John N. Wilford

EL ENIGMA DE LOS DINOSAURIOS

Dirección científica:

Jaume Josa Llorca

Profesor de Historia de las Ciencias Naturales de la Facultad de Biología de la Universidad de Barcelona Colaborador científico del Consejo Superior de Investigaciones Científicas Associatedship of Chelsea College (University of London)

Autor de biografías y presentaciones:

Néstor Navarrete

Autor de la traducción y adaptación:

Joaquín Adsuar Ortega

Título original:

The Ridle of the Dinosaur

Título en español:

El enigma de los dinosaurios

© John Noble Wilford, 1985

© por la traducción, Joaquín Adsuar Ortega, 1987

© Editorial Planeta, S. A., 1991

© RBA Editores, S. A., 1993, por esta edición

Pérez Galdós, 36 bis, 08012 Barcelona

ISBN (Obra completa): 84-473-0174-5 ISBN: 84-473-0183-4 opósito Legal: B-26.707-1993 presión: CAYFOSA, Ctra. de Caldes, Km 3. ta. Perpetua de Mogoda (Barcelona)

Impreso en España - Printed in Spain

John N. Wilford

1933 Nace el 4 octubre en Murray, en el estado norteamericano de Kentucky.

1955 Finaliza los estudios de Periodismo en la Universidad de Tennessee.

1956 Se gradúa en Ciencia Política por la Universidad de Syracuse. Trabaja

como reportero para el Wall Street Journal.

1962 Pasa a colaborar con la revista Time, donde se especializa en información científica.

1965 Se incorpora a The New York Times.

1969 Fruto de su trabajo en relación con los proyectos Geminis y Apollo de la

NASA, publica su primer libro, We reach the Moon, que obtiene el Premio

de la ASWA.

1974 Recibe el Premio de prensa del National Space Club.

1975 Es nombrado director de noticias científicas del NeYork Times.

1978 En colaboración con otros autores, publica Scientists at work.

1979 Es nombrado corresponsal científico del New York Times.

1981 Publicita The mapmakers y, en colaboración con William Stockton,

Spaceliner.

1983 Recibe le Premio AASS/Westinghouse para escritores científicos.

1984 Recibe el Premio Pulitzer de periodismo.

1985 Publica The ridle of the dinosaur (El enigma de los dinosaurios).

1987 Recibe por segunda vez el Premio Pulitzer de periodismo.

1989 Ocupa la Chair of Excellence de Periodismo Científico de la Universidad

de Tennessee.

1990 Publica Mars Beckons.

1992 Publica The mysterious history of Columbus.

El enigma de los dinosaurios

Desde que a principios del siglo XIX fueron identificados por primera vez sus restos, los dinosaurios no sólo han apasionado a los científicos sino que han logrado fascinar al gran público. Hace mucho ya que su imagen ha saltado de las páginas de las publicaciones científicas a las páginas menos académicas de las novelas, a las pantallas de cine y televisión, a las revistas de cómics, a los parques de atracciones o a las camisetas de niños y jóvenes. Pero, realmente, ¿qué sabemos de estos animales que, tras dominar durante 165 millones de años la vida de nuestro planeta, desaparecieron hace ahora unos 65 millones de años, al parecer de «muerte súbita»? ¿Por qué éste y no otro de los numerosos grupos de especies que se han extinguido atrae tan intensamente el interés de los hombres, eruditos o profanos?

Estas dos preguntas dominan las páginas de El enigma de los dinosaurios de John Noble Wilford, en las que se relata, paralelamente, la aventura científica de los paleontólogos para hacer «revivir» a los dinosaurios a partir de sus restos fósiles y la aventura vital de estos singulares seres según se deduce de los estudios de aquéllos.

El nacimiento de la Paleontología

Para que pudiera nacer la Paleontología primero fue necesario que se admitiera que la Tierra era lo suficientemente antigua como para que, durante su existencia, hubieran podido aparecer y desaparecer especies de las que el hombre nunca tuvo noticia directa. En la primera parte del libro, Wilford relata las dificultades que tuvieron que afrontar los primeros estudiosos de los fósiles para, en primer lugar, hacerse ellos mismos una idea de la antigüedad de sus hallazgos y, después, convencer a los demás de la veracidad de sus cálculos, ya que las creencias religiosas parecían avalar a quienes situaban la creación del mundo a tan sólo unos pocos miles de años en el pasado.

Pero los pioneros de la Paleontología no debieron luchar sólo con la incomprensión de gentes más o menos fantasiosas o fanáticas o con la escasez de sus propios medios, pues en el seno de la pequeña comunidad que formaban tampoco iban bien las cosas: la ambición, la envidia y los celos profesionales ensombrecieron esos primeros y heroicos años. Sin embargo, tal como Wilford nos cuenta, el deseo de conocimientos pudo más que todos los obstáculos y hacia finales del siglo XIX el impulso de la nueva ciencia ya era imparable.

¿Reptiles? ¿Aves?

Las reconstrucciones realizadas a partir de los primeros fósiles importantes de dinosaurios presentaban a unos enormes y pesados lagartos, provistos de unas extremidades posteriores desproporcionadas que les daban, vistos desde atrás, la apariencia de gigantescas ranas. Pero la multiplicación de los hallazgos y los avances de la investigación fueron permitiendo a los científicos aproximarse a una realidad plural. Como es lógico, a lo largo de 165 millones de años de existencia los dinosaurios evolucionaron, se diversificaron y se adaptaron a condiciones ambientales cambiantes. Existieron especies enanas y otras gigantescas. Animales bípedos y cuadrúpedos. Herbívoros, insectívoros y carnívoros. Algunas familias estaban provistas de plumas, aunque no volaban, y otras volaban, pero no poseían plumas. Ágiles y veloces a pesar de su soberbia envergadura, algunas especies debían tener necesariamente sangre caliente.

Un largo adiós

El gran enigma de los dinosaurios es su final. Se examinan aquí las hipótesis más plausibles sobre la desaparición de la especie, incluso aquéllas que mantienen que no hubo una extinción total, sino una evolución hacia formas mejor adaptadas, como las aves.

Después de más de un siglo de hegemonía de las teorías gradualistas para explicar los cambios geológicos, climáticos y biológicos producidos en la Tierra, descubrimientos de origen diverso volvieron a poner de actualidad, desde mediados de la década de los sesenta, las teorías catastrofistas. Wilford relata la aventura de una familia de científicos, los Álvarez, en busca de pruebas que avalaran su hipótesis de que un asteroide chocó con la Tierra, hace unos 65 millones de años, provocando, entre otras catástrofes, la extinción de los dinosaurios.

Aunque los Álvarez tuvieron quien les apoyara entre la comunidad científica, no faltaron los escépticos ni los detractores. Pero cuando tenían prácticamente perdida su batalla en favor de la tesis catastrofista, llegó en su auxilio el descubrimiento de un sorprendente ritmo en la extinción masiva de especies. A principios de los años ochenta, los astrofísicos imaginaron una explicación para la periodicidad de las catástrofes: Némesis, una estrella enana compañera del Sol, podía pasar por las cercanías de éste cada 26,2 millones de años, provocando alteraciones de diverso orden en nuestro planeta.

Otros libros de la colección relacionados con el tema Los dinosaurios de sangre caliente de Adrián J. Desmond Fósiles y hombres de Eric Buffetaut

Para Beth y Fred

EN UTAH

Mientras conducía su automóvil hacia el sur, desde Blanding, Utah, por la carretera de Mexican Hat, Jim Jensen se refirió al paisaje que nos rodeaba, describiéndolo como debió de ser hace mucho tiempo, en otra era remota. Tan vividas eran las imágenes que evocaba que lo mismo podía estar dando expresión a sus propios recuerdos personales que repitiendo las visiones de un profeta mormón. Algunas rocas que sobresalían de la tierra impulsaron su evocación. Con arcillas y piedras calizas del triásico y del jurásico, especialmente con los desvaídos colores al pastel de la formación de Morrison, que coronaba la meseta, recreaba, a gruesas pinceladas, el Oeste norteamericano tal y como debió de haber sido decenas de millones de años antes, cuando los escasos mamíferos que había por allí eran demasiado mansos para heredar la Tierra y aún más para desarrollar los cambios necesarios para transformarse en los seres humanos que un día, millones de años más tarde, conducirían por una carretera de Utah evocando el tiempo inmemorial.

La meseta de color pardusco pálido que se extendía hasta donde alcanzaba la vista era elevada y seca, pero en el tiempo que evocaba Jensen, entre unos doscientos veinticinco millones y sesenta y cinco millones de años antes de nuestros días, esas tierras fueron una cuenca subtropical. Los continentes habían comenzado a separarse siguiendo un camino de disgregación. El más reciente de los continentes, Pangea, se dividió en dos masas terrestres, Laurasia, en el norte, y Gondwana, en el sur, así como en otros fragmentos con las formas aproximadas de los continentes actuales. Norteamérica se desplazaba hacia el oeste y hacia el norte. Un amplio golfo acuático, el modesto principio del actual océano Atlántico, separaba a América de las tierras del este que estaba dejando atrás. Los grandes trozos de tierra que habrían de convertirse en Europa y Asia se dirigían hacia el este. África se separaba de América del Sur, la Antártida de África y Australia de la Antártida. Pero no todos los lazos quedaron cortados. Durante mucho tiempo las criaturas aún podrían emigrar por istmos y brazos de tierra entre Europa y América, o entre América y Asia. En términos generales el mundo era más cálido en aquel tiempo. Los polos estaban libres de hielo. El coral crecía en las templadas aguas de Europa, en aquel entonces más un archipiélago que un continente. En la cuenca subtropical de América del Norte los ríos fluían cruzando amplias llanuras de aluvión. Un mar cálido y poco profundo penetraba por el sudeste, donde en la actualidad están los Estados de la Costa del Golfo y durante millones de años el mar fue dividiendo el continente, principalmente en la región que hoy ocupan las Grandes Praderas. A lo largo de las orillas del mar y de los ríos, por todo el lozano país florecía la vida. Todo fue terroso y verde hasta hace sólo unos cien millones de años, cuando las plantas con flores, las angioespermas, iniciaron su evolución. Introdujeron el color de la primavera entre las cicadas y las coniferas de hoja ancha, entre las libélulas y los reptiles voladores, entre las tortugas, los lagartos y los cocodrilos, entre los pequeños mamíferos, parecidos a los ratones, que se ocultaban en el follaje y entre quienes entonces eran los señores de la vida: los dinosaurios. Éstos eran los mayores animales de aquella época conocida como la Era de los Reptiles.

Los dinosaurios surgieron, a partir de sus primitivos antepasados reptiles, en algún momento del período triásico del tiempo geológico, que se extiende desde hace unos doscientos cuarenta y ocho millones a doscientos trece millones de años. Fueron los animales dominantes en el jurásico, durante los siguientes setenta millones de años, y continuaron vigorosamente hasta cerca del cretáceo, hace unos sesenta y cinco millones de años aproximadamente. Su extinción en ese período, conjuntamente con la muerte de un importante número de otras criaturas y plantas, define el fin del cretáceo para los geólogos que descubrieron un cambio abrupto en los registros de los fósiles que señalaba uno de los límites

cronológicos más marcados desde la perspectiva biológica. Cada uno de esos períodos está caracterizado por capas de rocas muy distintas y definidas que contienen una acumulación de fósiles únicos. Así es cómo los geólogos llegan a determinar el tiempo relativo en la historia de la tierra y cómo los paleontólogos pueden decir cuándo aparecieron algunas especies de dinosaurios, u otras formas de vida, y cuándo desaparecieron. El triásico, el jurásico y el cretáceo son subdivisiones de ese extenso marco cronológico conocido como el mesozoico, la era que marca la «mitad de la vida» en la historia de la tierra. El mesozoico se encuentra entre el paleozoico, que comenzó hace quinientos noventa millones de años con la presencia de fósiles en abundancia, y el cenozoico, la era de los nuevos animales, que cubre los últimos sesenta y cinco millones de años.

Aunque los dinosaurios poblaron todas las grandes masas terrestres, con la posible excepción del continente antártico, es en la parte oeste de Norteamérica donde parecieron encontrar el hábitat más idóneo. Allí estuvieron presentes por todas partes, en una forma u otra, durante el mesozoico, desde Texas y Nuevo México hasta Alberta. Jensen observó que no todos ellos se correspondían con la creencia popular. Algunos de ellos no eran mayores que conejos o cuervos. Otros en aquella cuenca subtropical, como en muchas otras partes, llegaron a alcanzar los veinticinco o treinta metros de longitud con extravagantes colas y cuellos que abarcaban gran parte de esa longitud. Esos gigantes, Diplodocus, Brontosaurus y Brachiosaurus, son los mayores animales terrestres que jamás existieron. (La ballena azul es, al parecer, el mayor de todos los animales de nuestro planeta.) Algunos dinosaurios se sostenían sobre fuertes miembros traseros y, erguidos, destacaban sobre todos los demás. Tenían cuernos, garras y su cuerpo estaba protegido por una especie de armadura, como si estuvieran preparados para un combate a muerte. El Tyrannosaurus rex tenía dos patas y una cabeza excepcionalmente grande para un dinosaurio; sus afilados dientes eran grandes como plátanos, lo que debía de hacer que su presencia resultara espantosa en los paisajes de finales del cretáceo. Algunos otros tenían picos parecidos a los de los patos. Muchos tenían las patas semejantes a las aves actuales. Algunos corrían como los avestruces, mientras que otros eran perezosos como si sufrieran de letargia permanente. Unos eran herbívoros, pastaban, aunque no había nada de pastoral en un Triceratop cuando atacaba, cargando como un rinoceronte. Otros eran carnívoros y cazaban en manadas. Unos trescientos cuarenta géneros (grupos de especies estrechamente emparentadas) de dinosaurios, grandes y pequeños, fieros y dóciles, bípedos y cuadrúpedos, herbívoros y carnívoros, han sido identificados partiendo de sus restos fosilizados no sólo en Norteamérica sino en todo el mundo. Ningún género sobrevivió durante toda la Era de los Reptiles, pero los dinosaurios, de un tipo o de otro, vivieron vigorosamente durante ciento sesenta millones de años (los humanos pueden tener de unos tres a cuatro millones de años, si se cuentan los primeros homínidos) y los últimos de ellos debieron de morir ya cerca del período cretáceo. Sus cuerpos se hundieron en los sedimentos de aquellos viejos pantanos y en las riberas de los ríos o los lagos. Sus huesos, que se convirtieron en fósiles, pasaron a ser cápsulas de tiempo en espera de ser descubiertas, exhumadas y ordenadas por los nuevos señores de la Tierra.

Nada de ese mundo desaparecido descrito por Jensen era conocido hace dos siglos. Si en aquellos días alguien daba con un lecho de huesos de dinosaurio no se le ocurría pensar, con las palabras de Loren Eiseley, que estaba «penetrando como un intruso en un escenario que no había sido diseñado para él». Aquellos viejos huesos o bien eran ignorados o, siguiendo la práctica de los chinos, extraídos y pulverizados para ser comercializados como polvos de huesos de dragón convertidos en medicina o afrodisíacos. Su significado seguía siendo ignorado pues aún no había sido descubierto el tiempo en toda su inmensa vastedad. Lo perecedero de la vida y de la propia Tierra aún no había sido reconocido.

En la actualidad hay exploradores del tiempo como los hay del espacio geográfico. Los mundos desaparecidos son sus nuevos mundos y las especies extinguidas sus tribus preoriginales. Gran parte de la ciencia es exploración del tiempo. La ciencia no es sólo un cuerpo de conocimiento descriptivo sobre objetos concretos y fuerzas observables, o un método racional para someter a prueba hipótesis, ni tampoco sólo un instrumento para transformar la sociedad por medio de la tecnología. La ciencia es todo eso conjuntamente y más. La cosmología, la geología y la ciencia de la evolución se ocupan del desarrollo temporal del mundo natural, en todos los niveles de la escala que abarca desde el tiempo de vida de un individuo hasta el del planeta o el cosmos y, como tales, comparten muchos de los propósitos y atributos de la historia. Los astrofísicos han sido llamados los últimos historiadores, pues aspiran nada menos que a la reconstrucción de la historia cósmica. Mirar al espacio es equivalente a volver la vista atrás hacia el pasado, hada el auténtico comienzo del universo. Los geólogos investigan las revoluciones naturales que han cambiado la faz de la Tierra a lo largo del transcurrir del tiempo, lo mismo que los historiadores establecen gráficos sobre el auge y el ocaso de las civilizaciones. Biólogos y paleoantropólogos siguen la evolución de la vida en general y del hombre en particular, una narrativa con más puntos cruciales de transición decisivos que ningún historiador clásico podría encontrar en los archivos. Los paleontólogos son, por definición, exploradores del tiempo. El nombre «paleontología» fue acuñado por Charles Lyell en 1838, como una derivación de tres palabras griegas que significan «la ciencia del ser antiguo». Los paleontólogos tratan de recrear la historia de la vida pasada a partir de los fósiles, y entre el material más maravilloso y desafiante del que se ocupan están los restos fosilizados de los dinosaurios.

Ha habido muchos cazadores de huesos de dinosaurio, como James A. Jensen, pese a que los restos de los dinosaurios sólo fueron identificados por vez primera a principios del siglo XIX. Aquellos exploradores del tiempo descubrieron que aquellos huesos eran algo realmente irresistible. Los extrajeron de las entrañas de la tierra exactamente igual que el montañero escala montañas: porque estaban allí. Continuaron excavando como detectives infatigables que siguen una pista, porque necesitaban pistas y claves que los ayudaran a descifrar el misterio de la vida y la muerte de los dinosaurios y esas pistas podían estar allí, debajo de cada nueva capa de tierra que iban a remover con sus palas. El hecho de que las próximas espuertas de tierra normalmente no les iban a ofrecer nada, o quizá sólo nuevas preguntas necesitadas de respuesta, jamás pareció desanimar a los cazadores de dinosaurios. El pasado, un pasado maravilloso, estaba allí, esperándolos. Estaban convencidos de ello, siempre y cuando fueran lo suficientemente avispados a la hora de elegir el lugar de sus excavaciones y de la inspiración a la hora de descifrar los mensajes que el tiempo había dejado en los fósiles que encontraran.

Con frecuencia los cazadores de dinosaurios seguían excavando porque no podían librarse de su entusiasmo juvenil, nacido del encanto que aquellos monstruos prehistóricos ejercieron sobre ellos en su infancia. Muchos lo admiten así. Stephen Jay Gould, el paleontólogo de la Universidad de Harvard, un brillante escritor de ensayos científicos, describe al paleontólogo como: «uno de esos excéntricos que hicieron de su fascinación infantil por los dinosaurios una profesión». Él mismo no ha olvidado lo entusiasmado que estaba cuando tenía cinco años. La contemplación de un esqueleto de Tyrannosaurus en un museo, una imagen pavorosa al principio, despertó en Gould una curiosidad que lo llevaría a dedicarse, de adulto, al estudio de la paleontología y de los grandes logros de la evolución.

Otros, más sensibles a la idea de que con el paso del tiempo la edad debe apartar de nosotros nuestros conceptos infantiles, parece como si quisieran disculparse por lo que hacen y por las causas que los llevaron a dedicarse a ello. La verdad es que no parece fundada la idea de que los paleontólogos que buscan los huesos de los dinosaurios tengan que buscar el origen de su carrera profesional en la infancia más que cualquier otro profesional. Dale A- Russell, del Museo Nacional de Ciencias Naturales del Canadá, en Otawa, explica de este modo la génesis de su interés: «De niño podía imaginarme el mundo de los dinosaurios. A veces yo mismo era un dinosaurio. Así, cuando me hice mayor, en vez de dedicarme a algo práctico seguí ocupándome de los dinosaurios.» John R. Homer, un paleontólogo de la Universidad del Estado de Montana (EE. UU.), dice que su padre solía llevarlo con él en sus excursiones en busca de huesos de dinosaurio. «Tengo la impresión de que en ese aspecto no he crecido», suele decir. Robert T. Bakker, director adjunto de Paleontología en el Museo de la Universidad de Colorado, y anteriormente catedrático de la correspondiente facultad en la Universidad Johns Hopkins, recuerda haber visto un mural representando la vida prehistórica, que incluía algunos dinosaurios, reproducido en la cubierta de Life; tenía entonces once años y contempló aquella portada sentado en el soleado porche de la casa de su abuelo en New Jersey. «A partir de ese momento me convertí en paleontólogo -recuerda Bakker-. Mi familia y el médico dijeron que se trataba sólo de un estado hormonal propio de la edad y que pasaría pronto. Mis padres aún siguen esperando que ocurra así.»

John H. Ostrom, de la Universidad de Yale, es una excepción. «No recuerdo en absoluto haber tenido el menor interés por los dinosaurios cuando era niño -dice-. Mi padre era médico y en el college hice un curso para prepararme a seguir la misma carrera. Hice un curso sobre la teoría de la evolución y, entre mis deberes, se me pidió que leyera el libro de George Gaylord Simpson The Mean ing of Evolution. No pude dejarlo. Fue como una droga y decidí hacerme paleontólogo para poder aprender más sobre la evolución.» En este aspecto, su carrera es lo opuesto al modelo usual; son muchos los paleontólogos que se sienten interesados por el estudio de la evolución a través del dinosaurio, pero Ostrom pasó de su admiración por la evolución a la investigación de los misterios del dinosaurio.

Por otra parte, Jensen entra de lleno en el grupo de los que se sintieron atraídos por los dinosaurios en su infancia. Cuando sólo tenía diez años ya recogió algunos fósiles en las montañas de la finca en la que vivía en Utah.

«Empecé a recogerlos impulsado por la curiosidad de saber qué podía ser aquello -dice Jensen- Mi padre compró un viejo libro de texto sobre geología y en su contraportada había dibujos de dinosaurios. Mientras otros chicos de mi edad soñaban con una nueva bicicleta yo lo hacía con encontrar un dinosaurio, pero siempre me despertaba antes de conseguir desenterrar uno de ellos. Nunca tuve una bicicleta, pero nunca dejé de soñar con dinosaurios.»

De adulto, Jensen pudo vivir su sueño. Pocos cazadores de huesos de dinosaurio han sido más infatigables ni han tenido tanto éxito en los últimos años como Dino- saurio Jim, como a Jensen le gusta ser llamado. Como paleontólogo autodidacto -su carrera universitaria fue muy breve-, Jensen fue, hasta su jubilación en 1983, director del Laboratorio de Investigación Paleontológica de los Vertebrados en la Brigham Young University, en Provo, Utah. Pero se encontraba más en su elemento sobre el terreno. En 1972, en Dry Mesa, en el este de Colorado, cerca del pueblo de Delta, halló unos huesos pertenecientes al mayor de los dinosaurios jamás descubierto, una criatura de ochenta toneladas y veinticinco metros, que debió de ser una versión gigante del Brachiosaurus. Jensen lo bautizó con el nombre de supersaurio, un nombre que ahora tendrá que ser elevado a la categoría científica oficial. En el mismo lugar, en 1979 descubrió el omoplato y otros huesos de un dinosaurio que incluso debió de ser de mayor tamaño en metros y pesar algunas toneladas más. Si estiraba completamente el cuello, la criatura podría haber introducido su cabeza por las ventanas de un sexto piso. Dinosaurio Jim lo bautizó con el nombre de ultra- saurio.

«Yo nunca excavo hasta que alguien no ha visto huesos -me iba diciendo Jensen mientras conducía por la carretera de Blanding-. Aquí hay demasiados fósiles y no tengo tiempo suficiente para irme a excavar al azar.»

Jensen es un hombre alto y cordial que en seguida hace amistad con los demás tan pronto ha intercambiado con ellos un par de frases. A lo largo de los años supo organizar una red de informadores en las pequeñas ciudades del sur de Utah y del oeste de Colorado. Llegaba, por ejemplo, a una tienda especializada en venta de piedras y fósiles, en Moab, sólo para averiguar de dónde procedía un determinado fósil y archivaba la respuesta en su mente. Hablaba con pastores, labradores y buscadores de fósiles y minerales, gentes que conocían el país y que se confiaban unos a otros sus nuevos hallazgos. Un hombre que dirigía un aserradero en Delta, Eddie Jones, fue quien lo dirigió al lugar de excavaciones de Dry Mesa. Jim Smith, de Henrieville, le habló de un esqueleto con el que había dado treinta años antes y cuando Jensen se presentó en el lugar indicado, los fósiles seguían enterrados allí. Junto a ellos había una botella con un mensaje en su interior que decía: «Esta criatura pertenece a Jim Smith. Sólo la pude desenterrar hasta aquí.»

Unos meses antes un prospector de uranio le habló a Jensen de unos huesos que había encontrado a lo largo de las orillas de una charca seca al sur de Blanding. Ésa era la dirección inmediata de Dinosaurio Jim. En la parte izquierda de la carretera vio huellas de neumáticos que transcurrían entre montones de hierba. Sacó su furgoneta de la carretera y se detuvo un momento para ajustar la tracción de las cuatro ruedas para seguir las huellas de los neumáticos dejados por los buscadores de uranio. Con frecuencia los dinosaurios y el uranio se encuentran juntos.

Los huesos absorben y concentran el uranio en el proceso de mineralización que convierte la materia orgánica en su forma fósil.

Hay un toque especial cuando se viaja por carretera con los cazadores de fósiles: mientras más se aproximan a sus huesos menos interesante resulta el viaje. Los dos polvorientos surcos acabaron de forma brusca en la cresta de una colina. Allí había dos elecciones, una era el camino que descendía, entre un paisaje rocoso. La otra, era una senda erosionada y ascendente. Finalmente no tuvimos más remedio que dejar el coche y continuar andando. Tras recorrer los últimos cientos de metros por unos escalones que descendían hacia unas zanjas, Jensen llegó hasta los enebros que, según le había informado el buscador de uranio, señalaban el lugar. Allí, casi debajo de sus pies, había algunos fragmentos de huesos. Introdujo la pala en la orilla de barro gris, tierra parda y fango. Después de sacar dos o tres paladas, profundizando en el suelo, oyó y sintió que había tropezado con algo duro. De inmediato se dio cuenta de que allí había otros huesos.

James A. Jensen con un omoplato de dinosaurio.

Es un sonido peculiar, seco, muy distinto del que se oye cuando se tropieza con piedras -explicó Jensen-. De un modo u otro se sabe que se ha tropezado con un hueso. Entonces uno empieza a preguntarse si se habrá encontrado un hueso entero o sólo un fragmento, si se trata de algo nuevo, o si es grande. Siempre se tiene la esperanza de dar con un hueso de gran tamaño, pese a que también uno pequeño puede, en ocasiones, resultar igualmente importante. Incluso es posible dar con un esqueleto entero, aunque sólo muy pocos de nosotros tienen esa suerte.»

Jensen extrajo de entre el polvo algunos fragmentos óseos y los limpió cuidadosamente. Se trataba de fragmentos de una columna vertebral, algunas vértebras dorsales del costillar de un dinosaurio y varias vértebras cervicales más. Jensen concluyó que se trataba de los restos de un animal herbívoro. La estructura interna de los huesos no tenía la capa distintiva que se encuentra en los huesos de los carnívoros. No se trataba de los huesos de un gigante, dentro de las perspectivas de un dinosaurio, sino que pertenecían a un animal de tamaño mediano, de unos diez metros. Sentado en el borde de una de las zanjas, moviendo un fósil entre sus manos, Jensen saboreó el momento.

«Piense en esto -dijo categóricamente-. Ésta es la primera luz solar que baña este hueso en ciento cuarenta millones de años. Y los nuestros son los primeros ojos humanos que lo contemplan.»

Para participar en sus ensueños había que saber apreciar la llamada de la exploración del tiempo y captar las recompensas que pueden encontrar los paleontólogos que exploran sobre el terreno. Simpson, que fue uno de los más destacados paleontólogos de nuestro siglo, describió en cierta ocasión la búsqueda de huesos prehistóricos como «el más fascinante de todos los deportes». En Attending Marvels, su relato sobre una expedición a la Patagonia, escrito en 1934, Simpson observó:

La búsqueda de huesos ofrece algún peligro, lo suficiente para dar sabor a la aventura y, probablemente, tanto como pueda ofrecer cualquier partida de caza mayor organizada. Y el peligro es algo que place al cazador. Hay en esta búsqueda la incertidumbre, la excitación y todo el suspense del juego sin ninguno de sus rasgos negativos. El cazador nunca sabe lo que acabará en su zurrón, quizá nada, pero es posible, también, que se trate de una criatura jamás vista antes por ojos humanos, i En la colina vecina puede haber un gran descubrimiento! Para este trabajo se necesita conocimiento, destreza y cierta dosis de habilidad manual. ¡ Y los resultados son mucho más importantes, más valiosos y más duraderos que los que pueden conseguirse en cualquier otro deporte! El cazador de fósiles no mata, resucita. Y el resultado de este deporte es la suma del placer y los tesoros del conocimiento humano.

Un siglo antes, más o menos en la misma región, Charles Darwin experimentó esa misma excitación. «El placer del primer día de caza -escribió a su hermana Catherine, en 1833-, no puede ser comparado con lo que significa el hallazgo de un buen grupo de huesos fósiles, que nos cuentan su historia de los tiempos pasados casi con el mismo vigor que una lengua viva.»

Para Bob Bakker, la emoción comienza ya antes de llegar al lugar de las excavaciones. Ha escrito: «No conozco otra sensación más excitante que la fiebre del campamento, esa electricidad peculiar que se genera cuando se extienden los mapas geológicos para señalar en ellos los lugares en los que se van a llevar a cabo las excavaciones; cuando se cargan los camiones con picos, punzones, escayola y colas y contamos los días que faltan para podernos poner en marcha para Como Bluff o las Colinas Heladas o cualquier otro lugar, en Wyoming, donde hay poca gente y escasea el agua, pero los huesos fósiles son muy abundantes.»

Jensen regresó a la orilla y excavó un poco más, hasta descubrir lo que parecía ser una cuerda petrificada.

«Se trata de un canal neurológico, un molde de barro de la médula espinal -dijo-. ¿Recuerda el poema sobre el dinosaurio con un cerebro en cada uno de sus extremos?»

Antes de que le respondiera comenzó a recitar:

Mira al poderoso dinosaurio famoso en la prehistoria, no sólo por su poder y fuerza sino por su extensión intelectual.

Podrás observar por estos restos que la criatura tenía dos cerebros.

Uno en la cabeza (su lugar usual), otro en la base de su columna vertebral.

Gracias a ello podía juzgar a priori exactamente igual que hacerlo a posteriori.

Si algún problema lo preocupaba con la cola y la cabeza lo solucionaba.

Si algo se escapaba a su mente delantera era recuperado por la trasera.

Y si era sorprendido en craso error siempre tenia una idea posterior.

Como pensaba dos veces antes de hablar no tenia nada de lo que echarse atrás y podía reflexionar, sin congestión, sobre ambos aspectos de cualquier cuestión…[1]

Después de unas horas de reconocer el lugar y estudiar sus hallazgos, Jensen volvió a enterrar los huesos cuidadosamente y sobre la tierra colocó piedras y cantos rodados para darles protección contra futuras erosiones. Los huesos no eran tan recientes como le hubiera gustado, del jurásico más bien que del cretáceo. No obstante confiaba en poder regresar en la primavera para llevar a cabo una excavación más profunda.

«Tengo a los dinosaurios haciendo cola, en espera de que vaya a recogerlos», dijo Jensen mientras ascendía la colina de camino hacia el lugar donde había dejado la furgoneta.

Más tarde ese mismo día, Jensen condujo hacia el oeste, en dirección a una nueva excavación en la que tenía razones para creer que había dinosaurios del cretáceo haciendo cola esperándolo. Nubes anunciadoras de tormenta cubrían el cielo, mientras viajaba hacia occidente. Lo que pasó a continuación, con pavorosa brusquedad, puso en escena un aspecto del tiempo tan revelador como los huesos exhumados. Espesas nubes cubrieron el cielo por doquier y en menos de un minuto, la lluvia provocó un torrente de agua marrón, fangosa, apenas más fluida que una masa de cemento, que se deslizó ladera abajo hasta cruzar la carretera. Las aguas transportaban un alud de cantos rodados, guijarros, maderas y toneladas de tierra. Inundaciones semejantes, ocurridas en el período triásico, enterraron los troncos de los árboles derribados cubriéndolos con arena y el aluvión, para así crear las condiciones de fosilización que produjeron el bosque petrificado de Atizona. Esas repentinas inundaciones fueron y siguen siendo un azote en aquellas secas tierras. En un corto espacio de tiempo, subrayado por un fuerte aparato eléctrico, un lado de la montaña perdió todo el suelo terroso de su parte más alta y los valles de abajo recibieron una nueva superficie. No hay forma de decir cuántas criaturas (ratones y conejos silvestres, con toda seguridad, así como algún ciervo y hasta posiblemente algún ser humano) contribuyeron con sus huesos en ese instante a una fosilización que quedaría oculta entre los sedimentos del valle en espera del futuro. La Tierra estaba sufriendo una de sus múltiples alteraciones. No sólo la vida es perecedera, como habían demostrado los huesos hallados en el barranco junto a los enebros, sino que también lo es la Tierra. Huesos y barro, futuros fósiles y nuevos estratos están siempre en trance de formación y ése es el material que hace posible la exploración del tiempo por medio de la antropología.

Jensen condujo el coche para escapar de la tormenta y, a primeras horas de la tarde siguiente, llegó al lugar de la excavación, no lejos de Bryce Canyon. Después de una trepidante carrera a través del Parea Wash desprovisto de todo tipo de caminos encontró a dos de sus estudiantes, Samuel Webb y William Little, que estaban excavando en unos sedimentos pedregosos depositados allí por la acción de las aguas en algún momento hacia finales del cretáceo. Un colibrí vigilaba su nido en un árbol próximo. Resultaba imposible pensar que aquella agitada criatura, alegre y revoltosa, pudiera ser, como muchos creen, un descendiente de los dinosaurios. En el suelo, junto a los estudiantes, había huesos de las patas, cráneo, costillas y vértebras de un dinosaurio. Posiblemente el animal había tenido un cuerpo de seis metros de longitud y una cola de cuatro metros.

Una vez en el remolque situado en el campamento base, Jensen comparó un maxilar con los dibujos de los dinosaurios conocidos.

«Era un carnívoro -dijo tras haber observado los dibujos y meditado un momento-. No un Allosaums. Tampoco exactamente un Tyrannosaurus. Es distinto, tiene que ser una especie nueva.»

Varias semanas más tarde Jensen regresó al lugar, sacó a la luz algunos fragmentos más del misterioso animal y se los mostró a Dale Russell, una autoridad en dinosaurios procedentes de finales del cretáceo. Los dos paleontólogos acabaron por reconocer que se trataba de una nueva especie de la familia de los Tyrannosaurus, los grandes depredadores de la Era de los Reptiles. Jensen se sintió liberado. Había pasado la mayor parte de su carrera en el jurásico, pero finalmente sabía dónde encontrar fósiles que lo transportarían setenta millones de años hacia adelante en el tiempo, hacia finales del cretáceo y… con ello, hasta el tiempo de la extinción masiva en que perecieron los dinosaurios.

Un nuevo dinosaurio, uno más, había salido del pasado para ocupar un lugar en la mente humana, transformando así el tiempo pasado y remoto en algo menos abstracto y más comprensible. Esa es la importancia esencial del dinosaurio en la exploración del tiempo: hace revivir el pasado, un pasado de dimensiones poco usuales. Sus huesos y las rocas sobre las cuales descansan son un solemne recordatorio, como dijo Simpson, de que el presente es «sólo un punto marginal en el largo fluir del tiempo».

Sin embargo, durante varias décadas, a mediados del siglo XX, el campo de la investigación del dinosaurio pareció tan petrificado como sus huesos. Los dinosaurios se consideraban tan definitivamente extinguidos y tan estigmatizados por su irrevocable desaparición, que se creyó que bien poco podía aprenderse de ellos o sobre ellos que mereciera la pena saberse. Los dinosaurios constituían piezas esenciales, espectaculares, para adornar las grandes salas centrales de los museos. Los niños podrían darles un carácter romántico, pero los paleontólogos serios teman otras cosas más importantes que hacer.

Pero en la década de 1960-1970, los paleontólogos, lo mismo que los biólogos, geólogos y físicos, comenzaron a competir entre sí para introducir nuevos hallazgos e hipótesis sobre la vida y la muerte de aquellas grandes bestias. Los debates sobre esas teorías revivieron en las páginas de las publicaciones científicas y universitarias. Nuevos conocimientos sobre los dinosaurios, combinados con los adelantos en geología, bioquímica, paleomagnetismo, paleobotánica y paleografía, inspiraron nuevas ideas sobre 1a evolución y la extinción de la vida en la Tierra.

Entre los años setenta y los ochenta, descubrimiento tras descubrimiento revelaron muchos más datos sobre la maravilla y la variedad de aquellas criaturas. En la década de los setenta se descubrieron cincuenta nuevos tipos de dinosaurios. Cuando los paleontólogos reunieron y conjuntaron los hallazgos fósiles y estudiaron su significado empezó a tomar forma una nueva imagen de los dinosaurios. Dejó de parecer normal olvidarse totalmente de estos animales con un epíteto ingenioso o considerarlos como un símbolo de un crecimiento en desuso y un fracaso monumental. Es posible que algunos dinosaurios llegaran a desarrollar metabolismos activos no reptiles. Había que dejar de pensar en ellos simplemente como si fueran lagartos arcaicos. Algunos de ellos posiblemente fueran seres sociales y padres atentos. Otros dinosaurios quizá perduren, en cierto modo, en algunas aves actuales. Además, es posible que la desaparición total del dinosaurio no se debiera tanto a sus propias limitaciones mentales y físicas como a fuerzas ambientales hostiles, quizá, incluso, a una catástrofe global.

De un modo u otro, los dinosaurios merecían un gran respeto como forma de vida. Su especie se desarrolló, se adaptó y sobrevivió durante un período de ciento sesenta millones de años -una marca envidiable- y en tanto que vivieron, los mamíferos no pudieron pasar de una modesta posición, sin ningún privilegio, de criaturas esencialmente nocturnas y forzadas a pasar inadvertidas, subsistiendo principalmente a base de una dieta de insectos. Por lo tanto, parece que vale la pena saber más sobre el dinosaurio, sobre todo ahora cuando los exploradores del tiempo han empezado a descubrir en la Tierra y en los huesos enterrados en ella un pasado de dimensiones sorprendentemente amplias.