13. VIDA SOCIAL DEL DINOSAURIO

Para Jack Homer y Bob Makela, el verano de 1978 fue muy parecido a los diez anteriores. Habían estado recogiendo huesos de dinosaurio desde sus días de estudiantes en la Universidad de Montana, en Missoula. «Tomábamos una bolsa de yeso y una caja de botellas de cerveza y nos marchábamos al campo», dijo Homer uno de esos días. Lo hacían para descansar, del mismo modo que otras personas emplean un día o dos pescando o dedicándose a cualquier otra afición. En paleontología el pasatiempo acaba convirtiéndose en profesión, y así le ocurrió a Horner. Su desdén por los cursillos científicos impidió que lograra una licenciatura académica, pero pese a ello Homer se dirigió al este para trabajar en la Universidad de Princeton, en su Museo de Historia Natural, como técnico en la preparación de fósiles para aquellos otros paleontólogos consagrados por un doctorado. Makela, por su parte, se quedó en Montana, como profesor de ciencias en una escuela superior de la pequeña ciudad de Rudyard. Pero cada verano reunían sus fuerzas y provistos de las herramientas necesarias para sus excavaciones y cajas de botellas de cerveza, recorrían los campos de Montana en busca de huesos de dinosaurio. Con frecuencia excavaban en la región del oeste de Montana donde Homer cuando sólo tenía siete años de edad, encontró su primer fósil de dinosaurio en el rancho de su familia. En 1978 los dos amigos estaban explorando y recogiendo huesos a lo largo de la frontera canadiense, al norte de Rudyard, con sólo un modesto éxito.

A finales de julio, otro paleontólogo les pidió que pasaran por un establecimiento dedicado a la venta de rocas fósiles en Bynum, Montana, para que echaran un vistazo a unos especímenes de dinosaurio que los propietarios de la tienda querían vender a los turistas como recuerdos. Los propietarios, Marión Brandvold y David y Laurie Trexler, habían recogido aquellos huesos fósiles cuando recorrían a pie una finca cerca de Choteau. Una noche, en la tienda, los dos cazadores de dinosaurios identificaron los huesos que no eran de especial interés. Poco después, tras habérselo pensado mejor, Brandvold sacó una lata de café que estaba llena de pequeños huesos fósiles. La dueña les extendió dos pequeñas piezas cada una de las cuales medía menos de un centímetro. Una era el extremo distal de un fémur, la parte más alejada del centro del cuerpo. Pocos momentos más tarde Homer se volvió a Makela y dijo: «No vas a creerlo, pero me parece que son trozos de huesos de una cría de dinosaurio de pico de pato.»

Al principio Makela se mostró escéptico, y con razón, como recordaría Homer algo después. Ninguno de ellos había visto una cría de dinosaurio en los diez años que llevaban buscando fósiles. Pocos paleontólogos lo habían hecho: el argentino José Bonaparte había encontrado recientemente un dinosaurio apenas empollado, que era tan pequeño que podía guardarse en el cuenco formado por las dos manos, pero eso era una auténtica rareza. Después de que Makela examinó los huesos con más detalle, su escepticismo desapareció. Los dos paleontólogos explicaron a los dueños de la tienda la virtual importancia de aquellos huesos, después de lo cual Brandvold les descubrió el lugar del hallazgo.

John R. Homer y Robert Makela se pasaron el resto de aquel verano y muchos otros después en aquel lugar, viviendo en tiendas de campaña que hacían que el lugar pareciera más un campamento indio que el de una expedición científica. El lugar estaba dentro de la hacienda de James y John Peebles, en las afueras de Choteau, un pequeño pueblo al oeste de Great Falls, junto a la carretera que conduce al Parque Nacional Glacier. Hacia el oeste, más allá del río Tetón, se alzaban las Montañas Rocosas. Al este quedaban las Grandes Praderas. Entre ambos lados se extendía una ancha franja, una pequeña altura cubierta de hierba donde el viento y el agua habían erosionado los sedimentos de tierra de los últimos ochenta millones de años. Allí los dos paleontólogos cavaron en la piedra arenosa de color marrón grisáceo. Al cabo de pocos días, trabajando bajo un sol ardiente y un fuerte viento, excavaron los restos de un nido de barro que contenía quince pequeñas crías de dinosaurios fosilizadas. El nido era como una especie de tazón hueco, de unos dos metros de diámetro y un metro de profundidad, en su centro. Cada una de las crías tenía aproximadamente un metro de longitud. Éstas fueron las primeras crías de dinosaurio encontradas en su nido y sus dientes mostraban que llevaban algún tiempo comiendo.

Eso señaló el comienzo de uno de los descubrimientos de dinosaurios más brillantes e ilustradores del siglo XX. Homer y Makela descubrieron más de trescientos huevos de dinosaurio en distintos nidos. Algunos huevos conservaban el esqueleto del embrión. Los dos buscadores sacaron más de sesenta esqueletos, totales o parciales, incluyendo los de las crías, y otros de dinosaurios muy jóvenes, así como los de sus padres. Nada de lo que había sido desenterrado hasta entonces había aportado a los den- tíficos un material básico informativo para poder conocer la conducta social de los dinosaurios. Así se obtuvo la primera prueba evidente de que los dinosaurios se ocupaban del cuidado de sus crías, un rasgo característico que no se da en absoluto en los reptiles.

Más tarde, en el verano de su primera temporada de trabajo, Laurie Trexler, que los estaba ayudando, encontró allí la cabeza de un dinosaurio adulto. «Si me tengo que conformar con una parte de un animal -explicó Horner-, ciertamente prefiero que sea el cráneo.» Aquél le intrigó aún más, pues parecía distinto de todos los dinosaurios conocidos hasta entonces. Durante meses Homer examinó el espécimen como Hamlet contempló la calavera del pobre Yorick. Finalmente decidió que pertenecía a un miembro de la subfamilia de los arcosaurios conocida como hadrosauridae, el primero de los dinosaurios de pico de pato que fuera descubierto por vez primera por Joseph Leidy. Eran los más abundantes y diversos de los dinosaurios del cretáceo. La mayor parte de los otros hadrosaurios tenían una abertura de las fosas nasales muy grande que incluía las órbitas (los agujeros de los ojos). Aquél, por el contrario, tenía unas fosas nasales pequeñas con un hueso muy grande entre éstas y las órbitas. A ese respecto, el animal se parecía al Iguanodon, pero éste tenía dientes pequeños, sencillos y escasos. El cráneo que intrigaba a Homer tenía una verdadera batería de cientos de grandes dientes unidos entre sí y que eran mucho más adecuados para una mejor masticación y el roído de la vegetación dura. Esta característica y algunas otras sugerían que el animal debió de tener entre los ocho y los diez metros de longitud. Finalmente llegó a la conclusión de que se trataba de un hadrosaurio de un nuevo género y especie, a los que bautizó con el nombre de Maiasaura peeblesorum. Maiasaura significa algo así como «la buena madre lagarto», nombre que parece muy apropiado a partir de la evidencia. El nombre de la especie peeblesorum honraba a los propietarios de la hacienda que habían permitido a Homer excavar en su propiedad tanto como le viniera en gana.

Homer y Makela continuaron buscando y excavando juntos en años sucesivos. Dondequiera que encontraban huesos fósiles pequeños en la parte superior del suelo, barrían el área y cernían la tierra recogida en busca de otros. Cuando tenían la impresión de que habían dado con un yacimiento rico, se ponían a excavar afanosamente a base de pico y pala. O pasaban un rastrillo por toda la zona para ablandar la superficie y provocar nuevas erosiones más profundas, durante el invierno siguiente y regresarían el próximo verano con nuevas esperanzas de obtener una cosecha más abundante. De este modo pronto hicieron descubrimientos suficientes para darse cuenta de que no habían descubierto un nido aislado, o dos, sino toda una colonia.

Pronto excavaron dos nidos más con crías de hadrosaurios. En uno de los nidos las crías eran aún más jóvenes que los encontrados anteriormente. Medían menos de medio metro. Otras eran de más edad y habían crecido hasta los dos metros de longitud lo que daba a Homer nuevos argumentos para creer que aquellas crías y pequeños eran cuidados y atendidos por sus padres durante varios meses después de la incubación y la ruptura del huevo. Como un pequeño petirrojo llevando gusanitos a sus crías, el Maiasaura, «la buena madre lagarto», debió de haber alimentado a sus hijos, regresando frecuentemente al nido de fango arenoso con semillas, bayas y hojas verdes.

El equipo de Homer también encontró los restos destrozados por el tiempo de nueve nidos vacíos, todos los cuales contenían gran abundancia de trozos de cáscaras de huevos fosilizadas. Aquellos huevos de hadrosaurio, una vez fueron reconstruidos, medían unos veinte centímetros de longitud con la forma de elipsoides chatos, es decir, aproximadamente del tamaño y la forma de los huevos del Protoceratops que anteriormente habían sido hallados en el desierto de Gobi. Las cáscaras eran algo más gruesas que las de un huevo de gallina, más bien como las de un huevo de avestruz. Las superficies externas de las cáscaras eran rugosas. Los nidos estaban separados entre sí unos siete metros como mínimo, lo que Homer observó con especial atención porque siete metros suele ser, aproximadamente, la longitud del hadrosaurio adulto. Todos los nidos ocupaban la misma capa o estrato, lo que parecía indicar un mismo «horizonte temporal». Eso hacía suponer que aquel lugar había sido sede de una colonia de crianza semejante a las de algunas aves modernas.

En 1979, mientras cavaba en un montículo próximo, Homer descubrió otra colonia de nidos. Por esa razón el montículo fue bautizado con el nombre de Egg Mountain (montaña Huevo) de manera no oficial. Los diez nidos encontrados allí contenían los restos de nada menos que veinticuatro huevos cada uno. Aquellos huevos, con superficies exteriores lisas, eran algo más pequeños y más elipsoidales que los hallados anteriormente. Estaban colocados de modo circular con el extremo más puntiagudo enterrado en el fondo arenoso del nido. Terminado el empollamiento la criatura salía por la parte superior del huevo, dejando tras sí la parte baja intacta entre los sedimentos. A partir de los huevos y de algunos huesos, Homer llegó a la conclusión que aquella colonia había sido ocupada por otra especie de dinosaurio, probablemente una especie del algo más pequeño Hypsilophodon.

Homer estuvo en condiciones de sacar dos deducciones a partir de la colonia de nidos de la Egg Mountain. Los nidos se encontraban a tres niveles diferentes sobre el suelo. Esto le sugería la idea de que los adultos habían ido anidando en el mismo lugar, año tras año, durante bastante tiempo. Es decir, era el lugar al que regresaban en cada temporada de crianza. Al advertir la ausencia de restos de jóvenes en aquellos nidos, así como el hecho de que las partes inferiores de los huevos estaban bien conservadas y no rotas como en los nidos del anterior descubrimiento, sin duda a causa del pataleo y movimiento de los pequeños, Homer dedujo que los jóvenes de esta especie no se quedaban en el nido tanto tiempo como los de la otra y lo abandonaban pronto tras haber salido del huevo. No obstante había signos que indicaban la atención de los padres. Restos de entre quince y veinte esqueletos pequeños, de longitudes que iban desde medio metro a un metro y medio fueron encontrados unos cerca de otros. Si las crías abandonaban el nido inmediatamente después de salir del cascarón, es posible que por casualidad algunos hubieran muerto allí, pero un grupo de quince o veinte parecía poco probable. Esa circunstancia recordó a Homer los lugares próximos al nido en los que se desarrollan algunas aves de nuestro tiempo. Como informó en Nature, aquellos jóvenes dinosaurios «o bien seguían en la colonia o regresaban al lugar frecuentemente». Ambas cosas hubieran sido indicios de la existencia del cuidado paternal.

Los análisis del desarrollo de los huesos de las crías de dinosaurios llevaron a Homer a nuevas evidencias. Descubrió la existencia de un crecimiento rápido. El metabolismo de aquellas criaturas parecía haber tenido el ritmo rápido de los animales de sangre caliente más que el lento y perezoso de los reptiles de sangre fría. «En aquellos días solía discutir con Bakker continuamente -cuenta Homer, el apóstol de la endotermia de los dinosaurios-, y todavía lo sigo haciendo en algunos puntos, pero resultaba difícil explicar lo que veía desde cualquier otro punto de vista.»

Su razonamiento era el siguiente: los nidos de los hadrosauríos, en particular, contenían crías en los cascarones que ni siquiera llegaban a medir medio metro, así como restos de animales muy jóvenes de un metro y fragmentos de otros que podrían haber llegado a los dos metros. O bien crecían muy rápidamente o seguían mucho tiempo en el nido. El cocodrilo joven, que es un animal de sangre fría, así como el arcosaurío, crecen un tercio de metro por año. Incluso las especies de más rápido crecimiento entre los animales de sangre fría tardarían un año en conseguir el tamaño de los jóvenes hadrosauríos descubiertos por Homer. Parece improbable que los jóvenes dinosaurios se quedaran en el nido tres años, o incluso uno, por muy cariñosos y dispuestos a alimentarlos que estuvieran sus padres. Más bien habría que pensar que los dinosaurios crecían a un ritmo comparable al de los avestruces, por ejemplo, que es la criatura de sangre caliente de más lento crecimiento. Un avestruz alcanza un tamaño de un metro en un período de entre seis y ocho meses. Por alguna razón las crías de la buena madre lagarto de Montana parecían capaces de crecer a ese ritmo o incluso a otro más rápido y esto podría indicar que se trataba de animales de sangre caliente.

Los científicos podrían estar en desacuerdo con esa interpretación y con algunas otras; hasta ahora las objeciones han sido pocas y moderadas, pero en lo que todos estuvieron de acuerdo fue en considerar el descubrimiento de los nidos como una maravillosa sorpresa. El descubrimiento de huevos de dinosaurio por la expedición de Andrews en Mongolia había provocado mucho ruido y lo mismo ocurrió con otros hallazgos; un montón de huesos de jóvenes dinosaurios había salido a la luz a lo largo de varios años y hallado en distintos lugares, pero hasta entonces jamás se habían encontrado crías en sus nidos. Se habían adelantado algunas ideas para explicar este vacío en el registro de los fósiles.

Algunos paleontólogos habían creído que los dinosaurios ponían sus huevos en lugares más propicios a la erosión que a la deposición y, consecuentemente, sus nidos fueron arrastrados por la erosión y así desaparecieron del mundo de los fósiles. Tal vez, dijeron otros, los dinosaurios vivían tantos años que se precisaban pocas crías para mantener la población adulta y los huesos de los jóvenes y las crías eran demasiado frágiles como para poder llegar a fosilizarse. Sin embargo, Homer supuso que la gente había buscado en lugares equivocados. Charles W. Gilmore, un paleontólogo de la Institución Smithsoniana, podría haber resuelto el problema si hubiera sabido darse cuenta del significado de uno de sus descubrimientos a principio de siglo. Como Homer recordó, las notas de los trabajos al aire libre realizados por Gilmore en 1928, mencionan la abundancia de fragmentos de cáscaras de huevo encontrados en la formación Two Medicine. Algunos de los pequeños dinosaurios que recogió allí, y que describió como nuevas especies, eran realmente crías y animales jóvenes de especies ya conocidas. El hallazgo había sido hecho en sedimentos depositados por las corrientes de agua que procedían de las tierras altas de Montana Occidental, donde Homer más tarde descubriría sus colonias de nidos.

Cuando Homer dijo que la gente había buscado en lugares equivocados quería decir que la mayor parte de los paleontólogos se habían encerrado en la idea de que los dinosaurios eran criaturas de las cuencas de los ríos bajos, llanuras costeras y tierras pantanosas y por lo tanto fue en esos lugares en donde buscaban todo lo que pudiera relacionarse con los dinosaurios. Casi todos sus hallazgos de huesos habían sido hechos en tales sedimentos. Pero eso pudo ser, más bien, un caso de profecía que se cumple por sí misma. Es decir que si sólo buscaban en aquellos lugares únicamente en ellos podían encontrar fósiles. Sin embargo, Homer encontró sus nidos en terrenos que fueron más elevados y más áridos. El lugar de los hallazgos en las cercanías de Choteau, al juzgar por algunas conchas fósiles halladas en las partes llanas, pudo haber sido una península que penetraba en un gran mar interior. De acuerdo con la hipótesis de Homer los dinosaurios emigraron de las tierras bajas, situadas a unos cien kilómetros, para hacer sus nidos, poner sus huevos y cuidar a sus crías en lugar alejado y seguro que protegiera a sus hijos de los dinosaurios carnívoros que hubieran hecho su presa en ellos.

Éstas eran el tipo de observaciones de la conducta de los dinosaurios que hicieron que los descubrimientos de Homer resultaran tan atractivos. Los paleontólogos pudieron haber aprendido muchas cosas sobre el tamaño, las formas y posturas de aquellas criaturas a partir de sus huesos preservados después de su muerte, pero permitían conocer bien poco de ellos como criaturas vivas, animales de carne y hueso, y casi nada en absoluto de sus vidas familiares.

Los primeros aspectos de la forma de vida de los dinosaurios que pudieron ser deducidos con cierto grado de certeza, como hemos podido ver, se relacionan con la locomoción y la manutención.

Si las extremidades delanteras del animal habían sido considerablemente más pequeñas que sus miembros traseros, podía presumirse que esto los hacía bípedos. Esto podía ser cierto si los miembros anteriores terminaban en manos con garras afiladas para agarrar y atacar. Pero algunos dinosaurios tenían unos crecimientos óseos, parecidos a cascos, en los dedos de los miembros más cortos y, por lo tanto, eran cuadrúpedos, o al menos lo fueron durante algún tiempo. Los grandes saurópodos, con cuatro miembros fuertes, como columnas y patas de elefante, eran indudablemente cuadrúpedos. Los rastros de sus huellas fosilizadas lo confirman. La forma de los huesos de las extremidades y la configuración de las caderas y los hombros, por otra parte, prueban que los dinosaurios se alzaban más rectos y erguidos que otros reptiles que mantienen su postura clásica de animales reptantes.

Los dientes también nos ofrecen claras indicaciones que nos ayudan a establecer su dieta. Si los animales tenían pequeños dientes más bien planos esto indicaba que se alimentaban de vegetales blandos. Si los dientes eran mayores y estaban situados en las mandíbulas para trabajar en la masticación como si fueran tijeras, los animales podrían haber comido vegetación más dura y fibrosa que requería ser cortada y triturada. Algunos dinosaurios no tenían en absoluto dientes, lo que indica que subsistían alimentándose de insectos, huevos y frutas muy blandas. Aquellos otros con los dientes más amenazadores, largos, agudos y en forma de sierra, eran carnívoros que cazaban a los herbívoros mientras éstos pastaban, lo mismo que los leones cazan en la actualidad. Los huesos delatan también los gustos alimenticios de los dinosaurios. Los huesos más densos y laminados pertenecen a los carnívoros.

En algunos pocos casos los científicos han encontrado pruebas directas de la dieta de un dinosaurio. Fue hallado un anatosaurio momificado que murió con el estómago lleno y su contenido se componía de agujas de coniferas, ramas, frutos y semillas. Este ejemplar de tierra firme fue descubierto en 1922, pero fue ignorado por los científicos porque contradecía la imagen convencional del hadrosaurio como animal acuático. Si tenía un pico parecido al de un pato, era su deducción, debía ser porque se alimentaba como un pato, es decir, principalmente de plantas acuáticas. John Ostrom revivió el informe sobre el anatosaurio de 1964 para corregir esta falsa interpretación de los hábitos alimenticios de este y, probablemente, de otros hadrosaurios.

Es posible que algunos dinosaurios ingirieran rocas, como algunas aves tragan finos guijarros para ayudarse en su digestión. Los cazadores de esqueletos han encontrado frecuentemente piedras extremadamente suaves, mezcladas con los esqueletos de los saurópodos. Se las llama gastrolitos (piedras gástricas), aunque algunos científicos incrédulos las llaman gastromitos. Lo más probable es que esas piedras fueran tan finamente pulidas por las aguas de algún riachuelo existente en otros tiempos y no por los jugos gástricos de los dinosaurios.

A lo largo de los años los científicos han intentado obtener cierta idea sobre la fisiología y la conducta del dinosaurio basándose en el tamaño y la forma de sus cerebros. Comenzaron haciendo moldes de yeso de su cavidad craneal. Sus cerebros, como la gente no se cansa de repetir con cierto aire de superioridad, eran extremadamente pequeños en relación con sus cuerpos y consecuentemente, su inteligencia no debió de ser impresionante. Pero algunos de sus sentidos podrían compensar algo de esta deficiencia mental. Un cuidadoso examen de la estructura cerebral ha revelado la existencia de bulbos olfativos y lóbulos ópticos bien desarrollados, lo que indica una buena capacidad olfativa y de visión. La estructura ósea interna de las orejas sugiere un excelente oído. Posiblemente estaban capacitados para oír notas extremadamente altas, quizá los agudos grítitos de sus crías, una habilidad muy importante para mantener la cohesión familiar si es que ésta existía. Todos los dinosaurios tienen órbitas demasiado grandes para sus ojos. ¿De qué color? Nadie lo sabe, pero los actuales reptiles tienen ojos de un color que va del rojo al amarillo.

No hay ninguna prueba de que los dinosaurios pudieran expresar con sus voces los pensamientos que pudieran cruzar por sus pequeños cerebros. Pero sí hay presunciones en ese sentido. Algunos huesos de sus cráneos sugieren que tenían una voz potente. W. E. Swinton, un paleontólogo británico, ha escrito:

«En este aspecto podrían haber igualado a los cocodrilos, todos los cuales tienen un corto y agudo croar, o una especie de ladrido, mediante el cual se identifican entre sí en la oscuridad o que utilizan para indicar cuándo están irritados.»

Homer especuló con la posibilidad de que su Maiasaura de Montana pudiera haber producido un profundo sonido de tuba soplando el aire a través de sus pasajes nasales. O quizá más parecido al del cuerno francés, según Philip Currie, del Museo Tyrrell de Paleontología en Alberta, quien observó que las especies de dinosaurios con pico de pato tenían cámaras de resonancia dentro de la cresta, en la parte superior de la cabeza, que se asemejaban a las cámaras de dicho instrumento musical. Es posible, dice Currie, que las llamadas de los dinosaurios puedan ser reproducidas por simuladores regulados por ordenador basándose en el tamaño y la forma del cerebro.

Los dinosaurios, como todos los animales, debían de tener sus medios de ataque, de defensa o de huida ante los ataques. Los herbívoros que pastaban en las llanuras tenían que confiar en su vista y en su oído para descubrir a los depredadores y poder escapar, al tiempo que croaban, ladraban o dejaban escapar su sonido de tuba, para alertar a los otros del inminente peligro. Otros contaban para defenderse con sus garras, sus aguzados espolones, sus colas que utilizaban como trancas y sus cuernos aguzados, útiles tanto para el ataque como para la defensa. Los Triceratops posiblemente luchaban entre sí como los cameros, empujándose y golpeándose con sus cráneos y sus fuertes cuernos. Sus esqueletos a veces mostraban señales de profundas heridas en la coraza ósea que se proyectaba hacia atrás como un escudo sobre el cuello y los hombros.

En 1971 la expedición polaco-mongola encontró en Gobi los restos de dos dinosaurios que, posiblemente, se habían matado entre sí. El depredador, un pequeño y rápido Velociraptor; estaba abrazado sobre su presa, un Protoceratops acorazado. El Velociraptor tenía un espolón en forma de hoz y muy afilado en cada una de sus patas traseras, que se parecía mucho al del Deinonychus de Ostrom. Uno de los espolones del depredador estaba hundido en la región que debió de ser el vientre de la presa. No estaba claro cómo el Protoceratops había logrado su póstuma venganza. Sin embargo este descubrimiento fue considerado como una prueba más de la nueva teoría que consideraba a los dinosaurios como más ágiles y activos que los reptiles ordinarios.

Más aún se ha podido deducir de las huellas dejadas por los dinosaurios. Las huellas de las patas, como en cierta ocasión diría Richard Swann Lull de Yale, «son fósiles de seres vivos, mientras que todos los demás fósiles son reliquias de los muertos». De las series de huellas de patas los científicos han deducido la velocidad de los dinosaurios corredores, han comprobado cómo los depredadores perseguían a sus presas, los saurópodos, deduciendo datos que los han llevado a su primera comprensión de la conducta en grupo de los dinosaurios. Éstos, al parecer, viajaban frecuentemente en rebaños, por lo cual podrían ser animales gregarios.

Uno de los descubrimientos más importantes debidos a las huellas rescata en cierto sentido al Brontosaurus del agua, y lo sitúa en tierra firme. Algunos libros ilustrados aún representan a los Brontosaurus con sus hocicos en aguas pantanosas, en actitud letárgica, casi inmóvil, masticando plantas acuáticas blandas. Los paleontólogos parecían creer que éste era el papel reservado en la vida a los Brontosaurus. Sus patas no eran lo suficientemente robustas para servir de apoyo a sus pesados cuerpos, alegaban los científicos, y por lo tanto necesitaban la flotabilidad de sus cuerpos dentro del agua. Además estaba la abertura nasal en la parte superior de la cabeza, lo que al parecer permitía respirar al animal aun con su cuerpo completamente sumergido. Todo esto dio lugar a la imagen lenta y pesada del Brontosaurus presentándolo como una especie de hipopótamo de los dinosaurios, aunque aún más lento y perezoso. La imagen comenzó a cambiar -en la mente de los científicos, aunque no siempre en las representaciones gráficas- después de que Roland T. Bird, del Museo Americano de Historia Natural, examinó algunas huellas de dinosaurios en Texas, en la década de los años 1940-1950.

Bird dio con la secuencia de huellas del mismo modo que Homer encontró las crías de dinosaurios. Había visto algunas planchas de piedra caliza que teman huellas fósiles y que estaban a la venta en un tenderete de recuerdos indios. Siguiendo las direcciones e instrucciones que le dieron los vendedores, llegó al pueblo de Glen Rose, al suroeste de Fort North, y al ver el juzgado se dio cuenta de que su viaje no sería en vano, pues una de las piedras del edificio contenía la impresión de una pata de carnívoro con tres dedos, de casi medio metro de longitud. La gente del pueblo le dijeron que ellos sabían dónde estaban aquellas «huellas de hombre». Se le aconsejó a Bird que las buscara en las afueras del pueblo, en el lecho del río Palaxy.

Allí el antropólogo encontró algunas huellas de patas de cuatro dedos, la primera serie de huellas de un Brontosaurus. Cada una de las huellas tenía un metro de longitud y estaban impresas con fuerza, profundamente, en lo que debió de ser una superficie fangosa parcial o totalmente expuesta al aire.

Las huellas, separadas entre sí por dos metros, eran definitivamente las de un animal terrestre y eficiente. El Brontosaurus podía andar sobre sus cuatro patas; es posible que le hubiera gustado permanecer en aguas pantanosas, pero no porque la flotabilidad del agua fuera necesaria para poderse mantener de pie y manejar su pesado cuerpo. En otro lugar de Texas, Bird vio una continua sucesión de huellas de las patas del Brontosaurus en la roca. El animal había arrastrado su pesada cola sobre la superficie fangosa, otra señal de que andaba y no nadaba o flotaba a medias en el agua. De estas pruebas los paleontólogos dedujeron algo que ya hacía mucho tiempo que debieron saber: que el Brontosaurus no era un animal prisionero del agua. Sus fósiles no fueron hallados, según pudo comprobarse, en sedimentos de origen pantanoso, sino en los mismos sedimentos procedentes de aluviones que contienen los restos de los demás dinosaurios que están clasificados como animales terrestres.

Cuando Roland Bird siguió las huellas del Brontosaurus en otras excavaciones comprendió que se había convertido en testigo de un drama prehistórico. Otro dinosaurio parecía intentar dar caza al Brontosaurus. La roca conservaba la huella de una garra con tres dedos, es decir, de un carnívoro, posiblemente un Allosaurus. El Brontosaurus torció su carrera hacia la izquierda y así lo hizo su perseguidor. Al ver eso, el equipo de excavadores casi no pudo contener su impaciencia por exponer a la luz nuevas rocas, dijo Bird. Pero desgraciadamente nunca llegarían a saber el resultado de la cacería pues casi en seguida la roca que contenía las huellas quedó por debajo de un muro de pedernal.[9]

El estudio de las huellas fósiles es una rama de la paleontología que se conoce con el nombre de ichnografia, derivado de la palabra griega que significa huella, rastro. Las primeras sendas marcadas por las huellas de los dinosaurios que llamaron la atención de modo más general fueron las impresiones de patas parecidas a las de las aves descubiertas en el valle del río Connecticut en Massachusetts, en 1802, cuando los dinosaurios aún eran desconocidos. Desde entonces han sido descubiertos cientos de otras series de huellas en Nueva Inglaterra, Texas, Brasil, Australia y, más recientemente, en el cañón del río Peace en la Columbia Británica. Naturalmente las huellas de los dinosaurios son más abundantes que los huesos de dinosaurio.

Dos geólogos que se ocupan de la ichnografía, David J. Mossman, de la Universidad de Mount Allison en New Brunswich y William A. S. Saijeant de la Universidad de Saskatchewan, escribieron en enero de 1983 en el Scientific American sobre las técnicas analíticas propias de su profesión:

Idealmente una serie de huellas apropiada para el análisis consiste en una secuencia de al menos tres huellas o sus moldes. Entre los cuadrúpedos la marcha se inicia con el pie trasero de uno de los lados, seguido por el pie delantero del mismo lado y después por el pie trasero y el delantero del otro lado. En los casos de marcha rápida dos o tres de los pies tocan simultáneamente el suelo; en marcha más lenta son tres o todos los pies los que tocan el suelo. Cuando se camina a saltos, las cuatro huellas están muy cerca entre sí y ninguna cae sobre otra. Las huellas de los saltos son extremadamente raras en el registro fósil… Las huellas de los bípedos muestran el pie derecho y el izquierdo de forma alternativa, y sólo muy raramente las dos huellas están una al lado de la otra.

La primera tarea del analista consiste en tomar cuatro medidas de la serie de huellas. La primera es la medición de la zancada, o movimiento hacia adelante; se hace partiendo de un punto fijo en una de las huellas hasta el mismo punto de la huella siguiente del mismo pie. La segunda es la medida del paso, es decir, la distancia entre el pie delantero derecho y el pie delantero izquierdo y entre el pie trasero derecho y el pie trasero izquierdo. La longitud de la zancada es por lo general idéntica para las patas traseras y las delanteras, pero la longitud del paso puede diferenciar grandemente. La tercera medida es el ángulo del paso, es decir, el ángulo formado uniendo tres sucesivas huellas traseras o delanteras. La cuarta es la medida de la anchura de la senda… La característica de un mal andador es una senda ancha y pasos cortos. Por el contrario, una senda estrecha y largos pasos son prueba de la presencia de un andador eficiente y ágil que se mueve con rapidez. Sin embargo, una senda moderada tanto en su anchura como en la zancada puede significar tanto un andador no muy eficiente como uno eficiente pero que se mueve a una velocidad relativamente baja.

Mediante un análisis de ese tipo realizado por los científicos en las huellas utilizando una fórmula establecida por R. McNeill Alexander de la Universidad de Leed, determinaron que algunos dinosaurios eran capaces de moverse con bastante rapidez. Algunos carnívoros de tamaño medio marchaban a una media de 16,5 kilómetros por hora lo cual se aproxima a la máxima velocidad de carrera conseguida por el ser humano. Algunos de los carnívoros más lentos lo hacían entre los 6 y los 8,5 kilómetros por hora. Los herbívoros incluso podían ser más lentos con velocidades máximas de 6 kilómetros por hora. Con estos cálculos un ex discípulo de Ostrom, James O. Farlow, especialista en dinosaurios independiente, de Michigan, informó en 1981 que algunos carnívoros habían dejado huellas en Texas que demostraban que alcanzaban una velocidad de 42 kilómetros por hora, es decir, más rápidos que los seres humanos, pero que no podían competir con los caballos de buena raza ni con los galgos. Otros cálculos indicaban que en caso necesario el Tyrannosaurus podía superar los 45 o 50 kilómetros por hora.

Según se deduce de las huellas, los Tyrannosaurus solían marchar solos o en parejas. Pero el instinto de rebaño o manada debió de ser más fuerte en otras especies. En el río Peace, seis sendas de huellas fósiles dejadas por carnívoros de tamaño medio están todas dirigidas en la misma dirección como si se tratara de una manada cazando junta. En el Parque Estatal de Dinosaurios de Connecticut, muchas de las huellas transcurren paralelas como si los dinosaurios marcharan en rebaño. En las sendas dejadas por los saurópodos en Texas y descubiertas por Roland Bird también existen pruebas de que marchaban en rebaño. Bakker en un reciente reexamen de esas huellas cree haber reconocido señales de un rebaño «estructurado», con los más jóvenes y las crías en el centro rodeados y protegidos por los adultos.

En Montana, Jack Homer encontró pruebas de que sus hadrosauríos no sólo constituían colonias ponedoras sino también que continuaban constituidos en grupo durante la mayor parte, o la totalidad, de su vida. En varios lugares encontró restos de jóvenes de unos tres metros de longitud con restos de adultos de seis o siete metros. En un lugar había veinticuatro jóvenes junto a diez adultos.

Es posible que no parezca demasiado importante el saber que algunos dinosaurios viajaban en manadas o en rebaños y que otros cuidaban a sus crías, pero lo cierto es que esa conducta los diferencia claramente de otros reptiles. La mayor parte de los reptiles, como los peces y los anfibios, abandonan sus huevos tan pronto como han sido puestos. Algunos peces y reptiles -entre ellos el cocodrilo- guardan sus huevos hasta que termina la incubación o un poco después y una vez nacidas las crías tienen que alimentarse y cuidarse por sí solas. Ninguno de los reptiles modernos vive en rebaños o en manadas de caza ni en ningún otro tipo de comunidad social. Los dinosaurios fueron diferentes. Algunos de ellos tenían vida familiar o algo parecido y un sentido de la comunidad.

Homer dejó Princeton en 1982 y se trasladó a Montana para poder estar más cerca de la Egg Mountain. Fue nombrado director de paleontología en el Museo de las Montañas Rocosas instalado en el campus de la Universidad del Estado de Montana en Bozeman. Para aquel entonces él también poseía suficientes huevos, nidos y esqueletos de dinosaurios jóvenes y adultos como para concebir una teoría que estaba por llegar. Homer es mucho más audaz que la mayoría de los paleontólogos a la hora de proponer teorías y establecer el escenario donde vivieron los dinosaurios. «La idea del éxito de demasiados científicos no espera a ser contradecida hasta después de su muerte», dijo para no dejar dudas de que ése no era su estilo. Provisto de hechos y muchas conjeturas, Homer se aventuró en una selva muy espesa en la que acechaban los depredadores científicos dispuestos a destrozarlo: el área de la sociobiología.

Homer sentía que valía la pena aceptar aquellos riesgos profesionales debido a que la conducta social que podía inferirse de las huellas y los nidos podía ser de gran importancia en el éxito tremendo de los dinosaurios que hizo posible que su existencia se prolongara durante ciento sesenta millones de años. Los sociobiólogos creen que ciertos comportamientos fundamentales pasan de una generación a otra por medio de los genes. Uno de esos rasgos, el altruismo del reparto de los alimentos, se observa de manera primordial en las aves y en los mamíferos. Si los padres del Maiasaura llevaban la comida a sus crías en el nido, como Homer creía, era posible que su especie y algunas otras especies de dinosaurios se transmitieran el altruismo de modo genético. Sin ese altruismo y cierto instinto social en el cual se incluía el reparto de la comida, era más que posible que un buen número de dinosaurios no hubiera podido llevar una vida próspera en un mundo lleno de depredadores.

Los hadrosaurios, por ejemplo, eran herbívoros bípedos que no disponían de ningún medio de defensa obvio -carecían de cuernos, de garras o de protección corporal-. Tampoco eran capaces de correr a gran velocidad, puesto que eran caminantes lentos. Debieron de ser muy vulnerables ante el ataque de los depredadores, sobre todo cuando estaban solos.

Consecuentemente, y como las nuevas pruebas parecían indicar, se vieron obligados a formar rebaños y a cuidar de sus crías durante varios meses después de que salieran de su cascarón, guardándolos en colonias relativamente bien protegidas. Y debieron hacerlo bien puesto que pese a su vulnerabilidad los hadrosaurios se cuentan entre los dinosaurios más abundantes que existieron.

Estaba claro que sobrevivía el número suficiente de jóvenes hadrosaurios para reemplazar a los adultos y mantener la población. Según dijo Homer en 1983 esto fue así porque probablemente supieron emplear una «estrategia de supervivencia comparable a la más común entre las aves, la construcción de colonias de anidamiento». Ponían menos huevos que otros reptiles, pero protegían sus nidos durante la incubación y se dedicaban a alimentar a sus crías. (Los pesados adultos no se echaban sobre los huevos durante la incubación, lo que hubiera producido el desastroso efecto de romperlos, sino que, seguramente, los cubrían con vegetación y dejaban que la fermentación produjese el calor necesario.) La anidación en colonia y la protección de los nidos es practicada por los cocodrilos, pero éstos no alimentan a sus crías ni comparten los alimentos. Para los hadrosaurios, argüía Homer, ambas cosas se hacían necesarias pues de otro modo hubiera sido más que cuestionable la supervivencia de una o dos de esas pequeñas y pacíficas criaturas de cada camada de veinte o veinticinco. El hecho de que en sus grupos o rebaños hubiera al menos dos jóvenes por cada adulto sugiere una supervivencia del ocho por ciento de cada camada. El hecho de que en los nidos se encontrara un número tan grande de crías sugiere que eran los padres quienes se cuidaban de alimentarlos. El salir de sus nidos para alimentarse por su cuenta habría significado para las crías el riesgo de ser devoradas por los depredadores o ser pisoteadas por los adultos.

Como muchas aves, los pequeños hadrosaurios permanecían en sus nidos por instinto. No sabemos durante cuánto tiempo, pero debió de ser durante varios meses, hasta alcanzar una longitud de metro y medio como mínimo. Aquellas quince crías encontradas por Homer en su primer nido debieron de quedarse en él mientras sus padres iban a buscarles comida. Sus padres no regresaron a causa de cualquier desastre, pero las crías se quedaron en el nido hasta que les sobrevino la muerte por inanición. «Las aves que hacen sus nidos en la tierra, hubieran hecho lo mismo -dijo Makela-, quedarse allí y morir de hambre.»

Los hipsilofodóntidos de la Egg Mountain eran algo distintos, dijo Homer. Por lo visto se quedaban en la zona del nido durante algunos meses, pero posiblemente acompañaban a sus padres en la búsqueda de alimentos. Eran criaturas más ágiles, ligeras y veloces, lo que aumentaba sus posibilidades de supervivencia mientras pastaban. Si sus padres les llevaban alimentos a los nidos es algo que no está tan claro como en el caso de los hadrosaurios.

Es posible que esa conducta de cuidado paternal y compartir los alimentos estuviera restringida a sólo unas pocas especies, concluye Homer, pero en todo caso refleja una amplia «divergencia sociobiológica» entre las dos grandes ramas de los dinosaurios, los omitichianos y los saurischianos. Otra especie de la que se sabe que ponía sus huevos en nidos circulares con una notable atención, como vio Roy Chapman Andrews, era la de los Protoceratops, también omitichianos. Los huevos redondos de un dinosaurio parecido al Brontosaurus, quizá un Hypselosaurus, eran puestos en largas filas lineales que no es la mejor forma si se piensa en alimentar a las crías en el nido. Podría ser, según dijo Homer, que los omitichianos pusieran sus huevos en círculo y los saurischianos en filas.

La conducta en cierto modo más sofisticada y social de algunos dinosaurios puede haber sido una adaptación evolucionaría relacionada con el herbivorismo. Aunque es posible que unos pocos carnívoros cazaran en manada, los dinosaurios que según se sabe se desplazaban formando rebaños, una forma más coherente de organización de grupo, eran saurópodos herbívoros. «Incluso si se trataba sólo de reuniones y no de rebaños en el sentido estricto del término, se trata de un comportamiento que no vemos en otros reptiles -afirmó Homer-. Eso es algo que sólo conocemos en los mamíferos y en las aves.» Y lo que es más, subraya Homer, los omitichianos fueron «el primer gran grupo de herbívoros que habitó la Tierra y para poder sobrevivir, competir y muy especialmente lograr un éxito tan considerable, tuvieron necesidad de establecer un orden social fuerte».

Jack Homer concede que esta idea de la vida social del dinosaurio se basa, ampliamente, en conjeturas y que en muchos casos no es posible probarlo con ningún medio científico de observación. Por esa razón son muchos los científicos que hasta ahora se reservan su juicio sobre el asunto. Hotton, entre ellos, tiene dudas sobre las interpretaciones de Homer, pero no duda de Homer al que llama «un genio, muy inteligente, muy capaz y con una buena suerte que resulta imposible de creer».

Homer y Makela tuvieron suerte en encontrar los nidos y colonias de crianza en el oeste de Montana y sus descubrimientos no pueden ser ignorados por aquellos que están revisando y perfeccionando la imagen que hasta ahora se tenía del dinosaurio. Ese descubrimiento puso de nuevo sobre el tapete la cuestión de si los dinosaurios eran o no animales de sangre caliente. El paralelismo entre la supuesta atención paternal del Maiasaura y la conducta anidadora de muchas aves despierta aún mayor interés. Lo maravilloso de los dinosaurios es que fueron los animales más peculiares, un mundo aparte de los reptiles vivientes. Y otra cosa sorprendente es que después de haber evolucionado, de haberse adaptado y fortalecido, por medios que desafían para siempre la explicación científica, su mundo se viniera abajo de modo tan aparentemente imprevisto y repentino.