12. ¿DESCENDIENTES VIVOS?
Si John Ostrom parece establecer cierta distancia entre él y Robert Bakker en la cuestión de si los dinosaurios eran o no animales de sangre caliente, lo cierto es que basó sus fundamentos en una importante serie de evidencias adelantada en apoyo de su teoría. Ostrom creía firmemente que las aves son descendientes directos de los dinosaurios. Su estudio del Deinonychus lo llevó a un análisis de docenas de otros dinosaurios, en particular de los pequeños carnívoros corredores conocidos como terópodos coelurosaurios. Su gran fascinación por la cuestión de cuál fue el origen del vuelo en las especies animales lo ha llevado a un nuevo examen de los pterosaurios y de todos los especímenes del Archaeopteryx, el ave más antigua de todas las conocidas. Las similitudes existentes entre el Archaeopteryx y los coelurosaurios fueron a su juicio sorprendentes. Con la excepción de las plumas el Archaeopteryx se parece más a un pequeño dinosaurio que a un ave moderna. Por lo tanto, concluyó Ostrom, debía haber una estrecha relación entre dinosaurios y aves, quizá más de lo que nadie se había atrevido a imaginar.
Ostrom estaba resucitando una vieja idea que había caído en tiempos duros. La propuesta original de Thomas Henry Huxley de que existía un lazo entre los dinosaurios y las aves encontró el apoyo de algunos como Marsh y Williston. Sin embargo, otros anatomistas y paleontólogos tenían distintos puntos de vista, entre los que se incluían los de una ascendencia de lagártidos o pterosaurios. Según otra sugestión, las aves volantes surgieron de los pterosaurios y las aves no voladoras, como los avestruces o el avestruz de la pampa descendían de los dinosaurios. Sólo en un punto los científicos pudieron llegar a un consenso: las aves descendían de los reptiles. Pero ¿de qué reptiles?
Durante muchos años del siglo XX, se abandonó la idea de Huxley en favor de una explicación de compromiso, la hipótesis de un ascendiente común. Los dinosaurios y las aves estaban remotamente emparentadas debido a que ambas especies descendían de un tronco común muy distante, identificado usualmente como los primitivos tecodontos. Éstos serían los ascendientes que a principios del triásico dieron lugar a todos los arcosaurios. Las aves, pues, no estaban más relacionadas con los dinosaurios que los cocodrilos lo están con los mismos dinosaurios o con los pterosaurios. Las muchas afinidades entre las aves y algunos dinosaurios eran, como afirmaría George Gaylord Simpson, «demostrablemente paralelismo y convergencias», que son formas de evolución que producen grandes parecidos entre criaturas no emparentadas. En el caso de evolución paralela, dos organismos surgidos de un ascendiente común, divergen en dos ramas distintas que desarrollan semejanzas estructurales para adquirir capacidades comunes, como por ejemplo el vuelo. Las aves y los pterosaurios son ejemplos de evolución paralela. En el caso de evolución convergente, los animales de dos ramas independientes y sin ningún antepasado común -delfines e ictiosaurios, por ejemplo, o murciélagos y aves- desarrollan similitudes al adaptarse al mismo tipo de nichos ecológicos, como el mar o el aire. Como se recordará, Hermann von Meyer fue el primero en postular esta forma de evolución así como también en identificar al primero de los Archaeopteryx conocido. El ave de Von Meyer, según se creía ahora, debía ser vista a la luz del postulado de Von Meyer. Dado que algunos de los pequeños dinosaurios carnívoros y las protoaves compartían nichos ecológicos semejantes y perseguían el mismo tipo de alimento, es comprensible que desarrollaran anatomías similares; pero de acuerdo con esa hipótesis eso no debía ser tomado necesariamente como signo de próximo parentesco.
Ese asunto pareció quedar relegado al olvido en los años veinte por Gerhard Heilmann, un paleontólogo danés.
Él, más que cualquier otro, fue responsable de la extendida negativa a aceptar la existencia de un lazo directo entre el dinosaurio y el ave. En su libro más importante, The Origin of Birds, publicado en 1926, Heilmann reconoció «los sorprendentes puntos de semejanza» entre los coelurosaurios y las aves. Destacó uno de los muchos rasgos semejantes a los de las aves que se daban en el coelurosaurio: «Huesos huecos de estructura muy ligera, miembros traseros excesivamente largos con metatarsales fuertemente prolongados y un “dedo trasero”, una mano larga y estrecha, una cola larga y un cuello largo, órbitas largas y costillas ventrales.» Pero faltaba uno de los rasgos más característicos de las aves. Observó que el coelurosaurio estaba falto de toda evidencia de furcula o de los huesos del cuello (clavículas) que son sus supuestos antecesores. Si el coelurosaurio no tenía clavículas ¿cómo podían sus supuestos descendientes avícolas haber desarrollado una furcula? El Archaeopteryx tenía una furcula, aun cuando no era tan precisa (más bien tenía la forma de un bumerang) como la que nos resulta tan familiar en los pollos y con la que los niños se dividen para ver quién verá cumplido su deseo. La ausencia de clavículas en el coelurosaurio, decidió Heilmann, «sería en sí misma prueba suficiente de que esos saurios no pueden ser los antepasados de las aves». En su lugar sugirió que los antepasados de las aves podrían encontrarse entre los pseudosuchianos, un grupo de tecodontos de principios del triásico. Ya antes, en 1913, Robert Broom había encontrado en África del Sur un pequeño pseudosuchiano bípedo que tenía una antigüedad de doscientos treinta millones de años, el Euparkeria, que parecía contar con todas las cualificaciones anatómicas necesarias para ser el antepasado de las aves. Heilmann se puso del lado de Broom, pero no así Huxley.
«Eso era lo que la ciencia oficial creía -dijo John Ostrom- hasta que yo intervine en la cuestión.»
Primero en 1973 y más tarde en 1975, Ostrom se incorporó al debate con firmes argumentos en favor de la existencia de un lazo directo entre los dinosaurios y las aves. En parte lo hizo en respuesta a otra propuesta de un antepasado para las aves que negaba todo parentesco con los dinosaurios. Alick D. Walker, de la Universidad de Newcastle, propuso una variante de la teoría Broom- Heilmann. Sugirió que cocodrilos y aves, incluyendo el Archaeopteryx, procedían de un antepasado común teocodonto, pero que no era el mismo que daría lugar a los dinosaurios. Basaba esta idea en el parecido entre la caja cerebral y el cráneo de los cocodrilos actuales y las aves, así como algunos notables rasgos propios de las aves que se daban en el Sphenosuchus, una criatura de finales del triásico (hace doscientos veinte millones de años) que se pensaba era un cocodrilo primitivo o un tecodonto en el camino evolutivo hacia su transformación en cocodrilo. El oído interno del extinto Sphenosuchus, dijo Walker, era más parecido al de una perdiz que al de un cocodrilo moderno. Leyendo el informe de Walker publicado en Nature, Ostrom decidió que había llegado ya el momento de tomar posición. Interrumpió sus estudios sobre el Archaeopteryx para escribir una carta de rechazo en la que declaraba en términos claros: «La anatomía del esqueleto del Archaeopteryx es casi enteramente la de un dinosaurio coelurosaurio, nada de tecodonto, de cocodrilo o de ave.»
Ostrom pudo mostrarse más afirmativo de lo que lo había sido Huxley debido a que para entonces ya se habían descubierto y examinado muchos más dinosaurios pequeños, bípedos. Casi invariablemente sus extremidades, pies y garras, eran casi iguales a las del Archaeopteryx. Unos cuantos de los coelurosaurios recién descubiertos parecían poseer el desaparecido ingrediente que tanto pareció importarle a Heilmann y, por lo visto, tenían clavículas. La expedición polaco-mongol acababa de regresar con la prueba de que el Velociraptor, encontrado en el desierto de Gobi, parecía tener un par de huesos del cuello o clavículas. Lo mismo ocurría con el Segisaurus, un fósil norteamericano estudiado por Ostrom. Incluso la aparente ausencia de clavículas que se daba en otros fósiles, arguyó Ostrom, no puede ser considerada definitiva puesto que sólo se trataba de «una evidencia negativa, aunque no concluyente». En un montón de huesos las clavículas podían ser confundidas con fragmentos de costillas. Más aún, debido a que esos huesos eran membranosos, podían haber estado presentes en muchos de los dinosaurios de pequeño tamaño pero, al no estar osificados, eran candidatos con pocas posibilidades de fosilización.
Metido de lleno en cierta paleoortopedia, como lo estaba, Ostrom aportó otra pequeña evidencia para respaldar su argumentación. Uno de los aparentes aspectos avícolas del Archaeopteryx, en contraste con el coelurosaurio, era la orientación hacia atrás del pubis tal y como se observaba en el espécimen conservado en Berlín. En las aves modernas el pubis se extiende hacia atrás entre los otros dos huesos pélvicos. Sin embargo, un examen más atento y detallado de otro ejemplar de Archaeopteryx, persuadió a Ostrom de que el hueso púbico en el espécimen de Berlín había sido desplazado y no orientado en su posición natural. En sus dibujos interpretativos corrigió aquello para señalar una posición hacia abajo o posiblemente hada adelante que es la orientación en todos los terópodos coelurosaurios. Cuanto menos se parecía a un ave, el Archaeopteryx más se parecía a un terópodo y mayor era el número de argumentos en favor de la opinión de Ostrom sobre la ascendencia de los dinosaurios con respecto a las aves. Walker objetó a esta cirugía, tildando a la interpretación de Ostrom de simple especulación y nada más.
Incluso así, al resumir las pruebas en favor de la ascendencia dinosáurica de las aves, Ostrom escribió en 1975: «Es más probable que el Archaeopteryx adquiriera su gran número de caracteres derivados de los terópodos, por convergencia o en paralelo al mismo tiempo que esos mismos caracteres estaban siendo adquiridos por algunos terópodos coelurosaurios, presumiblemente de un común antepasado. ¿O era más factible que esos muchos rasgos derivados fueran comunes a algunos terópodos pequeños y al Archaeopteryx debido a que este último procedía directamente de un terópodo semejante? No existe en absoluto ningún reparo en mi mente para aceptar que la última de las explicaciones es, con mucho, la más probable.»
No todos los científicos llegaron a atreverse a coincidir con Ostrom. K. N. Whetstone y Larry D. Martin, de la Universidad de Kansas, informaron sobre nuevas pruebas de parecidos en la estructura del oído interno de las aves y los cocodrilos que, según dijeron, apoyaban fuertemente el punto de vista de Walker de que ambos habían tenido su origen en un antepasado común, mucho antes de la llegada de los dinosaurios. Max Hecht y Samuel Tarsitano del Queen College de Nueva York argüían que varios de los rasgos anatómicos del Archaeopteryx, en especial la muñeca, la pelvis y los hombros, quitaban fuerza a su caso en defensa del lazo de parentesco entre el dinosaurio y el ave. En The Age of Birds, Alan Feduccia concluye: «De las pruebas disponibles hasta ahora, es difícil elegir entre las teorías del dinosaurio y el pseudosuchiano como ascendencia de las aves.» Ostrom regresó de la conferencia internacional sobre el Archaeopteryx, que se celebró en Eichstatt en agosto de 1984, sintiéndose consolado por el hecho de que muchos científicos se habían alineado a su lado en su tesis sobre el origen dinosáurico de las aves.
La nueva actitud de Ostrom sobre el Archaeopteryx provocó un nuevo asalto en el debate de otra cuestión que hacía tiempo que dividía a los científicos. Se refería a uno de los mayores misterios de la evolución: el origen del vuelo en los animales.
Como adaptación, el vuelo se coloca al mismo nivel que la salida del pez del mar, hace más de trescientos cincuenta millones de años, para convertirse en el primero de los vertebrados terrestres. El registro de los fósiles nos muestra que el primer vuelo real (separado del lanzarse como en paracaídas de las ardillas voladoras y algunos batracios voladores o del deslizarse en el aire de algunos lagartos voladores o del colugo) se desarrolló independientemente en varias ocasiones. Los primeros animales voladores fueron los insectos alados, que aparecieron hace unos trescientos cincuenta millones de años. Después fueron los pterosaurios que, probablemente, eran capaces de efectuar un vuelo motriz. Después llegaron las aves voladoras, quizá en una época tan antigua como la del Archaeopteryx, pero ciertamente no mucho después en el mesozoico. Los únicos otros animales voladores de propulsión propia, los murciélagos, cruzaron el aire por vez primera hace sólo cincuenta millones de años. Aquellos que se han sentido interesados y sorprendidos por el origen del vuelo han fijado su atención en las aves, las más llamativas y logradas de todas las criaturas aéreas.
El descubrimiento del Archaeopteryx facilitó a los científicos el más claro y reconocido ejemplo de una criatura próxima o en plena transición entre esas dos formas de vida, la incapacidad y la capacidad de vuelo. Ello sirvió de inspiración a dos amplias escuelas ideológicas sobre cómo se había originado el vuelo. Durante al menos un siglo los científicos discutieron, simplificando la cuestión, sobre si el vuelo se había desarrollado a partir de los árboles o como un impulso para abandonar la tierra firme.
En 1880, Marsh fue el primero en proponer la teoría arbórea. Sugirió que algunos reptiles treparon a los árboles para situar en ellos sus nidos, para alimentarse y para escapar de los depredadores. Esos primitivos antepasados de las aves tenían necesidad de saltar de una rama a otra y después de un árbol a otro. Consecuentemente cualquier variación anatómica que aumentara ese tipo de movilidad pasó a las subsiguientes generaciones por las leyes de la selección natural. De ese modo, presumiblemente los reptiles desarrollaron plumas rudimentarias en sus antebrazos para descender cuando saltaban de rama en rama y para caer al suelo como con la ayuda de un paracaídas. Al señalar ese punto Marsh citó el modelo de los modernos animales planeadores, como por ejemplo la llamada ardilla voladora. (Este ejemplo, dijo Ostrom, no era apropiado porque estos planeadores son cuadrúpedos con membranas voladoras que se extienden entre las extremidades posteriores y las anteriores.) Más tarde, de acuerdo con la hipótesis de Marsh, estos reptiles protoavícolas, pudieron haber adaptado esas alas y fortalecido sus músculos para conseguir un vuelo impulsado muscularmente.
En apoyo de la teoría arbórea hubo otros científicos que observaron que los dedos opuestos de las patas del Archaeopteryx parecían indicar una capacidad de trepar por los árboles. Del mismo modo los dedos con garras se adaptaban admirablemente para trepar a los árboles. Pero Marsh y los demás fueron incapaces de presentar una prueba fósil, o de cualquier otro tipo, que explicara cómo un animal planeador podía llegar a desarrollarse hasta convertirse en un animal volador activo, que necesitaba poseer características aerodinámicas y estructurales muy diferentes. Pese a todo, esa teoría consiguió un gran número de seguidores.
Por otra parte, la teoría cursorial (del latín cursus, carrera) fue ofrecida un año antes por Samuel Williston. Su intención fue refutar argumentos que apoyaban la teoría que presentaba a los dinosaurios como los antepasados de las aves. «No es difícil -escribió Williston en 1879- comprender de qué modo las patas delanteras de un dinosaurio pudieron cambiar hasta transformarse en alas. Durante el gran espacio de tiempo abarcado por el triásico, del cual apenas si tenemos registros eficaces, debió de producirse un alargamiento gradual de los dedos externos y un gran desarrollo de las capacidades trepadoras, con lo cual se ayudaba al animal a correr más. El siguiente cambio hacia las plumas pudo haber sido sencillo. Las alas debieron de ser, al principio, utilizadas para correr, después para saltar y descender desde las alturas y, finalmente, para remontarse.»
La teoría cursorial de Williston fue ignorada hasta 1907, cuando Franz von Nopcsa presentó una propuesta aún más firme, dentro de esas mismas líneas básicas. Se trataba de un brillante excéntrico, en cierto modo sólo un diletante, cuyas ideas sobre paleontología podían resultar provocadoras. Nopcsa poseía y cuidaba grandes fincas feudales y escribió de un modo muy prolífico sobre paleontología, sirvió como espía al Imperio austrohúngaro en la primera guerra mundial, dirigió el Servicio de Investigación Geológica Húngaro después de la guerra y con todo ello llegó a convertirse en un obseso por Albania. Ésta es la cosa más extraña en este hombre tan excéntrico. Estudió el idioma, los dialectos, la geografía y la cultura de Albania. Estuvo allí varias veces, con gran riesgo en un país rudo y restrictivo para los extranjeros. A finales de la guerra de los Balcanes, en 1913, cuando la situación de Albania resultaba incierta, Nopcsa

pidió a Viena que le suministrara quinientos soldados, alguna artillería y dos buques de vapor rápidos para poder invadir Albania y proclamarse a sí mismo rey del país. Su plan consistía en casarse con la hija de un multimillonario norteamericano, que presumiblemente se sentiría dichoso de tener un parentesco real y que regiría a su vez el desarrollo económico del país. Nopcsa estaba proponiendo, sencillamente, convertirse en un filibustero para hacer lo mismo que las grandes potencias deseaban hacer, es decir, apoderarse de una parte de los Balcanes en plena desintegración. Viena ignoró la propuesta de Nopcsa e instaló en su lugar a un monarca títere que hubo de escapar para salvar su vida después de estar sólo seis meses en el trono.
Nopcsa perdió la mayor parte de sus propiedades feudales en el campo después de la primera guerra mundial y pareció a punto, también, de perder sus facultades mentales. En un enfrentamiento con campesinos en rebeldía sufrió una grave lesión craneal, de la que al parecer nunca se recuperó totalmente. Nopcsa empleó el resto del dinero que aún le quedaba en un costoso viaje en motocicleta a través de toda Europa, con su secretario albanés que era su amante homosexual. Finalmente en 1933 le fallaron sus facultades mentales y le dio a su secretario una taza de té muy cargada con unos polvos somníferos y después le disparó en la cabeza. Seguidamente se pegó un tiro. Así murió el que, en una nota necrológica, sería llamado el «casi rey» de Albania.
Casi al final de su vida Nopcsa publicó sus ideas sobre los dinosaurios. Cuando estudiaba el primer año en la Universidad de Viena, en 1899, había escrito su primera publicación científica, la descripción de un nuevo género de dinosaurio del cretáceo que había encontrado en sus tierras de Transilvania. Su escrito fue bien recibido por los paleontólogos europeos, como lo fueron docenas de otros publicados por él mismo en el transcurso de los años. En el curso de su estudio de la evolución de los dinosaurios Nopcsa desarrolló sus propias ideas sobre el origen curso- rial del vuelo de las aves. Como Williston y Huxley, argumentó que las aves descendían de criaturas bípedas semejantes a los dinosaurios que corrían en el suelo. Creía que para incrementar su velocidad de carrera aquellas protoaves desarrollaron extremidades anteriores con plumas, que podían mover hacia adelante y hacia atrás como remos. Probablemente esa habilidad no sólo permitió a aquellos animales correr con mayor rapidez sino que les dio la fuerza suficiente para elevarse y planear sobre distancias cortas. Nopcsa imaginaba que éste pudo ser el origen del vuelo de las aves. Pero eso resultaba aerodinámicamente imposible, como señaló un crítico. Tan pronto como el animal despegara del suelo sus patas no podrían seguir propulsándolo hacia adelante y caería de inmediato.
Aunque este concepto de Nopcsa despertó un nuevo interés por el Archaeopteryx como corredor y no como trepador de árboles, y por los dinosaurios como sus posibles antepasados, el fallo elemental en esta idea hizo apartarse de la teoría cursorial. Además, los científicos parecían sentirse más a sus anchas con la teoría arbórea. Podían imaginarse con mayor facilidad que los animales hubieran tratado de utilizar la gravedad para descender de las ramas que verlos luchando contra esta fuerza para elevarse del suelo. Tuvo que resultar importante, razonaron, el hecho de que todos los actuales vertebrados que vuelan son arbóreos. Fueron muy pocos los que se tomaron en serio la teoría cursorial hasta que Ostrom reabrió el debate en la década de los setenta.
En sus estudios sobre el Archaeopteryx, Ostrom fue más allá de limitarse a estudiar su parentesco con los dinosaurios para presentar la cuestión del vuelo de las aves. Puesto que el Archaeopteryx carecía de esternón, el hueso pectoral que liga los músculos del vuelo, sintió dudas razonables sobre su capacidad, como ave primitiva, para desarrollar un vuelo monitorizado. Creía, más bien, que se trataba de un animal «ligero de pies, rápido y que probablemente habitaba en tierra y no en los árboles, como ocurre actualmente con los faisanes, las perdices o las codornices, por ejemplo, con cuyas garras las suyas tenían un extraordinario parecido». Todo eso le sugirió a Ostrom una nueva idea y especuló con que el Archaeopteryx y otras protoaves hubiesen sido depredadores que cazaban levantando sus presas, generalmente insectos, golpeándolas en el aire al cortarles el camino. Sus antebrazos emplumados, propuso, debían ser utilizados para golpear a los insectos en vuelo. Cuando la superficie emplumada de sus alas se desarrolló hasta alcanzar un mayor tamaño, esto les pudo conferir la capacidad de elevarse en el aire durante sus actividades depredadoras y, con el transcurso del tiempo, hizo posible que aquellas criaturas evolucionaran en el aire con vuelo a impulso propio. La teoría de Ostrom sobre aquella especie de palmeta de cazar insectos, provocó controversias dispares, pero en cierto modo fue considerada, también, como una forma nueva de someter a examen la teoría cursorial.
Walter J. Bock, ornitólogo y catedrático de evolución biológica en la Universidad de Columbia, apoyaba la teoría arbórea. «Si se trataba de dar caza a un insecto con una especie de palmeta matamoscas, formada por una superposición de plumas que parecía una fina red, no daría ningún resultado práctico. Una palmeta matamoscas necesita tener espacios para que el aire pueda escapar cuando se mueve para golpear.» Incluso los que con Ostrom participaban de la defensa de la teoría cursorial vieron problemas en esa hipótesis. Kevin Padian, un paleontólogo de la Universidad de California en Berkeley, escribió: «Si las alas se desarrollaron en primer lugar como un instrumento para dar caza a los insectos, como sugiere Ostrom, se podría llegar a pensar que la selección natural hubiera actuado estrictamente mejorando las alas como palmeta matamoscas y no transfiriéndole la función voladora.»
Un científico de la Universidad de Arizona del Norte leyó una descripción de la idea de Ostrom sobre la red caza insectos en 1979 y decidió escribir un estudio aplicando los principios aerodinámicos al origen del vuelo de las aves. Gerald Caple, un farmacéutico, incorporó la ayuda de dos de sus colegas de facultad -Russell P. Balda, biólogo y ornitólogo, y R. Willis, físico y ex piloto de pruebas. Desarrollaron y sometieron a prueba numerosos modelos de protoaves basados en distintas consecuencias y dibujos derivados del Archaeopteryx. Sus conclusiones, sobre las que informaron en 1983, dieron un fuerte apoyo a la teoría cursorial.
Aunque el equipo de Caple encontró poco probable que la red para cazar insectos pudiera haber evolucionado hasta dar impulso elevatorio a las capacidades necesarias para el vuelo activo motor, mostraron cómo los corredores bípedos podían desarrollar la fuerza y la capacidad suficiente para volar. Afirmaron que tales animales, corriendo y abalanzándose sobre sus presas, podrían haber utilizado sus extremidades anteriores para guardar el equilibrio, como hacen los seres humanos cuando dan un gran salto de longitud. Esos movimientos de control se parecen rudimentariamente al golpe de ala en el vuelo, es decir, forma una especie de ocho enlazado. Si ese golpe de las extremidades superiores se llevaba a cabo cuando se daba un momento aerodinámicamente apto, como por ejemplo extremidades superiores cubiertas de plumas, el aire se deslizaría por encima y por debajo del ala a diferentes ritmos, con lo cual crearía un poder ascensional y prolongaría el salto. Predijeron que el ritmo que llevaría al vuelo sería rápido. De acuerdo con sus hipótesis, el animal no necesitaba desarrollar músculos nuevos y diferentes para llevar a cabo el vuelo motor, en contraste con las necesidades de un planeador arbóreo para hacer la transición.
Ostrom se mostró satisfecho al reconocer la derrota de su idea de la red caza insectos. «Hizo su trabajo», dijo. Era posible que hubiera sido desacreditada, pero había inspirado a Caple y a sus colaboradores para conseguir pruebas que apoyaban el caso de Ostrom en favor de la idea de que los dinosaurios bípedos de carrera rápida habían sido los precursores de las aves. Y ésa era la idea que mayor importancia tenía para él.
En lo que se refiere a las teorías arbórea y cursorial es muy posible que ambas resulten correctas hasta cierto punto, si es que alguna vez se puede resolver el conflicto y suavizar todas las plumas científicas excitadas. Bock, que había propuesto la teoría arbórea, había llamado simplista a «esta especie de pensamiento ambivalente». «Es posible -y desde luego probable- que las protoaves pasaran su tiempo en los árboles o en el suelo, indistintamente», y en apoyo de su idea citó el ejemplo de algunas aves modernas como los guanas, chachalacas y curasoes de la América Central y del Sur. «Usan su capacidad de vuelo principalmente para subir a los árboles y descender de nuevo desde las ramas al suelo.»
Pero en sus escritos de 1983, Bock argumentó que dos de los caracteres interrelacionados de las protoaves -el que fuesen plumíferas y de sangre caliente- tendían a reforzar la explicación arbórea sobre el origen del vuelo. Inicialmente, las protoaves pudieron haber desarrollado plumas como medio de aislamiento contra el frío, lo que haría posible su evolución hasta transformarse en animales de sangre caliente. Esto hubiera significado una ventea si los antepasados de las aves se subían a los árboles donde las temperaturas son relativamente algo más bajas que en el suelo. Bock razonó de este modo: «Puesto que existen menos depredadores en los árboles que en el suelo, es posible que las protoaves se mantuvieran en los árboles mucho tiempo en condiciones que favorecían el desarrollo de una eficaz superficie aislante y, eventualmente, un cuerpo completamente cubierto de plumas. Más aún: si las protoaves utilizaban los árboles para anidar hubiera resultado muy ventajoso para los adultos de la especie el calentar los huevos en vez de dejarlos abandonados completamente para ser incubados por el calor solar. Por eso las fuerzas de la selección natural en los árboles pudieron favorecer la evolución hacia la endotermia y el aislamiento mediante plumas.»
Esta teoría, aunque muy poco probable, podría explicar otro aspecto intrigante de los dinosaurios y las aves: si uno es el antepasado de las otras, o viceversa, ¿no significa esto que los dinosaurios, al menos los emparentados directamente con las aves, eran necesariamente animales de sangre caliente? O, dicho de otra forma, ¿puede la sangre caliente de las aves ser presentada como evidencia en favor de que sus antepasados putativos, los dinosaurios, también eran animales de sangre caliente? Bock parece sugerir que los reptiles ya en camino de convertirse en aves desarrollaron su sangre caliente sólo en las etapas finales de su transición hacia las aves. Robert Bakker, desde luego, ya había llegado a convencerse de que la endotermia no sólo era un rasgo común entre los dinosaurios, probablemente antes de su transición a las aves, sino que era una prueba convincente de la existencia de un estrecho parentesco dinosaurio-ave y, recíprocamente, que la sangre caliente de las aves era prueba evidente de que los dinosaurios fueron, también, animales endotérmicos.
Bakker estaba tan convencido que, de modo característico en él, tomó una posición que iba más allá de las de sus aliados. Propuso una revisión drástica de la clasificación de los animales, una en la cual los dinosaurios fuesen separados de los otros reptiles y elevados a la categoría semejante a los mamíferos, reptiles, anfibios y peces. Esto significaba, por otra parte, rebajar a las aves de una categoría propia para situarlas en una clase común con los dinosaurios. Bakker creía que ese cambio era apropiado porque reflejaba lo que según él era la prueba terminante de que las aves eran los descendientes vivos de los dinosaurios.
En una carta dirigida a Nature, en 1974, Bakker y Peter M. Galton, de la Universidad de Bridgeport, revisaron las pruebas conocidas de la histología ósea, la dinámica locomotora y las relaciones presa-depredador, que según ellos sugerían vigorosamente «que los dinosaurios eran animales endotérmicos, con un metabolismo aeróbico altamente efectivo, psicofisiológicamente mucho más próximo a las aves y los mamíferos cursoriales que cualquiera de los actuales reptiles vivos». Se citó también con aprobación la obra reciente de Ostrom que sugería que las aves eran descendientes directos de los dinosaurios. Consecuentemente se propuso una nueva clase llamada dinosauria que se subdividiría en tres subclases: saurichia y omitichia (para dos distintos grupos de animales) y aves.
Para Bakker el asignar a los dinosaurios una categoría superior resultaba algo lógico y justificado. Había entrado a saco en la paleontología con su declaración de la «superioridad» de los dinosaurios y ahora trataba de definir lo que en ellos había de especial en términos científicos. Al igual que los mamíferos, arguyó, los dinosaurios habían dado un salto evolutivo trascendental con respecto a sus antepasados. Los mamíferos se habían desarrollado a partir de los reptiles, progresando desde la ectotermia a la endotermia y lo mismo habían hecho los dinosaurios. «Esta nueva clasificación -escribieron Bakker y Galton- refleja con mayor fidelidad los más importantes pasos evolutivos. Ectotermos y formas transicionales en el camino hacia la endotermia, se conservan en los reptiles y los grupos altamente triunfantes endotérmicos, mamíferos y dinosaurios deben tener categorías de clases separadas.»
Además argumentaron a este respecto, que no tenía más sentido separar a las aves de los dinosaurios del que tendría el separar a los murciélagos de los mamíferos. «La radiación avial es una utilización aérea de la fisiología básica del dinosaurio y de su estructura, como la radiación del murciélago es una utilización aérea de la fisiología básica, primitiva, de los mamíferos -alegaron-. Los murciélagos no están separados en una clase independiente simplemente porque vuelan.»
Esta propuesta de Bakker y Galton era audaz. Y temeraria, al decir de la mayor parte de los biólogos y paleontólogos. El venerable Simpson la tildó de «una enorme tontería». Las teorías podían llegar y pasar, lo cual es, precisamente, la dinámica de la ciencia, pero el sistema de clasificación zoológica no podía torcerse y deformarse en respuesta a esta u otra teoría; el sistema tenía que ser como una constitución, sujeto a enmiendas tan sólo tras la deliberación más rigurosa y ponderada. Habían abundantes razones para mostrarse desconfiados. Muchos de los alegatos del caso en favor de una nueva clasificación, partían de la presunción de que los dinosaurios eran endotermo Pero esta afirmación no estaba todavía justificada, si bien algunas de las razones esgrimidas por Bakker y otros presentaban definitivamente la posibilidad de que al menos ciertos dinosaurios pudieran haber sido criaturas de sangre caliente y que muchos otros tuvieran fisiologías no propias de los reptiles. La cuestión es posible que nunca sea resuelta a satisfacción de todos.
El caso en favor de una nueva clasificación partía, también, de la presunción de que las aves descendían de los dinosaurios, una presunción basada en pruebas aparentemente evidentes. Sin embargo, los científicos aún tenían que llegar a un consenso sobre la ascendencia del Archaeopteryx y, consecuentemente, de las aves.
Pese a todo, Ostrom se ganó numerosos partidarios hasta tal punto que la cuestión de la ascendencia dinosauria de las aves se ha convertido en la teoría prevalente.
Desde luego es una teoría atrayente. Significa, como Ostrom escribiría en cierta ocasión, que los «dinosaurios no quedaron extinguidos sin dejar descendientes». Y que las plumas que crecieron en algunos dinosaurios no sólo llevaron al vuelo sino que fueron aislantes térmicos que a su vez fueron la razón primaria del éxito de los descendientes de los dinosaurios. También es una teoría atractiva porque significa que después de conocerla uno no podrá contemplar un petirrojo saltando en el prado o un gavilán de cola roja volando sobre unas termas sin pensar que, probablemente, descienden de los dinosaurios.