17. CICLOS DE EXTINCIÓN
Así llegó a saberse, por la autoridad de Cuvier y una sucesión de científicos posteriores que estudiaron el auge y el ocaso de la vida, que las extinciones masivas ocurren de tiempo en tiempo en el transcurso de los acontecimientos naturales. Así llegó a saberse, también, en el transcurso de más de un siglo de exploración paleontológica, que los dinosaurios fueron las víctimas más famosas de la extinción de masas. Pero esos sucesos eran fenómenos que no seguían modelos determinados, sin ninguna causa común aparente y así se creyó hasta hace sólo unos pocos años que el misterio de las extinciones de masas, bien fuera de los dinosaurios como de otros animales o plantas, quizá estuviera más allá de cualquier posible solución.
Las ideas cambiaron después del anuncio de la hipótesis del impacto presentada por Luis y Walter Álvarez. Una teoría firme, que podía ser objeto de comprobación y que estimuló una nueva fiebre de investigación y de nuevas ideas, inspiró a los científicos, que creyeron que existía una posibilidad de solución a su alcance. A medida que crecía su optimismo, empezaron a ver relaciones donde antes sólo vieron datos dispares. Su entusiasmo quizá los llevara demasiado lejos, en una u otra dirección, pero siempre pueden tolerarse algunos excesos como precio a pagar por una mayor creatividad. La hipótesis de los Álvarez re- vitalizó el estudio de las extinciones y presentó nuevas cuestiones sobre la dinámica de las extinciones y su importancia en la evolución.
La hipótesis de los Álvarez en su forma original, sólo era aplicable a la extinción masiva ocurrida a finales del cretáceo. El revelador enriquecimiento del iridio, fue encontrado, al parecer, en los sedimentos correspondientes a otras épocas en las que ocurrieron otras extinciones, pero no en todas ellas, al menos hasta ahora. Esto produjo cierta frustración entre los científicos que habían confiado en encontrar algún denominador común a todas las extinciones masivas, algo que sugiriera un modelo común para aquellas catástrofes. Pero su frustración no iba a durar mucho.
Durante muchos años, que comenzaron antes de que los Álvarez hubieran dado a conocer sus descubrimientos, J. John Sepkoski, Jr., de la Universidad de Chicago, había estado reuniendo una exhaustiva serie de datos sobre las extinciones, el registro más completo jamás desarrollado. Fue una tarea desalentadora, tediosa en su método y monumental en su rango, un verdadero tour de forcé científico. Partiendo de las observaciones de miles de científicos, Sepkoski preparó una relación de 3.500 familias marinas -la unidad de la vida justamente por encima del gen-, que incluía 50.000 géneros fósiles y un cuarto de millón de especies. El registro de cada familia contenía datos sobre la época geológica de su aparición y de su desaparición. Limitó su recopilación a los organismos marinos, porque su registro de fósiles es más completo y fechado con mayor precisión. «La razón es muy sencilla -explicó Sepkoski-. Los océanos son receptáculos de sedimentos. Existen allí zonas de clara sedimentación, mientras que la tierra seca es una zona de erosión clara, lo cual significa menos rocas y menos fósiles.»
Al principio, el objetivo consistió en realizar un amplio estudio de la distribución de la vida marina durante los distintos períodos geológicos. «Estudiamos la cuestión global de cómo el número y el tipo de los animales cambia a través de los tiempos -dijo Sepkoski-. Cómo la diversidad se incrementaba durante las épocas de gran radiación evolucionaría y decrecía en períodos de extinción masiva.»
Después Sepkoski, con un compañero suyo de Chicago llamado David Raup, decidieron volver a examinar los datos en busca de cualquier tipo de pruebas que pudieran demostrar la existencia de un modelo básico existente en los períodos de extinciones masivas. Dudaban de poder encontrar algo que fuera marginal. Pero recordaron un informe de 1977, realizado por dos geólogos de Princeton, Alfred G. Fischer y Michael Arthur, en el que éstos sugerían que las extinciones masivas de la vida marina ocurrían en ciclos regulares, una vez cada treinta y dos millones de años. En su tiempo los científicos habían prestado poca atención a este informe, debido a que sus datos no habían estado sometidos a un análisis estadístico riguroso. Además, como añadía Sepkoski, «en 1977 la gente no pensaba tanto en las extinciones masivas y, ciertamente, no lo hacía en términos de causas extraterrestres. Por esa razón el informe fue tratado, simplemente, como una rara curiosidad».
En su lectura más cuidadosa y detallada del registro de fósiles, en especial del de quinientas familias marinas durante los últimos doscientos cincuenta millones de años, Sepkoski y Raup se sintieron sorprendidos al descubrir que la vida había desaparecido en número creciente a intervalos regulares de aproximadamente cada veintiséis millones de años. Sometieron a prueba su teoría, por si había algún error, y confirmaron la norma con varios métodos de análisis estadísticos. Llegaron a la conclusión de que un ciclo de 26,2 millones de años resultaba más preciso.
La primera de las extinciones, de acuerdo con este modelo, fue la mayor, ocurrida hace doscientos cuarenta y ocho millones de años a finales del pérmico, cuando perecieron algo así como el noventa por ciento de todas las especies que vivían en los océanos. A continuación vinieron otras nueve probables extinciones, una cada veintiséis millones de años, unos millones más o menos; los científicos consideraron aceptables esas discrepancias, considerando la imperfección en la determinación del tiempo geológico en épocas tan lejanas. «Donde la determinación de fechas es mejor, en el registro geológico, las extinciones masivas son exactamente determinadas -dijo Sepkoski-. Incluso donde la determinación de fechas se empeora aún siguen siendo muy aproximadas.» Después de la extinción del pérmico se produjo la devastación de finales del triásico que, aparentemente, condenó a los reptiles semejantes a los mamíferos y preparó la escena para la rápida proliferación de los dinosaurios. En el jurásico se produjeron tres extinciones, la central se muestra sólo con debilidad en la trama de Sepkoski-Raup; y otras tres extinciones en el cretáceo, la primera de las cuales es como un signo de interrogación. Después de terminar los acontecimientos del cretáceo, la asociada con el iridio y la desaparición de los dinosaurios. Otras dos extinciones hubieron de ocurrir, para ser fieles al modelo cíclico; una, a finales del eoceno; la más reciente, hace entre once millones y trece millones de años. Esto significa, de acuerdo con este ciclo y teniendo en cuenta determinadas restricciones del potencial humano y la población, que la próxima extinción masiva no ocurrirá antes de que hayan transcurrido los próximos trece millones a quince millones de años.
Finalmente, Sepkoski y Raup se sintieron lo suficientemente seguros de sus datos para compartirlos con otros científicos en una conferencia sobre extinciones masivas celebrada en agosto de 1983 en la Northern Arizona University de Flagstaff. El paisaje que rodeaba a Flagstaff añadió una expresión dramática a los contrastes entre los puntos de vista de los gradualistas y de los catastrofístas. Al noroeste, el Gran Cañón hablaba de un cambio lento, constante, huttoniano, en el que el presente era la clave para descifrar el pasado. El cráter Barringer, en el este, era como la cicatriz dejada por el impacto de un meteorito, una catástrofe repentina que se abatió sobre la Tierra.
Cuando Sepkoski expuso sus novedades, los antiguos argumentos se dejaron a un lado, momentáneamente, y en cambio hizo acto de presencia una excitada valoración de este curioso modelo teórico de las extinciones masivas. Muchos científicos se mostraron incrédulos, más de lo que lo fueron al escuchar las primeras palabras de la hipótesis de los Álvarez. Supusieron que los ciclos eran un artefacto estadístico. No podían llegar a aceptar la regularidad de las extinciones masivas, que suponían eran el resultado de circunstancias y condiciones demasiado complejas y aparentemente casuales para poder ser calculadas y predecidas. No obstante escucharon respetuosamente a Sepkoski. Explicó que el modelo no había sido observado con anterioridad debido a que la última de esas extinciones masivas no había sido claramente detectable en el nivel de fondo de las extinciones ordinarias. Había costado mucho trabajo descubrir esos acontecimientos entre el «ruido» estadístico. Otros científicos, informó David Jablonski, se sintieron intrigados «pero precavidos», en su reacción con respecto al informe Sepkoski-Raup. «Hay algo muy seductor sobre un estrés periódico durante todos los modelos evolutivos importantes que vemos -dijo Jablonski-, así que hay que tratar de tener cuidado para no dejarse seducir.»
Lo que hacía tan seductores los hallazgos de Sepkoski- Raup era la implicación de que realmente podía haber un mecanismo común que hubiera puesto en marcha todas las extinciones masivas en los últimos doscientos cincuenta millones de años. Sin embargo, los paleontólogos se mostraban preocupados por el hecho de que, pese a que tres de esos sucesos fueron de gran magnitud, las otras puntas máximas en los datos indicaban una extinción mucho menos importante. ¿Podía un mismo mecanismo de puesta en acción causar las mayores y las menores extinciones? Se argumentaba que las variaciones en intensidad de la extinción podían, tal vez, ser atribuidas a condiciones que precedieron a la catástrofe. En algunas ocasiones la vida sobre la Tierra estaba ya sometida a un gran estrés por otras causas, como por ejemplo el gradual deterioro del medio ambiente provocado por el descenso del nivel del mar y el cambio de clima y, por lo tanto, muchas comunidades de plancton y de animales estaban ya predispuestas al ocaso. En otras ocasiones la vida era próspera, en líneas generales, así que los efectos de la catástrofe, cualquiera que fuese su causa, eran mínimos.
La aparente periodicidad de las extinciones masivas excitaba y asombraba al mismo tiempo a los científicos. Después de la reunión de Flagstaff, Jablonski informó que «los datos son muy convincentes. La prueba estadística es muy convincente. Así que nos hemos buscado un problema: no podemos explicarlo».
Tampoco Sepkoski o Raup podían explicar el ciclo. «Yo no he logrado encontrar un mecanismo causante de ese fenómeno -informó Sepkoski en la conferencia-. Nosotros no disponemos de un proceso documentado de un ciclo de tiempo de aproximadamente veintiséis millones de años. Pero dada la duración de un ciclo, tan extremadamente largo, suponemos que la fuerza que actúa como agente no será terrestre (ni física ni biológica), sino más bien solar o galáctica.»
Surgía de nuevo el factor extraterrestre. Inspirados y envalentonados por la hipótesis de Álvarez, los científicos se permitían tomar en consideración fuerzas extraterrestres que periódicamente causaban trastornos al «normal» curso de la vida. Todo marchaba con lentitud, a su paso, de modo gradual durante tiempo infinito y de repente el mundo se veía desordenado, puesto patas arriba debido a la intervención de una fuerza, o de una combinación de fuerzas, totalmente inusual. El resultado era catastrófico. Aunque algunos científicos evitaban el término debido a sus connotaciones místicas y religiosas, el catastrofismo, tenía en cierta forma que ser tenido en cuenta en el curso episódico de la historia natural. Después de todo, Georges Cuvier no había estado enteramente errado. Cada vez existían razones más numerosas para redefinir el dogma guía de la geología, el uniformismo de Hutton y Lyell, para tener en cuenta catástrofes transformadoras y mirar más allá de nuestro planeta en busca de sus fuentes.
Los científicos no podían concebir que un asteroide, como el propuesto en la hipótesis de los Álvarez, fuera a colisionar con la Tierra con tanta frecuencia y regularidad. No era probable que ese choque ocurriera más de un par de veces en doscientos cincuenta millones de años y, ciertamente, no a intervalos regulares. La solución de esos misteriosos ciclos, si su existencia llegaba a ser corroborada por la futura investigación, debería estar en las estrellas. Jablonski subrayó: «Todos nosotros nos dirigimos a todo correr a visitar a nuestros amistosos vecinos los astrofísicos en busca de posibles soluciones.»
Los astrofísicos respondieron con rapidez e imaginación. Pareció como si hubieran estado esperando una excusa para olvidarse brevemente de sus preocupaciones cósmicas sobre los agujeros negros y la pérdida de masa para ejercitar sus talentos en las preocupaciones terrestres por los desaparecidos dinosaurios y las extinciones masivas. En cuestión de días o semanas las ideas comenzaron a circular desde los laboratorios de Berkeley a Nueva York.
Las especulaciones -y al principio no había más que eso, especulaciones- llevaron a la idea de que el Sol de un modo u otro podría tener grandes erupciones cada veintiséis millones de años o que el sistema solar tal vez encontraba alguna perturbación periódica en su camino por la Vía Láctea. Interactuando con otras estrellas o polvo intergaláctico. No podía mostrarse prueba alguna en favor de la tesis de las erupciones periódicas del Sol, así que ésta pronto se desvaneció. Pero el Sol y su cortejo de planetas circula arriba y abajo por el plano galáctico aproximadamente cada treinta y tres millones de años más o menos y este período parecía lo suficientemente próximo a la duración del supuesto ciclo de las extinciones como para justificar que se continuara con su estudio.
Dos meses después de la reunión de Flagstaff, Richard B. Stothers y Michael R. Rampino del Instituto Goddard para Estudios Espaciales de la NASA, en Nueva York, calcularon que durante su paso por el plano central de la galaxia el sistema solar podía encontrar una de las masivas nubes interestelares de polvo y gas que existen en esa región. La fuerza gravitacional de una nube así sería suficiente, arguyeron, para separar un enjambre de cometas de sus órbitas normales al extremo exterior del sistema solar. Esto sucede con menor intensidad cuando una estrella que pasa afecta a los cometas y los saca de sus órbitas haciéndolos caer en órbitas más próximas al Sol, donde a veces llevan a cabo un espectáculo sensacional para los habitantes de la Tierra. El encuentro con una nube de polvo interestelar podría enviar un número tan grande de cometas a través del sistema solar que las posibilidades de que uno o dos de ellos chocaran con la Tierra en cada uno de esos bombardeos sería cuando menos aceptable. El efecto sería el mismo que los Álvarez calcularon en su hipótesis del impacto con un meteorito.
La teoría de Stothers-Rampino tenía problemas, el más serio de los cuales era la falta de una estrecha correlación entre el supuesto período en que el sistema solar cruzaba esa zona y el ciclo de las extinciones masivas. El sistema solar se está moviendo ahora por el plano central de la galaxia, donde debía estar en posición de recibir ese bombardeo y, sin embargo, nada parece haber ocurrido en el reciente período geológico.
Sin embargo, los científicos se sintieron atraídos por la idea de los impactos de cometas como causa motivadora común de tantas extinciones masivas. Se trataba de una idea cuyo tiempo llegó y volvió a pasar ya con anterioridad, en los días en que los científicos limitaban sus especulaciones primariamente a las extinciones de los dinosaurios. Los cometas, desde luego, venían siendo vistos desde hacía mucho tiempo como portentos, símbolos de mala suerte. Resulta tentador imaginarse que la base del temor está impresa profundamente en nuestros genes, procedente de nuestros antepasados mamíferos y reptiles que sufrieron un período de terror cometario. Tales nociones no son científicas en absoluto. Pero resulta intrigante pensar que cometas y dinosaurios, dos de los fenómenos más misteriosos y espectaculares, estuvieran decisivamente unidos entre sí.
Otra hipótesis, que también involucraba el bombardeo por cometas, despertó mayor interés y consiguió algún apoyo, lo cual provocó una nueva ronda de investigación de gran alcance.
En el otoño de 1983, Luis Álvarez recibió por correo el informe de Sepkoski y Raup y decidió hablar con Richard A. Muller, antiguo alumno y ahora catedrático de física en Berkeley. Álvarez había llegado a la conclusión de que los descubrimientos de Sepkoski-Raup estaban equivocados y se disponía a escribirles una carta expresando su disconformidad. Pero antes de hacerlo quiso charlar del asunto con Muller. «Me pidió que jugara el papel de abogado del diablo, cosa que solemos hacer frecuentemente», recuerda Muller.
En aquel momento, enfrentándose a la cuestión de qué había ocurrido con los dinosaurios y a la cuestión aún más amplia de las extinciones masivas, Muller se sintió trasportado de regreso a su infancia. Al igual que muchos otros niños había pasado por una fase de amor al dinosaurio. Había dibujado numerosos bocetos de dinosaurio y se había hecho un limpiapipas que representaba a un Tyrannosaurus peleando con un Triceratops. Le intrigaba el hecho de que los dinosaurios se hubieran desvanecido y nadie supiera por qué. «Era el primer problema científico del que había oído que todo el mundo admitía su irresolución», recordó Muller. Le vino a la mente la idea de hacerse paleontólogo, pero «excavar» en busca de huesos le daba la impresión de ser «terriblemente aburrido». Así, abandonó a los dinosaurios al dejar atrás la infancia y se hizo astrofísico, algo que estaba tan alejado del estudio de los dinosaurios como imaginarse puede… ¡Hasta el día en que se vio con Álvarez para comentar el escrito de Sepkoski Raup!
Álvarez fue consejero de Muller en su tesis y ambos habían mantenido una relación simbiótica en la cual cada uno alimentaba las ideas del otro. En su papel de abogado del diablo, Muller se opuso con fuerza -y a la fuerza- al criticismo de Álvarez contra Sepkoski y Raup. Muller comentó: «Fue éste un caso en el cual al hacer el papel de abogado del diablo me convencí a mí mismo de que Raup y Sepkoski tenían razón. Esto me llevó a discusiones con Álvarez. Estaba tratando de demostrarle que su alegato contra ellos no era justo. Durante el proceso de las discusiones Álvarez me dijo que, si yo quería plantear mi propia tesis, tendría que presentar un modelo teórico que justificase y tomara en cuenta este fenómeno.»
Ante esa actitud, Muller presentó una nueva hipótesis.
Sin embargo, durante el período de gestación de esta hipótesis, Muller tuvo que luchar con sus propias dudas. Era excitante volver a ocuparse y a pensar en los dinosaurios, en la creencia de que podía llegar a ser quien solucionara -o uno de los que lo solucionara- el misterio de su extinción. Pero cuando sus argumentos en favor de las extinciones periódicas no lograron adeptos inmediatamente, empezó a tener la desagradable sensación de que se estaba engañando a sí mismo, poniéndose en ridículo y perdiendo su tiempo. Sobre esos sentimientos Muller dijo: «Resultaba muy tentador olvidarse por completo del asunto para volver a mi normal investigación astrofísica. Todas las presiones de la vida normal académica me empujaban a abandonar mi trabajo. Todas excepto una: Álvarez. Aunque pensaba que yo estaba equivocado también sabía hacerse cargo de la situación. Y sabía que cuando se tiene un problema así y los argumentos de los demás no logran convencemos de que nuestro análisis es incorrecto, en ese caso hay que seguir adelante. Álvarez me preguntaba cada día cómo iba mi trabajo. ¿Podía hacer concordar todas las cosas entre sí? ¿Tenía una teoría que pudiera explicar las extinciones periódicas?»
En los dos meses que siguieron a su reunión con Álvarez, Muller sopesó seis diferentes teorías y encontró razones para rechazarlas todas. Marc Davis, otro físico de Berkeley, y él tuvieron una idea similar a la de Stothers- Rampino, pero la abandonaron al cabo de pocos días debido a la falta de correlación entre las extinciones y los posibles encuentros del sistema solar con una nube de polvo interestelar.
Entonces se le ocurrió a Muller la idea de que una pequeña estrella acompañante que orbitara en tomo al Sol cada veintiséis millones de años podía ser la responsable de los ciclos de extinción. Razonó que, puesto que la mayor parte de las estrellas se presentan emparejadas, una orbitando en tomo a la otra (o ambas haciéndolo en tomo a un centro de gravedad común), el Sol podría tener una compañera aún no descubierta, probablemente una estrella enana de uno a diez en relación con la masa del Sol Al principio Muller pensó que la estrella acompañante podía hallarse muy cerca del Sol cada veintiséis millones de años, lo suficientemente cerca como para alterar las órbitas de los asteroides en la región comprendida entre Júpiter y Marte. Pensaba en asteroides a causa de la hipótesis de Álvarez. Entonces se dio cuenta del fallo de este mecanismo. Una órbita con un período de veintiséis millones de años que pasara tan cerca del Sol tenía que resultar inestable. La fuerza gravitatoría del Sol alteraría 1a órbita de su estrella compañera de tal modo que a su regreso pasaría demasiado lejos del cinturón de los asteroides para producir efecto alguno.
La encuesta científica, como la vida, puede cambiar con el fortuito encuentro de personas que se cruzan en su camino. Unos pocos días antes de la Navidad de 1983, Davis telefoneó a Muller y le dijo que Piet Hut estaba visitando el campus universitario de Berkeley. Hut era un físico que en aquel entonces trabajaba en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, experto en la dinámica orbital, el campo en el que Davis y Muller estaban teniendo sus mayores dificultades. En una reunión celebrada al día siguiente, en el despacho de Davis, Muller le explicó a Hut todas sus teorías y la razón del fracaso de cada una de ellas. Fue entonces cuando Hut ofreció algunas sugestiones.
La hipótesis de la estrella compañera, les dijo Hut, sería más plausible si la estrella, en vez de pasar cerca del cinturón de asteroides se supusiera pasando por el cinturón de cometas que se hallaba más distante. Más allá del planeta Plutón se supone que debe de haber una nube de desechos interestelares, los cuales son los que dan origen a los cometas.
En 1950, Jan H. Oort, un astrónomo de la Universidad de Leiden, dedujo la existencia de esa nube de cometas que lleva su nombre. De tiempo en tiempo, cuando algunas estrellas pasan cerca del sistema solar éstas pueden hacer que los cometas se separen de la nube de Oort y que sean enviados en ruta en dirección hacia los planetas interiores. Sin embargo, estos encuentros son acontecimientos al azar. Pero si el Sol tuviera una estrella compañera, sugirió Hut, su órbita podría llevarla a través de la nube de Oort cada veintiséis millones de años. La órbita requerida no tendría que ser necesariamente muy excéntrica y, por lo tanto, sí lo suficientemente estable como para tener cabida en la puesta en escena de las extinciones periódicas.
En el momento en que Hut estaba haciendo esta sugestión, recuerda Muller, «fue la vez que me he sentido más cerca del proverbial “¡Eureka!”».
En una hora los tres científicos hicieron sus cálculos y los comprobaron. En los números todo pareció resultar bien. Les llevó una semana asegurarse de que la teoría no violaba ningún otro hecho establecido de la física, la geología y la astronomía. Tenían que estar seguros, por ejemplo, de que era posible que una supuesta estrella compañera del Sol pudiera pasar desapercibida a los astrónomos y eludiera su detección. Se aseguraron de que ello resultaba posible.
Los científicos estaban influenciados en sus ideas por un estudio nuevo de la dinámica de la lluvia de cometas. En 1981, Jack G. Hills, un astrofísico teórico de Los Álamos, había hecho un nuevo cálculo de la población y distribución de la nube de cometas. Hills había llegado a la conclusión de que los cometas eran más numerosos y estaban más próximos de lo que se había creído con anterioridad. De acuerdo con aquellos cálculos, la más densa población de cometas debía de encontrarse en la región interior de la nube de Oort, entre 1.000 y 10 000 unidades astronómicas de distancia, esto es, 1.000 a 10.000 veces la distancia existente entre el Sol y la Tierra. El punto de vista tradicional sostenía que la nube se hallaba a 20.000 unidades astronómicas de distancia. A una distancia más cercana, la nube estaría presumiblemente inmune a las perturbaciones ocasionadas por las ordinarias estrellas errantes. Pero una vez cada quinientos millones de años, según los cálculos de Hills, una estrella podría pasar lo suficientemente cerca para desatar una lluvia de mil millones de cometas que duraría setecientos mil años, unos fuegos artificiales para poner fin a cualquier exhibición de fuegos artificiales y, tal vez, también, para terminar con una gran parte de la vida existente en la Tierra. En caso de un acontecimiento como ése, la Tierra no podría librarse de ser alcanzada por entre diez y doscientos de esos cometas en el transcurso de estos setecientos mil años, un ritmo de bombardeo cometario mil veces superior a lo normal. A veces alcanzaría la Tierra un número mayor de cometas, en otras ocasiones sería menor y esto podría ser la causa de las variaciones en intensidad de las extinciones masivas. En aquellos días, 1981, con la hipótesis de los Álvarez en mente, Hills dijo que encontraba tentador «sumarse al desfile de los “yo también” y sugerir que ese bombardeo condujo a la extinción de los dinosaurios».
Por su parte Muller, Davis y Hut, con los cálculos de este último en mente, propusieron formalmente su hipótesis de la existencia de una estrella compañera del Sol -no una estrella errante- que causaba disturbios en la parte interior de la nube de Oort cada veintiséis millones de años y provocaba, con ello, una lluvia mortal de cometas. Su informe, publicado en abril de 1984, en Nature, decía: «Cuando la estrella compañera sea descubierta, si es que llega a serlo, sugerimos para ella el nombre de Némesis, en honor de la diosa griega que persiguió sin descanso a los excesivamente ricos, orgullosos y poderosos. Nos tememos que si la estrella compañera no es detectada, este escrito será nuestra “Némesis”.»
La teórica estrella pasó a ser conocida como «la estrella muerta». ¿Había aquí alguna base científica para la palabra «desastre» que se deriva de las palabras latinas que significan «estrella del mal»?
En su columna Natural History de agosto de 1984, Stephen Jay Gould puso algunas objeciones al nombre de Némesis. Como la personificación de la furia más rigurosa, argumentó Gould, «Némesis representa todo aquello que nuestro nuevo punto de vista sobre la extinción de masas está tratando esforzadamente de reemplazar, las causas predecibles y deterministas afectando a quienes se lo tienen merecido». Significaría, también, poner otra figura occidental más en el cielo. Gould recomendaba, en cambio, que la estrella compañera recibiera el nombre de «Siva», el (¿os hindú de la destrucción que, observó, «forma una indisoluble unión con Brahma, el creador, y con Vishnú, el conservador de la vida. Todos ellos se unen para formar una trinidad de distinto orden, porque toda actividad refleja su interacción». En la opinión de Gould, Siva representaría el conocimiento de que las extinciones no sólo destruyen vida sino que son también una fuente creadora. Los dinosaurios tuvieron su auge después de una extinción y los mamíferos se presentaron en un hábitat que pasó a ser suyo después de que algo hubiera matado a los dinosaurios.
Muller tenía la sensación de que el criticismo era un tanto injusto. Muller dijo que en el manuscrito original se había agregado una divertida nota a pie de página para proponer que en el caso de ser encontrada la estrella debía dársele uno de los cuatro nombres siguientes: el de Némesis se colocó en cabeza de la lista. Las otras sugestiones fueron: Kali, por la diosa hindú que es destructora de hombres y animales y, sin embargo, infinitamente generosa y amable; Indra, la diosa védica de las tormentas y las guerras, que utilizaba un rayo (¿un cometa?) para dar muerte a una serpiente (¿un dinosaurio?); o san Jorge, el santo cristiano que destruyó al dragón. De esos cuatro nombres sólo dos pertenecían a la civilización occidental. Los directores de Nature rechazaron todos aquellos nombres menos el de Némesis y, por esa razón, la teoría pasaría a ser conocida generalmente como la hipótesis Némesis.
Cualquiera que fuese el nombre que quisiera dársele, lo cierto es que la nueva estrella resultaba un tema fascinante. Trabajando con plena independencia un equipo de científicos, dirigido por Daniel P. Whitmire, de la Universidad del Sudoeste de Louisiana, y Albert A. Jackson IV, de la Computer Sciences Corporation, de Houston, Texas, presentó su propia versión de la hipótesis de la estrella muerta. Su concepto difería del de Muller-Davis-Hut principalmente en los cálculos sobre la masa, el brillo y la órbita de la estrella.
Muy poco después de que Muller, Davis y Hut concibieran su hipótesis sobre la compañera del Sol, Walter Álvarez propuso que se sometieran a prueba tanto el ciclo Sepkoski-Raup como la lluvia de cometas. Estos nuevos conceptos, posteriormente desarrollados, habían minado la original teoría del asteroide de los Álvarez, pero no las premisas básicas de una causa extraterrestre y de un desastre global. La firma del iridio pudo ser dejada por impactos de cometas. Aunque se conoce bien poco de la composición de los cometas, se cree que son conglomerados de agua, amoníaco y metano, en estado sólido, es decir, helados, más algo de algún «material sólido» («sucias bolas de nieve» en la analogía de los astrónomos). Algunos pueden tener un núcleo de roca que, como ocurre con otros cuerpos extraterrestres, podría contener cantidades de iridio que no se dan en la Tierra. (Parte de esa ignorancia es posible que se haya despejado ahora, con los estudios intensivos que se han hecho del cometa Halley durante su aparición en 1985-1986.) Si hubo bombardeos cometarios sobre la Tierra, éstos deben de haber dejado sus marcas en el suelo con rastros perceptibles hasta nuestros días. Álvarez, el geólogo, y Muller, el astrofísico, analizaron trece cráteres, procedentes de impactos, de más de diez kilómetros de diámetro cuyos orígenes se han fijado correctamente entre hace cinco millones y doscientos cincuenta millones de años. Y encontraron lo que confiaban encontrar: los cráteres habían sido abiertos a intervalos de 28,4 millones de años, lo que estadísticamente se acomodaba perfectamente con el ciclo de extinción. La coincidencia, aunque no es una prueba concluyente, no dejaba de ser animadora.
El análisis de los cráteres fue recibido con cierto escepticismo. Si se aceptaba que todos los grandes cráteres eran el resultado de los impactos de los cometas, ¿dónde estaban aquellos otros formados por los impactos de los asteroides? Estos cuerpos celestes no podían ser ignorados sin más ni más. Gene Shoemaker, el astrólogo y geólogo cuyos cálculos sobre los asteroides habían dado apoyo al principio a la hipótesis de Álvarez, expresó sus dudas de que la supuesta estrella compañera del Sol pudiera haber mantenido una órbita estable durante más de doscientos cincuenta millones de años, tiempo necesario para ser la responsable de todas las grandes extinciones. En una reunión celebrada en Berkeley, en marzo de 1984, Shoemaker y otros varios científicos observaron que la estrella acompañante del Sol debió de formarse, presumiblemente, hace cuatro mil seiscientos millones de años, al mismo tiempo que el Sol y los planetas. Probablemente entonces estaba mucho más cerca del Sol, pues de no ser así, la compañera se hubiera escapado hace ya mucho tiempo de la atracción de la fuerza gravitatoria del Sol. Tal y como estaban las cosas a cada órbita la pequeña estrella, en respuesta a la gravedad del Sol, se hubiera alejado cada vez más. Este punto, la probable inestabilidad de la órbita de la estrella compañera del Sol, se seguiría discutiendo una y otra vez hasta nuestros días.
Shoemaker continuó subrayando las «graves dificultades» con que tropezaba la hipótesis Némesis. «En el punto más alejado de su órbita -señaló en 1985-, esta compañera debía estar tan alejada como la Próxima Centauro, el vecino estelar conocido hasta ahora más próximo a nuestro Sol. Estaría ligada tan débilmente al Sol que las pequeñas perturbaciones causadas por objetos errantes que pasaran por sus proximidades podrían hacer que se perdiera en el espacio. He realizado los cálculos, conjuntamente con mi colega Ruth Wolfe, y hemos llegado a la conclusión de que sólo existe una posibilidad entre mil de que la postulada estrella compañera haya tenido una vida lo suficientemente larga y una órbita lo suficientemente estable y excéntrica como para haber hecho lo que se dice que ha hecho.»
Incluso si la estrella muerta existió, los científicos se dieron cuenta de que había muchas posibilidades de que ya hubiera sido arrastrada fuera del sistema solar. Al ser tan pequeña y con una órbita tan alargada, la estrella hubiera causado sus últimos daños hace entre trece y once millones de años y, después de eso, sus lazos gravitatorios con el Sol se habrían debilitado tanto que podría haber sido arrastrada fuera del sistema solar por el empuje de una estrella que pasara cerca. Pero si la estrella compañera seguía unida gravitatoriamente al Sol, por débil y distante que estuviera, tal vez podría ser localizada.
La búsqueda comenzó en el verano de 1984. Los astrónomos se lanzaron a la búsqueda de una estrella enana, rojiza, que debía hallarse a unos 2,5 años luz de distancia, a mitad de camino de la más próxima de las estrellas conocidas. Debía tener una magnitud o brillo de entre el grado 6 y el grado 13 (una estrella de magnitud 6.a es la más pequeña de las visibles sin ayuda de instrumentos, a simple vista; una estrella de magnitud 13.a es trescientas veces más pequeña). El hecho de que una estrella tan próxima al Sol hubiera podido pasar inadvertida no sorprendía o no preocupaba a Muller. La más próxima de las estrellas, la Próxima Centauro, según observó Muller, quizá nunca hubiera sido detectada de no estar tan cerca de otra estrella, la Alfa Centauro, que había merecido cuidadosos estudios. Algunos científicos creían que había un cincuenta por ciento de posibilidades de descubrir la estrella compañera del Sol en un plazo de tres años de búsqueda -en el caso de que realmente existiera-. «Ésta sería -dijo Muller- la más fantástica de las estrellas que imaginarse pueda y la primera en la historia descubierta gracias a la paleontología.»
En efecto, todo el mundo de la paleontología se conmovió con la excitación causada por el cambio cósmico de los acontecimientos. John Sepkoski se mantuvo firme en sus datos. «El resultado es claro y concluyente», dijo.
Se sentía encantado por la respuesta creativa de los astrofísicos. «Es raro que haya alguien que preste tanta atención a lo que pasa en el campo de la paleontología», concluyó.
La crítica del ciclo de extinción y de la hipótesis del cometa fue al principio sorprendentemente suave. Era posible que la estrella fuera localizada. Una nota típicamente precavida fue la de Steven M. Stanley, un paleontólogo de John Hopkins. En la edición de junio de 1984 de la revista Scientific American escribió:
El supuesto ciclo de veintiséis millones de años necesita nuevos estudios. Para comenzar con la punta de la más reciente extinción en el ciclo, hace como unos trece millones de años, resulta extremadamente débil y es posible que hubiera pasado inadvertida si fuese más antigua. Perdidos en el pasado del tiempo lejano es posible que existan otros acontecimientos semejantes que han sido oscurecidos en el registro de los fósiles y que no se acomodarían al ciclo. Es más, los apogeos que superan una antigüedad de noventa millones de años, identificados por Raup y Sepkoski, no caben muy bien en el ciclo. Podría ser que esos apogeos no fuesen verdaderamente periódicos, sino sólo algo próximo a los veintiséis millones de años cíclicos que tendrían que ser si se distribuyeran al azar en el período de tiempo. Una condición como ésa no precisa explicación extraterrestre. Ocurriría lo mismo si después de cada extinción masiva tuviera que producirse un retraso antes de que pudiera ocurrir una nueva crisis. Los cambios ambientales que precipitaron la crisis inicial pudieron continuar existiendo durante varios millones de años, impidiendo la recuperación biótica que tenía que preceder al próximo latido de una nueva extinción. Incluso si el medio ambiente mejoraba, la vida diezmada podría requerir millones de años para alcanzar una nueva diversidad hasta el punto de incluir especies que resultaran especialmente vulnerables a la extinción masiva.
Son muchas las grandes ideas científicas que resultan ser erradas. Algunos puntos críticos pudieron ser pasados por alto y su posterior descubrimiento puede echar por tierra la hipótesis. Otra teoría distinta e igualmente convincente puede ser adelantada en cualquier momento.
Una de esas ideas hizo acto de presencia hacia finales de 1984. Daniel Whitmire, que había concebido una hipótesis de la estrella compañera semejante a la de Muller, revivió la noción de que en algún lugar, más allá de Plutón, existe otro gran planeta conocido como Planeta X que, en su viaje orbital, pudo producir las perturbaciones causantes de las lluvias periódicas de cometas destructores. Algo semejante al Planeta X debía de estar allí fuera, sospechaban los astrónomos, para producir las alteraciones responsables de la peculiar conducta orbital de Urano y Neptuno. De acuerdo con la nueva propuesta de Whitmire, desarrollada por éste en colaboración con John J. Mátese, también de la Universidad del Sudoeste de Louisiana, el Planeta X podría orbitar en tomo al Sol en un período de mil años, en una región mucho más allá de Plutón en el borde interno de la nube de Oort. Estando relativamente cerca del Sol podría contar con una órbita estable. Con el paso del tiempo era natural que hubiese abierto una franja libre de cometas en la nube. Pero del mismo modo que el Planeta X influye presumiblemente en los movimientos de los planetas exteriores, también él sería influenciado por las fuerzas gravitatorias de esos planetas que causarían un adelantamiento de su órbita. Esto significaría que en vez de recorrer la misma senda orbital cada vez, el Planeta X podría seguir una elipse que cambiara continuamente. El planeta, según Whitmire y Mátese proponían en Nature, podría pasar por las regiones de la nube de Oort, de densa población de cometas, dos veces cada cincuenta y dos millones de años y causar la destructora lluvia de cometas cada veintiséis millones de años. Esta teoría tuvo al principio muy pocos adeptos.
Pero los científicos continuaron calculando la validez de la hipótesis de la estrella compañera. Las mayores críticas que se le hacían se centraban en el problema de la supuesta inestabilidad de la órbita de una estrella unida de modo tan débil por la gravitación con el Sol y por lo tanto vulnerable a las influencias del tirón gravitacional de otros cuerpos terrestres. En octubre de 1984, en un artículo publicado en Nature, Michael Torbett, de la Universidad Murray en Kentucky, y Román Smoluchowski, de la Universidad de Texas en Austin, llegaron a la conclusión de que incluso las órbitas más estables que pudieran pensarse para una estrella así, no podrían durar todo el tiempo de existencia del sistema solar, es decir, cuatro mil seiscientos millones de años. La mayor parte de los científicos calculaban que el máximo de vida de la estrella en una órbita con un período de veintiséis millones de años era, como máximo, de mil millones de años. (El equipo de Muller reconocía esta limitación en su informe original.) O bien la estrella fue capturada por el sistema solar largo tiempo después de que se formara el Sol, un suceso que se consideraba poco probable, o la estrella compañera y el Sol estaban más fuertemente unidos cuando se produjo el nacimiento del Sol y había sido arrastrada a su órbita actual por las perturbaciones gravitatorias causadas por el paso de estrellas u otros cuerpos celestes. Piet Hut era partidario de la última de las explicaciones. Eso significaría que el reloj cósmico de las periódicas extinciones de masas no estaba exactamente en hora. Esas hipótesis resultarán muy difíciles de probar. La periodicidad de las extinciones masivas que estaba presente en la hipótesis se basaba en el examen de los fósiles registrados en un período que sólo se extendía hacia atrás hasta hace doscientos cincuenta millones de años. Datos más antiguos resultaban demasiado esquemáticos e imprecisos para determinar qué ocurrió entonces. Sin mejores datos geológicos, del registro de los fósiles y de las pruebas de los cráteres, la naturaleza y la exacta localización en el tiempo de las extinciones masivas periódicas probablemente se mantendrán sin resolver… salvo que la «estrella muerta» llegue a ser descubierta.
Todo lo que Richard Muller podía hacer de momento era confiar en no haber olvidado un posible dato de importancia en su teoría o incluido en ella un error irreparable, y esperar los informes de los astrónomos ocupados en la búsqueda de una compañera del Sol. Muller nunca se convirtió en paleontólogo, pero el muchacho que había sentido pasión por los dinosaurios, ahora, treinta años más tarde, se encontraba metido de lleno en medio del debate sobre su suerte.
Parecía no haber límite para la creatividad científica estimulada por las nuevas hipótesis que presentaban la pregunta de qué les había ocurrido a los dinosaurios. Muchos científicos creían que los Álvarez, padre e hijo, habían establecido la validez de su hipótesis sobre el impacto del asteroide en el cretáceo. Otras pruebas nuevas podrían autentificar los hallazgos de Sepkoski y Raup. Es posible que la estrella muerta sea encontrada o, tal vez, se logre identificar otras fuerzas que expliquen la aparente periodicidad de las extinciones masivas. Una buena hipótesis siempre parece conducir a otra y, después una nueva idea, igualmente buena, hace acto de presencia hasta que el pensamiento en un amplio campo de las ciencias se ve sacudido, después golpeado y, por último, transformado. La paleontología no ha oído la última de las hipótesis de los Álvarez en todas sus ramificaciones.
En un sentido, las nuevas ideas sobre la extinción masiva son expresión de una transformación en el pensamiento científico que refleja cambios culturales. La ciencia no actúa en un vacío; es una empresa humana tanto como puedan serlo las artes o el comercio. En otras épocas hubiera sido posible, por ejemplo, que Luis y Walter Álvarez hubieran visto el iridio en la arcilla de Gubbio y se olvidaran de ello, considerándolo como uno más de los hechos inexplicables de la naturaleza. O podían haberlo considerado como una pista conducente a algo enteramente diferente. Pero ellos estaban ejerciendo la ciencia en una cultura sensible a la catástrofe, un legado de las guerras mundiales y de las armas nucleares tanto como el reconocimiento de Cuvier de las extinciones y la inestabilidad de la corteza terrestre nuevamente apreciada. Practicaban la ciencia en un clima intelectual en el cual la Tierra está empezando a ser considerada, cada vez más, como un sistema interactuante en el cosmos, desde una perspectiva digna de la era espacial. Su cultura les daba nuevos ánimos o al menos toleraba la persecución aparentemente irrelevante de un conocimiento sobre materias tales como los dinosaurios. Así el catastrofismo y los dinosaurios convergieron en la mente de los Álvarez e hicieron florecer varias hipótesis sobre la extinción de los dinosaurios. Esta convergencia cultural alentó a Ellen Goodman -la columnista que envía su opinión a muchos periódicos a través de su agencia de prensa, y que es una «fan de los dinosaurios» a su propio estilo- a observar: «Me pregunto si cada época no tiene la historia de los dinosaurios que se merece.»
El nuevo enfoque del interés en las extinciones, inspirado en no pequeña parte por la hipótesis de Álvarez, está produciendo una transformación en el pensamiento sobre la naturaleza de la evolución. El punto de vista tradicional darwinista incluye esa competencia entre las especies como un impulso en la historia de la vida, con cambios en el medio ambiente físico como asunto de importancia secundaria. Los organismos están en lucha constante por conseguir ventajas. Aquellos que progresan y se mejoran mediante cambios lentos evolutivos progresan por encima de los que no lo hacen así, y esto lleva a nuevas especies mejoradas. Había, quizá de modo no casual, cierto sabor Victoriano en esta perspectiva darwinista. Quienes rigen imperios están dispuestos a creer siempre en la supervivencia de los mejor dotados, aquellos que viven en economías competitivas encuentran natural que las especies se alcen y caigan en competición con otras especies. Los que tienen una fe perdurable en el progreso, un principio del liberalismo Victoriano, gustan de creer en cambios graduales que conducen a una vida nueva y mejor. Lo que quiero decir es que el espíritu de la época contemporánea pudo haber influido en Darwin de modo inconsciente y debió de contribuir a la aceptación del darwinismo como doctrina guía de la historia natural.
Con esto no tratamos de quitar méritos a Darwin ni de dudar de la teoría de la evolución por medio de la selección natural. Darwin descubrió una gran verdad, aunque no toda, razón por la cual la teoría de la evolución aún sigue evolucionando.
Un gran desafío al darwinismo ortodoxo se produjo en la década de 1970-1980, cuando Stephen Jay Gould y Niles Eldredge, del Museo Americano de Historia Natural, propusieron su teoría de «los equilibrios interrumpidos». Su interpretación del registro fósil los condujo a afirmar que las especies no cambiaban gradualmente a lo largo de toda su existencia. Normalmente se mantenían en equilibrio durante millones de años y en un momento determinado, por causas desconocidas, una parte pequeña y aislada de la especie comenzaba a desarrollarse, para transformarse en una nueva especie que después se mantenía en equilibrio durante un largo período.
La teoría Gould-Eldredge tropezó con duras críticas por parte de los partidarios incondicionales del darwinismo. Lo incompleto del registro fósil, arguyeron, jugaba esas malas pasadas y había engañado a Gould y a Eldredge. Cuando el debate se fue calmando sin que se consiguiera un acuerdo generalizado, la hipótesis del impacto del asteroide puso sobre el tapete nuevas preguntas sobre hasta qué punto era gradual el proceso de la evolución. Los científicos comenzaron a pensar que la competición tenía menos que ver que la extinción con los más importantes cambios evolutivos.
En el nuevo punto de vista la evolución parecía tener un componente sustancialmente oportunista. Podía haber largos períodos en los cuales la vida evolucionaba gradualmente debido a la competencia entre especies, pero esos períodos eran interrumpidos por episodios de extremos cambios ambientales que alteraban el curso de la historia de la vida. La lucha primaria es la que se lleva a cabo con el clima, la geología y, tal vez, contra los asaltos o agresiones extraterrestres. Los perdedores se extinguen, frecuentemente, en grandes oleadas de muerte. Los supervivientes ocupan los hábitats que quedaron vacíos y se desarrollan con medios que no tuvieron a su alcance antes de la extinción masiva. En conjunto, unas cosas por otras, se trata de un período de muerte y de creación. Las extinciones no sólo retrasan el reloj del cambio evolutivo sino que dirigen la vida en direcciones completamente nuevas. Es posible que los paleontólogos, ayudados e instigados por los Álvarez y Raup y Sepkoski, así como por sus vecinos los astrofísicos, acaben por descubrir que la historia de la vida está conformada, en sus caminos decisivos, por fuerzas celestes.
Desde luego una cosa es cierta, los dinosaurios han dejado a los seres humanos mucho más que una serie de huesos fósiles sobre los que especular. Esas maravillosas criaturas, misteriosas y fascinantes, pueden estar muertas, pero en vida seguramente conformaron el ritmo de la evolución durante ciento sesenta millones de años y su muerte ha determinado su curso durante los últimos sesenta y cinco millones de años.