4. UN NOMBRE PARA UN FENÓMENO

Sólo aquellos con lengua ágil pueden pronunciar los nombres de los descubrimientos que siguieron a los del Megalosaurus de Buckland y del Iguanodon y el Hylaeosaurus de Mantell. Para 1841, a esa serie de reptiles arcaicos se unieron el Macrodontonphion, el Thecodontosaurus, el Paleosaurus, el Plateosaurus, el Cladeidon y el Cetiosaurus y sus restos fósiles trataban de decir a los científicos algo sobre la vida en el mesozoico. Esas criaturas recién descubiertas parecían ser lo suficientemente distintas de los reptiles modernos o de los gigantes marinos, como el Mosasaurus de Cuvier o el Ichthyosaurus de Mary Anning, como para merecerse un nombre familiar para ellos solos.

Y así pasaron a ser conocidos colectivamente por el nombre más fácil de pronunciar de Dinosauria, es decir, de dinosaurios.

Ese nombre se debe a la inspiración de Richard Owen, un brillante especialista en anatomía y paleontología a quien en su tiempo se le llamó el Cuvier inglés. Su ascensión hasta tan altas cumbres profesionales fue muy rápido. Nacido en Lancaster en 1804, se convirtió en estudiante de cirugía mientras aún era un adolescente y aprendió anatomía gracias a la realización de incontables autopsias en presos. La experiencia marcó el rumbo de su carrera. Muy pronto su fama como profesor de anatomía del Colegio Real de Cirujanos fue tan grande que se solicitaban sus opiniones en todas las cuestiones de anatomía comparada y de reptiles fósiles. Fue él quien dio nombre a los dos fósiles descubiertos más recientemente: el Cladeidon, del triásico, y el Cetiosaurus, del jurásico.

Owen era capaz de despertar respeto pero no afecto. Era un hombre pomposo y afectado. No le gustaba ser llamado el Cuvier inglés porque se consideraba superior a su colega francés. Estaba convencido de que era infalible y ofrecía sus opiniones, consecuentemente, como veredictos mediante oscuros polisílabos. Con el transcurrir de los años sus colegas tuvieron razón en desconfiar de él porque, según decían, era capaz de apropiarse del descubrimiento de cualquier otro. «Hay que deplorar profundamente -escribió Mantell- que este eminente hombre y magníficamente dotado nunca sea capaz de actuar con sinceridad y liberalidad.» El propio aspecto físico de Owen reforzaba su reputación de hombre frío y remoto. Era alto y desgarbado, con una gran cabeza de frente despejada. Tenía la boca grande y apretada, con la mandíbula prominente. Sus ojos salientes de pez podían ser terroríficos.

Ésta fue la figura adusta que se presentó en la reunión anual de la Asociación Británica para el Progreso de las Ciencias, celebrada en Plymouth el 2 de agosto de 1841. Owen expresó muchos reparos con respecto a los reptiles fósiles, en particular sobre el Iguanodon, el Megalosauros y el Hylaeosaurus. Eran, indudablemente, criaturas gigantescas pero, ¿se trataba de lagartos gigantes? Aunque ya Mantell había conjeturado que eran algo distintos de los otros reptiles arcaicos, eran muchos los científicos que los consideraban simplemente como lagartos excesivamente desarrollados, debido, quizá, a la influencia de Cuvier quien, a juicio de Owen, los había conducido a error debido a su correcta identificación del mosasaurio como una especie extinguida de lagarto. En su escrutinio de los fósiles, Owen observó muchas características que, así se lo dijo a su audiencia en Plymouth, le «ofrecían suficientes motivos para establecer una tribu o suborden distinto de reptiles saurios» para los cuales propuso el nombre dinosaurios {Dinosaurio).

Owen acuñó ese nombre a partir del griego deinos, que significa «terrible» o «espantosamente grande» y sauros que significa lagarto. Dinosaurio, el terrible lagarto. Es curioso que eligiera una palabra que significaba lagarto cuando estaba pensando, precisamente, en separar a esta criatura de la familia de los lagártidos, pero es posible que utilizara la palabra saurio en su sentido más general que significa «reptil».

Durante dos horas y media Owen siguió hablando, estableciendo sus razones para una nueva clasificación de la vida animal extinguida. Su principal argumento era que, a diferencia de otros saurios gigantes, aquéllos eran criaturas terrestres más que acuáticas. Otra diferencia era que, en contraste con otros reptiles, tenían la característica común de poseer cinco vértebras fundidas en el cinturón pélvico. Sus enormes esqueletos -aún no habían sido descubiertos los pequeños dinosaurios- sugerían que tenían cuerpos más masivos y pesados que los alargados lagartos y mosasaurios. A Owen le recordaban a los mamíferos paquidermos. «De la forma y el tamaño de las costillas -dijo- se deduce que su tronco era más ancho y grueso en sus proporciones que el de los saurios modernos y, sin duda, se alzaba del suelo apoyado en extremidades proporcionalmente más anchas y en especial más largas, de modo que el aspecto general del Megalosaurus en vida debía de parecerse proporcionalmente a los grandes mamíferos cuadrúpedos que ahora pueblan la Tierra, y que debieron de ocupar en la era olítica (los tiempos antiguos cuando ciertas rocas, como la piedra caliza, se sedimentaron) el lugar que hasta entonces tenían los grandes reptiles del extinguido orden de los dinosaurios.»

Con esta descripción Owen, en efecto, estaba dibujando el primer diseño de lo que más tarde serían los grandes murales que encantarían a la humanidad. No tenía dudas de que habían sido criaturas imponentes, lagartos terribles del tamaño de un elefante. Sin embargo, tenía la impresión de que algunas estimaciones de su estatura, que se basaban en extrapolaciones sobre las medidas estandarizadas de los lagartos, eran ridículas. Debido a la comparación de los dientes y la clavícula del Iguanodon con los de la iguana, por ejemplo, los paleontólogos habían llegado a aceptar dimensiones de treinta y cinco metros de longitud para el extinguido reptil. Owen propuso que, en vez de hacerse así, los cálculos se basaran en el tamaño y el número de las vértebras, un método que aún se sigue empleando en la actualidad. Eso nos da una longitud más razonable para el Iguanodon, de ocho metros, y de nueve metros para el Megalosaurus.

Pero el interés de Owen por los dinosaurios iba más allá de su tamaño y forma. Cuando continuó con la exposición de su «Informe sobre los reptiles fósiles en Gran Bretaña», reveló sus auténticos matices. Era esencialmente antievolucionista o, cuando menos, antilamarckiano. Aunque creía que las especies habían cambiado con el paso del tiempo, Owen estaba convencido de que cada uno de los animales dentro de uno de los grandes grupos eran variaciones de un mismo tema, del «arquetipo ideal» y de que la «mente divina que había planeado el arquetipo también conocía anticipadamente todas sus modificaciones». Su evolución preplaneada era antitética a las heréticas ideas de Jean Baptiste Lamarck, contemporáneo de Cuvier. Lamarck creía en la evolución, pero no en la extinción; las especies no desaparecían sino que iban cambiando gradualmente, transformándose en algo diferente y, a su juicio, mejor.

Aunque Darwin aún terna que publicar su teoría, la evolución era ya materia divisoria en el campo científico. Aquellos que seguían creyendo que Dios había creado las especies en sus formas presentes e invariables, o los que, como Owen, creían que Dios «preconocía» todas las modificaciones, dirigieron el ataque contra el esquema de Lamarck sobre las cosas. En 1809 Lamarck había postulado la existencia de una tendencia intrínseca de todos los organismos hacia la perfección por lo que se desarrollaban progresivamente desde las formas más simples hacia las más complejas. Ésta era la tendencia «observada» en la naturaleza. Pero no era ésa la forma como Owen la veía cuando contempló los fósiles de lo que él llamaría dinosaurios.

Si de veras existía como afirmaba Lamarck un ascenso de la simplicidad a la complejidad, argüía Owen, los principales reptiles que en la actualidad poblaban el mundo no serían unas criaturas comparativamente tan bajas. Los fósiles del Iguanodon y del Megalosaurus, afirmaba, revelaban que los dinosaurios eran «la cumbre de la creación reptiliana» y la «más cercana aproximación a los mamíferos». Pero, ¿dónde estaban los dinosaurios? Muertos hacía ya mucho tiempo, y todos y cada uno de los tipos de reptiles que los habían sucedido eran criaturas mucho más simples y menos evolucionadas que ellos. Si esto era evolución, se trataba de una evolución retrógrada. Desde luego, Owen estaba exponiendo un punto débil en 1a teoría de Lamarck, en su concepto de la evolución. Con satisfacción, porque sabía la importancia de su argumento, Owen subrayó enfáticamente la superioridad de los dinosaurios sobre otros reptiles. Adrián J. Desmond, en The Hot-Blooded Dinosaurs, escribió: «Literalmente Owen pobló su tierra mesozoica con dinosaurios como una estrategia contra los evolucionistas.»

Con sus maneras autoritarias Owen siguió adelante y declaró que los dinosaurios no se habían desarrollado a partir de un orden más bajo de reptiles, sino que habían sido creados por Dios. Más aún, Dios los había colocado en la Tierra en un tiempo particular del mesozoico porque reinaban condiciones especiales que le eran muy favorables. Debido a la abundancia de grandes reptiles y a la ausencia de todo mamífero de importancia, Owen llegó a la conclusión de que la atmósfera mesozoica era deficiente en oxígeno. Razonó que los reptiles, al ser animales de sangre fría y menos energéticos, requerían menos oxígeno que los mamíferos de sangre caliente. Posiblemente, una «vigorización» de la atmósfera, con más oxígeno, hizo la Tierra inhabitable para los dinosaurios. Ésta parece ser la primera teoría para explicar la extinción de los dinosaurios, aunque, ciertamente, no habría de ser la última.

Hacia el final de su informe, Owen introdujo algunas ideas provocativas sobre el metabolismo de los dinosaurios. «Un observador más precavido, tal vez se hubiera retraído ante tales especulaciones», reconoció Owen, pero él no lo hizo. Los dinosaurios, dijo, es posible que tuvieran una vida más vigorosa que la que se asocia con los reptiles. Su «estructura torácica» indicaba que debieron de tener un corazón con cuatro cámaras, más parecido al de los mamíferos y las aves que al corazón con tres cámaras de reptiles. «Su superior adaptación a la vida terrestre», dijo Owen, era una prueba más de que tenían que «disfrutar de la función de un órgano central de la circulación altamente organizado en un grado bastante aproximado al que ahora caracteriza a los vertebrados de sangre caliente». Ésa era la primera deducción de que, posiblemente, los dinosaurios se habían alzado sobre la típica sangre fría de los reptiles, aunque, ciertamente, no sería la última.

Richard Owen había presentado el primer informe inteligible y generalizado sobre los dinosaurios. Posiblemente sólo un hombre de su arrogancia se hubiera atrevido a sacar tan amplias deducciones de tan pocos huesos, que representaban los restos parciales de no más de nueve géneros de reptiles arcaicos. Sin embargo, cualesquiera que fueran sus motivos, pese a la debilidad de algunas de sus pruebas, aquel día de 1841, Owen «creó» el dinosaurio.

Apropiadamente Owen aisló al dinosaurio y lo separó de la tipificación usual de los reptiles, modernos o arcaicos. Les dio un nombre, aunque «dinosaurio» no sea, hablando estrictamente, una agrupación de animales científicamente reconocida. Casi nada de lo que se sabe sobre ellos parece indicar que constituyan un grupo natural único. Desde el pasado siglo XIX, por el contrario, la mayor parte de los científicos han llegado a la conclusión de que los llamados dinosaurios consisten en dos grupos separados que estaban emparentados muy lejanamente. Estos grupos eran los saurischias y los ornitichias. Como los nombres sugieren, ambos grupos tenían anatomías claramente diferenciadas que posiblemente los hacían no estar más relacionados entre sí de lo que puedan estarlo con otros miembros del árbol genealógico de los reptiles, como los cocodrilos o los pterosaurios.

Conjuntamente, los saurischias y los ornitichias, los crocodílidos y los pterosaurios son miembros de un amplio conjunto conocido como archisaurios. Estos cuatro órdenes se desarrollaron a partir de los más primitivos de ellos, los tecodontes. (De los archisaurios sólo algunos crocodílidos -los aligátores y los cocodrilos del Ganges, así como los auténticos cocodrilos- han sobrevivido hasta la actualidad.) Los archisaurios son descritos diversamente como un superorden o una subclase de los reptiles. Así, el lugar en la naturaleza de cada una de las familias de dinosaurios es como sigue:

Clase reptilia

Subclase archisaurios

Orden saurischia

Suborden pterópodos

Infraorden camosauríos

Familia Tyrannosau ridae

Género Tyrannosaurus

Especie rex.

El Tyrannosaurus rex era un lagártido (saurischia), bípedo (pterópodo), y un animal carnívoro (camosauria). No hay nada que indique que fuese un dinosaurio. Aquellos que encontraron y dieron nombre al Tyrannosaurus rex en Montreal, a principios del siglo actual, están clasificados como sigue:

Clase mammalia

Subclase Eutheria

Orden primates

Suborden antropoidea

Superfamilia hominoidea

Familia hominidae

Género Homo

Especie sapiens.

Los Homo sapiens, los autonominados «hombres sabios», son vertebrados que alimentan a sus hijos con leche procedente de las glándulas mamarias de sus hembras (mamíferos), desarrollan a sus hijos in útero (eutheria), tienen manos y pies con cinco dedos, dotados de uñas en vez de garras (primates), tienen visión dirigida hacia adelante y gran cerebro (antropoidea), poseen extremidades superiores especializadas para la manipulación (hominoidea) y son bípedos para de ese modo poder cazar utilizando armas que sostienen en sus extremidades anteriores.

Pero sólo los más puristas entre los Homo sapiens insisten en cancelar a los dinosaurios de Owen del lenguaje científico y tales puristas son pocos. Además, los dinosaurios (tanto sauriquianos como omitisquianos) comparten una característica que falta en los demás reptiles. Todos se alzan en posición «completamente erecta» con sus patas traseras soportando el peso de cuerpo por detrás. En esto son más parecidos a los mamíferos que a los reptiles. La mayor parte de los restantes reptiles son reptadores, con sus extremidades proyectándose a los lados del cuerpo. Los actuales cocodrilos se colocan en una postura semierecta sólo cuando quieren correr trotando, lo cual no es frecuente. La estructura de los miembros que soportaban a los dinosaurios en su postura erecta les permitió, también, a muchos de ellos, desarrollarse en auténticos bípedos, es decir, a mantenerse de pie sobre sus dos patas traseras. En este aspecto eran muy distintos de los restantes reptiles. Alan Charig, un paleontólogo británico, encuentra en esto «cierta justificación» para el uso del término popular «dinosaurio», para denominar tanto al sauriquiano como al omitisquiano.

Con razón o sin ella los dinosaurios de Owen sobreviven como parte irradicable del idioma. Casi todos los científicos, incluso en sus reuniones más solemnes, se refieren (sin disculparse por ello) a estos fascinantes animales llamándolos dinosaurios. Como se dice que hace el Tribunal Supremo, los científicos leyeron el resultado de la elección y se dieron cuenta de que la nomenclatura arcaica seguía perdiendo ante los siempre populares dinosaurios, por aclamación.

El atractivo popular de los dinosaurios, sea cual sea el término utilizado, quedó demostrado cuando hicieron su debut en el Crystal Palace de Londres, en 1854. Owen también participó en esto, pero principalmente fue obra de un artista cuya imaginación compensó la falta de conocimiento sobre aquellas criaturas.

Después de la primera feria mundial, la Gran Exposición de Obras de la Industria de Todas las Naciones, en 1851, instalada en las cercanías del Hyde Park, su edificio central -una enorme edificación acristalada con estructura metálica, conocida como el Palacio de Cristal- fue desmantelado y vuelto a edificar en las afueras de Londres, en un parque en Sydeham. Se decidió que su planta baja fuera decorada con reproducciones de las bestias prehistóricas que acababan de ser descubiertas. La tarea fue encomendada a un escultor, Benjamín Waterhouse Hawkins. Se trataba, según dijo, de «revivir el mundo antiguo». Trabajando en estrecha colaboración con Owen, Hawkins dio forma con cemento, piedra, ladrillos y hierro a reproducciones de tamaño natural de anfibios, cocodrilos y plesiosáuridos extinguidos, así como a tres dinosaurios a los que dedicó su mayor atención, el Iguanodon, el Megalosaurus y el Modelo de Iguanodon, obra de Waterhouse Hawkins.

Hylaeosaurus.

Con ello Hawkins creó la falsa ilusión de que el hombre moderno sabía más sobre aquellas bestias de lo que en realidad conocía. Sospechosamente, algunas de las reproducciones parecían ranas y tortugas aumentadas de tamaño. El Iguanodon tenía el aspecto de un rinoceronte reptil, pues Hawkins perpetuó el error de Mantell poniendo un cuerno sobre el hocico de aquella criatura. Se representó al Iguanodon y al Megalosaurus como si fueran animales que anduvieran a cuatro patas, pues los científicos aún no habían descubierto su bipedalidad.

Pese a todo, Hawkins celebró con gran orgullo estas reproducciones dando una de las cenas más increíbles en la historia de la ciencia. Las invitaciones fueron escritas en ficticios huesos de las alas del Pterodactyl. Veintiún huéspedes, todos ellos destacados científicos, llegaron al parque en la víspera de año nuevo, la noche del 31 de diciembre de 1853, y tomaron asiento en una mesa engalanada servida en el interior del parcialmente terminado Iguanodon. Owen ocupó la presidencia de la mesa que estaba -¿dónde si no?- en la cabeza del animal. Los reunidos entraron en el año nuevo, el 1854, brindando por Hawkins como si fuese un moderno Pigmalión y la Quarterly Review informó de la fiesta con estilo entusiástico: «Saurios y pterodáctilos, ¿pudisteis soñar alguna vez, en vuestras antiguas fiestas, que una raza por venir que se aposentaría sobre vuestras tumbas… cenaría en honor de vuestros fantasmas, evocados de las profundidades por sus brujos?»

Punch, en un artículo titulado «Diversión en un fósil», ignoraba la naturaleza herbívora del Iguanodon al declarar: «Nos congratulamos de la compañía (de los científicos) en la era en la que vivimos, porque si hubiera sido en un período geológico anterior es muy posible que hubieran ocupado el interior del Iguanodon, pero no para cenar allí.»

Algo más tarde, en ese mismo año, la exposición se abrió al público y los Victorianos acudieron a montones, según un relato de la época «para contemplar los monstruos que poblaron la Tierra antes que Noé». Desde entonces la gente siempre contempló admirada las reproducciones de los dinosaurios. Su fascinación, como observó Hawkins, era «casi romántica en su influencia sobre la imaginación».

En 1868 Hawkins aceptó una invitación de la ciudad de Nueva York para construir una serie de modelos semejantes para su nuevo Central Park. Observando ese «interés casi romántico» por las criaturas extinguidas, los miembros de la comisión encargada de la construcción del parque diseñaron un proyecto para conmemorar a «los enormes peces, las grandes aves, los monstruosos reptiles y los pesados y rudos mamíferos» que habitaron la Tierra antes de que el hombre estableciera «la marca de su preeminencia». Las criaturas prehistóricas debían ocupar una isla situada en el centro de Paleozoic Museum, que tenía que ser edificado en el lado oeste del parque, frente a la calle Sesenta y Tres. Hawkins estableció un taller en el mismo parque y estaba muy ocupado haciendo los moldes y maquetas para las reproducciones cuando todo el proyecto fue desechado por razones de política ciudadana. El equipo de Tammany Hall, de William Marcy ( Boss ) Tweed, no tuvo más que quejas por el proyecto. ¿Quién se creía ser aquel inglés que esperaba llenar un museo con dinosaurios y monstruos por el estilo? Tweed reemplazó a los miembros de la comisión del parque por sus propios hombres que eran escépticos sobre la antigüedad de los dinosaurios a los que se referían sarcásticamente como «especímenes de animales que se dice precedentes del período preadanita». Y aún había algo más, dijo el comisario Tweed: resultaba una locura construir un museo «dedicado totalmente a la paleontología, una ciencia que, pese a ser interesante, es en la actualidad tan imperfectamente conocida como para no justificar un gasto público tan grande para ilustrarla». Se había calculado que el museo costaría 300.000 dólares; en dieciocho meses el equipo de Tweed había gastado ocho millones de dólares procedentes de los fondos públicos, patrocinando empleos a cuatro mil trabajadores en el parque lo que, posiblemente, Tweed debía pensar que era un buen precio para pagar sus votos. Al ver que el museo no le producía beneficio alguno, Tweed lo hizo demoler hasta sus cimientos en 1870. Por su parte, Hawkins continuó trabajando en sus modelos confiando que algunos otros museos se decidieran a adquirirlos. En la primavera de 1871, por orden de los funcionarios de Tweed, los trabajadores del parque entraron en el taller de Hawkins, destrozaron los dinosaurios a martillazos, enterraron los trozos en el parque y se alejaron de allí. Tan sólo unas semanas después de este acto de vandalismo el propio Tweed cayó en desgracia. Fue condenado por fraude y sentenciado a prisión. La mayor parte de los fragmentos de los dinosaurios y de otras criaturas prehistóricas fueron desenterrados cuatro años más tarde, pero, según pudo verse, ya no servían para nada. Algunos «huesos de dinosaurio» deben de estar, aún, enterrados en el

Central Park, como restos de un extinguido aparato político.

¿Por qué los dinosaurios fascinan así a la humanidad? ¿Por qué entre todas las criaturas extinguidas los dinosaurios evocan imágenes tan vividas de la vida pasada? La naturaleza de esta cualidad especial es posiblemente tan difícil de identificar como la fuente de la tradición del dragón.

Uno de los temas principales de la mitología es el héroe, Beowulf, Sigfrido o san Jorge luchando contra un dragón. Es el combate contra fuerzas misteriosas. Cuando el héroe vence matando al dragón, el miedo desaparece. Casi invariablemente el símbolo de ese miedo, de ese terror, es un animal enorme, fundamentalmente un reptil. La gente que dio con huesos gigantes, posiblemente los restos de mamuts o de mastodontes, debe ser perdonada por creer que aquellos huesos podían ser la prueba de la existencia de los dragones. Pero la ciencia del siglo XIX había llevado a muchos a perder su fe en los dragones. Y en su lugar, llenando quién sabe qué nicho psicológico, aparecieron los dinosaurios.

Además, los dinosaurios tienen tanto parecido con los míticos dragones tal y como los describen algunos académicos, que, realmente, inspiraron su leyenda. De acuerdo con los científicos, se trataba de un caso de «memoria racial». Encuentros entre protohumanos y dinosaurios en un pasado remoto debieron de dejar cicatrices indelebles en la psique humana. Pero en la actualidad nadie se toma en serio esta idea. Pese a las películas de dibujos animados y los cómics, ningún tipo de dinosaurio compartió la Tierra con los más remotos antepasados del hombre. Y lo que es más, como señala Daniel Cohén en A Modem Look at Monsters, el concepto de «memoria racial» resulta sospechoso en su conjunto puesto que, pese a que los hombres cazaron al mamut y a otras criaturas elefánticas en Europa y hace tan sólo diez mil años, el folklore europeo no contiene nada que se refiera a los elefantes u otras criaturas semejantes. El descubrimiento de elefantes vivos en África y Asia llegó a los europeos como una sorpresa total

Algunas de las primeras descripciones de los grandes reptiles alimentaron la creencia en el parecido entre dinosaurios y dragones. En 1840, un año antes del informe de Owen, un geólogo británico llamado Thomas Hawkins publicó The Book of Great Sea Dragons, que estaba basado, sin demasiada conexión, en los descubrimientos de Cuvier, Anning, Buckland y Mantell. Las ilustraciones del libro mostraban reptiles monstruosos de la tierra, las aguas y el aire luchando en siniestros paisajes. Esas ilustraciones le recuerdan a un escritor moderno, L. Sprague de Camp, la leyenda de los dragones medievales de tal modo que al verlas, «uno casi espera ver aparecer en escena a un caballero armado de punta en blanco». El libro de los dragones disfrutó de gran popularidad y no le faltaron imitadores.

Paleontólogos e incluso científicos, analistas de la conducta, parecen encontrarse perdidos a la hora de explicar el porqué de la influencia que los dinosaurios ejercen sobre la psique humana. Debe de ser alguna razón elemental puesto que son los niños los que con más facilidad se sienten subyugados por los dinosaurios y a una edad muy temprana. Muchos niños atraviesan una fase que podríamos llamar dinosáurica. Los dinosaurios son enormes y terroríficos, alimentan las fantasías; el tamaño y la ferocidad pueden ser un factor de su popularidad porque los dinosaurios de pequeño tamaño apenas si son mencionados por los niños. Cuanto mayor sea algo, o alguien, mayor impresión causa en la mente de un niño. Y todas esas criaturas fueron reales lo que, al parecer, las hace más terribles y excitantes que las criaturas imaginarias de los cómics, como Black Lagoon o Superman. «Superman no es real -dijo un niño debatiendo la fascinación que un amigo parecía sentir por aquella figura-, pero mi mamá dice que los dinosaurios sí existieron.» Los dinosaurios son, pues, reales pero seguros. Son seguros, inofensivos, porque ya pasaron por completo; quienes no conocen nada más de los dinosaurios recuerdan haberlos visto marchando lentamente por los estériles paisajes de la película Fantasíade Walt Disney y desplomándose para morir, acompañados por la música de Stravinski. La gente parece disfrutar al sentirse un poco asustada, pero a una distancia segura.

John E. Schowalter, profesor de pediatría y psiquiatría en la Universidad de Yale, el Centro de Estudios de la Infancia, se sintió sorprendido hace unos años al ver qué escaso esfuerzo se había hecho para explicar por qué los niños aman y se identifican con los dinosaurios. Realizó una encuesta entre los maestros y maestras de escuelas primarias y guarderías y recogió observaciones de los padres que acudían con sus hijos a su propia consulta psicoterapéutica. Descubrió que la fascinación por los dinosaurios no sólo era algo común, sino también por lo general saludable. Los niños más interesados tendían a ser los más brillantes e imaginativos.

Schowalter llegó a la conclusión de que los dinosaurios jugaban un importante papel en la fantasía de los juegos de los niños que se iban haciendo mayores. En su fantasía, los niños aprendían cómo vérselas con un mundo de gigantes, de adultos. Para los niños, por ejemplo, el feroz Tyrannosaurus rex representaba frecuentemente al padre, mientras que el grande, pero dócil, Brontosaurus representaba a la madre. En un mural de una clase, los niños pintaron una falda en el Brontosaurus. Parecía dar cierta confianza a los niños el saber que los dinosaurios gigantes están ya extinguidos; el antiguo orden cambia, observó Schowalter, y el futuro pertenece a los miembros más pequeños de la generación en crecimiento.

Las fantasías despertadas por los dinosaurios contienen en ellas un deseo de realización completa. A veces, dijo Schowalter, un niño se identifica con el más agresivo de los dinosaurios y aterroriza a los otros niños. Otro tema que se da con frecuencia es uno en el cual el hijo salva a las figuras de los padres de dinosaurios hostiles, con lo cual los protege y se eleva sobre ellos simultáneamente. Un niño trata repetidas veces de derrotar y expulsar a un dinosaurio dominante, pero siempre fracasa. Según Schowalter sólo cuando se afirma más en la vida real, en el hogar, y no sufre represalias, se atreve algunas veces a modificar la fantasía para que termine en su favor.

Los dinosaurios les ofrecen a los niños una temprana oportunidad para triunfar sobre sus iguales y sobre los adultos. Los niños aprenden a pronunciar los difíciles nombres de los dinosaurios, algo que no les resulta fácil a muchos adultos, y se aprenden de memoria sus más importantes características. Armados con ese bagaje se sienten prestos a abalanzarse contra quienes tienen un dominio inferior sobre tales conocimientos. Esto hace que el niño sea alabado y tomado en serio frecuentemente. Es posible que sea la primera ocasión en la que el niño experimenta una sensación de haber logrado alcanzar la madurez intelectual.

En la infancia y posteriormente los dinosaurios inspiran admiración, una admiración que espolea la imaginación. Arthur C. Clarke, el escritor de ciencia-ficción, recuerda que siendo un niño iba con su padre en un coche tirado por un pony. «Abrió un paquete de cigarrillos y me alargó el cromo que había en su interior. Pertenecía a una serie sobre animales prehistóricos -escribe Clarke-. A partir de ese momento me sentí subyugado por los dinosaurios, coleccioné todos los cromos que pude conseguir sobre el tema y los utilicé en clase para ilustrar pequeñas historias de aventuras que les contaba a los otros niños de la escuela del pueblo. Es posible que ésos fuesen mis primeros pasos en la ficción… Hasta estos días conservo mi fascinación por los dinosaurios y, ansiosamente, miro hacia el futuro, hacia el tiempo en que los ingenieros genéticos recreen el Tyrannosaurus.»

Resulta evidente que los dinosaurios satisfacen una necesidad humana de misterio y aventuras. Su atractivo puede ser tan simple -o tan complejo- como eso. Vivieron en un tiempo tan lejano en el pasado que sólo puede ser imaginado a través de algunas de las más notables aventuras de la mente. En su mayor parte fueron gigantescos y bizarros, sin parecerse en nada a cualquier otra especie existente antes o después. Y cuando se extinguieron y no quedó ni uno solo de ellos dejaron tras sí el insondable misterio de su destino y su suerte. Ahora que la ciencia trata de modo tan diligente de explicarlo y cuantificarlo todo, resulta alentador el que se haya dejado algo para la imaginación.

Los dinosaurios, también, entraron en la conciencia humana en un momento propicio: cuando el hombre estaba comenzando a contemplar el tiempo y la vida a una escala que excedía con mucho a la fe tradicional. Los dinosaurios no sólo ofrecieron materia espectacular para la teoría científica sino que, más que los trilobites, las ammonitas y los perezosos gigantes, hicieron popular el viaje mental de regreso a los tiempos remotos. Los dinosaurios llegaron para compendiar la vida prehumana. Y el ser humano, pese a sus preocupaciones cotidianas, tiene una permanente curiosidad tanto por el pasado como por todo aquello que lo rodea en el presente, en la tierra y más allá. Está buscando, desde siempre, el conocer cuál es su lugar en la naturaleza y en el cosmos, incluso a riesgo de llegar a sentirse humillado por sus conocimientos.

En su libro Huntingfor Dinosaurs, publicado en 1969, Zofia Kielan-Jaworowska, una eminente paleontóloga polaca, escribió:

Ningún científico familiarizado con la aventura intelectual de estudiar animales de un pasado remoto, tendrá la menor vacilación en afirmar que el viajar millones de años en el pasado, que es lo que significa el estudio de la paleontología, resulta mucho más fascinante que el más exótico de los viajes geográficos que estamos en condiciones de realizar en la actualidad. El estudio de animales que vivieron en la Tierra hace millones de años no es, simplemente, el estudio de su anatomía, sino en primer lugar, y sobre todo, un estudio del transcurso de la evolución en la Tierra y de las leyes que la gobiernan.

Todos los sistemas filosóficos desarrollados por el hombre fueron siempre antropocéntricos, con las trágicas consecuencias para la humanidad que todos conocemos a través de la historia y las que estamos sufriendo en la actualidad. El estudio de la evolución de animales que habitaron la Tierra durante millones de años y el compararla con la historia de la humanidad -tan breve a escala geológica- coloca la posición del hombre en el mundo de los seres vivos en su auténtica perspectiva y ayuda a contrarrestar las ideas antropocéntricas.

De todos los animales prehumanos, las criaturas a las que Owen llamó dinosaurios, y que Hawkins revivió en piedra, se hicieron irresistibles para el público y, también, para un número cada vez mayor de científicos. Éstos pasaron a dedicarse al gran juego de los cazadores de fósiles en la última mitad del siglo XIX y entraron, en pleno siglo XX, en la propia era mesozoica de la paleontología, cuando gigantes vagan por el mundo en busca de huesos y a veces sus choques territoriales e intelectuales resuenan por sus tierras.