo de nieve quedó atrapado en el pelaje del dorso de su mano; lo lamió—. Iguales a los que he conocido siempre.
La enlace, Harumen, llevaba una túnica y unos pantalones hechos de una tosca tela roja. Muy bien hubiera podido ser la ayudante de Santa Claus, excepto que, cuando la nieve se fundía sobre ella, olía como una alfombra mojada. Con sus más de dos metros, era demasiado alta para un elfo, pero había definitivamente algo como de cuento de hadas en ella. En los ojos quizá: en su totalidad un iris amarillo, con sólo un pequeño reborde blanco. Parecían clavados en sus redondas órbitas. Sus ojos atormentaban a Wing porque así eran también los ojos de él.
—Lanzados a recorrer la nieve —canturreó— en un trineo abierto.
En realidad cuatro surunashes, unas criaturas picudas del tamaño de lobos, tiraban del carro. Un segundo carro, conducido por un par de silenciosos chani, seguía con los componentes de la unidad de trabajo CAD de Wing y una carga de vitabulk. Tras ellos quedaban la cápsula de transporte y las cópulas cubiertas de nieve de la base de los mensajeros.
—¿Ocurre algo, Phillip? —preguntó Ndavu.
—Gorjeando todo el camino —canturreó Wing—. Gor-gor-gor-gorjeando.
—Gor-gor-gor-gorjeando —hizo eco Harumen. Miró más allá de él con sus ojos de búho.
Wing gorjeó de nuevo, pues le resultaba difícil parar. Sabía que estaba causando una horrible impresión. Sopló en sus manos para calentarlas y luego se frotó los antebrazos. Aunque su nuevo pelaje se había espesado estupendamente y llevaba ropas isotérmicas, sentía frío. Quizá fuera el viento, o tal vez la causa era que Harumen miraba por debajo, por encima o alrededor de él, pero nunca cruzaba su mirada. Se preguntó qué pensaría ella de él. ¿Era apuesto? ¿Feo? Harumen seguía agitando la cabeza de una forma que sugería que sentía simpatía hacia él. Al principio lo había atribuido a las desigualdades del camino, pero ahora el Bautista le recordó que los secos movimientos de su cabeza era algo que los chani llamaban exhibir. Puesto que los chani sólo establecían contacto visual como signo de intimidad o furia, se comunicaban a un nivel no verbal con un repertorio de sacudidas, una especie de lenguaje emocional de signos que utilizaba movimientos establecidos de la cabeza. Por alguna razón lo consideró divertido, y siguió gorjeando.
Toda la base del mensajero estaba rodeada por una empalizada de troncos. Harumen se detuvo en la puerta, y las guardias chani descendieron de sus torres para inspeccionar los carros. Wing había esperado que fuese Ndavu quien hablara, pero fue Harumen la que explicó quiénes eran y adonde se dirigían. Una de las guardias trazó un círculo en torno al carro delantero y levantó la lona embreada que cubría la silla Aalto. Wing observó que su brazo izquierdo terminaba en un muñón; rígidos brotes sin pelo crecían para formar nuevos dedos.
—¡Déjalo! —dijo el conductor del segundo carro. La guardia retiró bruscamente su mano buena y fue a ayudar a su camarada a abrir la puerta.
Una vez fuera, giraron a un camino que corría paralelo a la base hasta entrar en una aldea. Ascowen estaba construida directamente contra la empalizada. En su mayor parte estaba edificada con troncos de madera toscamente desbastados, pero había dos edificios de ladrillo que cargaban con el peso de la arquitectura pública. Parecía un lugar nuevo y próspero; la calle principal y muchas de las secundarias estaban pavimentadas con troncos partidos. Incluso las más toscas cabañas tenían al menos una ventana con cristales. Sin embargo, mientras la aldea medraba, la empalizada tras ella caía en ruina. La pared estaba hecha de troncos de seis metros de alto clavados en el suelo y unidos entre sí con cables; los troncos estaban retorcidos y medio podridos. Wing pudo ver atisbos de las cúpulas de los mensajeros a través de los resquicios.
A todo su alrededor había evidencias de comercio entre la base y Ascowen. Aunque la mayoría de la gente llevaba túnicas, pantalones o ambas cosas, varios vestían prendas transparentes que sólo podían proceder de otro mundo. No se alejaban temerosos, como Wing había esperado, sino que trotaban junto a los carros, agarrándose a las lonas embreadas y gritando ofertas de intercambio. Alzaban cestos de bayas anaranjadas para ser inspeccionados, tiras de cuero o de carne seca que olían como setas; se arrancaban la ropa de su espalda para cambiarla por el contenido de sus cajas, fuera cual fuese. Agitaban estatuillas talladas en madera y piedra y, atrevidamente, considerando la cuarentena de los mensajeros, prismas que hacían sonar una música alegre, gargantillas hechas de destellantes puntos de luz, fantasmales imágenes de la diosa.
—Creía que no les gustaban los extranjeros —gorjeó nerviosamente Wing.
—Y así es. —Harumen habló directamente a Wing por primera vez—. Pero se sienten felices aceptando sus artículos.
Ndavu no dijo nada, aunque parecía complacido por lo que veía. Wing no estaba complacido. Reprimió una inexplicable urgencia de golpear a alguien, a cualquiera, de sacudir las peludas manos que aferraban sus pertenencias, de maldecir a los comerciantes en perspectiva. Las voces giraban a su alrededor. Cuando se llevó las manos a los oídos su nueva melena le dio la impresión de una cesta metida boca abajo sobre su cabeza. Creyó que podía sentir todo el planeta girar a su alrededor. Había visto demasiado; se sentía golpeado por el incansable asalto de las sorpresas. Tembloroso, se enfocó en un nudo de la madera en las tablas del suelo del pescante. Se cerró a la hormigueante extrañeza del mundo hasta que no hubo nada excepto el grano de la madera y el sonido de su propia respiración, y permaneció de este modo hasta que el carro hubo salido de Ascowen.
—Ella lo sabe —estaba diciendo Harumen—. Ammagon siente retortijones al respecto todo el tiempo. Según él, Ascowen se halla totalmente corrompida; le gustaría verla arder y las cenizas esparcidas al viento.
—No dejará de cambiar de ese modo —dijo Ndavu—. La tecnología es parte del mensaje. Tu pueblo siente hambre de ella. Finalmente conseguirán seguir su camino.
—Puede que su camino no sea el que tú piensas. Todo lo que desean son tus máquinas..., no tu mensaje. Se sienten orgullosos de lo que son.
Wing podía seguir lo que decían, pero su comprensión se le escapaba. Aún pensaba en inglés, así que necesitaba dar un paso mental extra en cada dirección en una conversación. Eso le recordó un juego al que acostumbraba a jugar cuando era niño: La diosa sabe; pásalo. Gruñó y se sentó erguido.
—¿Se encuentra bien? —Ndavu le dio unas palmadas en la espalda—. Estoy preocupado por usted, Phillip.
—Sólo me siento un poco mareado. —Se sacudió la nieve de su pelaje—. Supongo... Quizás esa aldea fue demasiado, demasiado pronto. Pero ahora ya estoy mejor.
—Todavía no ha visto Kikineas —dijo Harumen.
La silueta de los tejados de la ciudad no era la correcta. Al principio Wing pensó que tenía que ser un truco de la perspectiva. La imponente espina dorsal de Kikineas parecía desproporcionada con respecto a la baja extensión que la rodeaba, como una choza con la torre de un campanario. Luego, mientras los carros avanzaban resonantes por la carretera de acceso, Wing empezó a preocuparse acerca de sus nuevos ojos. Ndavu había afirmado que no habían manipulado su esencia; todos los cambios habían sido externos. Sin embargo, la forma en que veía el mundo constituía el núcleo de su talento. Si no podía confiar en sus ojos, ¿cómo podría trabajar?
El diseño central de la ciudad estaba rodeado por barrios miserables de barro y maderas de desecho; el plan maestro de alguien había quedado por terminar. Las calles de las afueras, de troncos partidos por la mitad, estaban llenas de gente andrajosa y sus animales. El aire era denso con mil y un olores: humo y pan recién horneado y podredumbre y pescado frito y orina. El sucio hielo cegaba las cloacas al aire libre; los carros saltaban en los baches y agujeros. Muchos kikineanos parecían no tener nada que hacer excepto ir tras ellos. Al contrario que la gente en Ascowen, sin embargo, tenían muy poco con lo que comerciar. Parecían más interesados en agruparse en torno a Wing, chirriando y tirando de sus ropas isotérmicas y pellizcando su pelaje como para asegurarse de que era real. Finalmente Harumen tuvo que pararse ante un edificio cuadrado de ladrillo para pedir la escolta de la policía local. Los guardias llevaban garrotes y los utilizaban para abrirse paso entre la gente. Su dureza e insensibilidad sorprendió a Wing pese a que Juan el Bautista le aseguró que la habilidad de los chani en regenerar partes corporales estaba unida a un umbral alto del dolor.
Entonces cerró los ojos y los clavó en el rostro del Bautista, no para información sino más bien como un ancla contra la locura que brotaba a su alrededor. Había una palpable humanidad en los rasgos de aquel sonriente y afeminado hombre que le reafirmaba. El rostro ayudó a Wing a recordar cómo había sido él antes de ser remodelado. Ya empezaba a tener dificultades en imaginarse a sí mismo como un ser humano.
La multitud no siguió a la caravana hasta el centro de la ciudad. Al cabo de unas pocas manzanas, Wing pasó del tumulto a un silencio ahogado e irreal. Estaban allí en un vecindario de piedra; su nevada masa parecía engullir los ruidos. El sonido más fuerte era el cliquetear de las ruedas sobre el empedrado y el crujir de los travesaños del carro. Los pocos kikineanos a la vista mantenían sus distancias de la pequeña caravana. Los guardias fueron con ellos hasta una columnata y entonces dieron media vuelta sin una palabra. Más allá de las ahusadas columnas había una plaza alineada con fantásticos edificios.
—Los atrios de Tetupshem —dijo Ndavu— son la parte más antigua de la ciudad.
Para Wing, aquel lugar era mucho más inquietante que el amontonamiento de la gente de la calle. Mientras que los chani parecían todos demasiado reales, ninguna de sus chozas de madera o achaparrados edificios de ladrillo le habían preparado para la mareante imposibilidad de los atrios. La piedra no podía crear ese tipo de edificación. ¡Esos edificios no podían sostenerse! Era como si las pirámides hubieran sido construidas de papiro o los rascacielos moldeados con arena. Su sentido de las potencialidades de la arquitectura se tambaleó; la mayoría de lo que sabía se demostraba ahora erróneo a la inferior gravedad de Aseneshesh. No podía imaginar trazar diagramas de resistencia que pudieran explicar esas cargas; el impulso de un copo de nieve al caer debería de ser suficiente para desmoronar toda la estructura. Y la cúpula dorada de allí era una cáscara de huevo... Era una pesadilla y peor aún: era una pesadilla del pasado.
Cuando Wing tenía cinco años, se despertaba a menudo por la noche gritando. Fue inmediatamente después de llegar a los Estados Unidos. Su padre acudía en ocasiones, pero más de una vez era dejado hasta que volvía a dormirse gritando. Más tarde Wing las llamó sus geometrías, pero cuando empezaron eran demasiado terribles para ser expresadas con palabras. En las primeras pesadillas volaba —a veces en un avión o en un hover, a veces desnudo—, y miraba abajo y veía una autopista a sus pies como una línea trazada con una regla, y descendía en picado hacia ella porque tenía que aterrizar. Mientras descendía, la pista de aterrizaje se alzaba a su encuentro hasta que podía ver que no se trataba de una pista de asfalto sino de una línea geométrica, una colección de puntos con longitud pero sin anchura, imposible equilibrarse en ella. Pero en su sueño lo intentaba, agitando los brazos en un desesperado intento de posarse como sobre una cuerda floja en algo menos que un hilo, hasta que al final caía y caía y finalmente despertaba. Él psiquiatra infantil en el teleenlace decía que era algo que tenía que ver con el pesar por la muerte de su madre. A medida que fue creciendo el sueño cambió, y se deslizaba a través de una ciudad; las torres de oficinas se extendían hasta las nubes a todo su alrededor. Descansaban sobre cimientos desvanecientemente pequeños, como grandes lápices de cristal y acero equilibrados sobre sus puntas. Entonces alguien, su padre o un maestro o un personaje de un vídeo favorito, se acercaba demasiado a una de las torres y Wing gritaba una advertencia de que no la tocara. El impacto de su voz hacía que los rascacielos se tambalearan y tuvieran un efecto de dominó los unos sobre los otros, hasta que enormes trozos de piedra y acero negros caían hacia él, y caían y caían y...
—¡No! —gritó, mientras unas fuertes manos le retenían de tal modo que estuvo seguro de que sería aplastado por los restos que caían—. Es el equilibrio. —Se debatió bajo la presa de aquellas manos y abrió los ojos, y había unos monstruos sujetándole, criaturas peludas sin nariz y con afilados dientes rosados. Eran los que habían traído de vuelta las aterradoras geometrías y ahora le tenían a él y le habían convertido en un monstruo y nunca podría salirse de aquello.
—Todo está bien, Phillip —dijo uno de los monstruos, mientras apretaba algo contra el brazo de Wing. ¿Quién podía confiar en un monstruo?—. Nos ocuparemos de usted.
Wing permaneció tendido en una habitación a oscuras durante dos días, preocupado por lo que había visto. Desempaquetó las cosas que había traído de la Tierra y las estudió obsesivamente hasta que ya no estuvo seguro de si habían cambiado o no. A veces, en sus peores momentos, imaginaba que sus ojos eran en realidad parásitos que se habían deslizado en su cabeza y se habían instalado allí. Juan el Bautista le atormentaba; recibía visitas de Harumen y Ndavu. El mensajero le aseguraba que su crisis era temporal y un retroceso comprensible, y que pronto se ajustaría a este nuevo mundo. Wing deseaba creerle.
Le habían trasladado al dormitorio de los mensajeros en el palacio de los eruditos, el único lugar en la ciudad donde se permitía vivir a los de otros mundos. A su debido tiempo su curiosidad venció a su miedo y empezó a explorar aquel nuevo lugar de aquel mundo: cautelosamente, palmo a palmo.
La habitación era un rectángulo de tres por siete metros con una puerta en un extremo y puertaventanas con postigos en el otro. Harumen le informó de que las puertaventanas se abrían a un balcón; Wing se sentía aún demasiado desmoralizado para comprobarlo por sí mismo. La habitación olía como si el suelo de madera hubiera sido barnizado recientemente y las paredes de yeso encaladas. Franjas alternativas en el alto techo irradiaban luz y calor; los mensajeros lo habían arreglado de tal modo que él pudiera controlar el techo desde su tablilla o su unidad de trabajo CAD que habían incluido en su escritorio de tapa corredera. Habían colocado el escritorio cerca de la puerta, junto a la Silla 31. La puerta poseía una cerradura embutida; nadie le ofreció a Wing la llave. Pilas de cajas de plástico de la astronave alineaban las paredes. El colchón de gel de Wing estaba encajado en una cama de madera tallada.
Harumen merodeaba por la habitación cuando le visitaba. Le gustaba tocar las cosas.
—¿Eran así las cosas allá de donde viene? —Tomó su tablilla y jugueteó con el teclado incorporado.
—Había flores. —Wing se pasó los dedos por su melena mientras alzaba la vista hacia las franjas de luz—. Teníamos un invernadero; incluso en invierno había —deseó decir pensamientos y begonias y orquídeas, pero no pudo— muchos tipos de flores. ¿Tienen ustedes flores? —Se sintió estúpido, porque el Bautista comprimió imágenes del centenar de especies más comunes en un destello de datos. Harumen pareció captar lo que en realidad preguntaba.
—Después del deshielo —dijo—, la melena de bebé florece a todo lo largo de la orilla. Tiene pétalos amarillos. Cogemos las flores para compartir con los amigos. —Volvió a dejar la tablilla en su ranura en la unidad de trabajo—. Tienen un sabor dulce, son deliciosas con raíces del pan. —A veces, cuando sonreía, sus puntiagudos caninos resplandecían a la luz—. Así que algunas cosas son lo mismo, ¿verdad?
Wing se sintió distanciado de sí mismo. Observó de cerca su propio comportamiento ahora que sabía lo quebradizo que podía ser. Mientras no tuviera que tratar con nada nuevo todo estaría bien. Estaba empezando a acostumbrarse a esta habitación; al menos tenía sus cosas en ella. Pero, a finales del segundo día, Wing todavía tenía que acumular el valor necesario para abrir los postigos de las puertaventanas.
Pasó mucho tiempo frente a su reproducción de San Juan el Bautista. Estaba intrigado por el hecho de que el santo de Leonardo no se parecía mucho a su Bautista. Su Bautista parecía, de algún modo, más femenino; los rasgos eran quizá más blandos, aunque Wing se dio cuenta de que no había sido cierto hasta que pensó en ello. La imaginería del Bautista era cambiante; ahora se parecía un poco a Shane Darcy, la estrella transexual del vídeo. Las diferencias no eran sorprendentes en sí mismas; Ndavu había dicho a Wing que podía modelar la interface a su medida. Lo que era sorprendente era que el Bautista había cambiado sin el conocimiento de Wing. Su inconsciente al trabajo..., ¿haciendo qué? Wing retrocedió de la reproducción, considerándola como una clave. Recordaba haber visto el original en el Louvre; podía incluso visualizar la tienda del museo cerca de la Victoria Alada de Samotracia donde había comprado la copia impresa. No podía recordar mucho acerca de la historia de la pintura, sin embargo, pese a que sabía que en una ocasión había leído una biografía de Leonardo y había visto varios vídeos documentales. Un trabajo tardío, pensó. Preguntó al Bautista, que no pudo ayudar. No había nada acerca de Leonardo en el implante. Wing se preguntó si el Bautista sería capaz de tomar la información de sus propios recuerdos. El Bautista dejó que Wing se diera cuenta de que la interface de datos no podía cruzar los límites de la personalidad sin una invitación, una salvaguardia que protegía la integridad de la esencia del anfitrión. Wing no podía dejar de preguntarse qué integridad le quedaba para proteger. Al menos el Bautista era alguien en quien confiaba, una criatura de su propia imaginación. ¿Su único amigo? La idea le dejó con la sensación de ser tan ligero como el aire. El santo visionario de Leonardo parecía tentarle a ello. Wing gorjeó y le pidió al Bautista que accediera a su memoria.
Cuando Leonardo murió en el exilio, tenía tres pinturas con él: la Mona Lisa, Santa Ana con la virgen y el niño y San Juan el Bautista. San Juan el Bautista es considerada generalmente como la última pintura de Leonardo. Causó un escándalo menor y fue suprimida durante un tiempo a causa del poco serio tratamiento del austero precursor de Cristo. Para muchos era una clara admisión de la homosexualidad de Leonardo.
(Y eso es todo lo que recuerdas.)
Wing se estremeció, aterrado y fascinado a la vez. No había esperado una voz. Ciertamente, había brotado de dentro de su cabeza. Humana pero andrógina. Ahora estaba seguro de que se había vuelto loco.
(Si guardas el secreto, nadie lo sabrá excepto tú.) Y la voz calló.
—Hey —dijo Wing—. Espera. —De inmediato se sintió estúpido por hablar en voz alta. Estaba decidido, pero no pudo conseguir que el Bautista hablara de nuevo. Podía visualizar el rostro y acceder a la información del implante, pero no había personalidad, ninguna voz detrás de los datos. Finalmente tuvo que considerar la posibilidad de que simplemente lo hubiera alucinado. Después de todo, los chani afirmaban oír los susurros de su dios. Ahora él era uno de ellos..., más o menos. Pero llamarlo una alucinación no resolvía nada. Aunque la voz no hubiera sido real en un sentido estricto, la había percibido. En algún momento tendría que confiar en sus percepciones, por extrañas que pudieran parecer, o de otro modo se volvería loco.
Fue la primera sorpresa agradable que había tenido en mucho tiempo. La falta de apetito de Wing preocupaba a Harumen; había decidido sentarse con él a cenar para asegurarse de que comía. Bajo su punto de vista, el problema residía en el vitabulk. No le gustaba nada de aquella sustancia: el color a masa por cocer, su amargo aroma a levadura, los tubos que había que apretar en su paleta de sabores. Mientras él sacaba del microondas un tazón lleno de la sustancia, ella extrajo una pequeña bolsa de tela, como un saquito.
—Mire —dijo, al tiempo que la abría—, tenemos flores.
Dentro había un ramillete de secos pétalos amarillos y semillas marrones con plumosas colas. El se llevó el saquito a sus fosas nasales y olió; recibió una intensa fragancia. Se sintió emocionado por aquel gesto. Sabía que ella estaba intentando ser amistosa..., pese a sus inquietantes ojos, la forma en que se movía sin cesar.
—Pruébelas —dijo ella.
El se llevó un pellizco de melena de bebé a la boca. Harumen inclinó la cabeza hacia un lado. Al principio no hubo más que un sabor seco, como de papel..., luego su lengua pareció incendiarse. Fue como si se hubiera metido en la boca un poco de chile en polvo. Cuando la escupió entre toses, Harumen saltó hacia atrás fuera de su taburete y adoptó una actitud agazapada de lucha.
—¡A-arde! —Wing inspiró aire temblorosamente—. Agua. —Se frotó la lengua contra el paladar mientras ella corría a traerle una taza. Después, él resopló y gorjeó al mismo tiempo—. Eso fue fuerte. Tengo la lengua dormida; ni siquiera el curry de papá era tan fuerte.
La melena de bebé había despertado un inesperado estallido de sensaciones. Por primera vez desde que había abandonado la Tierra Wing dejó de observarse a sí mismo. Tomó las dos manos de Harumen y bailó una improvisada danza:
—Traiga esta cosa ardiente. Arde, arde..., ¡dos veces arde! —Ella le miró como si se preguntara si debía emplear la fuerza para calmarle—. Bueno, mire. —El tomó un cuidadoso pellizco de la melena de bebé y lo espolvoreó sobre su vitabulk—. Me gustan las cosas fuertes. Simplemente hay que cuidar la dosificación. —Comió con algo parecido al gusto—. Estupendo. —Saboreó el familiar ardor en la parte de atrás de su garganta—. Lo mejor que he probado desde que me fuera de casa.
Ella exhibió confusión.
—Se lo agradezco, Harumen —sonrió él—. De veras. —Ella sonreía también ahora.
Después de que Wing terminara de comer, charlaron durante casi una hora. No hablaron de su misión ni de los mensajeros ni de otros asuntos de importancia galáctica. En vez de ello hablaron del tiempo y de la melena de bebé y de lo que a Harumen le gustaba comer. Wing le hizo prometer que cenaría con él alguna vez, y ella dijo que le traería otra sorpresa si él quería. Por su parte Harumen estaba muy interesada en estas cosas, y así Wing intentó explicarle el claroscuro de Leonardo y por qué Alvar Aalto había usado abedul laminado para hacer sus sillas. Ella pareció comprender la mayor parte de lo que él le dijo. Él se sentía a gusto con ella; ciertamente, era diferente —mejor— que estar con Ndavu. Cuando llegó el momento de que ella se fuera, él se sintió realmente decepcionado.
—Quiero ayudarle. —Lentamente, ella adelantó una mano y revolvió el pelaje de su nuca. Él luchó contra el impulso de apartarse; era la primera vez que había sido tocado por un chani—. ¿Está todo bien?
—Sí. —Sintió una reacción física tan fuerte a ella que tuvo que apretar su mano para no temblar—. Oh, sí. —No tenía la menor idea de qué le había poseído.
Ella apretó su puño, el signo chani de asentimiento. Él gorjeó cuando ella cerró la puerta a sus espaldas. ¡Era un avance! No se había sentido así desde que estaba en séptimo grado. Se notaba tan aturdido que se dirigió a las puertaventanas, las abrió de par en par y salió al balcón.
Era tarde y la ciudad estaba a oscuras. Aunque el dormitorio de los mensajeros estaba electrificado, los chani dependían de lámparas de aceite y velas para la iluminación, incluso aquí, en la Ciudad de los Eruditos. Kikineas no parecía tan intimidante ahora; la oscuridad ayudaba a suavizar los sombríos monumentos. Los familiares montones blancos destacaban dispersos por todos los atrios de Tetupshem; Kikineas tenía los mismos problemas con la retirada de la nieve que Portsmouth y Boston. En la distancia Wing pudo oír el canto de los sacerdotes como un somorgujo que hubiera tomado anfetaminas. Pero fue el cielo sin luna lo que llamó su atención, una enorme tela pintada con la noche y las estrellas, intocada por la imaginación humana. Lo observó pero no pudo hallar ningún rastro de las constelaciones familiares; ninguna jactanciosa Casiopea o atrevido Orión, nada de osos ni perros ni cisnes.
Contempló las estrellas, intentando imaginar dónde estaba y por qué había acudido a este extraño Jugar. Allá en la Tierra había sido el Bravo Joven Arquitecto, el Héroe del Nuevo Milenio, el Primer Representante de la Humanidad en las Estrellas. O, al menos, eso habían dicho las noticias. Los griegos probablemente hubieran dado su nombre a una estrella, o quizás incluso a toda una constelación. Le gustó: Orión el Cazador, Acuario el Aguador, Wing el Arquitecto. Gorjeó. Puesto que no había griegos a mano, podía hacer el trabajo por sí mismo. Decidió que sus atributos tenían que ser una tablilla de trabajo y un sombrero de copa. Luego estudió el cielo en busca de un esquema de estrellas adecuado. Justo en el momento en que había plantado sus pies imaginarios en el horizonte, oyó la puerta abrirse a sus espaldas.
—Phillip, ¿qué está haciendo? —Ndavu cruzó corriendo la habitación hacia él, como si temiera que Wing estuviera a punto de saltar.
Wing retrocedió unos pasos.
—Intento sentirme en casa.