Como es sabido, alcanzar la identidad cultural, la categorización del yo grupal —al menos entendida como complejo de eventualidades, fatales o fortuitas, con facultad para precisar lo específico de un cuerpo cultural respecto al resto—, evidentemente supone la necesidad del cotejo con lo otro, infinito e indistinto. A partir de ese paso comparativo, se precipita, pues, el proceso vertical de paulatina reducción, de convergencia restrictiva, que habrá de alternar obviamente en el tiempo con su opuesto —la compulsión hacia la dispersión—, instancias que resultan de igual modo autocríticas, autocognoscitivas y reafirmatorias, como caras opuestas y complementarias que son del mismo acontecimiento.
Nuestro aliento —el va y el ven del intercambio sucesivo con lo no-cubano— tuvo a todas luces el punto de arranque en momento bien próximo: la contracción original en pos de el yo —el nosotros—, que se fue concretando durante la etapa previa inmediata al comienzo de la Guerra de Independencia de 1895. Abocados quedábamos entonces a la inicial convergencia: a la identificación y posesión del ámbito que nos condicionaba más inmediatamente, como culminación previsible para la síntesis que comenzara a gestarse desde la llegada del español. En particular, la historia de la literatura cubana ilustra pródigamente los diversos viajes emprendidos en pos de nuestro centro, pero son los Diarios de campaña de José Martí los que ejemplifican más que ningún otro texto la condensación, coherente y sustanciosa, de lo concebido intelectual y artísticamente con anterioridad, y, sin duda, la entrada verdadera en la dimensión de lo cubano.
En raigal comparación crítica con el resto por él conocido —evidentemente implícita en el independentismo antimperialista por un lado, y en el americanismo por el otro del pensamiento Martiano—, esas memorias proponen una declaración de identidad concebida mediante el yo coral, que articula un compendio de lo nacional y se objetiva en soliloquio a muchas voces. Se trata de un yo ilimitadamente omnisciente en la medida en que va componiéndose a partir de las experiencias aportadas por los hombres y mujeres que transitan por sus páginas, se alimenta del entorno referencial —pasado o presente— de cada uno de ellos, y propone una especial plurivisión contextual, que el autor resume en notable muestra de concisión y sobriedad estilística y a la vez de abundancia y, aun de sugerencia conceptual.
Viniendo José Martí justamente de la otredad que niega, utiliza estos apuntes de viaje —que asumen la campaña, y sus vísperas, como contienda, pero también como campo, como espacio cultural determinado— en función de aprehensión y codificación cada vez más cerrada. No es esto resultado de voluntad estética sino de urgencia vital, experimentada por un hombre especialmente imbuido del papel que desempeña para la historia de su país.
Regresa Martí a la patria, una Cuba mucho más tiempo soñada que vivida, y a la que ha ido aproximándose desde referentes periféricos. El viaje hacia la notredad, concurrente, de exploración y posesión, se emprende en este caso desde instancia primero europea —exilio español, en específico— y luego americana —mucho más precisamente desde la dimensión norteamericana, a la cual permaneciera vinculado durante catorce años de residencia neoyorquina, de sus cuarenta y dos de vida—.
Ha sido ese alejamiento obligatorio el que le otorga la necesaria visión global, flexible y diversa. Tal angulado lo asiste incluso en los acercamientos puntuales que realiza a la vida de nuestros países: México, Guatemala, Venezuela, Costa Rica, EE. UU..., están, sobre todo, en su obra periodística. Es fácil rastrear la huella literaria que va dejando el ejercicio de su voluntad política: las tareas como organizador del nuevo movimiento revolucionario irán avecindándolo con la meta. Al cabo se inicia el período caribe: Jamaica, Haití, República Dominicana... La labor del Partido Revolucionario Cubano determina la inminencia de contactos directos en esos países y, naturalmente, la proximidad física y espiritual con grupos humanos y costumbres cada vez más afines.
La primera parte del texto, de Monte Cristi a Cabo Haitiano, testifica ya el éxodo final. Martí regresa asistido por los recuerdos de su infancia y adolescencia, y lo que adquiere en libros y gentes, sublimado todo en arquetipo ideal: sus “Ideas diversas y revueltas”2 podrán definitivamente ocupar el sitio adecuado en cotejo con la vida. Los tortuosos avatares relativamente enmascarados tras la apacible relación del tránsito por Haití, República Dominicana y Gran Inagua, significan el último capítulo de su peregrinar en pos de la tierra que siempre se ha prometido y el pórtico para la identificación. La ansiedad ante la expectativa inmediata se resuelve en gloria:
Es muy grande, Carmita, mi felicidad, sin ilusión alguna de mis sentidos, ni pensamiento excesivo en mí propio; ni alegría egoísta y pueril, puedo decirte que llegué al fin a mi plena naturaleza, y que el honor que en mis paisanos veo, en la naturaleza que nuestro valor nos da derecho, me embriaga de dicha, con dulce embriaguez. Sólo la luz es comparable a mi felicidad.