6
La misión de los mensajeros en Portsmouth se extendía a lo largo de toda una manzana de la calle Court. Era un atroz amasijo de añadidos arquitectónicos pegados a la simple capilla neogótica que en su tiempo había sido la iglesia del Espíritu Santo. Había una rectoría victoriana, una achaparrada escuela parroquial de fachada de ladrillo construida en los años 1950, y un ecléctico auditorio que databa de la primera década de los 2000. Las fortunas de la congregación habían declinado desde entonces y el complejo había sido abandonado, eludiendo con éxito a los promotores locales hasta que los mensajeros compraron el edificio. Los iniciados de la primera misión del norte de Nueva Inglaterra le añadieron un garaje subterráneo para bicicletas, lavaron los manchados cristales, repararon los podridos tingladillos y plantaron una pantalla de árboles de la vida en torno al auditorio, y pese a todo ello Wing pensaba que seguía siendo el edificio más horrible de Portsmouth.
En los años inmediatamente después del primer contacto no se había producido ningún contacto en absoluto con las masas: todavía proseguían las complejas y secretas negociaciones entre los mensajeros y diversos intereses políticos e industriales. Una vez las negociaciones se encallaron, sin embargo, los alienígenas se habían trasladado rápidamente a misiones abiertas para la propagación del mensaje, al parecer un extraño guiso de materialismo tecnofílico y humildad pseudozen, endulzado por la promesa de la inmortalidad cibernética. La naturaleza exacta del mensaje era un secreto fuertemente guardado; los mensajeros ni confirmaban ni negaban los informes de aquellos pocos iniciados que abandonaban las misiones.
Wing dudó ante la amplia escalinata de granito que conducía a la capilla; los escalones estaban resbaladizos a causa de una tormenta de hielo primaveral. La sal recién rociada fundía agujeros en el hielo, y había una pala apoyada contra una de las masivas puertas de roble. Eran las cinco y media de la mañana. Nadie dentro esperaría visitantes, lo cual le convenía a Wing: deseaba tomar a Ndavu por sorpresa. Pero cuanto más tiempo permanecía de pie allí, menos seguro se sentía de si iba a entrar. Contempló los once Apóstoles de piedra alineados en el tímpano. Diminutas llamas estilizadas danzaban sobre sus cabezas, representando el descenso del Espíritu Santo en el Pentecostés. No podía leer las expresiones de los Apóstoles: la lluvia ácida había emborronado sus rostros. Wing se sintió un poco emborronado él también. Rebuscó el frasco en el bolsillo de atrás. Dio un sorbo y sintió un nuevo valor mientras una llama de whisky danzaba garganta abajo. Se tambaleó hacia el interior de la iglesia..., retorcido a la buena y antigua manera y demasiado cansado para seguir huyendo de Ndavu.
Mientras sus ojos se ajustaban a la semioscuridad, vio que se habían producido algunos cambios en la iconografía. Detrás del altar colgaba una enorme bandera roja con la Rueda de la Ley budista en el centro y las palabras «Mira dentro del sol» bordadas en hilo de oro debajo de ella. Un Siva danzante llenaba un nicho al lado de una estatua de Cristo Resucitado. Donde en su tiempo habían estado las Estaciones del Calvario había ahora bustos: Pitágoras, Platón, Lao-tzu. Otros cuyos nombres no reconoció eran identificados como cabalistas, gnósticos, sufíes y teosofistas..., fuera todo eso lo que fuese. Wing no había sabido qué esperar, pero en absoluto esto. Sin embargo, creía comprender lo que los mensajeros intentaban hacer. Los romanos habían sido rápidos en incluir los dioses de los pueblos sojuzgados a su panteón. ¿Y qué era la humanidad, sino un pueblo sojuzgado? Para eso había venido, pensó amargamente. Para reconocer que había sido derrotado. Ndavu le había forzado a esta entrevista.
Una luz se encendió en la sacristía al lado del altar. Resonaron pasos por la vacía iglesia. Jim McCauley entró en la zona de luz de los candelabros y se dirigió al borde de la barandilla que separaba el altar.
—¿Hay alguien ahí?
Wing avanzó tambaleante por el pasillo, sujetándose en los bancos para afirmarse. Se sentía tan vacío como la iglesia. Mientras se acercaba al altar vio que McCauley llevaba una bata de baño amarillo flojamente atada; su rostro estaba lleno de arrugas, como si acabara de levantarse de una cálida cama. ¿Con Daisy? Wing se dijo a sí mismo que aquello ya no importaba, que tenía que concentrarse en el plan que había descubierto hacía una hora en el fondo de una botella de escocés argentino: escuchar a Ndavu y luego decirle que se cayera muerto. Saludó a McCauley.
El hombre apretó más fuertemente su bata de baño amarilla en torno a su cuerpo.
—¿Quién está ahí?
Wing avanzó hasta la barandilla del altar y se sujetó a ella para evitar caer.
—Phillip Wing, miembro del Instituto Norteamericano de Arquitectos. Estoy aquí para ver al escarabajo jefe. —McCauley le miró, inexpresivo—. Para usted, Ndavu.
—¿Acaso le espera, Phillip?
Wing dejó escapar una risita que era casi un cacareo.
—Espero que no.
—Entiendo. —McCauley hizo un gesto hacia la puerta en el centro de la barandilla que daba acceso al altar—. Venga por aquí..., ¿necesita usted ayuda, Phillip?
Como respuesta, Wing saltó por encima de la barandilla y pasó al otro lado. Uno de sus pies chocó contra ella, y cayó de bruces a los pies de McCauley. El escultor llevaba unas zapatillas de plástico amarillo que hacían juego con la bata.
—Demonios, no. —Wing se puso en pie.
McCauley le miró dubitativo y luego le condujo a través de la sacristía hasta un largo tramo de escalera. Mientras descendían, Peter Bornsten, el ayudante de camarero de la casa Piscataqua, apareció apresurado por una esquina y empezó a subir de dos en dos los escalones hacia ellos.
—Peter —dijo McCauley—. Creí que estabas limpiando la escalinata delantera.
Peter se inmovilizó. Wing nunca lo había visto así: llevaba un atuendo verde de conserje y la expresión desolada de un niño de ocho años culpable de algo.
—Lo estaba haciendo, James, pero el hielo era demasiado duro, así que le eché sal y bajé a la cocina en busca de un poco de café. Tenía frío —dijo sin convicción. Miró brevemente a Wing con ojos furiosos, como si fuera culpa suya, y luego bajó la cabeza. El Peter Bornsten que Wing conocía era un joven y descuidado semental cuyos principales intereses eran los estimulantes y las camareras.
—Ve a terminar la escalinata. —McCauley rozó la frente de Peter con su dedo medio—. La esencia no experimenta el frío, Peter.
—Sí, James. —Inclinó la cabeza y pasó sinuosamente junto a ellos.
Las zapatillas de McCauley golpearon el suelo mientras recorría lentamente el pasillo que cruzaba toda la longitud del sótano de la misión. Portales sin puertas se abrían a estancias llenas con camastros. Parecía como si hubiera alguien durmiendo en cada uno de ellos. Wing olió el aroma a levadura del vitabulk curándose mucho antes de que pasaran junto a una cocina donde tres cocineros vestidos de blanco estaban sentados ante una mesa en torno a cuatro tazas de café. Al extremo del pasillo unas puertas dobles se abrían a un auditorio atestado con mesas y sillas plegables. Una puerta a la derecha conducía a través de un corto tramo de escaleras a una amplia sala de conferencias por teleenlace y varias pequeñas oficinas privadas.
McCauley fue a uno de los terminales de la mesa de conferencias y tecleó algo en él. Wing tenía un mal ángulo con respecto a la pantalla; todo lo que podía ver era el resplandor.
—Phillip Wing —dijo McCauley, y la pantalla quedó de inmediato a oscuras.
Wing se sentó al otro lado de la mesa y extrajo su frasco.
—¿Quiere un poco? —No hubo respuesta—. ¿Pertenece usted al comité de bienvenida?
McCauley permaneció de pie.
—Difundo el mensaje, Phillip.
Alguna otra persona hubiera podido admirar la calma con la cual McCauley se estaba comportado; Wing deseó verle sudar.
—Pensé que se suponía que era usted un artista. Tenía shows en Nueva York, Washington..., tenía en marcha una carrera.
—Así era. —Se encogió de hombros—. Pero mis razones para trabajar estaban equivocadas. Demasiado ego, no suficiente esencia. Los mensajeros me mostraron lo trivial que es el arte.
Wing no estaba dispuesto a dejarle salirse con aquello.
—Quizá simplemente sea usted el trivial. Quizá no tenga el talento suficiente para hacer un arte que signifique algo. ¿Ha pensado alguna vez en ello?
—Sí. —McCauley sonrió. Daisy entró en la habitación.
Habían pasado veintiocho días desde que había visto por última vez a su esposa; Wing se sintió disgustado consigo mismo por saber la cifra con exactitud. Después de la fiesta había hecho todo lo posible por evitarla. Había trasladado su habitubo a un local barato cerca de la autopista y se había ido a vivir a él. Había intentado permanecer lejos de los áridos límites del Portsmouth de ella mientras se hundía en sus propios pantanos. Había reprogramado la puerta de la Contaduría para que no admitiera a nadie excepto a él y había cambiado su programa de trabajo, acudiendo allí sólo lo suficiente para mantener las apariencias. Nunca respondió a los mensajes que ella dejaba para él.
—¿Qué está haciendo ella aquí? —Wing sintió deseos de marcharse.
—Creo que es mejor que te quedes a solas con 61, Daisy —dijo McCauley.
—¿Mejor para quién? —dijo Wing.
—Para ella, por supuesto. Mira dentro del sol, Daisy.
—Sí, James.
—Phillip. —McCauley hizo una inclinación de cabeza y les dejó juntos a solas.
—Mira dentro del sol. Mira dentro del sol. —Wing abrió el frasco—. ¿Qué demonios significa esto, de todos modos?
—Es como un lema..., un proverbio. Toma tiempo explicarlo. —Parecía como si Daisy se hubiera arreglado apresuradamente para acudir: mechones de pelo le caían al azar sobre la frente, y el cuello de su ajustado traje estaba vuelto hacia arriba. Se acomodó al otro lado de la mesa y tamborileó con los dedos en un terminal, al tiempo que se arreglaba un poco el pelo, le miraba unos instantes y luego desviaba rápidamente la vista. Wing se dio cuenta de que ella tampoco deseaba estar allí y dio otro sorbo de su frasco.
—Entonces guarda tus secretos. ¿A quién le importa? He venido a ver a Ndavu.
—No está aquí en estos momentos.
—De acuerdo. —Wing echó hacia atrás la silla—. Entonces adiós.
—No, por favor. —Ella pareció alarmada—. Ya viene. Pronto estará aquí. Querrá verte; te ha estado esperando.
—Estupendo para él. —Wing pensó que Daisy tenía órdenes de retenerle allí; eso le daba una especie de poder sobre ella. Si lo deseaba, seguramente podría conducir aquel encuentro directamente a una de las fantasías de venganza que tan a menudo habían sido un pobre sustituto del sueño. No importaba lo que dijera, ella tendría que escuchar.
—¿Estás así a menudo? —preguntó ella.
—¿Y a ti qué demonios te importa? —Bebió y alzó el frasco—. ¿Tienes sed?
—No has respondido a mis llamadas.
—Cierto. —Agitó el frasco hacia ella. Daisy no se movió.
—Sé lo que has estado haciendo.
—¿Qué es lo que estás deseando oír, Daisy? —Pronunciar su nombre lo desencadenó. La furia le golpeó como la primera oleada de una tormenta de anfetaminas—. ¿Que he pasado el último par de semanas retorcido y fuera de mí? ¿Que no puedo soportar el vivir sin ti? Bueno, olvídalo. Aunque fuera cierto, no te daría esa satisfacción.
Ella permanecía sentada como una estatua, su rostro tan liso e invulnerable como la piedra, sus ojos ligeramente velados, como si estuviera meditando al mismo tiempo que fingía escucharle. Su furia se salió de control.
—No lo mereces, ¿lo sabes? A veces me golpea directamente las entrañas, el pensar que alguna vez sentí algo por ti. Te measte en todo lo que yo pensaba que era importante en mi vida, y fui lo suficientemente estúpido como para sorprenderme cada vez que lo hacías. Mírate. Estoy sufriendo, y tú te sientas ahí como si hubieras sido tallada en maldito hielo. Y llamándolo buena educación, sin duda. Estupendo. Magnífico. Pero simplemente recuerda que cuando te mueras, maldita puta, no serás nada más que otro hediondo charco en el suelo.
Entonces Wing vio la lágrima. Al principio ni siquiera estuvo seguro de que fuera de ella: su expresión no había cambiado. Quizás alguna tubería perdía un poco en el techo y goteaba sobre su rostro. La lágrima rodó por su mejilla y se secó cerca de la comisura de su boca. Una sola lágrima. Ella mantuvo su cabeza rígidamente erguida, mirándole. De pronto se sintió avergonzado.
Se inclinó hacia delante, apoyó los codos sobre la mesa, la cabeza en sus manos. Sintió deseos de llorar también.
—Ha sido duro —dijo. Se estremeció, inspiró profundamente—. Lo siento. —Deseó tender la mano por encima de la mesa y borrar con el dedo la huella que había dejado la lágrima, pero ella estaba demasiado lejos.
Permanecieron sentados sin hablar. Imaginó que ella estaba pensando serenos pensamientos de los mensajeros; contempló la ruina de su matrimonio. Desde la fiesta Wing había esperado, en secreto, desesperadamente, que Daisy ofreciera en algún momento alguna explicación que él pudiera aceptar..., aunque no fuese cierta. Había esperado una reconciliación. Ahora, por primera vez, se daba cuenta de que era probable que no deseara una reconciliación. El silencio se tensó entre los dos. El teleenlace zumbó; Daisy tecleó algo.
—Te verá en su oficina —dijo.
En realidad Ndavu se hallaba en una astronave en órbita en torno a la Tierra. Explicó que lo que Wing estaba contemplando era un holofantasma, una imagen proyectada a través de una ventana de comunicación..., fuera eso lo que fuese. La sonrisa del mensajero le recordó a Wing la sonrisa que Leonardo le había proporcionado a su Juan el Bautista: misteriosa, irónica, extraña.
—Nosotros, como ustedes dicen, no nos guardamos el mensaje para nosotros mismos. —La silla de ruedas de Ndavu parecía estar anclada a un enorme escritorio; en una esquina había un modelo de la Nube de Cristal, un hecho del que Wing se resintió inmediatamente—. Por el contrario, hemos abierto misiones por todo el mundo. Ayudaremos a todos aquellos que buscan iluminación. Seguro que comprende usted que sería irresponsable por nuestra parte diseminar una información de una importancia tan trascendente sin proporcionar la guía necesaria para su comprensión. —Ndavu siguió asintiendo como si intentara animar a Wing a asentir también y aceptar sus evasivas.
Wing tenía la sensación de que Ndavu preferiría que él se arrellanara en el diván y pensara en lo afortunado que era de haber sido invitado a visitar una astronave..., el primer humano en conseguir ese honor. Pero Wing no tenía intención de hacer nada de ello.
—Entonces sigan manteniendo su maldito secreto... ¿Por qué no pueden simplemente entregarnos los planos de ese ordenador reencarnador y prestarnos las llaves de una astronave?
—La tecnología es el punto crucial del mensaje, Phillip.
Daisy estaba sentada al lado de Wing en un rígido silencio; se preguntó si no se sentiría celosa de que él fuera a efectuar el viaje.
—¿Va a ser reencarnada ella? —Wing deseaba romper su escudo; estaba empezando a irritarle. O quizás era simplemente que los efectos del alcohol empezaban a disiparse para dejar paso a un cegador dolor de cabeza—. ¿Es ésa la recompensa por unirse a ustedes?
—El mensaje es su propia recompensa —dijo ella.
—¿No deseas ser reencarnada?
—La esencia no lo desea. Reconoce el karma.
—¿La esencia? —Wing pudo sentir que una vena pulsaba justo encima de su ceja derecha.
—Lo que puede ser reencarnado —dijo ella.
—No hay respuestas fáciles, Phillip —indicó Ndavu.
—No. —Agitó disgustado la cabeza—. ¿Tiene alguien una aspirina?
Daisy fue a mirar.
—Todo está interconectado —prosiguió el mensajero—. Por ejemplo, podría decirle que el deber de la inteligencia es resistirse a la entropía. ¿Cómo puede esperar usted comprenderme? Tendría que preguntar: ¿Qué es la inteligencia? ¿Qué es la entropía? ¿Cuánta puede resistirse? ¿Qué es un deber? Eso son preguntas que la mancomunidad de mensajeros ha necesitado siglos para responder.
—Simplemente déme el curso acelerado.
Daisy regresó con McCauley.
—Lo que le pedimos —replicó Ndavu— no requiere que acepte usted nuestras creencias. Si buscara usted iluminación, entonces me sentiría complacido de guiarle, Phillip. Sin embargo, debería saber usted que no está en absoluto claro si es posible o no captar el mensaje en el transcurso de una vida humana. Apenas hemos empezado a estudiar su especie, todavía tenemos que medir su potencial.
McCauley se situó de pie detrás del diván y aguardó discretamente a que Ndavu terminara de eludir la cuestión. Apoyó una mano en el hombro de Wing, como si fuera un viejo amigo que intentara intervenir en una conversación amistosa.
—Disculpe, Phillip —dijo, y Wing recordó algo que había olvidado hacer antes. Algo que le había estado mordisqueando durante semanas. Ahora estaba lo suficientemente sobrio como para sentirse irritado, y el hijo de puta seguía llamándole por su nombre de pila.
—Lo siento mucho, Phillip —dijo McCauley, con una educada sonrisa—, pero no usamos muchos fármacos aquí. De todos modos, si la desea realmente, podemos enviar a alguien...
Wing saltó en pie del diván, se dio la vuelta, y golpeó al amante de su mujer en medio mismo de su sonrisa. Asombrado, McCauley recibió el puñetazo en pleno rostro, y Daisy dejó escapar un pequeño grito estrangulado. El escultor se tambaleó hacia atrás, con los puños apretados. Ndavu pareció desconcertado. Wing se volvió y golpeó el modelo de la Nube junto al mensajero. El fantasma de éste onduló y se distorsionó como un reflejo en un estanque. Una ventana pareció cerrarse sobre la alterada imagen, y el mensajero desapareció.
—Está bien. —Se sentó y se frotó los nudillos—. Ahora me siento mucho mejor.
McCauley se palpó el ensangrentado labio y luego se volvió y salió apresurado de la oficina. Daisy contemplaba con ojos muy abiertos el espacio vacío donde había estado el fantasma. Wing se arrellanó en el diván y —por primera vez en semanas— se echó a reír.