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La casa Piscataqua había sido construida por el doctor Nathaniel Goodwin en 1763. Era un hermoso edificio de ladrillo rugoso y granito, que se decía que en sus tiempos había ofrecido el más espléndido alojamiento en la ajetreada ciudad colonial de Portsmouth, New Hampshire. Cerca de trescientos años más tarde seguía siendo un albergue, y Daisy Goodwin era su directora.

Wing siempre se había sentido intrigado por la forma en que el pedigrí de Daisy había afectado su personalidad. No era tanto el antiguo dinero que había heredado, la mayoría del cual estaba unido al albergue; era la forma en que podía ir de un lado a otro de la ciudad en bicicleta y señalar la escuela elemental a la que había acudido, la iglesia congregacional donde se habían casado sus padres, el enorme roble negro en Prescott Park que aquel tío tatarabuelo Josiah había plantado durante la administración Garfield. Vivía con la tranquila gracia de alguien que sabía exactamente quién era, que estaba haciendo exactamente lo que siempre había deseado hacer.

Wing nunca había estado realmente seguro de nada hasta que conoció a Daisy. Había nacido en Taipei, pero había huido a los Estados Unidos con su padre taiwanés después de que su madre norteamericana hubiera resultado muerta en las sangrientas revueltas de la reunificación de 2026. Su padre, ingeniero de software, había pasado el resto de su amargada vida buscando en vano lo que había dejado en Taiwan. Phillip Wing había ido a las escuelas elementales de Cupertino, California; Waltham, Massachusetts; y Norcross, Georgia. Sabía muy poco de ninguno de los dos lados de su familia.

—Cuando seas lo suficientemente mayor como para comprender —le decía siempre su padre—. Algún día hablaremos. Pero no ahora. —El joven Phillip aprendió rápidamente a dejar de preguntar; demasiadas preguntas podían conducir a su padre a una de sus escapadas. Se dosificaba hasta casi el borde de la insensibilidad con edulcorantes de la memoria, y permanecía despierto la mitad de la noche llorando y balbuceando en el dialecto taiwanés de los fukien. Su padre murió cuando Wing estaba en el primer año en Yale. El viejo nunca llegó a conocer a Daisy, con la que Wing se citó por primera vez poco antes de su graduación. Wing se había enamorado de ella y de la Nube aproximadamente por la misma época. Le gustaba pensar que su padre lo hubiera aprobado.

Wing intentó esforzadamente encajar en el mundo de Daisy, ser el hombre que ella deseaba que fuera. Había vaciado por completo la Contaduría, un anexo de ciento noventa y cinco años de antigüedad construido por el comerciante Goodwin, y la convirtió en sus oficinas. Fue educado con los invitados pese a su irritante ignorancia acerca de la Nube: la mayoría de la gente pensaba que había sido diseñada por Solon Petropolus. Ayudó cuando Daisy se hallaba escasa de manos, se unió a la iglesia congregacional pese a su completa falta de religiosidad, y colaboró durante una temporada con el Consejo de Planificación de la ciudad. Soportó, en beneficio de Daisy, a los temidos recolectores de fondos de la Sociedad Nacional de Damas Coloniales con sus pajaritas negras, y la llevó a la ópera en Boston al menos dos veces al año pese a que eso le daba dolor de cabeza. Ahora ella le pedía que hiciera de anfitrión con un alienígena.

Una fiesta íntima de veintitrés personas se había reunido en el salón Hawthorne para un buffet en honor de Ndavu. Laporte había volado desde North Conway con su esposa, Jolene. Entre los locales estaban los Hathaway, que aún alardeaban de sus vacaciones en la Orbital Tres, Magda Rudowski, directora artística del Nuevo Teatro Junto Al Mar, el reverendo Smoot, el ministro reformalista, la nueva administradora de la ciudad, cuyo nombre Wing nunca podía recordar, su esposo, que nunca tenía nada que decir, y los Congemi, que eran los propietarios de la SEE-Coast. También había un puñado de satélites de Ndavu, entre ellos el fulgoescultor Jim McCauley.

Wing odiaba ese tipo de fiestas. Charlaba en ellas tanto como un monje trapense. Para ayudar a aliviar su incomodidad, Daisy le envió a la estancia con su mejor aperitivo para ayudar a los invitados a despertar el hambre en un frasco spray de cristal tallado. Vagabundeó entre las conversaciones de los demás, sintiéndose perdido.

—Oh, pero a nosotros nos encanta la parte de arriba de la región —estaba diciendo Jolene Laporte—. Es todo tan pacífico, y el aire es tan limpio, y las montañas...

—...son tan altas —terminó Laporte su frase, y guiñó un ojo mientras tendía una mano hacia el frasco de aperitivo—. Pero es malditamente frío..., ¡Jesús! —Magda Rudowski rió nerviosamente. Laporte pareció incomodado; poseía la clásica mirada hueca, como si sus ojos acabaran justo de salir de un frasco de formaldehído. Quizás había estado trabajando demasiado intensamente.

—No te hagas el gracioso, León —dijo Jolene con un mohín—. A ti también te encanta. Vaya, precisamente el otro día estaba diciendo lo estupendo que sería poderse quedar una vez abriera la Nube. Creo que le gustaría bañarse por un tiempo en su gloria. —Roció una dosis de prueba del aperitivo en su muñeca y dio una esnifada tentativa—. ¿Cuán legal es? —preguntó.

—Sólo algunos precursores olfativos —dijo Wing—, y quizá veinte microunidades de Bendición.

—Quizá yo no sea el único que merece los honores. Tal vez Phillip también desee su tajada de gloria.

La voz de Laporte pareció retumbar porque era el único que estaba hablando en la habitación. Wing se volvió justo a tiempo para ver a Daisy empujar la silla de ruedas de Ndavu al interior de la habitación desde la puerta de entrada.

—Phillip, me gustaría presentarte al mentor Ndavu.

El alienígena llevaba un traje suelto a rayas finas negras. Podría muy bien haber sido el vicepresidente de una corporación, con su pelo gris peinado hacia atrás y su largo rostro rojizo, excepto que tenía más de dos metros de estatura. Tenía que encogerse para encajar en su silla de ruedas, y sus rodillas asomaban como parachoques. La silla zumbó al rodar; Ndavu se inclinó hacia delante y tendió su mano. Wing se descubrió contando los dedos. Por supuesto, eran cinco. Los mensajeros eran muy cuidadosos.

—Esperaba la oportunidad de conocerle, Phillip.

Wing estrechó su mano pero no pudo pensar en una respuesta. La mano de Ndavu era firme y extrañamente pegajosa, como cinta adhesiva plástica.

El mensajero sonrió.

—Estoy muy interesado en su trabajo.

—Del mismo modo que todos nosotros estamos interesados en el suyo. —El reverendo Smoot pasó junto a Wing—. A mí, por ejemplo, me encantaría saber...

—Reverendo —Ndavu habló con voz muy suave, de modo que tan sólo aquellos que estaban más cerca de él pudieron oírle—, ¿siempre tenemos que discutir?

—...me encantaría saber, mentor —prosiguió Smoot, con la misma voz que empleaba en el pulpito—, cómo tiene su pueblo intención de responder al cuerpo consultor votado ayer por el Consejo de las Iglesias.

—Quizá debiéramos hablar de negocios más tarde, reverendo. —Ndavu dirigió una sonrisa de porcelana a Laporte—. León, ésta debe ser su esposa, Jolene.

Daisy atrajo la atención de Wing permaneciendo de pie completamente inmóvil. Entre ellos pasó un mensaje no expresado que ella puntuó con una apenas perceptible inclinación de cabeza. La idea de Wing era dejar que Smoot y Ndavu se entendieran entre ellos, pero sujetó firmemente el brazo del reverendo.

—¿No le gustaría ver el invernadero, Magda? —dijo, haciendo que el ministro de la iglesia se volviera hacia la actriz—. Las fresas acaban de florecer; el lugar huele como el Jardín del Edén. ¿Qué opina usted, reverendo? —A regañadientes, Smoot se dejó conducir.

Unos cuantos de los demás invitados habían derivado fuera, a lo que en su tiempo habían sido los establos. Los padres de Daisy habían reemplazado el viejo techo con láminas de plástico óptico transparente durante la Cruzada Granjera, convirtiendo así toda el ala en un invernadero. En aquellos días el parador hubiera podido tener que cerrar sin una fuente de confianza de productos frescos. Magda Rudowski hizo una pausa para admirar un plantel lleno de begonias tuberosas.

—Encantador —dijo, acariciando una flor del tamaño de una pelota de béisbol—. Me siento tan celosa. Yo nunca consigo que florezca nada tan pronto.

El reverendo Smoot frunció el ceño hacia las estrellas a través del krylac, como si buscara una guía divina.

—No tengo más remedio que preguntarme —dijo— dónde está el chiste.

Wing y Magda intercambiaron miradas.

—¿Cómo pueden ustedes hablar de flores cuando ese alienígena está minando los cimientos de nuestra herencia judeocristiana?

Magda tocó ligeramente la manga de Smoot.

—Es una fiesta, reverendo.

—Si ellos no creen en Dios, ¿cómo demonios pueden solicitar el status de exentos de impuestos? «Mira dentro del sol.» ¿Qué clase de mensaje es ése? Hace un año no te decían una palabra a menos que pertenecieras a algún gobierno o conglomerado. Luego compran algunas iglesias abandonadas, y de pronto están predicando a todo el mundo que quiera escuchar. Mirar dentro del sol, mi culo. —Dio dos pasos con rígidas piernas hacia los bancos hidropónicos y luego giró en redondo hacia Wing y Magda Rudowski—. Si miras demasiado tiempo dentro del sol, te quedas ciego. —Salió a largas zancadas.

—No sé en qué pensaba Daisy cuando le invitó —murmuró Magda.

—Él nos casó —dijo Wing.

Ella suspiró, como si eso hubiera sido un error aún más grande.

—¿Quiere que lo mantenga vigilado por usted?

—Gracias. —Wing pensó entonces en ofrecerle el aperitivo. Ella inhaló una dosis educada y Wing dio él también una esnifada, pensando que tal vez ayudaría a transcurrir lo que amenazaba con ser una mala velada. La Bendición soltó el nudo en su estómago; pudo notar como sus sentidos restallaban y se ponían atentos. Se miraron el uno al otro y rieron.

—Al infierno con él —exclamó Wing, y las palabras les sorprendieron a los dos. Se encaminaron de vuelta al salón.

Jack Congemi estaba discutiendo en el vestíbulo con Laporte.

—Aquí llega el hombre ideal para resolver esto —indicó.

—Espero que no sea acerca de honorarios de arquitecto. —Wing ofreció el aperitivo a su cliente.

—Jack, aquí, piensa que el teleenlace puede acabar con los oficios. —Laporte hablaba como si tuviera el cerebro aparcado en órbita lunar y estuviera oyendo sus propias palabras con una dilatación temporal—. Dígale que usted no puede soldar plastiacero en Tijuana sentado ante una consola de ordenador en Greeley, Colorado. No constituye ninguna maldita diferencia lo buena que sea su robótica. Hay que estar allí.

—Los indios lo hicieron. Tenían completada un sesenta por ciento de la Orbital Tres antes de que ningún ser vivo hubiera puesto todavía el pie en ella.

—Los robots no tienen sindicato —dijo Laporte—. Los soldadores sí.

—Antes del teleenlace, ninguno de nosotros podía permitirse hacer negocios desde un hermoso lugar perdido como Portsmouth. —A Congemi le gustaba verse a sí mismo como el profeta local del teleenlace; Wing había oído aquel sermón antes—. Todos estaríamos encallados en alguna gran ciudad por la congestión de los puertos y las terminales de contenedores y las pistas de tránsito y los retrasos en los transportes. Ahora nadie tiene que ir a ninguna parte.

—Pero, sin turistas —dijo Wing—, los albergues cierran.

Congemi alzó las manos como un arzobispo bendiciendo una multitud.

—Por supuesto, la gente siempre viajará por placer. Y nosotros en la SEE-Coast seguiremos animando a la gente a viajar por nuestro hermoso estado. Pero también somos ciudadanos de un nuevo estado, un estado que está naciendo en este mismo momento: el estado de la información mundial.

—No importa de donde vengan —farfulló la voz de Laporte—. No importa si son ciudadanos de la mancomunidad o mensajeros, siempre que se alineen para ver mi Nube. —Clavó un dedo en el hombro de Wing como desafiándole a que pusiera alguna objeción.

Ésta no era la primera vez que oía a Laporte hablar de la Nube como si fuera suya. Wing consideró la posibilidad de echar al hombre a patadas y al diablo los buenos modales. En vez de ello dijo:

—Pronto estará lista la cena —y volvió a la sala.

Por un tiempo derivó en la marea de la fiesta, sonriendo demasiado y disculpándose mientras se abría paso entre la gente, en su camino a ninguna parte. Se sentía irritado, pero el problema era que no estaba seguro exactamente de por qué. Se dijo a sí mismo que todo era culpa de Daisy. Era su fiesta. Acercó el aperitivo a su rostro y esnifó una buena dosis. Pero había perdido por completo el apetito.

—Phillip. Por favor, ¿tiene un momento? —Ndavu le dirigió una dentuda sonrisa. Había algo extraño en sus dientes: eran demasiado blancos, demasiado perfectos. Estaba hablando con el señor y la señora Hatcher Poole III, que permanecían apoyados contra la pared como un juego perfecto de lámparas de plata.

—Mentor Ndavu.

—Mentor es un título que me han dado mis estudiantes. Aquí soy su invitado y somos amigos, ¿verdad? Debe llamarme usted Ndavu.

—Ndavu. —Wing inclinó ligeramente la cabeza.

—¿Puedo? —El mensajero hizo girar su silla de ruedas hacia Wing y tendió su mano hacia el aperitivo—. Había esperado tener la oportunidad de observar su comportamiento alterador de la mente esta tarde. —Hizo girar el frasco de cristal tallado en sus manos aracnoides y luego, bruscamente, se roció el rostro con él. Toda la habitación guardó silencio, y entonces el mensajero estornudó. Nadie había oído nunca algo así, un mensajero estornudar. Los Poole parecieron horrorizados. como si a continuación el alienígena pudiera estallar. Alguien al otro lado de la habitación rió, y las conversaciones se reanudaron.

—Parece estimular la química de los sentidos. —Ndavu frunció la nariz—. Actúa rebajando el umbral de algunos receptores olfativos y del gusto. También hay huellas de elementos de otra sustancia..., ¿algún tipo de índole alucinógena?

—Soy arquitecto, no artista en drogas.

Ndavu pasó el aperitivo a la señora Poole.

—¿Por qué ingieren ustedes estas sustancias? —La piel del alienígena era perfecta también; no tenía lunares, ni pecas, ni siquiera una arruga.

—Bueno —dijo la mujer, aún no repuesta del estornudo—, no engordan.

Su marido rió nerviosamente.

—Supongo, Ndavu, que usted no ha comido nunca vitabulk.

—¿Vitabulk? No. —El mensajero se inclinó hacia delante en su silla de ruedas—. Pero lo servimos en la misión.

—Hubo un tiempo en que fui propietario de una bulkería en Nashua —dijo Hatcher Poole—. Es el producto ideal, en muchos aspectos: barato de producir, nutritivamente completo, un soporte de la vida casi indefinido. Sin él, centenares de millones de personas se morirían de hambre...

—¿Sabe? —dijo Wing—, tiene exactamente el mismo sabor que el material de aislamiento.

—Depende de la genética de la cochura original —dijo Poole—. Están haciendo maravillas estos días con la texturización.

—El sabor a pan ya no está muy lejos. —La señora Poole había esnifado una dosis que probablemente podía ser olida en Maine—. Y todo sabe mejor después de un buen aperitivo.

—Por supuesto, esta noche servimos comida natural —dijo Wing—. Daisy ha hecho que la cocina prepare un menú tradicional en su honor, Ndavu. —Deseó que ella estuviera aquí charlando y él en la cocina supervisando los preparativos finales—. De todos modos, algunas personas prefieren usar aperitivos, no importa cuál sea el menú.

—¿Prefieren? —dijo Poole, que había pasado el aperitivo sin usarlo—. Una maldita adicción, si me lo pregunta.

Dos ayudantes de camarero vestidos con chaquetas blancas transportaron una gran bandeja a la habitación, con su contenido oculto bajo una tapa de plata. La depositaron sobre el bufete de caoba, debajo de un retrato de Nathaniel Hawthorne en actitud meditativa.

—¡La cena está servida! —Los invitados se alinearon rápidamente.

—Platos y cubiertos aquí, condimentos en la mesita de té. —El rostro de Daisy estaba enrojecido por la excitación. Llevaba aquel luminoso vestido azul que él le había comprado en Boston, aquel que le había costado demasiado—. El cocinero les ayudará a encontrar lo que deseen. Buen apetito. —Bechet, resplandeciente con su sombrero blanco de chef, colocó un enorme escalfador al lado de la bandeja de plata. Los invitados murmuraron alegremente y se apiñaron alrededor del bufete, bloqueando la vista de Wing. Sin embargo, no necesitaba ver la comida; su hipersensibilizado olfato se llenó con su aroma.

Mientras se acercaba al bufete, pudo oír a Bechet murmurar:

—Salchichas de viena, señor. Perritos calientes.

—Oh, Dios mío, Hay, ensalada de patatas..., ¡mahonesa!

—¿Dijo perritos?

—Nada que tenga un sabor sorprendente. Yo mismo tomé el verano pasado. Pero, ¡mostaza!

—No, no, simplemente tendré que vivir con mi culpa.

—¿Con un poco de maíz o en un panecillo, señor Wing? —Bechet estaba radiante.

—En un panecillo, por favor, Bechet. —Wing tendió su plato—. Parece que les gusta.

—Espero que sí, señor.

Los invitados estaban en diversos estadios de éxtasis gustatorio. No era algo demasiado poco habitual para los ricos; solían comer al menos una comida natural al día, y carne o pescado una vez a la semana. Para otros, cuarenta y cinco gramos de salchicha de frankfurt garantizada pura ternera por la USDA eran una extravagancia: una cena de Navidad, un festín de cumpleaños. Uno de los desconocidos de la misión fue el primero en acudir a repetir por tercera vez. Ndavu tuvo los buenos modales de no comer en absoluto. Quizá tenía órdenes de no alarmar a los nativos con su dieta.

La fiesta se fragmentó después de la cena; la mayoría de los invitados parecieron ansiosos de poner distancia entre ellos y el mensajero. Resultaba tenso hallarse en la misma habitación con Ndavu; Wing podía sentirlo claramente. Daisy condujo a un grupo de amantes de la jardinería al invernadero. Otros se reunieron para contemplar el último episodio de Jesús en Primera. El espectáculo religioso del duro bateador Jesús lo habían convertido en uno de los primeros deportes de espectáculo del teleenlace. Los invitados más alborotadores fueron al bar del sótano del albergue. Wing fue el único que se quedó atrapado en el salón Hawthorne con el invitado de honor.

—Ha sido una velada de éxito —dijo Ndavu—. Hasta ahora.

—¿Tiene usted una agenda? —vio que Peter, el ayudante de camarero, miraba al alienígena con la boca abierta mientras recogía los platos sucios.

Ndavu sonrió.

—Por supuesto que la tengo. Es usted un hombre difícil de encontrar, Phillip. No estoy seguro de por qué es así, pero espero que a partir de ahora esas cosas sean diferentes. ¿Me visitará usted en la misión?

Wing se encogió de hombros.

—Quizás, alguna vez. —Estaba pensando para sí mismo que quizás el día después de que todo el calor abandonara el universo.

—¿Puedo considerar eso como un compromiso?

Wing se inclinó para recoger una rodaja de encurtido del suelo antes de que alguien —probablemente Peter— la aplastara contra la alfombra de Kashgar.

—Me alegra que su fiesta haya sido un éxito —dijo, y depositó el encurtido en la bandeja de Peter cuando éste pasó por su lado.

—Antes de que la gente acepte el mensaje, tiene que aceptar primero al mensajero —dijo Ndavu, como si fuera un eslogan—. Me disculpará si hago la observación de que la suya es una especie clásicamente xenofóbica. El trabajo apenas ha empezado: tomará años.

—¿Por qué lo hace? Quiero decir usted, personalmente.

—Mis motivos son diversos..., incluso yo hallo difícil mantener el rastro de todos ellos. —El mensajero se agitó en la silla de ruedas y su rodilla rozó la pierna de Wing—. En eso sospecho que puede que usted y yo seamos parecidos, Phillip. El hecho, sin embargo, es que mi preocupación inmediata no es difundir el mensaje. Es conseguir la completa atención de usted.

El alienígena estaba muy cerca de él.

—¿Mi atención? —Los rumores decían que debajo de los perfectos exteriores de los mensajeros acechaban viles criaturas, inexpresablemente grotescas. Los biólogos evolucionistas mantenían que era imposible que los mensajeros fuesen humanoides.

—Debería saber usted que está siendo considerado para una misión de lo más prestigioso. No puedo decir más en este momento, pero, si usted me visita, creo que podremos hablar...

Wing había dejado de escuchar a Ndavu..., salvado por una discusión fuera en el vestíbulo. Un hombre estaba gritando furioso. Una mujer suplicaba. Daisy.

—Disculpe —dijo, y se alejó de Ndavu.

El hombre furioso era el fulgoescultor, McCauley.

—No, no me iré sin ti. —Tenía aproximadamente la edad de Wing, quizá unos pocos años más. Pero en su pelo castaño había estrías grises. Podría haber sido considerado apuesto a un nivel algo tosco, pero su traje azul y plata estaba cinco años pasado de moda, y sudaba.

—Por el amor de Dios, Jimmy, ¿quieres parar? —Daisy sujetaba un gabán entre las manos y parecía intentar conseguir que el otro se lo pusiera—. Vete a casa. Por favor. Este no es el momento.

—Dime cuándo entonces. No pienso seguir retrasándolo.

—¿Ocurre algo? —Wing avanzó de puntillas. Si la cosa se resolvía en una pelea, pensaba que podría mantener las cosas en su sitio los pocos segundos que serían necesarios para que llegaran refuerzos. Pero en realidad era ridículo; la gente en Portsmouth ya no se peleaba. Podía oír a alguien correr hacia el vestíbulo desde la cocina. Un grupo de gente se arracimó al pie de la escalera. Todo iría bien, pensó—. ¿Daisy? —Sin embargo, era una maldita molestia.

Se sintió impresionado por la reacción de ella. Daisy retrocedió ante él como si fuera una visión surgida de su peor pesadilla, y luego se hundió en una silla y dijo:

—Oh, Jimmy.

Algo en la forma en que pronunció su nombre paralizó a Wing. Parecía como a punto de echarse a llorar.

—Lo siento —dijo McCauley. Tomó el gabán de sus manos inertes y la besó rápidamente en la mejilla. Wing deseó arrojarle al suelo pero descubrió que no podía moverse. Nadie en la habitación se movió, excepto el desconocido al que su esposa había llamado Jimmy. Durante toda la noche había captado una tensión en la fiesta pero, como un estúpido, la había interpretado de una forma completamente errónea. Todo el mundo lo sabía; si él hacía algún movimiento, podían echarse a reír.

—¿No deberíamos...? —McCauley estaba murmurando algo; su mano estaba en la puerta—. Lo siento.

—Tú no sales, ¿verdad? —Wing se sintió orgulloso de lo firme que era su voz. Los hombros de Daisy se estremecían pero sus ojos estaban secos. Su escultor no dijo nada; ni siquiera se detuvo para ponerse el gabán. Cuando la puerta se cerró tras él, Wing sintió una urgencia peculiar de llamar a Congemi de entre la multitud y hacer que él tomara la responsabilidad sobre aquel ciudadano del estado mundial de la información. Este nuevo mundo perfecto estaba lleno de gente que no tenía la menor idea de cómo actuar en público.

—¿Daisy?

Ella no le miró. Aunque él tenía la sensación como si estuviera de pie completamente desnudo en medio del vestíbulo de la histórica casa Piscataqua, se dio cuenta de que nadie le estaba mirando. Excepto Ndavu.