1 LOS PRIMEROS HUESOS
Lo maravilloso de los dinosaurios no es sólo que vivieron hace mucho tiempo, crecieron tanto y después se extinguieron, en misteriosas circunstancias, millones de años antes de que los seres humanos hubieran hecho su aparición en el escenario de la vida. Tan maravilloso es, igualmente, que la mente humana pueda ahora resucitar al dinosaurio y gracias a esta resurrección comenzar a comprender la complejidad del tiempo y la riqueza de la vida.
Al principio sólo se conocieron breves indicios sobre tiempos remotos y vida pasada. Unos pocos fragmentos de huesos y algunos dientes, incrustados en antiguos sedimentos, salieron a la luz en Inglaterra en el primer cuarto del siglo XIX. Eran huesos de criaturas muertas hada mucho tiempo, reliquias de la vida en un pasado distante, más allá del saber humano. Nadie sabia cuánto tiempo hacía que habían muerto, puesto que todavía se ignoraba hasta dónde podía extenderse aquel pasado. A juzgar por el aspecto de aquellos primeros huesos y dientes debía de tratarse de criaturas extrañas y monstruosas. Pero nadie podía saber entonces -nadie está seguro de saberlo siquiera ahora- cuál era su verdadero aspecto. Fueran k> que fuesen lo único cierto era que aquellas criaturas que pasaron a ser conocidas con el nombre de dinosaurios parecían ser distintas a cualquier forma de vida existente en k actualidad.
Este reconocimiento, en sí, marcó un punto de diferenciación crítico del pensamiento anterior. Reflejaba un conocimiento conseguido sólo recientemente, y que fue aceptado a regañadientes, de que en tiempos pasados existieron muchas formas distintas de vida que posteriormente desaparecieron. Los fósiles que empezaban a ser encontrados en número cada vez mayor y en las formas más intrigantes, no podían ser interpretados de otro modo más que como residuos remanentes de formas de vida extinguidas. Ésta fue la conclusión a la que llegó Georges Cuvier, el más destacado de los paleontólogos de principios del siglo XIX y el primer científico que presentó pruebas detalladas y convincentes de la realidad de la extinción como un fenómeno general en la historia de la vida. Cuvier no descubrió a los dinosaurios, pero hizo mucho para crear las condiciones intelectuales que harían posible su descubrimiento.
Nadie hubiera tomado en consideración los fósiles de los dinosaurios, de no haber tenido conciencia de su extinción. En la actualidad los dinosaurios son una metáfora común cuando se habla de extinción. Nada está más muerto que un dinosaurio. Más aún, los intentos de resolver el misterio de la extinción del dinosaurio forman la parte central que condujo al redescubrimiento del dinosaurio en los años recientes… una nueva resurrección, y quizá una nueva comprensión de la historia de la tierra. Aquí también se puede oír a distancia el eco de Cuvier: una u otra variación de sus temas. La idea de que una catástrofe geológica contribuyó a las distintas oleadas de extinciones había surgido de trastiendas de la intelectualidad para influir no sólo en el estudio de los dinosaurios sino en la investigación de las causas y en las consecuencias de las extinciones masivas a lo largo del tiempo.
En 1796 Cuvier hizo sus primeras revelaciones sobre la extinción de las especies. Tenía sólo veintiséis años, era un hombre bajo de estatura con brillantes ojos azules y espeso cabello rojizo como el cobre, pero que ya destacaba en los medios científicos de Francia. Era brillante e imaginativo, cualidades propias de un gran científico. Había nacido en 1769 de una familia de hugonotes en Montbéliard, tierras que habían pertenecido al duque de Württemberg y que sólo posteriormente pasaron a formar parte de Francia. Fue un niño precoz que empezó a interesarse por la naturaleza desde muy temprana edad, coleccionando plantas e insectos y diversos animales y que, con sorprendente facilidad, aprendía de memoria grandes obras de historia natural. Después de conseguir su licenciatura en la escuela elitista del duque, en Stuttgart, encontró trabajo como profesor en Normandía, donde se sintió atraído por el mar y la vida que allí resultaba tan fecunda. Sus disertaciones y descripciones de la vida marina, así como sus estudios sobre los fósiles, impresionaron tanto a los naturalistas ya situados y consagrados que éstos le ofrecieron un cargo como investigador en París.

En sus primeros meses allí, Cuvier comenzó a examinar los huesos de un elefante que acababan de ser desenterrados en París. Su descubrimiento había causado sensación, ¡pensar que hubo un tiempo en que los elefantes vivían en París! Los parisienses, atónitos y fascinados, acudieron en gran número al lugar de la excavación. Cuvier trató de comparar los huesos con los esqueletos de especies aún vivas y comprobó que no coincidían. En una sesión del Instituto Nacional de Ciencias y Artes, celebrada el 21 de enero de 1796, informó que los fósiles de elefantes hallados en París eran distintos de las dos especies aún existentes, el elefante indio y el elefante africano, y que sin duda esa especie estaba extinguida.
La mayoría de los huesos que le fueron entregados a Cuvier procedían de las canteras de yeso de Montmartre (la fuente de la mayor parte del yeso original de París). Muchos de ellos, según su creencia, debían de ser de reptiles u otros animales totalmente diferentes de todas las criaturas vivientes en el mundo moderno. Se dio cuenta de que toda una fauna, y no simplemente los elefantes de una especie determinada, había desaparecido con el paso del tiempo. Y lo más extraño y enigmático era que la mayor parte de aquellas criaturas eran reptiles, y sus restos fósiles eran enormemente apreciados por los científicos. Cuvier estaba metido de lleno en sus excavaciones de elefantes y estudiando los especímenes hallados en Montmartre, cuando fue convocado para que viera un fósil de reptil muy especial.
En 1795, los ejércitos de la Francia revolucionaria estaban luchando en los Países Bajos, y a su regreso llevaron consigo un monstruoso trofeo de guerra que un general francés había ordenado localizar, y así ocurrió, en la entonces pequeña ciudad de Maastricht. La inapreciable reliquia se guardaba en una urna de cristal en la residencia del canónigo local, cerca de la colina en las afueras de la ciudad, donde había sido desenterrada ante la general sorpresa. No se trataba de la túnica ensangrentada de un santo martirizado ni de un fragmento de la Santa Cruz, sino de una pareja de maxilares fosilizados que medían más de un metro de longitud. Los maxilares eran los restos de alguna enorme criatura antediluviana. Todos los huesos de edad y origen indeterminado se presumía que debían de pertenecer a una época anterior al bíblico diluvio.
Los trabajadores en una de las canteras calizas de Maastricht habían descubierto los maxilares en 1770. Estaban acostumbrados a dar con conchas fósiles en sus excavaciones y, de vez en cuando, habían encontrado un hueso, pero nunca nada parecido a aquellos maxilares. Un cirujano militar alemán, retirado, y un coleccionista de fósiles fueron convocados, se llevaron el maxilar, que después fue examinado por un anatomista. Era el maxilar de una ballena, decidió uno. No, era un gigantesco lagarto marino, opinó otro. ¿Era posible una cosa así? No, jamás se habían visto lagartos de aquel tamaño ni en el mar ni en la tierra. Como muchos otros europeos llegaron a sospechar que podía tratarse de un monstruo prehistórico, algo que posiblemente había vivido antes de Noé y, probablemente, antes de Adán, y que había dejado de existir. Pero sin embargo eso era algo que no estaban seguros que debieran creer.
Cuvier examinó el maxilar, lo comparó con el de otros animales conocidos y llegó a la conclusión de que pertenecía a un lagarto que podía estar relacionado con sus parientes que aún existían en los trópicos. Sin embargo era de tamaño mucho mayor, debió de haber llevado una vida marina y se alimentaría de peces. Dado que sólo presentaba un leve parecido con las criaturas conocidas, el animal debió de haber vivido en un pasado muy remoto. Unos años más tarde, el reverendo William D. Conybeare, en Inglaterra, le dio el nombre de Mosasaurus, o «lagarto del Mosa», de acuerdo con la región donde había sido encontrado. El Mosasaurus fue el primer gigante marino del mesozoico encontrado e identificado. La correcta interpretación que dio Cuvier de aquella mandíbula, hizo que pasara a ser considerado el mejor de los expertos en grandes fósiles. Su influencia en los futuros buscadores de fósiles fue tal que cada vez que alguno de ellos desenterraba algún hueso grande y muy antiguo, viejos reptiles se aparecían en sus visiones.
Se tuvo otra prueba evidente de que no todas las especies vivas habían logrado sobrevivir hasta llegar a nuestros días, cuando en Alemania se descubrió un «animal marino desconocido» que parecía tener alas. Por medio de dibujos -sus descubridores no quisieron que el fósil se alejara de sus manos- Cuvier identificó al animal como un reptil volador, no marino sino terrestre y le dio el nombre de Pterodactyl, derivado de las palabras griegas que significan «ala» y «dedo». Después se empeñó en que ése era uno de los pterodáctilos que vivieron en los tiempos de los dinosaurios y que fueron los primeros verdaderos vertebrados voladores. Algunos de ellos eran tan pequeños como gorriones, mientras que otros tenían enormes alas con una envergadura de hasta diez metros. Cuvier dijo que esos animales se habían extinguido. Ese era el mensaje más importante que transmitieron al investigador.
En 1801, cinco años después de su lección en el Instituto sobre los elefantes fósiles, Cuvier presentó su tesis de que la extinción era un hecho aparente que se daba en la naturaleza. Dijo que nada podía ser más importante que «descubrir si las especies que existieron entonces habían sido completamente destruidas o si, simplemente, se habían ido modificando de un clima a otro». Esto reflejaba el reconocimiento de Cuvier de tres explicaciones alternativas para las distintas formas de fósiles que había estado examinando: extinción, evolución y migración. Concedió que, en algunos casos, se podía aplicar la última de las explicaciones, aunque resultaba poco probable que cualquiera de aquellos grandes animales terrestres hubiera escapado a la atención de los exploradores en otros continentes. En la mente de Cuvier esto reducía a dos las posibilidades y quedaba por elegir entre extinción y evolución. Fue una desgracia para su reputación en la historia que Cuvier, por lo demás tan perceptivo, se empeñara en defender una idea tan extrema: sí o no, es decir, que no tomase en consideración posiciones intermedias. En la mente de Cuvier todo quedaba reducido a elegir entre evolución y extinción y rechazó la evolución, no movido por un deseo consciente de hacer que la ciencia se adaptara a la religión sino, primariamente, a impulsos de su deseo de defender la extinción. Para Cuvier todas las pruebas aportadas por los fósiles hablaban en favor de la extinción como la forma más sencilla y clara de entender lo que había sucedido a la vida prehistórica.
Unos pocos científicos habían sopesado previamente la posibilidad de la extinción, sin embargo no se decidieron plenamente a aceptar la idea, por temor a entrar en contradicción con la Biblia. No se atrevieron a ignorar las palabras de Eclesiastés, 3,14: «Todo lo que Dios hace, así lo sé, tiene que ser para siempre: nada se le puede añadir ni nada puede ser excluido de ello.» Es posible que pensaran que las criaturas que parecían haberse extinguido sólo hubieran desaparecido de Europa y siguieran vivas en algún lugar remoto, poco explorado, en cualquier parte del mundo. Ésa fue la teoría de la migración, expuesta también por Cuvier. Cuando Thomas Jefferson envió a Meriwether Lewís y a William Clark a su expedición al Oeste americano, se sentía seguro de que estos exploradores regresarían con informes sobre la existencia de algunas especies supervivientes. Ciertos acontecimientos, entre los que destacó el descubrimiento del celacanto en las aguas de África del Sur y de un marsupial australiano llamado Burramys parvus, animales supuestamente extinguidos que aparecieron vivos, dio nuevo impulso a la tesis contraria a la extinción. Pero cuando Cuvier, con todo el peso de su autoridad y su reputación y con pruebas en la mano, proclamó la verdad de la extinción de las especies, casi todas las dudas desaparecieron.
Cuvier no sólo hizo que los científicos aceptaran la extinción sino que además desarrolló métodos de investigación que fueron ampliamente imitados y que, también, influyeron en preparar a los científicos para que pudieran saber cómo tratar los primeros huesos de los dinosaurios.
Lo que hizo Cuvier fue elevar la anatomía comparada al nivel de una ciencia que habría de servir de gran ayuda a la paleontología. En la búsqueda de fósiles había que partir de la geología para establecer su edad relativa, pero para identificar los especímenes e interpretar su lugar en la naturaleza había que saber biología y, de manera muy especial, anatomía comparada. En ese campo de la ciencia destacaba Cuvier. Demostró que cada grupo importante de animales tenía su particular arquitectura corporal. De acuerdo con el principio de la «correlación de las partes» la estructura anatómica de cada órgano y hueso estaba relacionada, funcionalmente, con todas las demás partes del cuerpo de un animal. (Equivocadamente tomó esto como una prueba de que las especies no habían cambiado desde el principio de la creación. Cada especie, así lo creía, estaba demasiado bien coordenada, funcional y estructuralmente, para poder sobrevivir a cualquier cambio significativo causado por la evolución.) Cuvier reconoció que, mediante la aplicación de la correlación del principio de las partes, la especie de un animal podría ser identificada normalmente por la forma de un simple hueso o, al menos, por unos cuantos huesos. El hueso del pulgar de los pies, por ejemplo, está relacionado con el hueso del arco del pie y éste, a su vez, se relaciona con el hueso de la pantorrilla y así sucesivamente. Al establecer estas conexiones, como Cuvier supo hacer tan bien, inculcó en los paleontólogos una confianza tan grande en su capacidad analítica que se aproximaba a la certeza. Esta confianza fue reflejada por Cuvier cuando escribió: «La forma y estructura del diente regula la forma del cóndilo y de otras articulaciones del omoplato y de las garras, del mismo modo que la ecuación de una curva regula todas sus otras propiedades. Así, al comenzar nuestra investigación con el cuidadoso examen de un hueso en sí, una persona que domine de manera suficiente las leyes de la estructura orgánica, podría si así lo hiciera reconstruir la totalidad del animal al que perteneció el hueso.»
Esto condujo a los paleontólogos a algunos errores embarazosos. Jefferson, que contaba con la paleontología entre sus varios talentos, identificó una vez las garras de un perezoso gigante como pertenecientes a un león mayor que sus congéneres modernos. Pese a estar equivocado, realmente Jefferson ganó con ello una parte de su inmortalidad. El extinto perezoso lleva ahora el nombre de Megalonyx jeffersoni («uña gigante de Jefferson»). Henry Fairfield Osbom, uno de los más destacados paleontólogos norteamericanos de comienzos de este siglo, se atrevió en cierta ocasión a declarar, basándose en un simple diente, que había descubierto al primer antepasado humano en el Nuevo Mundo. El diente resultó ser una muela de cerdo.
Cuvier también pudo estar equivocado, como puso en claro uno de los descubridores de los dinosaurios, pero eso fue la excepción. Cuvier parecía tener una facilidad casi mágica para tomar unos cuantos huesos extraños y reconstruir el esqueleto completo de una criatura desconocida, mamut o mastodonte, así como antiguas formas de rinocerontes, hipopótamos, ciervos o cocodrilos. Los parisienses se dieron cuenta de esto y se divertían con ello. En las manos de Cuvier la paleontología parecía más un arte que una ciencia. «¿No es Cuvier el mejor poeta de nuestro siglo? -dijo Honoré de Balzac-. Nuestro inmortal naturalista ha reconstruido mundos partiendo de huesos fosilizados. Toma un trozo de yeso y nos dice: “¡Mirad!” De repente la piedra se transforma en animales, el muerto vuelve a la vida y otro mundo se desarrolla ante nuestros ojos.»
Pero no todo el trabajo de Cuvier consistía en la poesía de las reconstrucciones en el laboratorio. A veces iba al campo, frecuentemente en compañía de Alexandre Brongniart, un geólogo minero, y juntos examinaban y reconocían una excavación que penetraba en las profundidades de una capa estratificada procedente de un pasado remoto, más antiguo mientras más diferentes de los animales existentes en la actualidad eran los fósiles que allí se encontraban. Las distintas capas o estratos mostraban cambios muy marcados en la tierra y en la vida a lo largo de los tiempos. Los huesos de elefante sólo aparecían en las capas superiores. Más abajo se encontraba una sucesión de depósitos alternativos de fósiles marítimos y terrestres; a cierta profundidad los mamíferos desaparecían por completo. Cuvier identificó unas ciento cincuenta especies de fósiles en la cuenca del Sena y noventa de ellos no tenían equivalentes vivos. Con esas extinciones y los rígidos límites de las capas estratificadas en la mente, Cuvier razonó que una secuencia de cataclismos ampliamente extendidos condenó parte de la vida primitiva y dio nueva forma a la superficie de la tierra. La cuenca del Sena había estado, alternativamente, seca e inundada. Los estratos de los tiempos en que ocurrieron esos episodios parecían contamos una historia de vida pasada y de muerte catastrófica.
Cuvier presentó su teoría sobre la historia de la Tierra en un tratado de 1812 titulado A discourse on the Revolutions of the Surface of the Globe. De acuerdo con su teoría, el mar, o grandes inundaciones, habían invadido repetidamente las tierras. El hielo glacial avanzó cruzando continentes que hasta entonces habían sido templados, k) cual explicaría el hallazgo de algunos animales que recientemente fueron descubiertos congelados en Rusia. Movimientos muy violentos agitaron y conmovieron la costra de la superficie terrestre. Explicó que se trató de catástrofes tan repentinas y completas, que «el hilo de las operaciones de la naturaleza fue roto por ellas». El trabajo fue grande. «Las catástrofes barrieron de la existencia a un sinnúmero de criaturas vivas -escribió Cuvier-. Las que vivían en tierras secas fueron ahogadas por los diluvios e inundaciones. Otras, cuyo hogar estaba en las aguas, perecieron cuando el fondo de los mares se secó repentinamente. Razas enteras se extinguieron, dejando sólo simples rastros de su existencia que ahora son difíciles de reconocer incluso por los naturalistas.»
Con su descubrimiento de la extinción, y de la existencia de un pasado que, por lo general, es muy distinto del presente, y con toda su capacidad y talento para la recreación de este pasado, partiendo de huesos viejos, Cuvier preparó las mentes del siglo XIX para el pensamiento de que la historia de la Tierra se extendía en el pasado hasta los tiempos anteriores a Adán y para esperar que la Tierra descubriera, bajo sus capas, más huesos de criaturas tan fabulosas como el Mosasaurus. «¡Qué tarea tan noble el estar en condiciones de ordenar esos objetos del mundo orgánico en un orden cronológico!», escribió Cuvier en 1812.
El desarrollo de la vida, el éxito de sus formas, la precisa determinación de esos tipos orgánicos que fueron los primeros en aparecer, el nacimiento simultáneo de determinadas especies, la solución de todas esas cuestiones es posible que nos ilustraran sobre la esencia de los organismos así como sobre los experimentos que podemos intentar con las especies vivas. Y el hombre, al que tan sólo se le ha concedido un momento de estancia en la Tierra, ganará la gloria de determinar el transcurrir en la historia de los miles de eras históricas que precedieron su existencia y de los miles de seres que nunca fueron sus contemporáneos.
Fue en esos días cuando Gideon Algemon Mantell comenzó la búsqueda de fósiles y dio con los huesos y dientes de la que resultó ser la más famosa víctima de las extinciones de Cuvier.
Los cazadores de fósiles como Mantell eran legión en Inglaterra, tanto aficionados como científicos, y los premios que buscaban eran fósiles de antiguos reptiles. Esos fósiles estaban de moda, en parte debido al Mosasaurus de Cuvier, y en esencia, porque en ellos parecía compendiarse la vida de la prehistoria. Varios descubrimientos recientes habían llamado la atención de los científicos y del público. Todos seguían hablando del increíble reptil que Mary Anning había encontrado en los acantilados de Lyme Regis, en el sur de Inglaterra. Si Dickens había escrito sobre paleontología[2] debió de buscar inspiración en Mary Anning. Sin formación profesional en paleontología ni estudios superiores, Mary vivía con su madre, viuda, a quien mantenía vendiendo «curiosidades de la naturaleza», en especial conchas fosilizadas. El trabalenguas «she sells seashells on the seashore»,[3] seguramente se refiere a ella. En 1810, cuando Mary Anning sólo tenía once años, ella y su hermano descubrieron algunos huesos que sobresalían de las rocas en los acantilados y después de romper las rocas con martillos y cinceles hallaron la marca de un esqueleto de diez metros de longitud. La criatura con sus cuatro patas con garras y sus grandes mandíbulas llenas de fuertes dientes muy afilados, tenía un aspecto combinado de reptil y pez. Cuando se conoció la noticia de su hallazgo, los sabios de Londres se dirigieron en peregrinaje a la modesta vivienda de Anning. Ella había encontrado el primer esqueleto razonablemente completo de un reptil marítimo que más tarde pasaría a ser conocido con el nombre de Ichthyosaurus, término derivado de las palabras griegas que significan «pez» y «lagarto». Unos años más tarde la propia Mary Anning descubriría los restos de otro reptil marino, el Plesiosaurus.
Los sabios no aceptaron fácilmente el descubrimiento de Mantell del primer dinosaurio reconocido como tal. No está claro, ni siquiera ahora, dónde y cómo adquirió los primeros huesos de dinosaurio. Su descubrimiento, como tantas otras cuestiones relacionadas con los dinosaurios, es tema de conjeturas y disputas. La versión generalmente aceptada de cómo fueron descubiertos los primeros fósiles de dinosaurio se repite una y otra vez con mítica reelaboración y puede ser resumida del siguiente modo:
En un día de primavera de 1822, Mantell, un cirujano, fue en un coche de caballos hasta el bosque de las afueras de Lewes, en Sussex, donde el río Ouse transcurre hacia el sur, en dirección al canal de la Mancha. Allí, Mantell se detuvo en una casa para visitar a un paciente. Mientras estuvo allí, su esposa, Mary Ann, lo esperaba paseando por la carretera. En los seis años que llevaba de matrimonio con Mantell, la esposa había llegado a participar en el interés de su marido por los fósiles. Habían colaborado en un extenso volumen, The Fossils of the South Downs, que debía ser publicado en ese mismo año, en el cual reproducía su colección de conchas marinas fósiles, la mayor parte de ellas muy antiguas. Consecuentemente no había nada más natural para Mary Ann Mantell

que fijarse en un montón de piedras dejado allí por los peones camineros que habían reparado la carretera.
Sus ojos se fijaron principalmente en un trozo de piedra arcillosa. Encerrado en ella había algo que a primera vista podría tomarse por un gran diente. Se k) enseñó a su marido tan pronto éste salió de la casa.
«Has encontrado los restos de un animal hasta ahora desconocido por la ciencia», se supone que Mantell le dijo a su mujer.
El diente, según diría después, era «totalmente distinto a cualquier otro que hubiera visto con anterioridad».
Aquel año Mantell regresó varias veces a aquellos bosques en la primavera y el verano, en perjuicio de su clínica médica. Tenía treinta y dos años y llevaba diez ejerciendo de cirujano, pero su vocación de buscar huesos fósiles fue imponiéndose sobre su profesión. Visitó varias canteras y pidió a los picapedreros que le avisaran si encontraban algún otro diente, como aquel hallado por su esposa, o cualquier otra cosa que fuera más allá de las conchas normales. Aparecieron varios dientes más, así como algunos extraños huesos en una cantera de Tilgate Forest, cerca de Cuckfield, en Sussex. Resultaron ser los huesos y los dientes del primer dinosaurio reconocido como tal.
Esencialmente esa versión está basada en el informe del descubrimiento hecho por Mantell en 1825 y en sus recuerdos posteriores, publicados en 1851. La historia se convirtió en leyenda gracias a la biografía de Mantell publicada en 1927 por Sidney Spokes y por innumerables relatos de profesionales y popularizadores de la existencia del dinosaurio. Pero Dennis R. Dean, un catedrático de la Universidad de Wisconsin-Parside, ha expuesto, recientemente, algunos fallos en la leyenda. En su investigación de datos para escribir una nueva biografía académica de Mantell, Dean examinó el diario del cirujano y su correspondencia, incluyendo algunas cartas hasta entonces desconocidas, y con todos esos datos construyó una nueva versión del descubrimiento del dinosaurio.
De acuerdo con la historia de Dean, Mantell empezó a interesarse en las canteras de Cuckfield ya en 1818 y contrató a uno de los canteros llamado Leney para que reuniera y le enviara todos los especímenes raros de fósiles que encontrara. Los envíos de Leney a Mantell en 1819 incluían muchos dientes y huesos que deberían de haber sido de grandes reptiles. En junio de 1820 recibió de Leney un «delicado fragmento de un hueso enorme, varias vértebras y algunos dientes de proteosaurio».
Eso animó a Mantell a organizar una expedición de búsqueda de fósiles. El objetivo de todas esas visitas al bosque de Tilgate, tanto entonces como antes y después, fue al parecer siempre geológico y paleontológico, y nunca para visitar a un paciente. El 15 de agosto de 1820, el hermano de Mantell, Thomas, llevó en su coche a Mary Ann y a otra mujer, posiblemente a su hermana, a Cuckfield Mantell cabalgaba a su lado. Si es cierto que Maiy Ann Mantell fue la que encontró el diente, como el cirujano proclamaría posteriormente, tuvo que ser durante ese viaje. Pero por lo visto aquello no pareció causar en él una impresión inmediata, pues en su diario informa que el grupo no recogió «nada de importancia» en aquella excursión.
Otros buenos huesos le fueron facilitados a Mantell aquel año y en 1821 y realizó, al menos, otras dos excursiones para recoger fósiles, ambas en septiembre de 1821. En su primera excursión encontró una parte de un hueso enorme. El 26 de septiembre se alejó de las canteras de Cuckfield con una «vértebra lumbar de un cocodrilo y un diente del mismo tipo de animal». Mantell, que no estaba completamente seguro de lo que tenía en sus manos, pidió la opinión de un especialista reconocido, William Clift, en el Hunterian Museum del Colegio Real de Cirujanos, en Londres. Clift llegó a la conclusión de que el diente pertenecía a un cocodrilo o a un tipo de lagarto.
En noviembre de 1821, aparentemente mientras estaba escribiendo la sección de los fósiles de Tilgate para The Fossils of the South Downs, Mantell tenía en su poder al menos seis dientes y muchos fragmentos óseos que posteriormente serían identificados como pertenecientes a un dinosaurio. En un escrito de meses antes del legendario paseo de Mary Ann, Mantell dice: «Los dientes, vértebras, huesos y otros restos de un animal de la familia de los lagártidos, de enorme tamaño, son quizá los fósiles más interesantes que han sido descubiertos en el condado de Sussex.» Advirtió que aquellos animales se parecían en cierto modo a los cocodrilos, aunque diferían en «muy importantes peculiaridades en relación con las actuales especies». Fuera lo que fuesen lo innegable era que se trataba de animales gigantescos. Subrayó que excedían en tamaño a todo «animal de la familia de los lagartos descubiertos hasta ahora tanto todavía vivos como en estado fósil». El cirujano de Lewes había descubierto los dinosaurios sin saberlo siquiera.
Esta versión de la historia del descubrimiento, como diría un periodista, no tenía una lectura tan grata como la leyenda generalizada. Carecía de los elementos de romance científico; nada había de cierto en aquel paseo casual por el romántico paisaje inglés en una carretera rural, nada de fragmentos exóticos que despertaran la atención de una esposa interesada en el quehacer de su marido, nada de esos momentos de excitación compartida cuando la esposa le mostró el extraño diente a su marido cirujano y paleontólogo aficionado. De acuerdo con el análisis de Dean la leyenda perpetuaba algunos errores de hechos históricos. No había encontrado prueba alguna que demostrara que el cirujano y su esposa hubiesen salido de excursión por el bosque de Tilgate en la primavera o el verano de 1822. Por el contrario el estudio detallado publicado en South Downs, realizado por Dean -el libro había sido publicado en mayo de ese año-, demostraba que el cirujano estaba ya en posesión de una extensa colección de huesos y dientes de dinosaurios antes de 1822. Mantell dedicaba especial atención a «un incisivo cuneiforme», del cual sólo se recordaba, y así se anotaba, que varios especímenes del mismo tipo, más pequeños, «habían sido descubiertos por la señora Mantell». Uno de esos dientes, fue la conclusión de Dean, era posiblemente uno de los que Mantell, más tarde, presentaría para

señalarlo como su descubrimiento original del dinosaurio. En las conocidas excursiones de Mantell a Cuckfield, como se subrayaba, sólo estuvo acompañado por su esposa el día 15 de agosto de 1820. Es posible, pues, que el primer diente de dinosaurio pudiera haber sido descubierto ese día por Mary Ann Mantell.
Pese a que la importancia de ese descubrimiento pasó inadvertida al principio, mientras Mantell examinaba y admiraba cada vez más esos dientes, se sentía intrigado. Notó que la corona de uno de los dientes estaba desgastada y formaba una superficie oblicua y suave. Estaba claro que se trataba de un animal de gran tamaño que se alimentaba de plantas. Aquel diente no podía haber masticado carne. El diente le recordaba a Mantell «parte de un incisivo, desgastado por el uso, de un gran paquidermo». Pero él sabía, gracias a los descubrimientos de Cuvier de algunas especies de elefantes extintas, que los restos de esos mamíferos prehistóricos sólo se encontraban en los estratos superiores pertenecientes a épocas relativamente recientes y no en los estratos más antiguos, más bajos, de los cuales creía que provenía su diente. Consecuentemente los pensamientos de Mantell se volvieron de nuevo a los reptiles antiguos.
Dado que la edad aparente del diente fósil de Mantell parecía excluir cualquier conexión con los mamíferos, el cirujano de Lewes creía que debía de tratarse de reptiles. Pero una característica de los reptiles modernos no se acomodaba con esa línea de pensamiento. «Como ninguno de los reptiles existentes son capaces de masticar sus alimentos -dijo Mantell-, no podía arriesgarme a atribuir el diente en cuestión a un saurio.»
Mantell tomó aquel diente y otros ejemplares y se los llevó consigo a una reunión de la Sociedad Geológica de Londres. Algunos de los distinguidos científicos asistentes lo desanimaron al limitarse a considerar el diente como un resto carente de interés de un pez de gran tamaño emparentado con el pez-lobo, Anarhicas lupus, o tal vez de un diente cualquiera de una especie de mamífero. Quizá Mantell se había equivocado al determinar que el diente tenía tan gran antigüedad. Sólo el químico William Wollaston apoyaba a Mantell en su opinión de que había descubierto dientes de un «desconocido reptil herbívoro». Wollaston animó al cirujano para que continuara su investigación.
A continuación Mantell se dirigió al propio gran Cuvier en persona. El cirujano se enteró de que Charles Lyell, un joven abogado y geólogo, visitaría París y le pidió que se llevara consigo el diente fósil para enseñárselo a Cuvier. Para entonces, 1823, Cuvier ocupaba tres de las elevadas posiciones científicas de Francia, catedrático de historia natural en el Collége de France, catedrático de anatomía comparada en el Jardin des Plantes y secretario de la Academia de Ciencias. El científico había engordado y ennoblecido con el título de barón, con lo que se satisfacía su ilimitada vanidad. Aconsejaba al gobierno en materias de educación, enseñaba con elocuencia y hacía pública una extensa serie de lúcidos informes sobre investigación científica.
Lyell visitó a Cuvier en su despacho-estudio del Museo de Historia Natural. Era la residencia de trabajo de un hombre incansable y metódico, como Lyell lo describiría varios años más tarde. El sanctasanctórum de Cuvier, recordó el visitante inglés, era una habitación amplia… alargada, amueblada con once mesas o pupitres y otras dos mesas bajas, como si fuera una oficina pública con su correspondiente número de empleados. En cada pupitre había su servicio completo, tintero, plumas, papel, libros y los manuscritos en los que estaba trabajando. Pero todo aquello era para un único hombre «que se multiplicaba a sí mismo como autor y no permitía a nadie la entrada en aquella habitación, y que se dedicaba a una ocupación u otra según creía necesario o movido por su propio capricho».
Cuvier examinó el diente y, sin la menor vacilación, dijo que se trataba simplemente de un incisivo superior de rinoceronte. Cuando el incansable Mantell le envió algunos otros de sus huesos el veredicto fue igualmente desesperanzador: los huesos, dijo Cuvier, pertenecían a una especie de hipopótamo.
Mantell insistió, pese a las opiniones de la Sociedad Geológica y de Cuvier. William Buckland, profesor de geología en la Universidad de Oxford, le escribió a Mantell pidiéndole que no publicara nada en lo que se afirmara que los fósiles provenían de capas más profundas que las superficies diluvianas -es decir, de los sedimentos superiores-. No había pruebas, dijo Buckland, de que los fósiles fuesen lo suficientemente antiguos como para pertenecer a un reptil gigante extinguido. Pese a todo Mantell siguió insistiendo. Debía de dar la impresión de ser un obseso, algo así como el inventor de un aparato antigravitatorio que tratase desesperadamente de conseguir quien lo apoyase.
Al parecer Mantell llevó los fósiles al Hunterian Museum de Londres. Allí se pasó muchas horas volcado sobre la colección de dientes y huesos de reptiles con la esperanza de encontrar algo comparable a los que obraban en sus manos. Su búsqueda resultó infructuosa. Sin embargo, por casualidad, aquel día se encontraba en el museo un joven llamado Samuel Stutchbury, que había estado realizando investigaciones sobre las iguanas. Cuando Mantell le enseñó sus dientes fósiles, Stutchbury observó que había una gran semejanza entre ellos y los dientes de las iguanas de América Central.
Cuando Mantell contempló los especímenes de Stutchbury, también observó la semejanza.
Mantell sintió renacer su confianza en que los dientes y huesos en su poder eran los de un reptil gigantesco que se alimentaba con plantas. Y si una iguana tenía dientes de aquel tamaño, especuló, el animal debió de haber sido enorme, unos dieciocho metros de longitud. Por sugestión de Conybeare, Mantell le dio a aquel reptil fósil el nombre de Iguanodon, lo que significa «diente de iguana». En 1825 ofreció un completo informe de su descubrimiento a la Royal Society en Londres.

Algunas de las presunciones de Mantell sobre el Iguanodon resultaron equivocadas. Pensó que el animal había caminado sobre cuatro patas a la manera de una iguana a escala mayor. Confundió su protuberancia puntiaguda encima del hocico tomándola por un cuerno y así lo hizo ver en su dibujo, lo que dio al animal cierta apariencia de rinoceronte. Pero en lo que Mantell no se equivocó fue en la importancia de su descubrimiento. Mucho tiempo atrás, antes de que los mamíferos florecieran en la Tierra, declaró, habían vivido en ésta reptiles más gigantescos que cualquiera otros que, por lo que hasta ahora sabemos, hayan existido en nuestro planeta.
Cuando Cuvier se enteró de los hallazgos de Mantell antes de su publicación, reconoció graciosamente sus anteriores errores y expuso algunas ideas propias al respecto. Dado que todos los mayores animales terrestres contemporáneos eran herbívoros era razonable pensar que los mayores entre los antiguos reptiles se «habían alimentado de vegetales». Consecuentemente no debía sorprender a nadie que el Iguanodon siendo tan grande tuviera dientes de animal herbívoro. Como Cuvier adelantó, y revelaron hallazgos subsiguientes, muchos de los dinosaurios resultaron ser herbívoros, contrariamente a lo que ocurre con los reptiles de nuestros días.
Mientras Mantell estaba sufriendo al pensar qué debía hacer con los fósiles del Iguanodon, entre 1820 y 1825, un cazador de fósiles de los más eminentes, William Buckland, examinó en el museo de Oxford una interesante colección de huesos que habían sido encontrados en una cantera de pizarra. La mayoría de las tejas de pizarra de la región provenían de la aldea de Stonesfield, al norte de Oxford, y en los últimos años, a medida que la cantera se iba haciendo más profunda, los trabajadores fueron encontrando un número cada vez mayor de huesos fósiles que entregaron al museo. Algunos eran reliquias procedentes de pequeños mamíferos. Otros parecían ser mucho más antiguos y mayores. Entre esos huesos se encontraba un maxilar inferior con grandes dientes puntiagudos, como de sierra, algunas vértebras, un trozo de omoplato y varios fragmentos de un miembro trasero. Buckland decidió que era muy posible que los huesos procedieran de reptiles. También él estaba influenciado por el Mosasaurus de Cuvier.
Por alguna razón, probablemente por la presión de otras investigaciones, Buckland se tomó mucho tiempo para informar sobre sus fósiles. Pero consultó a amigos y colegas a los que hizo observar su material para que le dieran su opinión. Una de esas personas se sintió tan impresionada por los grandes dientes en forma de hoja que publicó en 1822 la declaración de que el diente de Stonesfield pertenecía a un reptil de gran tamaño al que dio el nombre de Megalosaurus. El autor fue James Parkinson, un médico que es recordado por la descripción de la enfermedad que lleva su nombre. Nadie está seguro, pero el nombre de Megalosaurus también puede deberse a la inspiración de Conybeare, cuya capacidad de poner nombres parece responsable de perdurables contribuciones a la paleontología.
Buckland esperó dos años para ofrecer la primera descripción completa del Megalosaurus que apareció en 1824 en una publicación científica bajo el título de Transactions of the Geological Society of London. Con esto se adelantó a Mantell, en la letra impresa, en un año, aun cuando él mismo, a su vez, estuvo precedido por Parkinson. Esto es algo que en cierto modo es responsable de la confusión que aún persiste en nuestros días al atribuir la prioridad en el descubrimiento del primer dinosaurio fósil reconocido como tal. Parkinson posiblemente fue el primero en publicar la primera información de un Megalosaurus fósil, en 1822, pero no fue capaz de ofrecer una descripción científica satisfactoria. Buckland fue el primero en publicar un informe científico formal sobre los restos de un dinosaurio. El artículo publicado por Mantell sobre el Iguanodon se publicó un año después, en 1825, pero el cirujano había expuesto y discutido sus hallazgos ante la Geological Society meses antes de la publicación del informe de Buckland y describió ya los dientes en su libro de 1822 sobre fósiles. Es posible que hubiese publicado antes su informe si Buckland no le hubiera prevenido contra un anuncio «prematuro». Si Mantell llegó a tener la sensación de que Buckland actuó por motivos egoístas, el cirujano nunca expresó esas sospechas, al menos en público. Mantell en aquellos días escribió sobre Buckland alabando «la generosidad que marcaba su carácter». La generosidad no fue siempre un rasgo característico de las relaciones entre los cazadores de fósiles.
Si bien podría defenderse la prioridad de Mantell en el descubrimiento del primer dinosaurio -y su solitaria lucha para ganarse el apoyo de los especialistas establecidos lo convierte sin duda en un favorito, desde el punto de vista sentimental, y sus anotaciones en su diario registran el hallazgo de huesos de saurio en 1819 y 1820, lo que apoya su prioridad-, el anuncio realizado por Buckland tiene mayor peso. Era el geólogo más respetado de Inglaterra, catedrático de mineralogía y geología en Oxford y presidente de la Sociedad Geológica. Parecía personificar el reciente auge de la geología como una ciencia de amplio rango y entre cuyos campos se contaba el estudio de los fósiles, especialidad que, muy poco después, comenzó a ser llamada paleontología y se la consideraría como una disciplina estrechamente relacionada con la geología.
Buckland había nacido en Axminster en 1784, hijo de un clérigo. Después de sus estudios en Oxford, él también se ordenó sacerdote de la Iglesia de Inglaterra.
Varios otros de los más destacados geólogos del país combinaron igualmente la carrera eclesiástica con la ciencia. Aunque llegó a ser canónigo en Oxford y deán de Westminster, la geología y la paleontología se llevaron generalmente la mejor parte de las energías de Buckland. Era un trabajador lleno de vigor en este terreno. Causaba una inolvidable impresión cuando se ponía a excavar o rebuscar entre las rocas con su toga profesional y su chistera. En una cueva de Yorkshire identificó los restos de gran número de mamíferos que hacía ya muchísimo tiempo que no habitaban Europa, entre ellos hienas, leones y elefantes. Su informe sobre el descubrimiento de lo que él supuso fuera la despensa de las hienas prehistóricas, lo situó en primera fila entre los paleontólogos.
Sin embargo, Buckland tenía un punto de vista restrictivo sobre lo posible. Nada podía hacer vacilar su creencia en la realidad absoluta del arca de Noé y del diluvio universal y en que los huesos de los animales hallados en muchas de aquellas cuevas habían sido víctimas infortunadas de aquella catástrofe. Estaba convencido de que Gran Bretaña no estuvo habitada por seres humanos antes del diluvio universal. Esto lo llevó, o le obligó, a interpretar equivocadamente los huesos encontrados en otra cueva, la Pavilan Cave, en Gales del Sur. Allí, en profundos sedimentos, entre los huesos de animales antediluvianos encontró el esqueleto de un ser humano. Estaba manchado de rojo, debido a la abundancia de contenido de hierro en la tierra de la cueva, y se adornaba con cuentas de marfil. Buckland no se atrevió a creer que aquel ser humano, que vivió en la era de los mamuts, fuera un descubrimiento sensacional, nada menos que la criatura humana más antigua encontrada antes de 1820. En vez de ello, dado que la

cueva se hallaba en las proximidades de un viejo campamento romano, decidió que el esqueleto tenía que ser de una mujer -ningún varón británico se hubiera adornado con cuentas de marfil- y que su profesión había sido poco respetable.
«Cualquiera que fuese su ocupación -escribió Buckland con cierta delicadeza-, la vecindad de un campamento militar parece indicar cuál podría ser el origen de sus medios de subsistencia.» El esqueleto debido a su reputación y al color de las manchas de sus huesos pasó a ser conocido con el nombre de la «Red Lady of Paviland» («la Dama Roja de Paviland»). El error de Buckland quedó al descubierto mucho más tarde. La Dama Roja era un joven varón muerto hace 18.000 años, en la Era Glacial.
Nadie puede mostrarse indiferente con respecto a Buckland. Sus lecciones cargadas de teatralidad cautivaban a sus estudiantes. Sin embargo, algunos años más tarde Darwin lo consideraría «vulgar y ordinario», con una «exagerada tendencia a buscar la notoriedad». Pero quienes visiten la casa de Buckland encontrarán allí pruebas, más que suficientes de que se trataba de un excéntrico simpático. Se divertía presentando a sus invitados platos de carne de cocodrilo o de avestruz y observaba sus reacciones cuando los conejillos de Indias roían a sus pies, y, de acuerdo con las palabras de John Ruskin, «pequeños lagartos de las Carolinas, muy amables y bien educados, mantenían la casa libre de moscas». Su oso, llamado Tiglath Pileser, en honor de un rey de la antigua Babilonia, aparecía de vez en cuando en las reuniones y fiestas que ofrecía en su jardín, vestido con una túnica y tocado con una gorra oxoniana. Pero en sus estudios de los fósiles, Buckland era absolutamente serio cuando se esforzaba por encontrar pruebas que apoyaran la teoría geológica catastrofista de Cuvier. Fue el defensor más incansable de Cuvier en Inglaterra.
Los huesos encontrados en la cueva de Yorkshire, estaba seguro de ello, eran restos de la vida en los días finales antes de que se produjera la última de las catástrofes: el diluvio universal.
La influencia de Cuvier también se hizo evidente en la obra de Buckland sobre el Megalosaurus. Parece ser que Cuvier insistió a Buckland para que siguiera adelante y publicara su artículo titulado: «Notice on the Megalosaurus or Great Fossil Lizard of Stonesfield.» Al igual que Cuvier en su análisis sobre el Mosasaurus, Buckland clasificó confiadamente los fósiles en el orden de los «saurios o lagártidos». Más aún, al reconocer su deuda académica con Cuvier, escribió: «De estas dimensiones, comparadas con las medidas de la familia de los lagartos, resulta que Cuvier ha asignado al individuo al que pertenece este hueso [un fémur] una longitud superior a los doce metros y el volumen de un elemento de dos metros y pico de envergadura.» Como podía verse, se concedía a Cuvier una gran parte de la fama del descubrimiento del Megalosaurus y, con ello, de los dinosaurios. Con su inspirada obra sobre anatomía comparada y la extinción de las especies, Cuvier pasó a ser al menos el padrino intelectual de los descubrimientos realizados en la década de 1820 a 1830.
En contraste con el Iguanodon vegetariano de Mantell, los dientes en forma de sierra del espécimen de Buckland eran los propios de un carnívoro. Pero Buckland advirtió otras cosas en aquellos dientes. Estaban embutidos en unos alvéolos, como ocurre con los dientes de los cocodrilos, mientras que los dientes de los lagártidos están directamente unidos al maxilar. Después de que Buckland citara algunas razones anatómicas que le llevaban a creer que aquel espécimen no era simplemente un cocodrilo antiguo, no fue capaz de seguir adelante con el tema y nunca se dio cuenta de la importancia de ese rasgo. Como más tarde escribiría Edwin H. Colbert, una moderna autoridad en dinosaurios, eso significaba una «prueba irrefutable» de que el Megalosaurus no era un lagarto gigante, como parecieron asumir Buckland y Cuvier, sino «algo nuevo, un reptil de características hasta entonces nunca imaginadas».
Muchos coleccionistas de fósiles de los primeros tiempos es muy posible que hubieran encontrado huesos de Megalosaurus sin darse cuenta de su importancia y significado. Un «fémur humano» hallado en Oxfordshire fue descrito en 1676 por el reverendo Robert Plot, primer conservador del Museo Ashmolean de Oxford. En realidad se trataba de la parte final del fémur de un Megalosaurus. Alan Charing, del Museo Británico (Historia Natural), descubrió recientemente en la colección del museo un hueso de Iguanodon que había sido encontrado en Cuckfield en 1809, antes de que Mantell se lanzara a la caza de fósiles en aquel lugar.
El interés de Buckland en los fósiles gigantes desapareció con los años. Pasó a preocuparse más de las grandes cuestiones de la geología y la paleontología, tal y como él las veía, es decir, en relación con la reconciliación de la geología con la Biblia. Era un hombre de iglesia y al mismo tiempo un científico.
Por otra parte, Mantell redobló su búsqueda de fósiles, con riesgo para su débil naturaleza y haciendo cada vez más difícil la existencia de su familia. Encontró los restos de otro dinosaurio en 1832, el año en que murió Cuvier. Bautizado con el nombre de Hylaeosaurus era una criatura pequeña, con caparazón duro y espinas largas duras y simétricas a lo largo del lomo. Esos huesos y muchos otros llenaban totalmente su casa. Al año siguiente Mantell decidió dejar Lewes y dedicarse a practicar la medicina en Brighton, con la esperanza de que su trabajo le resultara más lucrativo en aquella ciudad costera y lugar de veraneo. Necesitaba aquel dinero para financiarse su afición a la paleontología. Publicó un libro de divulgación sobre geología y adquirió los huesos de otro Iguanodon hallado en Maidstone. Pero su ejercicio de la medicina sufrió hasta el punto de que en 1838 se vio forzado a vender una gran parte de su colección de fósiles al Museo Británico. Al año siguiente después de lo que debió de ser una confrontación hogareña en la que Mantell tuvo que elegir entre su familia y sus fósiles, su mujer y sus hijos lo abandonaron. Por aquel entonces Mantell ya había dejado de atribuir a Mary Ann el hallazgo del diente original del Iguanodon.
Gideon Mantell pasó los últimos años de su vida en Londres, hombre solitario y lleno de deudas, y murió en 1852. William Buckland vivió cuatro años más, con muchos más honores, pero con un prestigio científico disminuido porque había apoyado el bando equivocado en la guerra del siglo de la filosofía geológica. A la hora de sus respectivas muertes, sin embargo, Mantell y Buckland tuvieron la satisfacción de saber que con unos pocos dientes y huesos que habían sacado a la luz desde un pasado lejano, habían dado a la humanidad la primera prueba identificable de algunas de las creaciones más espectaculares de la naturaleza.