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La diosa gritó.

Harumen se estremeció y se sentó en la cama. Hubo un momento de helado silencio; la propia oscuridad pareció pulsar cuando se tensó para oír. Entonces Teaqua gritó de nuevo. Aunque la pesada puerta del sanctasanctórum ahogaba el sonido, los demás en la cama con Harumen se alzaron, despertados de un sueño intranquilo. Pudo oler su miedo..., y el de ella mismo: un penetrante sabor cobrizo reptó por la parte de atrás de su garganta. Alguien se aferró a ella. Resultaba crispante oír a la gobernante del mundo gritar en plena noche como un animal asustado.

Harumen era la favorita de Teaqua, así que pasó por encima de los demás cuerpos y saltó de la cama común. No era la primera vez que la diosa les despertaba de aquel modo. Harumen escuchó por un momento junto a la puerta, luego golpeó la madera con los nudillos.

—¿Teaqua?

Algo iba mal.

—No. Cansada. —La diosa habló con un frenético sonsonete—. Demasiado largo. —No creía que Teaqua estuviera hablando con ella.

Harumen alzó un pie descalzo, luego el otro, del frío suelo de piedra. No podía decidir qué hacer. En su opinión, la diosa no debería dormir sola; debería estar ahí fuera en la cama con sus amantes. Y no sólo dormía sola, sino que no había compartido placer con ninguno de ellos en meses. Eso no era natural. No le sorprendía que tuviese extraños sueños. Harumen reunió su valor y abrió la puerta.

Teaqua se debatía con la oscuridad. Se agitaba en su cama como alguien aplastado por un enorme peso.

—¿Teaqua?

Se estaba haciendo vieja. Los viejos oían sus susurros más a menudo que los jóvenes, y a veces veían cosas que no existían. Pronto llegaría el momento para Teaqua de renacer.

Harumen se acuclilló a su lado.

—Teaqua. —Deseó poder estar en cualquier otra parte excepto allí, contemplando a Teaqua sufrir. Cuando la diosa se inclinó hacia delante, Harumen la sujetó por los hombros. Teaqua gimió, intentó liberarse, y luego se derrumbó hacia atrás como si hubiera sido soltada de repente—. Estabas soñando —dijo Harumen con voz suave. Acarició la parte inferior del rostro de Teaqua—. Ahora despierta. —Un plateado hilo de saliva colgaba de la comisura de su boca. Harumen lo limpió con un dedo.

—Es oscuro. —Teaqua no dijo nada por un momento mientras se recuperaba—. Chan me habló de nuevo.

—Un sueño. —Harumen se sintió azarada. Sabía que los demás estaban escuchando. No había forma de acallar aquello. Le dolía oír a Teaqua balbucear acerca de Chan. Como si una estrella pudiese hablar.

—El sol habló. La habitación estaba llena de luz.

Teaqua había dormido mal últimamente, pero nunca antes había parecido tan loca. Acostumbraba decir que su divinidad era una metáfora del poder. Desde hacía mucho tiempo había dejado de hablar de ello literalmente, y lo mismo hacían sus compañeros de cama. Por la noche se habían burlado de los crédulos sacerdotes y habían discutido las verdades como si fueran mala poesía. Por supuesto, había explicado Teaqua, todavía era necesario jugar a los dioses para las masas. La creencia de la gente en el sol y en su diosa mantenían de una pieza la teocracia; sólo podría ser desmantelada con el tiempo y mucho cuidado. Las alusiones de Teaqua a los inminentes cambios los habían llevado a todos a una irresistible conspiración. Ella había sido la persona más lista, más cuerda, con mucho la más fuerte, que Harumen había conocido. Ahora se estaba desmoronando.

Teaqua frunció el hocico.

—Pude oler su aliento. —Irradiaba terror, su cabeza golpeó contra la almohada.

Harumen pudo imaginar lo que dirían los mensajeros. Mirarían a su pequeño y atrasado mundo desde sus astronaves y se echarían a reír. Era absurdo. La propia Teaqua dependía de la tecnología de los mensajeros para llegar a la gente; Teaqua era la que había animado a Harumen a aprender de ellos. Los susurros del dios eran alucinaciones; había pruebas de ello. Chan era acientífico.

—Estás trastornada. —Intentó alisar el erizado pelaje a lo largo de los hombros de Teaqua—. Vuelve a la cama con nosotros. —Harumen nunca podría adorar al sol. Ya no. Lo mismo podía hacer reverencias al viento o rezarles a los glaciares.

—Me mostró una terrible verdad. —Teaqua aferró la muñeca de Harumen—. No renaceré. El dios ha elegido un camino distinto para mí.

En la habitación contigua, alguien rió nerviosamente; Harumen sintió deseos de abofetear al idiota. Afortunadamente, los otros se apresuraron a acallarlo. Harumen miró a Teaqua, con sus sentimientos convertidos en un torbellino. Quería a Teaqua, le dolían sus sufrimientos, pero Harumen estaba furiosa también. Teaqua le había prometido una revolución. Si esta locura continuaba, lo destruiría todo. Teaqua tenía que renacer, o de otro modo los susurros la arrastrarían —y quizás al mundo entero— de vuelta a la superstición. La diosa tenía que renacer, o moriría.

—Tendremos que decírselo. A todos ellos, a cada uno. Chan me ha mostrado mi muerte.

Harumen no sabía qué decir, cómo reaccionar. Esto era un desastre de proporciones históricas. La comprensión retorció su perspectiva. Se sintió extirpada de sí misma, como si fuera una persona distinta que se estremecía en medio de la noche y contemplaba impotente cómo toda una era llegaba a su fin. Miró su mano sobre el hombro de Teaqua como si estuviera a una gran distancia. La mano pareció moverse por voluntad propia cuando peinó el pelaje de Teaqua. Harumen se preguntó si no sería mejor para todos si esa vieja mano incorpórea se cerrara en torno a su cuello. La contempló mientras cruzaba el puente del esternón y encrespaba el denso pelaje. Se sintió horrorizada y fascinada mientras se deslizaba hacia arriba y los dedos se curvaban. Entonces Teaqua tragó saliva y Harumen pudo sentir la garganta de la diosa moverse bajo su mano, y se echó hacia atrás como si se hubiera quemado. No podía hacer aquello.

—Teaqua, no. —Todavía no.

—Necesitaré la ayuda del mensajero. —Teaqua no parecía haberse dado cuenta de nada. Miraba algo que Harumen no podía ver, que esperaba no ver nunca—. Dile a Ndavu que Chan me ha hablado y que debemos obedecerle. Moriré en su luz. —Teaqua sonaba temerosa, como si estuviera a punto de gritar de nuevo—. Tiene que haber un sepulcro.

Harumen oyó a alguien gimotear en la habitación contigua. Luego otros se le unieron. No supo si llorar por Teaqua o por ella misma.