11. TIEMPOS ARDIENTES Y SANGRE CALIENTE

Ya bien entrada la noche, en un día de agosto de 1964, John Ostrom y su ayudante Grant E. Meyer recorrían una ladera en el sur de la Montana central, cerca de la ciudad de Bridger. Se trataba de una pradera, campos de yerba interrumpidos por lugares erosionados y situados entre colinas de pinos y enebros. Ostrom y Meyer estaban organizando la tercera expedición de la Universidad de Yale que tenía como objetivo la recogida de restos fósiles de vertebrados de principios del cretáceo. Ostrom llamaba a ese período la zona en tinieblas de la vida en el mesozoico. Debido a la rareza de depósitos terrestres de aquella época y a la escasez de fósiles con los que trabajar, los paleontólogos tenían problemas en determinar modelos del cambio evolutivo que debió de ocurrir en aquel intervalo de veinticinco millones de años. Para rectificar esa situación, Ostrom había reconocido y explorado la mayor parte de los estratos del cretáceo primario expuestos a lo largo de los flancos de las montañas que se alzan en el norte de Wyoming y el sur de Montana. Él y su equipo de científicos y estudiantes habían atravesado e inspeccionado unos 1 500 kilómetros de afloramientos, cavando acá y allá y encontrando esqueletos de especies animales hasta entonces desconocidas, algunas de las cuales eran dinosaurios. Ostrom y Meyer acababan de examinar un lugar que pensaban convertir en sede de excavaciones al año siguiente e iban a lo largo de la ladera, de un terraplén erosionado a otro; se habían alejado ya unos setecientos metros del lugar elegido cuando vieron las garras que sobresalían de la fiera.

«Los dos estuvimos a punto de rodar por la pendiente, en nuestro apresuramiento por llegar al lugar -recuerda Ostrom-. Frente a nosotros, claramente reconocible, había una gran parte de una mano, con largas garras, que sobresalía de la superficie. Mi equipo no la había advertido y eso que vimos las huellas de sus pisadas a escasos metros de allí.»

Aquellos huesos habían estado allí años y años sin ser reconocidos. Ostrom estaba en condiciones de afirmarlo así como consecuencia de la observación de las huellas dejadas por la climatología. También pudo afirmar que aquella mano era algo poco corriente. «Supe ya, por los fragmentos que salían a la superficie, que aquello era lo más importante que habíamos descubierto hasta entonces», dijo.

Ostrom y Meyer se pusieron a cuatro patas, apoyados en las rodillas y las manos y empezaron a apartar la tierra que rodeaba a los fósiles. Como no esperaban poder excavar más ese día, habían dejado ya sus picos, palas y cinceles en el camión, pero a impulsos de su excitación y entusiasmo hicieron todo lo que fueron capaces con sus navajas. Mientras lo hacían, comprendieron lo que debió de significar la recuperación de un viejo tesoro perdido.

En cuestión de minutos pusieron al descubierto otras partes de aquella mano. Los diversos huesos de los dedos tenían la longitud aproximada de los dedos de un ser humano adulto. Las garras eran largas y afiladas. Ostrom y Meyer habían encontrado una poderosa mano con tres dedos prensiles. También hallaron algunos dientes, los dientes afilados, de sierra, de lo que friera un carnívoro.

Al día siguiente regresaron provistos de otras herramientas más útiles que sus navajas, y los dos paleontólogos continuaron excavando hasta hacer un descubrimiento aún más excitante: los huesos perfectamente conservados de un pie. Se lo quedaron mirando llenos de sorpresa. En todos los demás dinosaurios carnívoros los pies traseros son, por lo general, de forma parecida a los de las aves, con tres dedos principales y uno más pequeño en la parte interior o en la posterior del pie. Por lo general, esos tres dedos principales son iguales de forma, con el central algo más largo y los otros dos iguales entre sí en longitud y divergentes del central. Es decir, en conjuntos semejantes a los de las aves. Pero el pie de la criatura que ellos habían encontrado difería del plan básico general. El dedo externo y el medio tenían la misma longitud y el más interno de los dedos principales salía hacia friera «como un pulgar hinchado», dijo Ostrom. Y efectivamente era como un «pulgar». Este dedo interior era más largo que los demás y en lugar de tener una corta garra puntiaguda y triangular como los otros, estaba dotado de una garra larga y delgada con la forma curvada de una hoz. Ostrom jamás había visto antes nada comparable a aquella terrible garra, pero podía imaginarse bien el uso que el animal debió de hacer de aquel instrumento que, ciertamente, expresaba el carácter y la vitalidad de su dueño. Para aquella criatura que vivió hace más de ciento veinticinco millones de años, Ostrom pensó el nombre de Deinonychus, que significa «garra terrible».;

El Deinonychus es el más notable de los dinosaurios hasta ahora descubiertos. Casi todo lo relacionado con ese animal, sus brazos y piernas, sus terribles garras y su cola rígida, fue pronto presentado como prueba A de la existencia de los dinosaurios rápidos, ágiles y dinámicos de Bakker. La evidencia, según la vieron muchos paleontólogos, parecía abrumadora, pero el debate subsiguiente polarizaría la paleontología de los dinosaurios. ¿Formaban éstos un grupo de animales de sangre caliente tal y como lo son las aves y los mamíferos? ¿Era su metabolismo más parecido al de los mamíferos que al de los reptiles, lo que les daba capacidad para vivir una existencia más activa? Ostrom, en su examen inicial del Deinonychus, comenzó a sospechar que ése podía ser el caso. Pero la idea, en sí, contradecía el punto de vista tradicional que presenta a los dinosaurios como criaturas tan perezosas y lentas como los reptiles, basándose en su anatomía ósea, que parece indicar que debieron de ser animales de sangre fría. Los reptiles modernos son animales de sangre fría, los dinosaurios eran reptiles y, por consecuencia, los dinosaurios teman que haber sido, igualmente, animales de sangre fría. Esta deducción lógica no fue discutida seriamente hasta que una nueva generación de paleontólogos empezó a contemplar a los dinosaurios, en especial al Deinonychus, bajo un nuevo ángulo. Durante un período de tiempo demasiado largo los paleontólogos parecieron ciegos con respecto a los atributos no reptiles de los dinosaurios. Sólo porque un determinado animal fósil sea integrado en una clase particular no debe deducirse que posee todas las características y atributos de los miembros modernos de esa clase.

John Ostrom, que entonces tenía treinta y tres años, hizo un breve comunicado en los periódicos, hacia el otoño de 1964, en el que llamaba a esos fósiles «un sorprendente descubrimiento», pero se abstuvo de ir más allá en sus afirmaciones. Primero tenía que dar nombre al animal y apreciar su verdadera importancia Ostrom y sus asociados regresaron al lugar de los hallazgos durante los dos veranos siguientes. Cavaron con mayor profundidad en las laderas de la pelada colina de Montana, un montículo de sesenta metros de altura con el aspecto de un cucurucho de helado que empezara a derretirse en su base. Cavaron intensamente hasta recuperar más de un millar de huesos que representaban, al menos, a tres animales, cada uno de los cuales era un Deinonychus. Siguieron tres años más de trabajo para reconstruir los esqueletos y realizar otros análisis en el laboratorio de Ostrom en el Museo Peabody.

En su calidad de licenciado por la Universidad de Columbia en la década de 1950-1960, Ostrom se había preocupado de la fisiología de los dinosaurios. Recuerda haber hablado con su consejero Edwin Colbert sobre la posibilidad de que la fisiología de los dinosaurios no coincidiera en absoluto con la de los modernos reptiles, sino que tuviera mucho más de mamífera. Posiblemente hasta ahora nadie sabe más de los dinosaurios que Colbert, pero su actitud con respecto a nuevas ideas sobre las vidas de esos animales es conservadora, en términos generales. En sus cuatro años de investigación previa había leído mucho sobre tales ideas, muchas de las cuales parecían como caídas del cielo y que, finalmente, terminaban tal como habían llegado: en nada. Por otra parte parecía imposible que los fósiles pudieran ofrecer claves más decisivas sobre la fisiología de los dinosaurios. El Deinonychus empezó a hacer cambiar los puntos de vista de Ostrom, aunque quizá no los de Colbert. En esos animales, Ostrom encontró razones para afianzarse en lo que había previsto ya en sus tiempos de estudiante posgraduado.

Al examinar los esqueletos, Ostrom llegó a la conclusión de que el Deinonychus era relativamente pequeño, en relación con otros dinosaurios y, además, también más ligero. Tenía una altura de un metro y medio aproximadamente y desde el hocico hasta la punta de la cola debía de medir dos metros y medio. A juzgar por los huesos de sus extremidades y por sus vértebras, el animal en plenitud de su crecimiento no debía de pesar más de ochenta kilos. A juzgar por sus dientes era un carnívoro, y así fue clasificado con los dinosaurios saurisquianos, el mismo suborden que los Tyrannosaurus. La estructura de las extremidades delanteras y de las manos mostraba claramente que el animal era forzosamente un bípedo y que no podía, en ningún caso, marchar a cuatro patas aunque hubiese querido hacerlo. Al igual que muchos otros reptiles, el Deinonychus tenía una cola larga en relación con su longitud total, aproximadamente la mitad de ésta, pero, además, la cola terna una característica totalmente distinta a todo lo que Ostrom había visto hasta entonces. En su entera longitud la cola estaba como encajada en unos canutos óseos y paralelos, que no eran más que tendones osificados, como los que Dollo había hallado en los Iguanodontes belgas. Al principio, esto extrañó y llevó a error a Ostrom, hasta que se dio cuenta de que una cola rígida, que presumiblemente resultaba posible debido a las «varillas» osificadas, debía de haber sido muy importante para el Deinonychus. Tal y como Ostrom se la representaba, aquella cola rígida podía ser movida hacia arriba y hacia abajo, hacia los lados y girando como las manecillas de un reloj. La cola, concluyó, era utilizada como un estabilizador dinámico, una especie de contrabalance o de equilibrador necesario para un animal bípedo muy activo y móvil. Eso, y otras evidencias halladas en el esqueleto, le indicaban a Ostrom que la postura de aquel bípedo era mucho más parecida a la de un avestruz, con el tronco mantenido casi en posición horizontal, el cuello curvado hacia arriba y la cola surgiendo recta por detrás. «En mi opinión -escribió Ostrom en 1969-, ésta resultaba una postura de aspecto mucho más natural que la postura del canguro, con la que se suele ilustrar generalmente a otros dinosaurios carnívoros, como el Allosaurus o el Tyrannosaurus.» Añadió que si el esqueleto de esos gigantes hubiese estado tan bien preservado como los del Deinonychus, los científicos probablemente hubiesen podido observar que también ellos tenían con frecuencia sus colas levantadas y las utilizaban como contraequilibrio rígido, más que dejarlas arrastrar por el barro. Otros paleontólogos, al interpretar gráficamente a los dinosaurios, ya habían prescindido de aquel tipo de colas que se arrastraban por el suelo, lo cual nunca favoreció la reputación del dinosaurio.

Si el Deinonychus andaba y corría sobre sus dos extremidades traseras esto hacía más notable aún la presencia de la terrible garra, una especie de espolón curvo, en cada pie. Podía esperarse esa especie de garra en una mano prensil, razonó Ostrom, pero no en el dedo de un pie que está en contacto con el suelo, lo cual hacía muy posible que se rompiera o despuntara, incluso que hiriera a su propio dueño y lo dejara indefenso. Cada una de esas garras sobresalía unos diez o doce centímetros, ciertamente un arma defensiva de gran eficacia que, posiblemente, también podía ser utilizada para dar muerte y descuartizar a sus presas. «El sentido común nos dice que una hoja curvada como una hoz, afilada y fina sirve para cortar o desgarrar y no para excavar, subirse a los árboles o facilitar el desplazamiento en tierra», dijo Ostrom. Pero ¿cómo manejaba el animal esa arma tan letal? ¿Cómo la protegía cuando corría? A esta última cuestión los fósiles parecían ofrecer una respuesta directa. Las dos principales articulaciones del dedo interno, el que poseía la garra en cuestión, resultaban excepcionales en el sentido de que permitían que la garra pudiera ser alzada y desplazada hacia arriba y hacia atrás, con lo que se lograba separarla del suelo. Las articulaciones de los otros dedos de las patas traseras no eran retráctiles. La respuesta a la otra pregunta, la de cómo utilizaba el animal la garra, llevó a Ostrom a interpretaciones que señalan la importancia del Deinonychus para los paleontólogos revisionistas.

«A nadie nos sorprende ver cómo un águila o un halcón golpean con sus espolones al saltar o se mantienen de pie sobre una pata y golpean con el espolón de la otra -escribió Ostrom explicando su razonamiento y cómo se apartaba de la interpretación corriente de la conducta de los dinosaurios-, pero resulta ridículo imaginarse a un lagarto o a un cocodrilo (o cualquier otro de los modernos reptiles) irguiéndose sobre sus patas traseras para lanzarse al ataque,

simplemente porque los reptiles son incapaces de tan complicadas maniobras, de esos juegos de equilibrio tan delicados, por falta de agilidad, como también son incapaces de una actividad tan exigente metabólicamente. Como sabemos, los reptiles son animales lentos y perezosos que se arrastran o permanecen inactivos la mayor parte del tiempo.»

La garra en forma de hoja de hoz requería del Deinonychus que hiciera precisamente lo mismo que el águila o el halcón, es decir, que atacara con uno o con ambos pies a la vez. Eso no tiene nada que ver con el andar o el correr o el permanecer de pie, pero podía explicar la utilidad de la cola como elemento equilibrador. Sugiere, además, la existencia de una bioenergía impropia de un reptil que resultaba necesaria para poder mantener una lucha de ese tipo. Ostrom llegó a la siguiente conclusión:

«Esa criatura debía de estar de pie o saltar sobre un pie u otro mientras golpeaba con el opuesto. Tal equilibrio y agilidad son desconocidos en cualquiera de los actuales reptiles vivos.»

El examen de los brazos y de sus largas manos prensiles parecen haber reforzado la opinión de Ostrom de que el Deinonychus era un depredador valiente e inteligente. La articulación de la muñeca giraba para permitir que las manos se volvieran una hacia la otra. De ese modo el animal podía sujetar la presa con las manos y trabajar con ambas en conjunción. Eso es algo que sólo pueden hacer los seres humanos y algunos otros mamíferos. El Deinonychus y algunas especies emparentadas con él eran los únicos dinosaurios que, por lo que se sabe, tuvieron esa especial movilidad de las muñecas.

Ostrom hizo pública en 1969 la descripción e interpretación de este dinosaurio tan poco corriente. Bob Bakker, que estuvo con Ostrom en calidad de miembro estudiante en la expedición de 1964, había anticipado y adornado muchos de los argumentos de Ostrom en su artículo de 1968 sobre la superioridad del dinosaurio. Pero él no era más que un joven inexperto cuyos puntos de vista podían ser ignorados por la paleontología oficial. Por el contrario, Ostrom no podía ser ignorado. Era un miembro cualificado del establishment, catedrático de Yale y director de la sección de paleontología de los vertebrados en el Museo Peabody. La resonancia de los informes de Ostrom de 1969 sobre el Deinonychus y el metabolismo de los dinosaurios aún continúa teniendo eco en los estudios sobre el dinosaurio.

En un informe en el Bulletin del Museo Peabody, Ostrom resume las consecuencias que pudo deducir de los esqueletos que había descubierto en Montana. Escribió:

«El pie del Deinonychus es, posiblemente, la prueba más reveladora, desde el punto de vista anatómico, de los hábitos de los dinosaurios en el sentido de que éstos debieron de ser cualquier cosa, pero no “reptiles” en su conducta, en sus reacciones y en su forma de vida. Este dinosaurio tuvo que ser un animal de carrera rápida, altamente predador, extremadamente ágil y muy activo, sensible a muchos estímulos y rápido en sus reacciones de respuesta. Esto, a su vez, indica un nivel de actividad poco corriente para un reptil y sugiere la existencia de un ritmo metabólico alto. Las pruebas en favor de esa teoría radican principalmente, aunque no de modo exclusivo, en el pie.»

Ostrom presenta de nuevo la cuestión del metabolismo de los dinosaurios, incluso de modo más explícito y fuerte, en un escrito presentado ese mismo año en Chicago, en la Primera Convención Paleontológica Americana. Antes de presentarlo se sentía nervioso, pues sabía perfectamente que lo que iba a decir sería motivo de controversias, como así fue. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que Ostrom había sido el más provocador de todos los oradores. El título de su trabajo, «Terrestrial Vertebrates as Indicators of Mesozoic Climates», no indicaba en modo alguno lo radical de su mensaje.

Es bien sabido, observó Ostrom, que los peces, los anfibios y los reptiles modernos son lo que se ha dado en llamar animales de sangre fría. El término «sangre fría», más utilizado por el lego que por el científico, no tiene nada que ver con la temperatura de la sangre en sí. Más bien significa que la temperatura del animal fluctúa de acuerdo con la del ambiente que lo rodea. El animal de sangre fría carece de un mecanismo interno que le permita elevar o descender su temperatura muy por encima o por debajo de la ambiental. La mayor parte de los reptiles están inactivos en el frío de la noche y tienen que esperar a que salga el sol para calentarse y conseguir energías para la caza cotidiana. Puesto que su principal fuente de calor es externa, los reptiles y otros de los llamados animales de sangre fría son, para ser más exactos en la terminología, ectotermos. Cuando los ectotermos comienzan a estar demasiado calientes, tienen que buscar la sombra; siempre dependen de la temperatura y deben actuar de acuerdo a sus fluctuaciones. En contraste, los animales de sangre caliente, mamíferos y aves, tienen mecanismos internos de regulación de la temperatura corporal, que mantienen ésta a aproximadamente el mismo nivel, con independencia de las condiciones externas. Estos animales son conocidos como endotermos. Los seres humanos, salvo en casos de enfermedad, mantienen una temperatura de 37,1 grados centígrados o lo que es lo mismo de 98,4 grados Fahrenheit. La mayor parte de los otros mamíferos operan a temperaturas comparables, mientras que las aves tienen, por lo general, temperaturas algo más elevadas, en torno a los 40 grados centígrados. Muchos endotermos sudan y jadean para ayudarse a rebajar la temperatura y mantenerse frescos o tienen capas de pelo o de plumas para evitar la pérdida del calor corporal. Pero el mecanismo principal de la endotermia es un metabolismo básico elevado: todas las células vivas generan una pequeña cantidad de calor como producto secundario de los procesos químicos que se dan en su interior, y en los mamíferos y las aves ese proceso, conocido como metabolismo, es al menos cuatro veces superior en actividad a los ectotermos de cuerpo y temperaturas comparables. Como consecuencia los endotermos pueden ponerse en acción en casi cualquier condición climatológica, mientras que los ectotermos están gravemente influenciados y limitados por las condiciones ambientales que los rodean. Es esta dependencia climática de los ectotermos, dijo Ostrom, la que hace a estos animales muy útiles para la interpretación paleoclimatológica. Éste era el punto de partida sobre el que basaba su interpretación.

Si los dinosaurios eran ectotermos, de acuerdo con las anteriores presunciones, entonces los millones de años durante los cuales vivieron debieron de ser tiempos de un clima suave a extensión mundial. Sólo en un medio ambiente suave y equilibrado, sin grandes altibajos, esos reptiles pudieron haber prosperado en tal número y en lugares que al parecer se extendían por toda la Tierra, hasta el límite de las regiones polares. Se puede presumir que no hubieran soportado cambios estacionales extremos. Sin embargo, aunque el hallazgo de polen y de fósiles invertebrados tiende a apoyar la idea de que el mesozoico se caracterizó por una climatología suave, Ostrom arguye que los paleontólogos no deben recurrir a los dinosaurios para corroborar esa evidencia.

Afirmó que los dinosaurios son inútiles como indicador termal, porque hay motivos para cuestionar la presunción de que su metabolismo era reptiliano, es decir, su ectotermia. Arrojando el guantelete, Ostrom declaró:

«Hay pruebas considerables e impresionantes, si no decisivas, de que muchos tipos de los antiguos reptiles se caracterizaban por poseer un nivel de metabolismo comparable al de los mamíferos o las aves.»

El análisis que hace Ostrom del Deinonychus le dio mayor conciencia del significado potencial de la postura de los dinosaurios. Éstos no se desplazaban arrastrándose, como hacen los reptiles que aún sobreviven; algo que los científicos siempre notaron desde los tiempos de Huxley, pero de lo que no han sabido o querido sacar las debidas consecuencias. El Deinonychus y, aparentemente, muchos otros dinosaurios, al igual que hacen los bípedos o los cuadrúpedos, se mantenían erectos con los pies directamente bajo el cuerpo y no extendidos y despatarrados por fuera de él como es característico en los reptiles actuales. Ningún ectotermo vivo tiene una postura semejante. Si fuera así estarían en condiciones de correr con mayor rapidez y recorrer mayores distancias de lo que lo hacen. Al menos algunos dinosaurios eran ligeros de pies. Las largas extremidades del Deinonychus, y de algunos otros dinosaurios, a deducir de lo que indican sus fósiles, fueron rápidos corredores. «La evidencia parece indicar -dijo Ostrom- que la postura y la locomoción erectas probablemente no son posibles sin un metabolismo elevado y una alta y uniforme temperatura corporal.» Con ello no afirma claramente que los dinosaurios fueran animales endotermos. Podían haber sido, también, homeotermos, es decir, capaces de mantener una temperatura corporal constante por cualquier otro método, externo o interno. Tanto si eran homeotermos como, posiblemente, endotermos, afirma Ostrom, lo cierto es que los dinosaurios fueron unos animales extremadamente activos y extraordinarios cuyos mecanismos bioenergéticos los apartaban al parecer del mundo de los reptiles corrientes.

Muchos paleontólogos encontraron inaceptable la idea de que los dinosaurios fuesen animales de sangre caliente. Otros, por el contrario, la encontraron liberadora puesto que ofrecía un modelo de fisiología del dinosaurio que podía explicar su prolongado éxito y, posiblemente, incluso su extinción. Los debates entre los científicos se han extendido durante años sobre la cuestión de si los dinosaurios pudieron ser ectotérmicos o endotérmicos, algo intermedio, o, quizá, algo completamente distinto.

La reconstrucción de la fisiología térmica de los animales extinguidos no es asunto fácil. En los fósiles no hay nada que aporte información sobre cómo regulaban los dinosaurios la temperatura de sus cuerpos. Es inútil pensar que algún valiente científico pueda atreverse a colocar un termómetro bajo la lengua de uno de ellos. Todas las pruebas aportadas en favor o en contra de la hipótesis endotérmica están derivadas de las deducciones científicas extraídas de los huesos de los dinosaurios. Los resultados han sido sorprendentes. Distintas interpretaciones de los mismos huesos producen hipótesis y suposiciones en conflicto.

La observación microscópica de los huesos del dinosaurio aporta pruebas que parecen apoyar las ideas de Ostrom. Ya en 1957 los paleontólogos se mostraron extrañados cuando encontraron en los huesos de los dinosaurios los modelos característicos de un extenso sistema de conductos de Havers, una red de delgados vasos sanguíneos penetrantes destinados a aportar al tejido óseo cantidad abundante de sangre rica en nutrientes. Estos huesos con conductos de Havers son capaces de un crecimiento rápido y son indicadores, además, de la existencia de un nivel de metabolismo elevado. En 1968, Armand de Ricqles, un anatomista y paleontólogo de la Universidad de París, comenzó a informar de los resultados de estudios más detallados de los tejidos óseos y llegó a la conclusión de que aquel denso tejido de conductos de Havers indicaba «niveles de intercambio de fluidos hueso-cuerpo que, al menos, se aproximaban al de los grandes mamíferos vivos en la actualidad». Esto, en principio, parece ser la prueba más directa que sugiere, como dice Ricqles, «altos niveles de metabolismo y, en consecuencia, la endotermia entre los dinosaurios».

Pero estudios más recientes arrojan dudas sobre la fiabilidad de ese tipo de pruebas. Los conductos de Havers no son una propiedad exclusiva de los animales endotérmicos, sino que está presente en algunas especies de tortugas y cocodrilos. Tampoco es una característica endotérmica uniforme, pues está ausente en muchos mamíferos y aves pequeñas. Ese tipo de estructura ósea parece más bien relacionada con el ritmo de crecimiento del cuerpo que con la endotermia.

Ostrom continuó basando su caso en el hecho de que la postura erecta y el modo de andar que de ella se deriva sólo se da en animales endotérmicos, mamíferos y aves. Pero reconoce que las críticas que se le hacen tienen un punto de razón cuando arguyen que no existe una relación de causa-efecto entre la postura y la fisiología, ni nunca fue establecida. Sin embargo, insiste, «la correlación entre postura y endotermia o ectotermia es, virtualmente, absoluta y seguramente no se trata de una mera coincidencia». Adelanta otra línea de evidencia indirecta relacionada con la postura erguida. Citando las investigaciones de Roger S. Seymour, un zoólogo de la Universidad de Adelaida, en Australia, Ostrom observa que la mayor distancia vertical entre el corazón y el cerebro de un animal requiere una presión sanguínea mayor. La presión sanguínea de la jirafa es doble de la del ser humano. En el caso del Brachiosaurus, para tomar un ejemplo extremo entre los dinosaurios, la distancia entre el corazón y el cerebro era de aproximadamente seis metros. Para bombear sangre a esa distancia, e incluso a otras notablemente menores, en un animal con postura erguida, dice Ostrom, se requeriría un corazón de cuatro ventrículos, muy avanzado, lo que constituye una característica de los animales endotérmicos. Owen, en 1841, se preguntó si no era posible que los dinosaurios hubieran tenido un corazón de cuatro ventrículos, pero no siguió investigando en este sentido. Los cocodrilos tienen una versión imperfecta de este corazón de cuatro ventrículos, lo que parece indicar que no puede desecharse esa versión en los saurios primitivos. La distancia cerebro-corazón no prueba que los dinosaurios fueran endotermos, como observa Seymour, pero ayuda a pensarlo así el hecho de que muchos de ellos tenían necesidad -y por lo tanto dispusieron de él- de un corazón y un sistema circulatorio capaz de mantener una fisiología endotérmica.

En contraste con las precavidas deducciones de Ostrom y sus concesiones a la crítica, su antiguo estudiante Robert Bakker afirmó simplemente que el caso en favor de la endotermia de los dinosaurios era decisivo. A los normales argumentos en favor de la endotermia añadió uno nuevo y bastante ingenioso: la relativa abundancia de presas entre los dinosaurios en relación con los dinosaurios depredadores.

Los animales de sangre caliente pagan un alto precio por el metabolismo que los mantiene en un estado constante de disposición a la acción. Tienen que comer más y eso significa tener que pasarse más tiempo pastando o cazando. Un león consume su peso en alimentos cada siete o diez días, mientras que el dragón de Komodo, un lagarto carnívoro, come su peso en alimentos sólo cada sesenta días. Esto significa que una determinada cantidad de carne podrá alimentar a un mayor número de carnívoros ectotérmicos que endotérmicos. Consecuentemente Bakker estableció la relación entre las poblaciones de presas y de carnívoros depredadores, tal y como se mostraba en los fósiles de finales del cretáceo. Examinando varias colecciones de fósiles, separando los predadores de sus presas por los dientes y maxilares y calculando el probable peso del cuerpo, Bakker intentó determinar el porcentaje de predadores en la totalidad de población fósil. Un pequeño porcentaje de predadores significaría que habían tenido un buen apetito endotérmico. En la actualidad, en algunos hábitats africanos los predadores constituyen tan sólo entre el uno y el seis por ciento de la población animal en su totalidad. Para los dinosaurios, a deducir de las muestras fósiles, Bakker encontró que los predadores representaban entre el uno y tres por ciento del total. La relación presa-predador de los reptiles premesozoicos, que eran indiscutiblemente ectotérmicos, alcanzaba entre el treinta y cinco y el sesenta por ciento.

Esos datos se convirtieron en la base fundamental de la campaña, cada vez más agresiva, de Bakker, en favor de la endotermia de los dinosaurios. Para 1975 había abandonado Yale y trabajaba en la preparación de su tesis doctoral en Harvard. Presentó su defensa de la endotermia de los dinosaurios en un artículo publicado en Scientific American que tituló «Dinosaur Renaissance», o sea «El renacimiento del dinosaurio», en el cual afirmó: «Las relaciones predador-presa son instrumentos muy poderosos y útiles para la paleofisiología porque son los resultados directos del metabolismo de los depredadores.» En ese mismo año un colega de Harvard, Adrián J. Desmond, un historiador de la ciencia, publicó The Hot-Blooded Dinosaur y, para disgusto de los paleontólogos más conservadores, el público en general que se sumó al animado debate tendía a alinearse al lado de Bakker y los defensores de la sangre caliente. La gente gustaba de ver a los dinosaurios como animales vitales, llenos de energía y actividad y no languideciendo perezosamente. Bakker, que es un dibujante muy bien dotado así como un paleontólogo provocador, retrató a dinosaurios que no yacían idílicamente, sino que eran corredores rápidos, feroces cazadores que daban caza a pequeños mamíferos para su desayuno o se enfrentaban unos a otros luchando con la ferocidad de leones. Ésos eran los «dinosaurios nuevos y mejorados».

Mientras tanto, Ostrom había modificado y cualificado su postura en relación con la endotermia de los dinosaurios. Pese a que fue él quien facilitó el material para el debate, dio marcha atrás ante una confrontación a la que Bakker estaba añadiendo demasiado combustible. Él y Bakker eran tan distintos en espíritu como en el lenguaje que utilizaban en su discurso científico. Ostrom elegía sus palabras con cuidado, atemperando las hipótesis audaces con concesiones que reconocía cuando las pruebas no eran concluyentes; Bakker manejaba sus pruebas materiales con destreza y capacidad, ascendiendo en un crescendo que en ocasiones era menos científico que polémico. En esta vena llegó a declarar en cierta ocasión: «Necesitamos dinosaurios endotérmicos, los exige la teoría de la evolución y los datos empíricos confirman que existieron.» Bakker necesitaba establecer la endotermia de los dinosaurios para reforzar su teoría que explicaba la ascendencia de los dinosaurios sobre los mamíferos en el mesozoico, suspendiendo su evolución en tanto que estos últimos tuvieron que competir con los dinosaurios. En la mente de Bakker sólo animales endotérmicos muy activos podían mantener la «superioridad» de los dinosaurios en el mesozoico. La mayor parte de los paleontólogos se opusieron a gran parte, o a la totalidad, de lo que Bakker creía y retrocedieron ante la retórica emocional cuando el debate inflamó a la ciencia en la década de los setenta.

Ostrom no había cambiado su opinión sobre el ágil Deinonychus o sobre la vitalidad de muchos otros dinosaurios; la garra, la cola y su locomoción erecta y bípeda parecían seguir siendo una prueba evidente e indiscutible en favor de su gran nivel de actividad. Pero Ostrom no podía ir tan lejos, basándose sólo en esas pruebas, como para unirse a Bakker en sus arrasadoras generalizaciones sobre la biogenética de los dinosaurios y su superioridad. «Si Bakker se hubiese movido con mayor cautela, hubiéramos encontrado menos ardor y una mejor acogida -diría Ostrom en 1983-. Nunca me fue posible convencerle de que la exposición mesurada siempre es superior a la exposición exagerada.» Además, Ostrom tenía razones personales. «Me sentía preocupado por mi reputación profesional -dijo-. La gente sabía que Bakker había sido uno de mis estudiantes. Nos ponían en el mismo carro y decían que Ostrom y Bakker abogaban en favor de la endotermia. Mi postura realmente era: podemos tener razón, pero hasta ahora no lo hemos probado.»

Los argumentos en favor y en contra de la endotermia se airearon en la reunión anual de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia, en Washington. Los partidarios de la endotermia estaban encabezados por Bakker y, en menor grado, por Ostrom y Ricqles. Nicholas Hotton III, de la Institución Smithsoniana, surgió como líder de la oposición, aunque tenía importantes aliados en Dale Russell y Philip Regal de la Universidad de Minnesota y James Spotila de la Universidad del Estado de Nueva York, en Buffalo. Los resultados del simposio, publicados en 1980 como libro bajo el título A Coid Look at the Warm-Blooded Dinosaurs, aparecieron como un documento definitivo en la controversia.

Se atacó con fuerza el argumento de Bakker sobre la relación predador-presa. La oposición dudaba de la fiabilidad de los registros de fósiles que habían sido utilizados para calcular esa relación. ¿Cómo podía Bakker, o cualquier otro, saber si los fósiles ofrecían una indicación segura de la proporción de predadores entre los animales de aquella época? Debido a la naturaleza de sus huesos o las condiciones del hábitat, algunos tipos de animales podrían haber pasado al estado de fósiles con mayor facilidad que otros. Los recolectores quizá habían buscado en los fósiles recogidos algo en particular. No hay ningún otro modo de saber si los herbívoros en una comunidad fósil determinada servían de presa a los carnívoros de entonces. Incluso si tales interpretaciones de los registros fósiles fuesen aceptadas como un reflejo justo de la relación predador-presa, Pierre Beland y Dale Russell, ambos del Museo Nacional de Ciencias Naturales de Ottawa, cuestionaron los cálculos de Bakker sobre la comunidad de dinosaurios en Alberta. De sus cálculos se deducía que la relación era cuatro veces superior a la calculada por Bakker, lo cual, si es cierto, debilitaba su argumento de que los predadores debían de ser rabiosamente endotermos. Bakker insistió, sin embargo, que la correcta relación no situaba a los animales fuera de la línea endotérmica.

Otros argumentos contra Bakker se referían al gran tamaño de los dinosaurios. Éstos se comportaban posiblemente como animales de sangre caliente no porque fuesen endotérmicos sino porque eran muy grandes. Es posible que debieran su éxito a su extraordinario tamaño, a su enorme masa.

Si hay algo en relación con los dinosaurios que está por encima de toda disputa es su tamaño. Hotton determinó que el ochenta por ciento de los mamíferos vivos son más pequeños que el más diminuto de los dinosaurios, que pesaban unos diez kilogramos, y que más de la mitad de los dinosaurios pesaban más de dos toneladas, un peso alcanzado tan sólo por el dos por ciento de los actuales mamíferos. Parece ser, pues, que el gran tamaño fue, en cierto modo, un factor crítico para la supervivencia del dinosaurio, y los individuos mayores de una especie son los más aptos para reproducirse conduciendo a la evolución de especies de animales aún mayores, al menos hasta alcanzar cierto punto en el que las ventajas disminuyen.

Algunos científicos, incluyendo Hotton, Beland y Russell presentaron datos sugiriendo que los ectotermos y los endotermos se hacen más parecidos entre sí a medida que aumenta su tamaño. Los requerimientos metabólicos y consecuentemente la relación depredador-presa podrían ser muy semejantes si ambos son grandes. Según defiende Spotila un cuerpo con una gran masa produce una temperatura corporal bastante constante. Los dinosaurios podrían haber sido animales inactivos homeotérmicos capaces de mantener una temperatura corporal constante por cualquier medio, incluyendo aquellos dependientes del medio ambiente. Colbert y sus colegas en sus primeros experimentos con los caimanes de Florida, habían demostrado que esos animales, descendientes de los arcosaurios, se calientan más lentamente cuando son expuestos a la luz solar y también se enfrían más lentamente que otros animales más pequeños. Estos caimanes pueden mantener las temperaturas de sus cuerpos relativamente constantes sin necesidad de un mecanismo endotérmico o sin un aislamiento exterior, como las pieles peludas o las plumas. Cuanto mayores son los caimanes, descubrió Colbert, más lento es el ritmo de absorción y de pérdida de calor. En el clima cálido del mesozoico, más aún, las variaciones de la temperatura corporal de los animales podrían ser presumiblemente mínimas. Por consecuencia, los dinosaurios podrían tener los atributos de los animales de sangre caliente sin necesidad de ser endotérmicos.

Hotton recopila de este modo las implicaciones de lo que él cree que fue la homeotermia del dinosaurio: «Los dinosaurios, al igual que los mamíferos, aumentan su capacidad de actividad continuada reduciendo su dependencia del medio ambiente físico como fuente de calor corporal. Ello lo hicieron así a bajo coste, mediante un sistema de conservación de calor que configura un estilo de vida que fue muy diferente de los estilos de vida de otros animales, condicionados por el sistema de generación de calor de los mamíferos que requiere un alto coste. Los mecanismos locomotores y el tamaño ilustran una diferencia fundamental: la actividad de los dinosaurios era más tranquila que la de los mamíferos. En general la estrategia básica de los dinosaurios era “lenta y utilitaria” y lo que perdía en impulso en relación con los mamíferos lo ganaba en economía.»

Una parte de la estrategia, sugirió Hotton, involucra probablemente migraciones estacionales sobre distancias que sobrepasaban los 3.200 kilómetros. En Norteamérica se han encontrado fósiles de dinosaurios en latitudes tan nórdicas como el Territorio del Yukón (sesenta grados de latitud norte). Incluso en el suave clima del mesozoico, el Ártico no era probablemente el lugar más adecuado para los dinosaurios, sobre todo en invierno, debido al frío y a la oscuridad que interrumpen el crecimiento de las plantas. Las migraciones podrían haber comenzado con un impulso casual en el transcurrir de los días. Los grandes dinosaurios, tanto herbívoros como carnívoros, tuvieron que emigrar para poder conseguir suficiente alimento para mantenerse en acción, incluso viviendo al modesto ritmo del metabolismo ectotérmico. Hotton ofreció otras dos razones más para explicar esas migraciones. La primera era que la propia actividad migratoria podría facilitar una fuente de calor interno en la que se podía confiar; la segunda, que los viajes los habrían mantenido expuestos aproximadamente a la misma temperatura durante todo el año, lo que significaba una consideración vital si, en su calidad de animales ectotérmicos, la tolerancia de los dinosaurios a las fluctuaciones térmicas estaba limitada dentro de unos márgenes relativamente pequeños de emisión de calor de un metabolismo en descanso. El concepto de que algunos dinosaurios, como muchas aves que aún viven en la actualidad, emigraran al norte o al sur, estación tras estación, es algo sorprendente pero no imposible de creer. Sin embargo se trata tan sólo de una especulación probablemente no demostrable con pruebas directas que puedan hallarse en las rocas y los fósiles.

Hotton también participaba de la opinión de Bakker de que la endotermia podía haber sido un factor que, conjuntamente con el gran tamaño y la piel desnuda de los dinosaurios, participara en las causas de su extinción. Bakker había afirmado: «Frente a un estrés causado por un frío repentino y prolongado, los dinosaurios eran demasiado voluminosos para escapar hibernando en madrigueras o en otros microhabitáculos que estaban a disposición de los demás animales endotérmicos, y, por otra parte, eran incapaces de sobrevivir a prolongados descensos de su temperatura corporal, como ocurre con algunos tipos de tortugas, lagártidos y otros ectotermos. La exposición a un frío severo y prolongado probablemente acabaría con la mayor parte de los endotermos vivientes, desnudos y tropicales, como los rinos, hipos, elefantes y armadillos, y también es muy posible que eliminara a los dinosaurios, los desnudos endotermos tropicales del mesozoico.» Por el contrario, dice Hotton, «si los dinosaurios hubiesen sido endotérmicos, algunos de ellos habrían sobrevivido». Si algunos de los pequeños dinosaurios hubieran dispuesto de plumas como aislante contra el frío, sobre lo cual se ha especulado mucho, pero nunca ha sido definitivamente establecido, habrían sobrevivido «en una diversidad comparable a la de los mamíferos y las aves supervivientes». Incluso algunos especímenes de los dinosaurios grandes y desnudos hubieran sobrevivido, aunque sólo fuera durante un corto tiempo. Sin embargo ningún dinosaurio sobrevivió a la extinción masiva que tuvo lugar a fines del período cretáceo. Hotton concluye: «La supervivencia de los ectotermos, al igual que la de los endotermos, durante la transición cretáceo-terciaria, refuerza aún más el punto de vista de que existía una gran diferencia en la fisiología termal entre los dinosaurios y los tetrápodos vivientes.»

Aunque los argumentos en favor del gran tamaño y la homeotermia inercial como características controladoras de la fisiología del dinosaurio, parecen satisfacer a muchos paleontólogos, Bakker no emprendió la retirada. Tal sistema termorregulador, señaló, no hubiera dado lugar a la histología ósea endotérmica o a la reducida relación depredador- presa o al éxito de las muchas especies de dinosaurios pequeños con un peso, en los individuos adultos, de entre cinco y cincuenta kilogramos. Los dinosaurios más pequeños se contaban entre los más ágiles y vitales de la especie, como ocurre en los endotermos.

En una intervención animada y sin compromiso ante el simposio, Bakker insistió en la importancia de la endotermia en la evolución y el éxito de los dinosaurios y también en su definitivo fracaso. El desnudo chauvinismo endotérmico era motivo de burla para sus colegas. Sin dejarse intimidar por ello, Bakker declaró:

El primer grupo de tetrápodos que daba pruebas de elevada producción de calor, los terápsidos, pronto dieron auge a los grandes animales terrestres dominantes. Los dinosaurios parecen representar un elevado nivel de endotermia y reemplazaron a las dinastías de terápsidostecodontos. La entera historia de los fósiles de los grandes vertebrados muestra la naturaleza progresiva de la evolución entre los grandes tetrápodos. Interacciones bióticas intensas y directas dieron impulso a tendencias adaptadoras hacia una optimización más completa del rendimiento de músculos, corazón y pulmones, y del cerebro. Los dinosaurios parecen haber alcanzado un nivel de rendimiento en la regulación térmica y en la locomoción comparable a la de muchos de los mamíferos del cenozoico posterior. Algunos de los pequeños dinosaurios depredadores parecen haber llegado a desarrollar cerebros del tamaño y la complejidad semejantes a los de las modernas aves no voladoras del mismo peso… Así reinterpretado… el éxito de los dinosaurios se convierte en parte de una progresión coherente e irreversible que conduce desde los primeros tetrápodos terrestres del devónico a la gran complejidad de los mamíferos modernos.

Del debate no surgieron claros triunfadores. La cuestión de si los dinosaurios eran animales de sangre caliente sigue sin respuesta quizá porque no puede tenerla. En su introducción a los resúmenes publicados del simposio, los editores, Everett C. Olson y Roger D. K. Thomas, llegaron a la siguiente conclusión: «Aquí no se ha llegado a una resolución de la controversia sobre si los dinosaurios eran reptiles de sangre fría más evolucionados o mamíferos inferiores de sangre caliente, aunque el peso de las opiniones más comunes está entre ambos extremos.»

El consenso pareció establecerse en que no existía una simple estrategia termorreguladora común a todos los dinosaurios. Los grandes dinosaurios, los saurópodos como el Brontosaurus, probablemente estaban más cerca de la ectotermia. Sus huesos sugerían que no fueron animales muy activos o ágiles y resulta difícil imaginar cómo los saurópodos podrían haber encontrado alimento suficiente para mantener un metabolismo elevado. La mayor parte de los dinosaurios, debido a su gran tamaño y al clima suave, probablemente mantuvieron temperaturas corporales bastante constantes. Eran homeotérmicos inerciales. Los pequeños dinosaurios, cuyos huesos sugieren una buena capacidad para la velocidad y la agilidad, pudieron haber sido endotérmicos reales. Desde luego los más pequeños como el Compsognathus, que fue un contemporáneo del Archaeopteryx, eran demasiado pequeños para poder ser homeotérmicos inerciales.

John Ostrom también expresó sus dudas de que todos los dinosaurios hubieran sido endotérmicos. «Si algunos de los dinosaurios fueron endotérmicos -dijo-, los más probables candidatos serían los pequeños carnívoros.»

Compsognathus, por ejemplo, y el Deinonychus entre otros, Seguía presintiendo, como ya lo hiciera en 1969, que el Deinonychus tenía que haber llevado una vida activa y vigorosa propia de los animales de sangre caliente, en su condición de animal de presa, rápido y ágil. Era el dinosaurio que menos tenía de reptil y como él quizá hubiera muchos otros. Ostrom observó: «Hay muchas sospechas de que algunos, o la mayor parte, de aquellos animales eran fisiológicamente muy diferentes de todos los reptiles vivos en la actualidad y que más bien parecían mamíferos o aves. Desgraciadamente, nunca lo sabremos.»

La maravilla de los dinosaurios es que son un enigma que parece por encima de toda solución. La ciencia ha explicado muchas cosas: la divisibilidad del átomo y la naturaleza de las partículas subatómicas; el descifrable código de la herencia contenido en el ADN; la movilidad constante de la corteza terrestre; la gravedad, el electromagnetismo y la edad del sistema solar. La ciencia ha identificado cientos de especies de dinosaurios, ha ensamblado sus huesos y encontrado la fecha en el tiempo de su presencia en la Tierra, pero son muchas las cosas relacionadas con las vidas de esas criaturas extrañas y monstruosas que desafían toda explicación. Es significativamente humano y consolador en los científicos que cuando se trata de los dinosaurios pueden encontrarse tan sorprendidos como cualquier otra persona y apenas tienen otra cosa que les sirva de base en su trabajo que la imaginación. Sin embargo persisten en la búsqueda de una solución del enigma aun a sabiendas de que nunca lo lograrán totalmente, pero con la creencia de que aprenderán algo de los grandes misterios de la vida. Esto es lo maravilloso de los seres humanos, la fe en que hay muchas cosas en los dinosaurios que merecen ser conocidas.

Los científicos salieron del debate sobre la sangre caliente al menos con un nuevo concepto del enigma del dinosaurio. Bakker, aunque fracasó en su empeño de probar que los dinosaurios frieron endotérmicos, inspiró a un abundante grupo de paleontólogos a la exploración de la ecología y la estructura comunitaria de esos reptiles tan poco corrientes y a tratar de comprender su lugar en la evolución de la vida. Incluso Nicholas Hotton, el más duro de los adversarios de Bakker en aquellos debates, tuvo que conceder: «Las estrategias termales alternativas y el estilo de vida al alcance de los dinosaurios pueden muy bien haber sido tan exóticos como las formas de sus cuerpos, de las que no hemos visto nunca nada comparable.»