20
Los picos curtidos por la intemperie allá en la distancia le recordaron a Wing la cordillera Presidencial en New Hampshire. Él y Harumen cruzaron un arroyo helado y treparon por el flanco de un largo risco. La encostrada nieve crujía bajo sus botas. Avanzaron a lo largo del borde del bosque, orientándose a través de las copas de un bosque de árboles bajos de hoja perenne. La tarde era fría pero no excesivamente; tenía el vivo frescor de la primavera en la montaña. Wing se estiró, complacido con el vigor de su remodelado cuerpo. Necesitaba ejercicio; durante semanas se había sentido como si hubiera estado atado y encerrado en una caja.
Se detuvo junto a una catarata congelada, una cascada de al menos veinte metros de altura. El hielo tenía todos los tonos del azul; trozos de él resplandecían como turquesas y zafiros a la luz del atardecer. En algunos lugares el hielo tenía encajados fósiles de cascarones rosados. Había grandeza allí; Wing pensó que se estaba acercando. O al menos estaba disfrutando de su búsqueda. Aunque todavía podía sentir a Daisy luchando al borde de su consciencia, era incapaz de romper su determinación a pensar sus propios pensamientos. Mientras aguardaba a que Harumen le alcanzara, saboreó la exquisita simplicidad de la vida en las montañas. Le alegraba que las malezas del mundo aún no hubieran invadido aquella elevación.
Justo el día antes, Ndavu había sido llamado al espaciopuerto orbital de los mensajeros. Una astronave había llegado inesperadamente a través del permutador de masas y dentro de tres semanas caería hacia el planeta. Según Ndavu, su cargamento era una revolución.
Cuando los sintientes eran reclutados para convertirse en mensajeros, tenían que renunciar a sus mundos y a la compañía de los de su propia especie. Difícilmente podía ser de otro modo, puesto que cada viaje tiempoarriba podía durar décadas o incluso siglos tiempoabajo. Los mensajeros se convertían en ciudadanos de una nueva sociedad centrada en torno a los permutadores de masas. Por supuesto, todavía estaban sometidos a la relatividad, pero, a través de una combinación de criogenia y el suero rejuvenecedor, sus expectativas de vida se veían extendidas. A cambio de su sacrificio, controlaban el movimiento de bienes e información a través del tiempoarriba. En realidad no controlaban ningún mundo a nivel individual, pero todos los mundos de la mancomunidad dependían de ellos. Los mensajeros eran a la vez los servidores y los dueños de la economía interestelar.
Ahora se había producido un gran avance en las comunicaciones: el transmisor a taquiones. Usando haces de taquiones como partículas portadoras, los datos podían ser enviados a cualquier parte..., incluso al pasado, aunque las exigencias de energía eran abrumadoras. Sin embargo, era completamente realizable el enviar instantáneamente información a través de la galaxia desde una perspectiva de tiempoabajo. La estructura de la sociedad en su conjunto ligada a la relatividad de los mensajeros se había visto minada. Ndavu afirmaba que la transmisión mediante taquiones reduciría drásticamente la necesidad de viajar entre las estrellas. Sólo unos cuantos tendrían que sufrir el dolor del exilio irrevocable.
Los mensajeros en Aseneshesh se estaban reuniendo en una sesión de emergencia, tanto por ventana de comunicación como en persona. Había que volver a pensar la política, revisar los procedimientos. Ndavu se había negado a especular acerca de cómo las noticias podían afectar la misión de Wing. Por supuesto, tanto Wing como Harumen ardían en curiosidad, pero no había forma de saber nada hasta que Ndavu volviera a su lado. Mientras tanto, la astronave que transportaba el primer transmisor a Aseneshesh —y con él toda una comunidad de mensajeros— deceleraba hacia ellos.
Subieron a la cresta del risco, al punto donde volvía a inclinarse hacia abajo en el límite del bosque. Finalmente llegaron a unas ruinas: un amasijo de losas de basalto perchadas sobre un gran saliente rocoso con una vista dominante de la Ribera al este y, a través de los claros entre los árboles, el extremo más alejado de Uritammous al sudoeste. Harumen no conocía aquel lugar.
—Examinemos los alrededores —dijo Wing—, luego volvamos.
Se alejó un poco de ella. Por un tiempo curioseó entre los restos, pero pronto su curiosidad se avivó. Subió a un dentado parapeto y se halló fuera de las ruinas. De nuevo se hallaba enfrentado a un océano de arena y a las verdes ondulaciones del río que serpenteaba hacia el horizonte oriental.
¿Por qué no allí? Podrían limpiar las ruinas..., o mejor aún, reutilizar las piedras. Podía envolver la tumba en torno a una torre, un faro que brillara día y noche. La llama eterna. Se preguntó hasta qué altura tendría que edificar para que pudiera ser vista tanto desde la Ribera como desde Uritammous. Quizá Teaqua le dejara utilizar una fuente de luz mensajera; no era reacia a tomar prestada tecnología cuando servía para sus propósitos.
Estaba dibujando en su tablilla cuando una cascada de guijarros resonó a sus espaldas.
—¿Harumen? —dijo, sin alzar la vista. La respuesta fue un siseo de lo más extraño.
Un animal estaba agazapado en la semiderruida pared. De unos dos metros de largo de hocico a cola, poseía un rostro claramente reptiliano, romo y escamoso, pero estaba cubierto de plumas leonadas. Lo que aterró a Wing, sin embargo, fueron sus colmillos, del tamaño del dedo medio de un pianista.
—¡Largo! —Agarró la tablilla por el borde, como si fuera un disco—. Vete antes de que uno de los dos resulte herido. —El animal avanzó, agitando la cola como un látigo. Wing se envaró, con su arma preparada. El animal gruñó una advertencia—. Tranquilo, monstruo —dijo con voz suave—. No te ofendas; tómatelo con calma. —Hizo una pausa e inclinó la cabeza hacia un lado—. Eso está bien. Dentro de un mes ambos nos estaremos riendo de esto. —Empezó a retroceder lentamente.
—¿Phillip? —Harumen se asomó por una esquina—. ¿Me habla a mí?
El animal giró en redondo hacia ella y mostró los dientes. Wing lanzó la tablilla.
—¡Corra! —gritó, mientras saltaba cinco metros desde su posición inmóvil. Aterrizó hecho un guiñapo y estuvo de pie de inmediato con una patada; se lanzó de cabeza contra una columna arrancada de cuajo. Daisy apareció en aquel momento para informarle de que se enfrentaba a un paponay, un carnívoro cuya dieta consistía primariamente en pájaros y lagartos. Al menos moriría sabiendo qué lo mataba. Luego, una oscuridad de basalto se cernió sobre él cuando perdió el conocimiento.
Wing tenía frío.
Sintió una mano sobre su frente, abrió los ojos y vio a Harumen en la semioscuridad. Ella le habló y él cerró rápidamente los ojos, preguntándose si, caso de morir en Aseneshesh, iría al cielo de los chani. De ser así, prefería el olvido.
—¡Phillip!
¿Era posible que aún estuviese con vida?
—¿Qué? —Entonces recordó y se sentó. Su visión se volvió brumosa—. ¿Dónde está?
—Se ha ido. —Apretó la cabeza de Wing contra el pecho de ella—. Usted lo asustó más de lo que él le asustó a usted.
—Lo dudo. —Se relajó en su abrazo, escuchó los latidos del corazón que tenía junto a su oído—. Se está haciendo oscuro. Deberíamos llamar pidiendo ayuda. Utilice la tablilla..., hable con mi unidad de trabajo.
Ella se encogió de hombros y señaló la rota tablilla.
—Nos iremos cuando usted esté dispuesto. —Le ayudó a ponerse en pie—. A un lugar cerrado.
El sótano era estrecho y lleno de cascotes. Ella había empezado s construir ya un techo improvisado. Wing trató de ayudarla, pero el frío le confundía. Se estaba haciendo difícil ver, y los vientos parecían girar en torno a sus oídos, mientras Daisy no dejaba de zumbar en ellos; todas las preguntas que había reprimido en los últimos días eran respondidas ahora en maníacos estallidos de información: Kitawog había sido entrenada por pedantes que habían sido entrenados por el mensajero Bakure y podían esperar una temperatura nocturna inferior a... 17 grados Celsius según las medias estacionales y la gente comía carne sólo el Día de Kautama y las minas habían sido un fuerte llamado Chosu, abandonado después de que Teaqua se hubiera convertido en diosa. Todo lo que a Wing le importaba ahora era el frío que sentía, incluso con las prendas interiores isotérmicas. Finalmente se retiró al refugio. Mientras Harumen tejía un entramado de ramas sobre él, embutió hojas, piedras y puñados helados de tierra en los agujeros de la pared. Su elevación actual era de 5.874 metros por encima del nivel del mar, y los animales en el hielo no eran fósiles sino caracoles de las tierras altas vivos que permanecían hibernados durante todo el invierno. Una vez fuera del alcance del viento, Wing vio razones para confiar en que sobrevivieran a la noche; cuando Harumen se metió por la angosta abertura se sentía razonablemente confortable.
—Lamento lo de la tablilla —dijo—. ¿Se encuentra bien?
—Tengo f-frío.
El se deslizó más cerca de ella y rodeó su hombro con un brazo.
Ella le abrazó, temblando convulsivamente. El la atrajo más hacia sí y masajeó sus piernas con la mano libre.
—Estaremos hechos un palo por la mañana a menos que vengan a buscarnos.
Ella dejó escapar un sonido soñoliento.
—Permanezca despierta. —La sacudió—. Vendrán.
Silencio.
Su túnica y sus pantalones eran de tejido denso pero fino. Demasiado fino. Y se negaba a llevar los isotérmicos de los mensajeros. Encajó las mandíbulas y salió del refugio. El viento le azotó mientras se apresuraba de un lado para otro en la creciente oscuridad, arrancando cada matojo que podía encontrar. Arrastró los necesarios al interior, los apiló hasta formar una tosca cama y la tendió a ella encima. Al menos así no perdería calor en su contacto con el suelo. Pero su torpor se había agudizado alarmantemente. La sacudió de nuevo, la abofeteó, le gritó, pero ella no revivió. Bufó su frustración; ella podía morir a menos que él hiciera algo.
Sólo tenía una idea, y como máximo era imprudente. Sin embargo, no podía apartar de su cabeza el que ella había corrido voluntariamente el riesgo de hipotermia para salvarle. Daisy intervino con la opinión de que su plan probablemente no le haría ningún bien a Harumen y a él le mataría.
Antes de que supiera exactamente lo que ocurría estaba discutiendo con Daisy. Tengo que hacer algo, pensó desesperadamente.
(No te helarás llevando isotérmicos. Mientras no te hieles, podrán rastrearte por infrarrojos.) ¡Mírala a ella!
(Puede ser reemplazada. Tú eres demasiado importante para arriesgarte; tu misión es demasiado importante.) Si ella muere, yo seré el responsable.
Entonces se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. En realidad se estaba enfrentando a una imagen de Daisy en su mente. Ella había vencido completamente sus defensas y se estaba dirigiendo a él como una personalidad independiente. Ya ni siquiera se molestaba en ocultarlo: estaba intentando influenciar abiertamente su comportamiento. (Nuestro comportamiento.)
—¡Cállate, cállate! —Fue un shock oír las palabras pronunciadas en voz alta. Wing sentía más miedo del que nunca había sentido. Quizá tan sólo estuviera alucinando; era el frío aturdidor, el golpe en la cabeza. Crisis sobre crisis. Pero sus instintos le decían que, si Daisy ganaba ahora, tal vez él no fuera capaz de volver a ponerla nunca en su lugar. La única forma de estar seguro de que Daisy no le ganaría era hacer exactamente lo opuesto de lo que ella deseaba. A menos que ella tuviera razón, en cuyo caso...
No podía permitirse seguir pensando. Eso era lo que ella deseaba.
Se quitó su túnica y la colocó encima de los matojos que había reunido. Se despojó de su chaqueta y pantalones isotérmicos y volvió a unirlos formando una especie de manta. Se le puso la piel de gallina; las prendas parecían tres tallas demasiado pequeñas. Cortó la túnica de Harumen con una roca de borde afilado y luego desgarró la costura. Después se acurrucó a su lado y extendió la improvisada ropa de cama sobre los dos.
Se dejó deslizar a un delirio de sensaciones. Entrelazó sus piernas en las de Harumen y la abrazó como si quisiera exprimir su propio calor corporal en ella. Podía sentir la fricción del pelaje rozando contra pelaje, los rígidos pelos de ella interpenetrando en la más densa capa de la ropa interior de él, revolviendo la lanilla. Apoyó las manos en las posaderas de ella y notó las almohadillas de piel allí. Su aliento era un susurro contra su cuello, y había un olor que no reconoció, almizcleño y excitante y afilado como una aguja en el helado aire. Le hizo sentir mareado. Rozó su mejilla contra la melena de ella y pronunció su nombre, sin saber exactamente por qué.
—¿Harumen?
No le respondió, pero pudo sentir una aceleración dentro de ella, los vasos sanguíneos dilatarse, los músculos tensarse. Era como si él la hubiera estado apretando tan fuertemente y durante tanto tiempo que se hubieran fundido en un solo cuerpo con un solo latir. Él respiraba cuando ella respiraba. Su pierna se crispó y un shock recorrió el cuerpo de él. Había olvidado el frío.
Wing no estuvo seguro exactamente de cuándo recobró Harumen la consciencia, porque ella nunca habló, y ahora estaba oscuro dentro de su improvisado refugio. Las manos de ella se aferraron al corto pelaje de la base de la espina de él, volviendo a colocar sus caderas cerca de las de ella. Wing intentó pronunciar su nombre de nuevo, pero los sonidos quedaron atrapados en mitad de su garganta y todo lo que pudo hacer fue emitir un gruñido. A ella pareció gustarle. Sus garras se extendieron y rascaron su costado, no con la fuerza suficiente para cortarle pero sí lo bastante como para acelerar su sangre. Wing imaginó que cada pelo de su cuerpo estaba tan envarado como una aguja.
Cuando Harumen le empujó encima de ella, él fue consciente de las ramillas rotas que se clavaban en su costado, pero no le importó. Todas las sensaciones habían sido desviadas hacia un punto pulsante en la base de su espina, y todo ahora era placer. Ella envolvió apretadamente la ropa y los isotérmicos en torno a ellos mientras se frotaba suavemente contra su abdomen. Alguien estaba húmedo, él o ella..., probablemente ambos. Sus genitales... jadeó y por un momento perdió todas sus palabras. Ella siguió restregándose contra él, y él tuvo la sensación de que algo mordisqueaba sus ingles. Daisy se entrometió con una imagen de un fruncido orificio abriéndose como la boca de una mujer desdentada. Wing intentó apartarlo, pero Daisy se lo hizo ver. Esta vez no tradujo sus respuestas sexuales chani a imágenes humanas. Lamió los puntiagudos dientes de Harumen. Pudo sentir que se producían drásticos y estremecedores cambios en la protuberancia carnosa entre sus piernas. En su momento había sido un consuelo pensar en ella como en su pene, pero ahora Wing sabía que era una ilusión. Sintió como si se estuviera desenrollando de dentro a fuera, desplegándose como una flor a partir de su capullo. Le golpeó la hilarante idea de que poseía un órgano constituido como una congestionada petunia. Empezó a gorjear y no pudo detenerse, inseguro de si aquello era algo real o parte de su delirio. Todo lo que sabía seguro era que experimentaba un deleite cegador que parecía llenar la parte interior de su cabeza y presionar contra sus ojos. Cuando la pequeña boca cloacal de Harumen atrajo su florecimiento dentro de ella, creyó que iba a desvanecerse. Hubo unos breves momentos extáticos de aferrarse, deslizarse, alinearse. Sus aromas mezclados eran abrumadores: la intensa fragancia del sexo. Wing se sintió golpeado por el pensamiento de que ésta era su primera vez, de que no había sabido lo bueno que podía ser, su primera vez, quizá debiera decírselo a ella, pero todo lo que podía hacer ahora era chirriar. Ella se pegó de nuevo contra él y hubo una repentina liberación de calor, y Wing se sintió bañado por una oleada de éxtasis. Cabalgó en la oleada todo el camino hasta el olvido. Durante un tiempo se dejó derivar en los brazos de Harumen, caliente como la sangre y feliz.
—Phillip.
Al principio no reconoció su nombre. Pensó que ella debía de estarle hablando a alguien distinto. Ella lo susurró de nuevo contra su oído.
—Me tomaste por sorpresa —dijo.
—Estabas tan fría..., yo no sabía... —Resopló por la comisura de su boca—. No sabía lo que me estaba perdiendo. ¿Estás bien?
Ella apretó las piernas en torno a él.
—Ahora.
Aunque probablemente estaban seguros para el resto de la noche, Wing no se sentía exactamente cómodo. Las improvisadas mantas necesitaban un constante reajuste; el más ligero movimiento exponía a uno u otro. Las ramitas se clavaban en su cuerpo, sentía calambres en las piernas, le dolía la cabeza, pero estaba más vivo de lo que nunca lo había estado. Pasaron parte de la noche hablando. Al principio hablaron de compartir el placer, y Harumen le enseñó las palabras que correspondían a sus sensaciones de felicidad. Más tarde le contó más de su relación con Ndavu de lo que él deseaba saber. Finalmente tuvo que cambiar de tema. Ella respondió a sus preguntas acerca de crecer en la corte de la diosa. Le contó cómo acostumbraba jugar en las bóvedas de los conservadores y le describió algunas de sus aventuras viajando con la corte.
—Suenas triste cuando hablas de esos tiempos —dijo él.
—Me sentía solitaria, el único cachorro en la corte. Los sacerdotes eran aburridos, y se suponía que los espadachines no debían hablar conmigo, aunque algunos lo hacían. Durante mucho tiempo, Teaqua fue la única amiga que tuve. Ella siempre me dijo que era necesario que yo estuviera separada. Decía que yo sería algo nuevo cuando creciera. —Harumen guardó silencio por un momento, luego se acurrucó contra él—. Tenía razón respecto a eso.
Puesto que nunca habían hablado tan íntimamente antes, Wing no se había dado cuenta de que Harumen se hallaba en su primer círculo y que nunca había sido absuelta. La diosa había tomado a Harumen del templo a fin de supervisar su desarrollo espiritual. Harumen había aprendido de su mundo, no de los eruditos o los pedantes sino de la propia diosa. Había sido una inquietante educación. De tanto en tanto Teaqua había permitido incluso que Harumen utilizara su ventana de comunicación personal con la que podía tener acceso a la red de los mensajeros..., un privilegio que de otro modo reservaba exclusivamente para sí misma.
—Me obligó a ser diferente. Así pude servirla de una forma que nadie más podía.
—¿Qué te enseñó acerca de Chan? ¿De los susurros? Yo te consideré uno de los escépticos. Una intelectual.
—Cuando Teaqua me susurra, la oigo. —Su voz tenía un cierto filo—. ¿Cómo se supone que sé lo que oyen los demás? —Harumen eligió aquel momento para acariciar el vientre de Wing. Éste lamió sus dedos como respuesta. Luego, durante un rato, estuvieron demasiado ocupados para hablar.
Después, ella quiso saber cosas sobre la Tierra. Él le habló de la Nube de Cristal y de las Montañas Blancas y de la escuela de arquitectura y de Daisy. La auténtica Daisy. Resultaba más fácil hablar de ella ahora. Aún la echaba en falta, pese a que sabía que seguramente estaba muerta. Su mundo había desaparecido. Había estado demasiado ocupado últimamente para lamentarse por toda la gente y las cosas que había perdido. De hecho, mientras hablaba, Wing se dio cuenta de que sus recuerdos habían empezado a desvanecerse. Portsmouth parecía menos real que Kikineas, la casa Piscataqua que el palacio de los eruditos. No podía recordar cómo era abrazar a la auténtica Daisy mientras acariciaba la espalda de Harumen. Era como si aquella vida le hubiera ocurrido a alguien distinto. Pensó que así debía ser como relacionaba aquella gente los ciclos anteriores después de la absolución. En cualquier caso, su alienación era casi completa— ya poseía el pelaje, y Daisy proporcionaba los susurros. El tiempo le estaba absolviendo de la humanidad. Se estaba volviendo nativo; esta noche era la prueba. Mientras hablaba, Wing deslizó la melena de Harumen entre sus dedos para impedir que se le durmiera el brazo. Así fue como descubrió los nódulos en su nuca.
Eran lisos, duros y redondeados, aproximadamente del tamaño de un huevo de petirrojo. Estaban incrustados en su carne.
—Harumen. —Tocó uno, cuidadosamente—. ¿Qué es esto?
—Ya lo sabes. —Pareció cautelosa—. Como los tuyos. —No se movió—. ¿Te desagradan?
—No —dijo él. Era una mentira—. Es sólo que..., nadie me lo dijo.
—Yo quería hacerlo, pero Ndavu dijo no.
Cuando él preguntó por qué Daisy no le había informado, todo lo que obtuvo fue la impresión de que ella estaba demasiado ocupada para él ahora, ocupada procesando una enorme acumulación de información al límite de su capacidad. Ella no poseía los recursos para someter una imagen a confrontación, aunque dejó bien claro que le hubiera dicho lo de Harumen si él se lo hubiera preguntado. Harumen, mientras tanto, explicó que originalmente los mensajeros habían animado a Teaqua a someterse a la cirugía de implantes. En vez de ella, la diosa les había dado a Harumen. La información de su implante no era al parecer tan extensa como la del de Wing; trataba exclusivamente de la Tierra y de la humanidad. Mientras lo describía, su inquietud quedó clara. Aunque servía a Teaqua, Wing pudo decir que Harumen se consideraba a sí misma un fenómeno.
—Todavía soy chani —dijo ella—, aunque no tengo pueblo excepto a ti.
—¿Y elegiste esto? ¿Por tu propia voluntad?
—Esto de la voluntad..., es extraño. Realmente no lo comprendo. —Guardó silencio por un momento—. Teaqua me necesitaba.
—¿Qué es esto para ti? —Rozó de nuevo su nódulo con la yema de un dedo—. El mío me hace sentir como si hubiera realmente alguien que me diera consejos.
—Todo el mundo. —Ella acarició la barbilla de él en la oscuridad—. Teaqua, Chan, Ndavu, Ipposkenick, incluso tú. Oigo muchas voces.
La noche se arrastraba a un ritmo glacial; finalmente la conversación languideció. Wing se estaba adormeciendo cuando el techo de su refugio fue retirado a un lado. Se sentaron ambos, cegados por varios naces de luz cruzados. Alguien gruñó. Alguien más llamó:
—¡Los hemos encontrado!
El viento agitó la ropa de Harumen de encima de la pierna de Wing.
—Espero no interrumpir nada —dijo Ndavu.