7. A LA BÚSQUEDA DE FÓSILES POR TODAS PARTES: NORTEAMÉRICA
Una de las mejores inversiones de Cope en el terreno de la paleontología fueron los trescientos dólares que envió por correo a Charles F. Stemberg en la primavera de 1876.
Stemberg era sin duda uno de los cazadores de dinosaurios más destacados, entre los que trabajaron en las excavaciones para Cope o Marsh, y que continuaron realizando el mismo trabajo después de que los dos eternos rivales abandonaron.
Al igual que la mayor parte de aquellos buscadores de fósiles, Stemberg era un hombre del Oeste, amante de la vida en el campo, al aire libre, al que jamás se le ocurriría asentarse para trabajar de granjero o campesino. En vez de ello, y en respuesta a la llamada de los fósiles, se convirtió en una especie de cowboy o de buscador de oro, salvo que en vez de oro buscaba fósiles; un hombre sencillo, robusto y fuerte, impulsado por un espíritu inquieto y curioso. Era un fiel representante del carácter de hombres como él, tercamente independientes y que incluso cuando trabajaban al servicio de alguna institución nunca establecían

lazos demasiado firmes y jamás se sentían tan felices como cuando se pasaban meses y meses alejados de sus patronos. Solían ser personas de múltiples recursos. Nacidos en los territorios de la nueva frontera, aprendieron desde muy jóvenes a viajar sin equipaje, viviendo del terreno, capaces de hallar agua en el desierto, en condiciones de dominar a las muías más cerriles y conducir los grandes carros cargados con el equipo, y en condiciones de encontrar medios para dar con los huesos y extraerlos de la tierra y de transportarlos hasta la más próxima estación de ferrocarril. Eran infinitamente pacientes, no les importaba vivir en el campo durante meses, o a veces años, exponiéndose a grandes peligros y trabajos para sacar de las rocas un trozo de hueso que podía conducirlos, después de días o semanas de difíciles excavaciones, al descubrimiento de un nuevo dinosaurio desconocido hasta entonces para la ciencia, o que tal vez no les servía de nada. De un modo u otro esos cazadores, las vanguardias de la exploración del tiempo pasado, eran capaces de soportar los rigores y la soledad de su trabajo, considerándolo más como un desafío que como una labor deseo- razonadora que, incluso, podían llegar a considerar excitante. Charles Hazelius Stemberg fue uno de esos cazadores de fósiles durante sesenta años de su larga vida de noventa y tres. El primer momento crucial de su carrera se presentó, al parecer, en 1876 cuando recibió el dinero de Cope para compensar los gastos de su primera expedición para recoger huesos fósiles.
Stemberg había recurrido a Cope en busca de ayuda porque había determinado, casi dos lustros antes -así lo escribió-, que «por mucho que me cueste en privaciones, peligro y soledad, haré asunto mío el recoger datos de la corteza de la Tierra, para que los hombres puedan aprender más sobre la “introducción y la sucesión de la vida” en nuestro planeta».
Este compromiso escrito lo hizo en 1867 cuando sólo tenía diecisiete años y acababa de emigrar a Kansas. Había nacido en el valle del río Susquehanna, del Estado de Nueva York. Su padre era un ministro de la Iglesia luterana y el director del seminario de Hartwick, en Oneonta.
La caída desde el desván de un granero dejó a Charles con una pierna lisiada para el resto de su vida, pero eso no le impidió que recorriera cojeando los bosques de Nueva York y descubriera allí sus primeros fósiles, ni tampoco que se lanzara de lleno a la existencia vigorosa de los territorios fronterizos de Kansas. A su llegada a Ellsworth, en el oeste de Kansas, Charles y su hermano gemelo Edward fueron testigos de una escaramuza entre soldados e indios y vieron el «carro de la muerte» recorrer solemnemente el pueblo para recoger los cadáveres que eran arrojados de los saloons después de una noche de tiroteo. Cuando los dos hermanos se marcharon a cazar en las praderas encontraron ricos depósitos de hojas fósiles en las rocas calizas del cretáceo y lograron reunir una impresionante colección que enviaron al Museo Nacional de Estados Unidos en Washington. Aquellos fósiles de hojas semitropicales, una prueba más del sublime clima del cretáceo que sin duda contribuyó a la felicidad de los dinosaurios, despertaron la imaginación de Stemberg y lo afirmaron en su camino. Su padre le aconsejó en contra de una profesión tan poco práctica como era la paleontología. «Me dijo que si yo fuera el hijo de un padre rico ésa sería, indudablemente, una manera divertida de pasar el tiempo -escribiría Stemberg años más tarde-, pero como tenía que ganarme la vida debía dedicarme a otros asuntos.» Sin embargo le resultaba imposible pensar en pasarse la vida cultivando la tierra o criando animales, después de haber comprobado la existencia de tantos fósiles como parecía haber por todas partes esperando ser recogidos.
Stemberg se reunió por primera vez con Cope en 1871, cuando el hombre de Filadelfia hizo su penetración inicial en Kansas y en el «territorio» de Marsh. Al año siguiente Stemberg acompañó a Leo Lesquereux, un paleo- botánico suizo, que encontró muchas impresiones de viñas, helechos, higueras y pétalos de flores de la magnolia del período cretáceo. Lentamente, sin toda esa orquestación ruidosa asociada con las resurrecciones de animales, los científicos estaban reconstruyendo la vegetación que debió de conocer el dinosaurio. Seguidamente, Stemberg estudió durante un año con Benjamín Mudge, en Kansas State, y en 1876 esperaba unirse a Mudge en una expedición para
Marsh. Pero se encontró con que en el grupo no había sitio para él, así que le escribió a Cope.
«Puse mi alma en la carta que le escribí, pues se trataba de mi última oportunidad -recuerda Stemberg en su autobiografía titulada The Life of a Fossil Hunter-. Le hablé de mi amor por la ciencia y mis vehementes deseos de buscar en las tierras calizas de Kansas y reunir una colección de sus maravillosos fósiles, sin importarme lo que me costara en incomodidades y peligros. Añadí, sin embargo, que era demasiado pobre para hacerlo por cuenta propia y le pedí que me enviara trescientos dólares para comprar unos ponies, un carro y el equipo de acampada, así como para contratar un cocinero y carrero.»
Cope le contestó con rapidez y con aquel dinero Stemberg pudo equiparse y lanzarse a la caza de fósiles del período cretáceo. Su descripción de la expedición recoge la dureza y la emoción de aquellos primeros días de la caza del dinosaurio.
En aquel verano, como haría durante muchos otros, después, Stemberg operó fuera del acampamiento fronterizo de la estación de Buffalo, un oasis con un gran molino de viento y un pozo muy profundo de agua clara. Los grupos de buscadores de Mudge también aparecían por allí de vez en cuando y compartían el agua con el equipo de Stemberg. La animosidad existente entre sus patrocinadores no llegaba hasta ellos. Tenían conciencia de que servían a patronos rivales y, por lo tanto, competían en su trabajo, pero se mostraban civilizados en su relación. Stemberg era un hombre amable y correcto que buscaba fósiles más que fama.
En el árido territorio sin caminos, más allá de la estación de Buffalo, Stemberg estaba constantemente en peligro de ser atacado por los indios. Hizo un esfuerzo para camuflar su campamento utilizando lonas de color pardo para sus tiendas y la cubierta del carro, esperando que así no destacarían sobre la hierba parda del pasto de los búfalos que cubría la tierra. «Nunca llevé conmigo un rifle -dijo Stemberg-. Lo dejaba en el campamento o en el carro, pues pronto llegué a la conclusión de que no podía cazar fósiles e indios al mismo tiempo. Y yo había ido allí en busca de fósiles.»
Frecuentemente, la búsqueda de agua solía ser la ocupación que más tiempo requería. Stemberg hace la siguiente descripción de un día típico dedicado a la búsqueda de agua y de fósiles al mismo tiempo:
Ambos lados de mi barranca estaban bordeados por tierras calizas de color crema o amarilla, con un fondo azul. En ocasiones durante cientos de pies la roca estaba completamente desnuda y cortada en quebradas laterales, con grietas y hondonadas, o formando bellas esculturas en forma de torres y obeliscos. En ocasiones adquiría la apariencia de una ciudad en ruinas, con muros de vacilante albañilería, y sólo de cerca los ojos se convencían de que se trataba de otro ejemplo de la imitación que a veces se permite la naturaleza…
Me había pasado todo el tiempo caminando de un lado a otro por el cañón buscando agua… Yo sabía que había agua allá, en el río, pero estaba demasiado lejos del lugar de trabajo y confiaba en encontrar otra fuente en un lugar más próximo. Llegó la hora de la cena, pero el día seguía siendo tan caluroso que sudábamos por todos los poros. Un viento del sur soplaba con fuerza y llenaba nuestros ojos con nubes de polvo de barro seco, inflamándolos hasta el punto de hacernos sufrir más allá de los límites que el ser humano puede soportar.
Seguíamos sin agua. El cochero, con los caballos sedientos, me hizo unas señas frenéticas para que me diera prisa Para aliviar mis labios, resecos como el pergamino, y la lengua hinchada, llevaba en la boca una piedrecita a la que daba vueltas. O, si la estación era propicia, aliviaba mi sed con el ácido jugo de una baya roja que crecía en los barrancos.
Después de horas de búsqueda encontré, en un terreno húmedo, los agujeros de los cangrejos; con una plomada y una regla medí la profundidad a la que debía de encontrarse el agua, a unos pocos pies de profundidad de aquel manantial en miniatura. Le di la agradable señal a Will, el conductor, que cavó un pequeño pozo para que hombres y bestias pudieran beber.
El agua era dura y alcalina y Stemberg escribió: «hacía el mismo efecto en el cuerpo que una solución de sales de Epsom, debilitando constantemente el organismo». Sin embargo bebían de aquella agua porque no tenían elección cuando se sentaban en el campamento para una comida de carne de antílope, bizcochos calientes y café. Si Stemberg había visto algún fósil a lo largo de la ruta, él y el cochero regresaban al lugar con pico y pala y «localizaban las capas de terreno en las que estaban los huesos in situ, como decían los científicos, es decir, en su posición original en su sepulcro de piedra».
Era entonces cuando llegaba el momento del trabajo, realmente resultaba duro cavar en la ladera del barranco a lo largo de una grieta o del cauce de un arroyo seco. Eso era algo distinto, que ponía a prueba su paciencia, resistencia y entrega a la tarea que tenían que realizar, prosiguiendo la búsqueda en el interior de la roca que se resistía a sus esfuerzos. Pocas personas aguantaban la prueba tan bien como el laborioso Stemberg. También eran pocos los capaces de describir la experiencia con una prosa tan afectada. He aquí lo que escribió:
Cada golpe de pico levantaba una nube de polvo calizo que el viento hacía entrar en nuestros ojos. Pero trabajábamos con incansable entusiasmo hasta que lográbamos dejar al descubierto un espacio por el que lograba introducirme echado a todo lo largo. Allí, entre los abultamientos de piedra caliza, bajo el sol ardiente y trabajando con tanto cuidado como paciencia con la brocha y el punzón, descubría lo suficiente de los huesos hasta estar en condiciones de decir qué era lo que había descubierto, para que cuando llegara el momento de cortar la roca que contenía el hallazgo no cortara también los huesos.
Una vez que habían sido descubiertos, si se encontraban en una roca dura, de buena calidad, se cavaba una zanja a su alrededor y con repetidos golpes de pico se soltaba la placa rocosa que contenía los huesos.
Después se envolvían con firmeza y se reforzaba el envoltorio, con yeso o vendas de arpillera que previamente habían sido sumergidas en yeso diluido con una consistencia como de nata batida. En el caso de muestras de gran tamaño, se entablillaban a lo largo para dar mayor resistencia al material, de modo que pudieran resistir el transporte.
Todo el día, desde que surgía el primer rayo de luz hasta que la caída de la tarde me obligaba a dejar el tajo, trabajaba, olvidándome del calor y de la sed terrible y del agua alcalina con que tenía que saciarla, olvidándome de todo salvo del gran objetivo de mi vida, sacar de los estratos desmenuzados de aquel viejo lecho oceánico los fósiles de la fauna de la era cretácea.
Sin embargo, ese incesante trabajo ejercía un efecto debilitador sobre mi naturaleza física hasta el punto de que llegué a enfermar de malaria y después sufrí un ataque de temblores agudos. Me sentí como si la suerte me hubiera vuelto la espalda y todo estuviera en mi contra.
Recuerdo un día en que me hallaba en medio de un ataque de temblores, cuando encontré un bello espécimen de mosasauro de Kansas… Su cabeza descansaba en el centro con la columna a su alrededor y las cuatro extremidades extendidas a ambos lados. Estaba cubierto, tan sólo, por unas pulgadas de yeso desintegrado.
Olvidando mi enfermedad grité en la inmensa soledad que me rodeaba: «¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias, Dios mío!» Y hacía bien en darle las gracias al creador, pensé, mientras con ayuda de un pincel limpiaba el polvo calizo que envolvía el fósil para dejar al descubierto las bellezas de aquel ejemplar de la Era de los Reptiles.
Más tarde, en el verano de 1876, Stemberg abandonó los lechos calizos de Kansas y, como ya hemos visto, acompañó a Cope en su expedición al río Judith, Estado de Montana. Durante los años que continuó recogiendo huesos de los dinosaurios y de otros reptiles consiguió especímenes muy valiosos que suministró a los museos de Europa y Norteamérica. Al menos dieciocho fósiles han sido bautizados en su honor. Aunque continuó siendo un recolector independiente durante la mayor parte de su vida estableció una dinastía de buscadores de fósiles que siguió con ese tipo de exploración meditada, tranquila y diligente durante muchos años después de su muerte, ocurrida en 1934. Los tres hijos de Stemberg, George, Charles y Levi, llegaron a ser, por sí mismos, buscadores de dinosaurios y paleontólogos de renombre. En algunas temporadas los cuatro Stemberg trabajaban juntos sobre el terreno y fue en una de esas expediciones, en 1908, cuando hicieron uno de sus descubrimientos más sensacionales en relación con los dinosaurios.
Aquel verano, los Stemberg estaban excavando en el sur de Wyoming, bastante alejados de la ciudad de Lusk. Su suerte fue tan mala como lo era su comida. Mientras que Stemberg y su hijo Charles tomaban el carro y parte del equipo y se ponían en camino hacia la ciudad, para adquirir suministros, un viaje de ida y vuelta que duraría cinco días, George y Levi se quedaban en el campamento subsistiendo a base de patatas hervidas, pero fue en esos días cuando excavaron los huesos de un dinosaurio de pico de ánade, que encontraron en un acantilado calizo. En la tarde del tercer día, descubrieron el esqueleto hasta su esternón. El esqueleto yacía de espaldas y los extremos de sus costillas sobresalían por encima.
«No había nada de particular en aquello -escribió George F. Stemberg-, pero cuando aparté un gran trozo de roca caliza que tenía sobre el pecho, descubrí, con gran sorpresa por mi parte, un perfecto molde de la impresión de la piel del animal estupendamente conservado. Se puede imaginar la sensación que me invadió cuando me di cuenta de que, por vez primera, había sido descubierto un esqueleto de un dinosaurio perfectamente envuelto en su piel. Aquélla fue para mí una noche de insomnio.»
Cuando dos días más tarde su padre regresó al campamento, George le dio la noticia y, sin demora, todos los Stemberg se apresuraron a dirigirse al lugar donde había sido realizado el hallazgo. Para aquel entonces el esqueleto había sido puesto al descubierto por completo. «Por todas partes podían verse huellas de la piel», dijo George. Para su padre fue suficiente una simple mirada para darse cuenta de que habían realizado un hallazgo de excepcional importancia.
Lo que los Stemberg habían descubierto era, en efecto, una momia de dinosaurio. Se trataba de uno de los dinosaurios de pico de pato conocidos por el nombre de trachodontes. Técnicamente, desde luego, no era una momia porque no se había conservado nada del cuerpo original. Se trataba del fósil de lo que antaño fuera la momia de un dinosaurio.
Cuando el animal murió, hacía unos sesenta y cinco millones de años, el cuerpo se momificó bajo condiciones de extrema sequedad, en las que las humedades se evaporaron antes de que las bacterias hubieran llegado a producir la descomposición. De algún modo logró escapar a los carroñeros y rápidamente se cubrió con arenisca y se fosilizó posteriormente. Y se quedó allí, piel, tendones y trozos de carne petrificados hasta que los Stemberg dieron con él.
El Museo Americano de Historia Natural adquirió el espécimen de Stemberg y lo exhibió en una caja de cristal con una etiqueta que lo definía simplemente como «Dinosaurio momificado». Esto ofreció a los paleontólogos la primera visión de la escamosa textura y de las muestras de la piel del dinosaurio. Charles Stemberg lo llamó «el espécimen que corona todo el trabajo de mi vida». Siempre que acudía a Nueva York visitaba el trachodonte momificado que, en una ocasión, inspiró a este hijo de un ministro luterano para escribir lo que sigue: «Mi propio cuerpo se transformará en polvo, mi alma volverá a Dios que se la dio, pero la obra de Su mano, estos animales de otras épocas, darán alegría y placer a generaciones que aún no han nacido.»
El verano que siguió a su licenciatura en Yale, en 1884, John Bell Hatcher llegó a Long Island, Kansas, para trabajar como aprendiz con Charles Stemberg. Hatcher era un protegido de O. C. Marsh y en aquel entonces, cuando ya Cope no estaba en condiciones de financiar trabajos de exploración a gran escala, Stemberg trabajaba para Marsh y había tenido un éxito considerable. Su cantera, en las cercanías de Long Island, contenía una gran abundancia de huesos de un rinoceronte prehistórico. Al cabo de estar sólo unos días allí, Hatcher, que no había quedado impresionado en lo más mínimo por Stemberg, decidió trabajar por cuenta propia. Es posible que hubiera algo de cierto en la acusación que hizo en una carta dirigida a Marsh, según la cual el anciano era descuidado y poco científico en sus excavaciones. Pero también podría ser que la carta fuera expresión de la intolerancia de un joven ambicioso, muy creído y seguro de sí mismo. Sea como fuere, los dos hombres resolvieron el asunto poniéndose a trabajar por separado en lugares distintos del barranco. Terminaron la temporada con una marca impresionante: 117 grandes cajas de madera llenas de huesos de rinoceronte prehistórico enviados a New Haven. Pese a que Hatcher quizá fuera un hombre con el que resultaba difícil trabajar, como siempre se dijo, el amable Stemberg sólo tuvo palabras de elogio para «el estudiante serio y brillante» que era Hatcher, «que tiene un futuro muy prometedor gracias a su perfecta comprensión del trabajo sobre el terreno y la cuidadosa atención con que se dedica a él».
De ese modo, Hatcher entró en el escenario paleontológico de un modo característico. Aunque era un hombre pequeño de apariencia insignificante, era un firme trabajador que se daba prisa. Más tarde los científicos hablarían de «su entusiasmo y tenacidad ilimitados» y de su «maravillosa capacidad visual, al mismo tiempo telescópica y microscópica» que contribuía a su «sin igual habilidad sobre el terreno». Hatcher se convirtió en la figura heroica del perfecto buscador de fósiles.
Pero la suya fue una breve carrera. Hatcher nació en Illinois, pero su familia se trasladó a Iowa cuando él todavía era muy joven. De muchacho fue un chico enfermizo, pero no mimado. Trabajó en una mina de carbón para ganar, al mismo tiempo, fuerza física y dinero para pagarse sus estudios superiores y fue allí donde empezó a interesarse por la geología y los fósiles. Los que encontró durante su trabajo de minero se los llevó a Yale y esto fue lo que hizo que Marsh se interesara por él. Cuando se graduó, a la edad de veintitrés años, a Hatcher sólo le quedaban veintidós años de vida, un período de tiempo durante el cual se dedicó a buscar huesos desde Montana hasta la Patagonia.
Pero fue en la región del río Judith, en Montana, en 1888, donde Hatcher hizo uno de los más importantes descubrimientos en relación con los dinosaurios. Encontró parte de un cráneo de un dinosaurio con cuernos que, según decidió el propio Marsh, pertenecía a una familia de dinosaurios, el Ceratopsidae, o dinosaurio cornudo.
En ese mismo año Hatcher se encontró con un cowboy en Lance Creek, al este de Wyoming, que le dijo que tenía noticias del hallazgo de un cráneo con «cuernos tan largos como un mango de azada y órbitas tan grandes como un sombrero». Marsh, al escuchar esa leyenda, ordenó a Hatcher que acelerara su búsqueda del ceratópsido. De regreso a Wyoming, durante cuatro temporadas completas, de 1889 hasta 1892, Hatcher hizo concordar los huesos para crear una imagen del aspecto que debieron de tener esos dinosaurios. Nunca había sido visto nada semejante por los cazadores de fósiles. Los ceratópsidos tenían tremendas cabezas. Conjuntamente con una especie de armadura que salía de la parte de atrás del cráneo y que les protegía el lomo y el cuello, los cráneos tenían dos metros de largo. Los cuerpos de los ceratópsidos eran demasiado rechonchos para ser de un dinosaurio. Apenas se alzaban unos tres metros de la altura de las caderas y tenían colas relativamente cortas, lo que hacía que su longitud total fuera de menos de siete metros. El más pesado y más característico de estos dinosaurios cornudos encontrados por Hatcher fue el Triceratops, un animal con tres cuernos. Tenía el tamaño de un elefante adulto y la terrible apariencia cornuda de un rinoceronte. Con seguridad los ceratópsidos fueron una especie muy abundante en los últimos cinco millones de años de la era cretácea. Desde sus campamentos de Wyoming, Hatcher exhumó más de cincuenta ceratópsidos, treinta y tres de los cuales tenían, más o menos, los cráneos perfectos.
Durante todo ese tiempo Hatcher mantuvo sus ojos fijos en las más humildes criaturas del cretáceo, los pequeños mamíferos. El interés científico por ellos se había extendido desde los descubrimientos en el campamento número 9 de Como Bluff. Cuando Hatcher encontró una diminuta mandíbula de mamífero, durante su segunda temporada en Wyoming, Marsh le pidió que pusiera más interés en tales exploraciones. «Son muy raros -le telegrafió Hatcher a Marsh, explicando así sus escasos resultados-, y el hallazgo de un par de dientes constituye el resultado medio de un día de trabajo.»
Repentinamente, sin ninguna explicación, la producción de fósiles de Hatcher aumentó espectacularmente. «Batí la marca ayer, con el hallazgo de 87», escribió en agosto. Antes de que hubiera pasado el verano, estuvo en condiciones de enviarle a Marsh más de ochocientos diminutos dientes. Los paleontólogos estaban sorprendidos. ¿Cómo se las arreglaba Hatcher para conseguir algo así? Hatcher no reveló el secreto de su éxito hasta 1896, como una reflexión tardía en un informe sobre dinosaurios cornudos y mamíferos del cretáceo. Los sacaba de los hormigueros.
Las praderas del oeste del Mississippi están llenas de los pequeños montículos de los habitáculos de la hormiga carpintera roja. Excavando el interior de sus hogares subterráneos las hormigas encontraban trozos de huesos y de piedras que sacaban y dejaban fuera. Acumulaban aquellos fragmentos encima de sus montículos. También se dice que esas hormigas se salen de su camino para buscar objetos pequeños y duros -algunas de las piezas son tan pequeñas como ellas mismas- que llevan de vuelta a sus montículos para fortalecerlos. Los científicos no están seguros de por qué motivo las hormigas hacen esto. Es posible que ese material tosco y duro proteja los hormigueros contra la lluvia y la erosión del viento. También es factible que las piedrecitas y los pequeños huesos sirvan para el almacenaje del calor solar, que ayude a la incubación de los huevos de las hormigas y a las larvas que ocupan el interior de los montículos. Pero lo único que verdaderamente le importaba a Hatcher era que muchos de los hormigueros contenían una buena cantidad de pequeños huesos fósiles y de dientecitos. Las hormigas habían realizado la mayor parte de su trabajo. Hatcher utilizaba una pequeña criba de las que sirven para cerner la harina para separar los huesos de la tierra polvorienta. Los actuales paleontólogos se alegran cuando descubren la presencia de hormigueros y los registran hasta el punto de haber encontrado en ellos miles de pequeños huesos de mamíferos que han revelado muchas cosas de esos diminutos contemporáneos de los últimos dinosaurios.
Pese a su triunfo en Wyoming, Hatcher empezó a mostrarse descontento de su acuerdo laboral con Marsh. Al igual que otros colaboradores de éste que recogían en las excavaciones huesos para él, se consideraba insuficientemente pagado y mal considerado. Esperaba una oportunidad para hacer un trabajo de laboratorio, más analítico, en parte porque cada vez se iba sintiendo más imposibilitado por el reumatismo, hasta tal punto que llegó frecuentemente a necesitar ayuda para montar a caballo. Por lo tanto, en 1893 Hatcher dejó a Marsh para pasar a ser encargado del museo de paleontología de los vertebrados en Princeton. En la década siguiente, en Princeton primero y después en el museo Camegie de Pittsburgh, publicó un gran número de artículos sobre los múltiples fósiles que había descubierto. Pero hasta el final continuó siendo, sobre todo y en primer lugar, un recolector de huesos en el campo. Su última empresa de gran importancia, su más ambiciosa y ferviente, fueron sus tres expediciones a la Patagonia.
En América del Sur Hatcher no buscaba dinosaurios sino mamíferos de un período prehistórico más reciente. Sin embargo vale la pena relatar su experiencia, porque constituye el material que sirve de base a la leyenda y Hatcher es una personalidad legendaria en el campo de la paleontología de los vertebrados. Él y su equipo se pasaron en una ocasión cinco meses en un territorio salvaje sin ver a ningún otro ser humano. Sabía resistirlo todo y una vez se mantuvo firme durante un ataque de reumatismo que lo dejó postrado durante seis semanas. Tenía poco dinero o, al menos, de acuerdo con la leyenda, no había llevado mucho dinero consigo. Cuando los medios financieros de la expedición descendieron hasta un punto extremo, Hatcher se sacó de la manga un truco para asegurarse una financiación suplementaria: el póquer.
Aquel hombre pequeño y calvo, tan poco impresionante, con ojos de mirada profunda que parecían ocultar sus secretos, podía pasarse toda una noche en un pueblo lejano y salir de allí a la mañana siguiente dejando a sus habitantes más pobres aunque más listos. James Teny, un geólogo petrolífero, informa de uno de esos momentos en un artículo publicado en The Atlantic Monthly:
Un truco que el destino les jugó a los habitantes de la Patagonia fue enviarles a un norteamericano de aspecto poco notable, procedente de Princeton, para recoger fósiles… El profesor pasó por todas las aldeas desde Bahía Blanca a los Estrechos; sus lecciones fueron siempre las mismas… pero como regla general el dinero perdido por la comunidad pasó al cazador de huesos para ser gastado en bien de la ciencia. Cuando llegó la famosa noche final en la cual Hatcher debía abandonar San Julián, todos los jugadores de los alrededores se dirigieron allí para pedir la revancha. El juego comenzó muy temprano y fue una de esas pacíficas y amistosas partidas del Oeste en la que cada uno de los jugadores pone sobre la mesa su Colt del cuarenta y seis. Los fajos de billetes de pesos crecían y crecían delante de Hatcher hasta el punto de que pronto casi quedó oculto detrás de ellos. Abajo, en el puerto, sonó la sirena del barco. Hatcher anunció que tenía que marcharse. Alguien sugirió que no debían dejarlo marchar. Hatcher tomó su revólver y sus pesos y retrocedió hacia la puerta con un «¡buenas noches, caballeros!». Nadie se movió. El viento gemía sobre los tejados y la Patagonia volvió a dedicarse al cuidado de sus ovejas con una débil sonrisa en el rostro.
Los esfuerzos del trabajo de exploración sobre el terreno llegaron a su fin, para Hatcher, en 1904. Había regresado al Oeste americano el verano anterior, escribió una obra en tres tomos sobre sus hallazgos en la Patagonia (sin mencionar el póquer) y estaba intentando completar su exhaustivo informe sobre los ceratópsidos. Pero un ataque de fiebres tifoideas resultó fatal para su agotado cuerpo al que se le había exigido demasiado. Rindiéndole tributo, William Berryman Scott, de Princeton, dijo que John Bell Hatcher «había revolucionado notablemente los métodos de recogida de fósiles de vertebrados, un trabajo que antes de su época había estado en manos de gente sin entrenamiento y sin formación, pero que él convirtió en una de las bellas artes».
Earl Douglass había tenido la seguridad de que encontraría huesos de dinosaurios en las colinas calizas sobre el río Verde, en el nordeste de Utah. Allí donde el río emerge de la garganta de Split Mountain, en el pastizal de Uinta, al este de Venal, las rocas que estaban expuestas a la vista pertenecían a la misma formación Morrison en la cual los buscadores de Cope y Marsh habían hallado sus fósiles en Colorado y Wyoming. John Wesley Powell había advertido la presencia de «restos de reptiles» fosilizados cuando pasó por allí en su camino para explorar el Gran Cañón. Los pastores de ovejas transmitían relatos sobre la existencia de grandes huesos que yacían repartidos por el árido país. Al igual que Jim Jensen en los últimos años, Douglass oyó esas historias y decidió ver por sí mismo lo que había de cierto en ellas. En el verano de 1908 había descubierto un fémur casi disgregado por la intemperie, procedente de un Diplodocus, que yacía en el fondo de un estrecho barranco. Buscó en las laderas sobre el barranco, pero no pudo identificar el estrato del cual procedía el hueso. Pese a todo, lleno de esperanzas, regresó en la primavera de 1909 para continuar la búsqueda, acompañado por George Goodrich, un granjero local. Habían llegado el 19 de agosto y seguían sin tener suerte.
Estaba descansando a la sombra de un enebro un fatigado y sudoroso Douglass, luchando contra el desánimo, y tenía los ojos fijos en la cresta de una colina próxima, hasta la escarpada ladera de atrás. Estaba tratando de pensar adonde debía mirar después. En la distancia reconoció que la lejana ladera estaba cubierta por la misma arenisca gris que cubría el suelo cerca de donde había sido descubierto el fémur del Diplodocus. Douglass trepó por la colina y vio a cierta distancia por encima de él un hueso fósil, así que disparó su revólver por dos veces, señal acordada con el resto del grupo para avisar de que se había hecho un descubrimiento. Cuando Goodrich llegó a la colina, Douglass estaba convencido ya de que su descubrimiento era de gran importancia, porque en la pared de roca caliza sobresalían en relieve ocho inmensos huesos de la cola de un dinosaurio gigante. Douglass quedó aún más impresionado por el hecho de que los huesos estaban en una sola línea separados entre sí sólo por el espacio que normalmente ocupa un cartílago. Ese ordenamiento o articulación era una clave importante que podía indicar la posibilidad de haber encontrado el esqueleto completo de un dinosaurio, lo cual tenía mucha más importancia que algunos huesos aislados y repartidos por doquier.
De inmediato Douglass empezó a dedicarse a la labor que habría de consumir los siguientes quince años de su vida Allí estaba un hombre que había conocido el lado peripatético de la caza de fósiles y que estaba dispuesto a quedarse allí para explotar aquel tajo. Había nacido en Minnesota en 1862, educado en Dakota del Sur y había dado clases durante algunos años en Montana, donde también logró extraer algunos fósiles. En una ocasión acompañó a un botánico en una expedición recolectora a México y se pasó un año catalogando los especímenes del Jardín Botánico de Missouri, en St. Louis. En 1902, tras haber estudiado con Scott en Princeton, Douglass se incorporó al equipo del museo Camegie, como una autoridad en mamíferos primarios. Pero Andrew Camegie, el millonario patrocinador del museo, quería algo más importante, más grande y llamativo, «algo tan grande como un granero», para el centro de la nueva sala del museo en Pittsburgh. Ésta fue la razón por la que Douglass recorrió Utah en busca de dinosaurios. Douglass informó de su hallazgo en una carta dirigida a William J. Holland, el director del museo, que decidió acudir a Utah para echar un vistazo al hallazgo. Douglass y Goodrich habían estado muy ocupados desmenuzando la gran roca caliza que envolvía el esqueleto y ya habían dejado libre y expuesto a la observación en su mayor parte el esqueleto que Holland, después de un detallado examen, bautizó con el nombre de Apatosaurus louisae. La segunda parte del nombre era en honor de la esposa de Camegie. El magnate del acero, como es lógico, concedió un generoso apoyo a Douglass en sus ambiciosas excavaciones en la «Cantera Quarry».
Aquella operación no estaba destinada a ser una expedición de temporada. Douglass había planeado quedarse a excavar durante el invierno y el verano. Su esposa Pearl y su hijito de pocos meses pronto acudieron a su lado y juntos, con una entereza que resulta inconcebible para nosotros, en la actualidad, se enfrentaron y soportaron el invierno ventoso y helado. Construyeron un camino de carro entre el campamento y el lugar de las excavaciones que estaba mucho más abajo. El principal alojamiento era una barraca que consistía en un marco de madera cubierto con lona. Mantenían el calor con una estufa de hierro que servía también para cocinar. La familia dormía en otra tienda de campaña cercana y había una tercera tienda para almacenar el equipo. Los tres peones contratados dormían en un carro de los usados por los pastores para el transporte. Cada día, con la excepción de aquellos en que había grandes tempestades o tormentas, Douglass y sus hombres se dirigían muy temprano al acantilado y descubrían un poco más del esqueleto. La cola sola medía ya más de nueve metros. El animal entero debía de tener una longitud de unos treinta metros, el esqueleto de dinosaurio de mayor tamaño y más completo que jamás fuera encontrado.
Durante semanas de arduo trabajo Douglass y sus hombres fueron extrayendo el esqueleto pieza a pieza Encontraron el hueso pélvico, las extremidades, la clavícula, todos y cada uno de estos huesos fósiles situados en su lugar correspondiente. La forma de la larguísima y voluminosa criatura fue apareciendo cada vez con mayor claridad, con la excepción del cuello y la cabeza, pues no se encontró nada por encima de los hombros. A Douglass se le ocurrió que era posible que el cuello y la cabeza se hubieran torcido hacia atrás y quedado debajo del cuerpo y al parecer encontró los huesos del largo cuello en el lugar que supuso debían estar, doblados abajo y a lo largo del cuerpo. Pero la cabeza se había perdido para siempre.
Donde había un esqueleto tan grande, creía Douglass, tenía que haber otros esperando ser exhumados. Con la aprobación del museo se afincó allí, haciendo de aquella cantera su vida y su carrera. El campamento se convirtió en su casa propia. Se construyó una sólida casita de troncos, compró una vaca y algunas gallinas y cultivó una extensa huerta para disponer de verduras. Pero nunca olvidó, ni por un momento, cuál era la razón de su presencia en la cuenca pedregosa del río Verde. Era un explorador científico. Buscaba plantas, insectos y especímenes fósiles. Llevaba un detallado diario de sus observaciones, sus descubrimientos, sus desengaños. Y durante aquel tiempo él y algunos de sus obreros excavaron, rompieron las rocas con sus cinceles y limpiaron las arenas en la ladera del acantilado donde había encontrado el Apatosaurus.

En aquel lugar la formación Morrison estaba volteada. Los lechos fósiles, antaño sedimentos de una antigua cuenca fluvial, habían sido inclinados por las fuerzas deformadoras para pasar de un plano horizontal hasta formar una pared casi vertical, parte de la cual quedaba expuesta en la cara de la ladera, pero la mayoría desaparecía cubierta por nuevos sedimentos arrastrados por el río Verde. Cuando Douglass terminó de examinar la parte del lecho expuesta, excavó una zanja en las capas de roca a cada uno de los lados de la pared que había contenido el gran fósil. Con el paso de los años, la zanja se fue haciendo cada vez más larga y honda hasta alcanzar doscientos metros de longitud y veinticinco de profundidad. Los obreros instalaron raíles, como si de una mina se tratara, y vagonetas para extraer los escombros. Muy pocos cazadores de fósiles habían actuado jamás de modo tan metódico e industrioso como Earl Douglass.
Una de sus recompensas fue el hallazgo de otro notable esqueleto perfectamente articulado de un dinosaurio gigante, un Diplodocus. Douglass embarcó toneladas de huesos de esta criatura, con cráneo y todo, hasta Pittsburgh para que fueran limpiados y analizados. Era el más perfecto ejemplar de Diplodocus encontrado jamás. Esos animales herbívoros eran casi tan grandes como el Apatosaurus, pero de líneas más estilizadas y de apariencia más grácil. Holland, en su análisis, decidió que este particular espécimen representaba a una especie distinta a la que dio el nombre de Diplodocus camegie. Esta denominación complació de tal modo a Andrew Camegie que el Diplodocus no sólo se convirtió en una pieza central de su museo, sino que hizo moldes en escayola del esqueleto completo que fueron distribuidos por muchos museos de todo el mundo.
De 1909 a 1923, Earl Douglass puso al descubierto muchos otros dinosaurios y envió a Pittsburgh más de 350 toneladas de huesos incrustados en la roca. Había encontrado más de una docena de especies, entre las que se incluían los restos de Stegosaurus, Allosaurus, Laosaurus y Camptosaurus. Uno de sus descubrimientos fue el raro espécimen de un Camarasaurus en edad juvenil. Casi todos los ejemplares de dinosaurio encontrados hasta entonces habían sido de individuos crecidos, en edad adulta.
En 1924 el museo Camegie tenía un exceso de huesos de dinosaurios y decidió suspender sus excavaciones en aquella cantera Douglas no quiso pensar en regresar a Pittsburgh. Utah se había convertido en su hogar, pero su residencia agrícola no había crecido lo suficiente como para dar satisfacción a sus sueños de prosperidad. No había podido conseguir agua suficiente para irrigar nada más ambicioso que su huerto, así que sin el salario que le pagaba el museo no estaba en condiciones de sacar adelante a su familia. Consiguió que la Universidad de Utah le encargara la excavación de algunos huesos y durante los dos años siguientes vivió en Salt Lake City, donde preparó los huesos para su instalación en el museo de la Universidad. No fue un acuerdo feliz. No se le concedió el menor crédito a Douglass por su trabajo, pasó a ser considerado como un simple ayudante sin importancia y se le negó un empleo permanente en la Universidad. Años más tarde, al escribir sobre Douglass en un capítulo de Mormon Country, Wallace Stegner descubrió que el nombre del buscador de fósiles había sido «tachado»… de las memorias de la Universidad. Douglass murió en 1931, en la pobreza.
La vieja cantera Camegie en sí se conserva como un monumento a Earl Douglass. En 1915, con la ayuda de Holland, Douglass convenció al gobierno federal de que aislara el terreno y lo calificara como monumento nacional. Douglass escribiría en su diario: «Espero que el gobierno, en beneficio de la ciencia y del pueblo, despeje una amplia zona, dejando los huesos y esqueletos en relieve y alojándolos allí. Eso constituiría uno de los lugares más sorprendentes e instructivos imaginables.» Ésta fue la génesis del Monumento Nacional al Dinosaurio, situado al este de Vernal, Utah. En la actualidad, los visitantes pueden caminar por una galería cerrada y, como si miraran en el pasado a través de una ventana, contemplar los fósiles encerrados todavía en los estratos inclinados de la piedra caliza, en la que Douglass descubrió algunos de los más terroríficos gigantes del jurásico.
Se ha dicho frecuentemente de Bamum Brown que extrajo más dinosaurios que cualquier otro hombre. Henry Fairfield Osbom, que en su calidad de presidente del Museo Americano de Historia Natural tuvo ocasión de conocer y trabajar con un mayor número de paleontólogos de los que actuaban sobre el terreno que cualquier otro director de museo, dijo en cierta ocasión: «Brown es el coleccionista de fósiles más sorprendente de todos lo que he conocido. Es como si fuera capaz de oler los fósiles. Si controla unas excavaciones y ordena abrir una nueva zanja, ésta acabará en medio de los depósitos más abundantes. Nunca se equivoca.»
Los registros muestran que está justificada la hipérbole de Osbom. Cuando Bamum Brown llegó en 1897 al Museo Americano, éste no poseía ni un solo fósil de dinosaurio. Cuando murió Brown en 1963 -sólo le faltaba una semana para celebrar su nonagésimo aniversario- el museo tenía una de las más extensas e importantes colecciones del mundo, lo que se debía, en gran parte, a las numerosas exploraciones a gran escala realizadas a lo largo de sesenta años. Su descubrimiento más impresionante fue el de los primeros esqueletos de Tyrannosaurus rex, el mayor carnívoro que cazó sobre la tierra firme.
Brown se incorporó al museo en Nueva York cuando estaba acabando su carrera de paleontología en la Universidad de Columbia. Había nacido en Carbondale, Kansas, en 1873. Sus padres lo bautizaron en honor de P. T. Barnum, el empresario del circo, para añadirle un aditamento florido a su muy corriente apellido. No era un nombre enteramente inapropiado, dijo en cierta ocasión un escritor del museo, porque Bamum Brown «nos presentó a uno de los mayores animales encontrados en la Tierra». Comenzó a investigar de muchacho, recogiendo los fósiles de animales extinguidos. En la Universidad de Kansas fue alumno de Samuel Williston, quien impartía clases en la Universidad. Brown nunca terminó su tesis para doctorarse en Columbia porque, según dijo, «había tratado de abarcar más de lo que podía apretar». Además el trabajo sobre el terreno le atraía más que el de las aulas y el de los laboratorios. En ese aspecto Brown era igual que la mayoría de los cazadores de dinosaurios de la época.
Sin embargo, cuando iba bien vestido en la ciudad, y en su coche, parecía más un profesor universitario o quizá un dignatario de la iglesia que un explorador dedicado a recoger fósiles en el campo. Un colega se refirió a «la apariencia grave y a veces melancólica» de Brown. Generalmente, su forma de vestir era impecable y su actitud seria y digna. Miraba al mundo y a los fósiles a través de unos lentes pincenez que colgaban de una cadena de oro. Las mujeres, por lo que se sabe, lo consideraban extraordinariamente atractivo. Era el galán cumplido en los salones de baile y un excelente y ameno invitado en cualquier mesa. Cuando regresaba de las zonas de excavaciones, las gentes de los pueblos, en especial las mujeres, acudían a recibirlo al tren y se disputaban el honor de llevarlo de la estación hasta sus casas para invitarlo a cenar.
Poco después de que pasó a trabajar para Osbom, Brown se encontró con que una expedición del Museo Americano estaba volviendo a abrir los lugares de excavación de Como Bluff. Al principio, en el verano de 1897, el grupo tenía razones para creer que los cazadores de Marsh habían dejado aquellos lugares totalmente vacíos. Pero parece ser que Osbom y Brown descubrieron un esqueleto de dinosaurio y Jacob L. Wortman, el jefe de la expedición, encontró un segundo esqueleto -trabajo suficiente para todo el verano-. Obtuvieron buenos resultados el verano siguiente. Se trasladaron más al norte del peñasco. El grupo iba dirigido por Wortman, asistido por Walter Granger, y pronto llegaron a un pequeño valle literalmente cubierto de huesos de dinosaurio. No muy lejos de allí, en las proximidades del río Medicine Bow, estaban las ruinas de la cabaña de un pastor que había sido construida casi por completo con huesos de dinosaurio, que por lo visto eran más fáciles de conseguir allí que la madera. Aquel lugar pasó a ser conocido con el nombre de «Cantera de la Cabaña de Huesos» y la expedición del museo excavó hasta extraer todo lo que había digno de valor allí.
Por esos días Brown se había trasladado a unos terrenos más distantes. En el invierno de 1899, según se divertía Brown contando años más tarde, Osbom lo llamó a su despacho un día a primeras horas de la mañana y le dijo que una expedición de la Universidad de Princeton estaba a punto de zarpar para la Patagonia, a las once de aquella misma mañana. «Quiero que vaya usted en ella en representación del Museo Americano», le ordenó el imperioso Osbom a Brown que sólo tenía veintiséis años. El joven paleontólogo tuvo tiempo para llegar al barco, se sumó a la expedición y se pasó casi dos años en la Patagonia, trabajando con el grupo de Hatcher.
Brown ganó su propia fama y autoridad como buscador de fósiles en el verano de 1902. Se dirigió en tren a Miles City, Montana, y exploró las tierras yermas de los alrededores al sur del río Missouri. «Este territorio parece prometedor y nunca ha sido explorado», le escribió a Osbom en junio. Allí tenía una oportunidad de explorar lechos de fósiles procedentes del último período del cretáceo, un período que había sido descuidado, en el apresuramiento mostrado por la mayor parte de los cazadores de dinosaurios por explorar, sobre todo, los fósiles del jurásico o la formación Morrison. Alquiló un carro, contrató a un equipo y Brown hizo un viaje de cinco días en dirección norte hasta el pequeño campamento de Jordán, después se internó en un territorio aún más duro en la parte más alta del arroyo del Infierno. Cowboys y pastores habían informado de la existencia en aquellos lugares de huesos extraños. Brown estableció un campamento en las proximidades de la cabaña del dueño de un almacén. La primera noche de su estancia allí, antes de comer, el 12 de julio, encontró

algunos fósiles de Triceratops. Pocos días más tarde Brown realizó su hallazgo más sensacional. En el peñasco de dura piedra caliza amarillenta que cruzaba el arroyo encontró los primeros huesos de lo que, según se vio después, era el esqueleto completo de un Tyrannosaurus rex. Brown se pasó el resto de aquel verano y la mayor parte del siguiente excavando las piezas del esqueleto. Rompió con explosivos la matriz de piedra caliza y extrajo los huesos con ayuda de la piqueta y el cincel. Aplicó laca para endurecer las piezas frágiles y envolvió las otras en tela de saco empapado en escayola. Las partes mayores del esqueleto, como la pelvis, incrustada en la piedra, que pesaba en su conjunto unas dos toneladas, significó una auténtica prueba para demostrar la capacidad estratégica de Brown. Dado que resultaba demasiado pesada para poder ser llevada por el carro, construyó una especie de trineo con tablones deslizantes y alquiló un tiro de cuatro caballos para arrastrarla. Costó todo un día de trabajo trasladar la pelvis desde el lugar en que fue hallada, en el valle del arroyo del Infierno, hasta la carretera. Allí comenzaba el transporte durante doscientos kilómetros de distancia hasta la estación de Miles City.
Cinco años más tarde, en 1908, Brown descubrió su segundo Tyrannosaurus. Trabajando al norte del arroyo del Infierno, en una zona que en la actualidad se halla sumergida bajo las aguas del pantano de Fort Peck, había conseguido «un diez», según exclamó en una carta a Osbom. Brown informaba haber encontrado «quince caudales -huesos de la cola- conectados, enterrados en la arena». Con pico y pala cavó una zanja y vio que los huesos continuaban incrustados en la piedra caliza. «Nunca había visto nada semejante», le dijo Brown a Osbom, al comentar la aparente totalidad del esqueleto. Osbom le respondió: «Su carta… hace que me sienta como un profeta y el hijo de un profeta, puesto que había sentido, instintivamente, que usted encontraría un Tyrannosaurus en esta temporada.» El entusiasmo de Brown aumentaba a medida que progresaba su excavación. «Una pieza magnífica -escribiría en otra carta- Este cráneo por sí solo vale todo el trabajo de un verano porque es perfecto.»
De regreso al museo de Nueva York, los huesos de los dos especímenes de tiranosaurio fueron ensamblados con el máximo cuidado para que el mundo pudiera contemplar el terrorífico aspecto que debieron de tener los más poderosos carnívoros terrestres que jamás vivieron. Esas criaturas, que existieron en los últimos millones de años del cretáceo, tenían cabezas enormes, de más de un metro de longitud, desde el frente hasta la parte de atrás. Las mandíbulas apenas si eran algo más cortas y estaban llenas de dientes y colmillos de sable de quince centímetros de longitud y de dos centímetros y medio de anchura. Esos animales se erguían sobre sus dos patas traseras que terminaban en pies semejantes a los de las aves, con tres dedos dirigidos hacia adelante, armados con fuertes espolones, las armas de las que se valían para apresar sus presas. El Tyrannosaurus de 1902, encontrado por Brown, fue vendido al Museo Camegie de Pittsburgh, durante la segunda guerra mundial, como precaución contra una segunda extinción de aquella criatura, pues existía el temor, muy generalizado, de que Nueva York pudiera llegar a ser bombardeado. (Algunos huesos de dinosaurios se perdieron en la primera guerra mundial cuando un buque canadiense que los transportaba a Gran Bretaña fue torpedeado por un submarino alemán.) El Tyrannosaurus de 1908 ha permanecido durante todo este tiempo en el Museo Americano, una presencia amenazadora para los niños que lo observan con los ojos muy abiertos, y es el orgullo de Bamum Brown que se divertía presentando aquel esqueleto a los visitantes del museo como «mi hijo favorito».
En 1910, siguiendo la confidencia que le hizo un ranchero canadiense, Brown se dirigió hacia el norte en busca de nuevas aventuras y nuevos descubrimientos de criaturas procedentes del cretáceo. Se pasó seis temporadas explorando la cuenca del río del Ciervo Rojo, en la región central de Alberta. Varios geólogos canadienses, empezando por George Dawson, en la década de 1870-1880, llamaron la atención sobre la existencia de restos de dinosaurios que esperaban ser desenterrados en las provincias occidentales del Canadá, especialmente en la región del lago Alberta. Lawrence Lambe, del Geological Survey de Canadá, se dirigió, en particular, a los sedimentos a lo largo del río del Ciervo Rojo. Pero fue Brown quien estableció la exploración más original y de mayor éxito.
Después de reconocer el país, Brown decidió utilizar un nuevo acercamiento por vía acuática a la caza del dinosaurio. Una barcaza fluvial sería su campamento flotante y en ella se dejaría arrastrar río abajo, parándose de vez en cuando para excavar y recoger los fósiles hallados, que serían llevados a la barcaza. Se construyó una lancha de quilla plana, de diez metros de largo por cuatro de ancho, con lo que la barcaza ofrecía espacio suficiente en cubierta para establecer el campamento con tiendas de campaña y una estufa para cocinar. Brown sabía cómo viajar. De ese modo no tenían que perder el tiempo buscando agua, ni con problemas con muías tozudas y cerriles, ni con las frecuentes averías de los carros en terrenos difíciles. Al final de cada temporada la barcaza estaba llena de fósiles envueltos en arpilleras escayoladas y eran enviados a la estación de ferrocarril más próxima. Entre los más valiosos especímenes encontrados se cuentan un esqueleto casi completo de un dinosaurio con cuernos, el Monoclonius, y otro del dinosaurio de pico de pato y con cresta llamado Corythosaurus. Y lo que era más interesante para los paleontólogos, Brown estuvo en condiciones de extraer fósiles de distintos estratos del cretáceo y con ello reveló nuevas pruebas del desarrollo y la evolución del dinosaurio durante los últimos millones de años de su existencia.
Los impresionantes resultados obtenidos por Brown resultaron un tanto embarazosos para los canadienses. ¿Por qué se le permitía a aquel yanqui explorar, en busca de dinosaurios, los yacimientos canadienses? En respuesta, se dijo que la Geographical Survey de Canadá, como no tenía la suficiente experiencia para buscar los huesos por cuenta propia, había requerido los servicios de Charles H. Stemberg y sus tres hijos. Algunos de los miembros de la familia Stemberg ya habían trabajado en Canadá con anterioridad, cuando en 1912 se les pidió que encontraran algunos dinosaurios en Ciervo Rojo, antes de que Brown pudiera hacerse con ellos. En la primera temporada los Stemberg actuaron con una expedición tradicional y establecieron su campamento en las cercanías de Drumheller, haciendo exploraciones de reconocimiento, río abajo, con carros o en una balsa. Sin embargo, en 1913, rindieron pleitesía a Brown copiando su técnica del campamento flotante y también ellos se pasaron unos años dedicados a obtener buenos resultados en los lechos del último período de la era cretácea. Esto puso a disposición de los museos canadienses muchos esqueletos de distintos dinosaurios de pico de pato, de piel dura y carnívoros, así como también un espécimen del cráneo del Styracosaurus.
Los territorios de abrupta piedra caliza del Ciervo Rojo contenían la suficiente cantidad de huesos de dinosaurio como para satisfacer a todos los buscadores, y también a los equipos rivales de Brown y Stemberg, y para suministrar en abundancia a los museos de las dos naciones, Canadá y Estados Unidos. (La zona donde en la actualidad se ha establecido el Parque Provincial del Dinosaurio continúa siendo explorada con resultados fructíferos.) En la actualidad los cazadores de dinosaurios han extendido sus objetivos y perspectivas así como su habilidad, y los procedimientos han alcanzado un óptimo nivel. Pueden seguir siendo rivales y, en respuesta a una confidencia o a determinados indicios o un simple estudio del territorio, correr para ser los primeros en resucitar alguna gran bestia y sacarla de su sepulcro de piedra. Y demostraron, para alivio de la profesión de paleontólogo, que no es necesario ser Cope o Marsh para dejar tras sí un legado de éxitos.